viernes, 5 de junio de 1992

La lección de El conde de Montecristo

El conde de MontecristoHacía mucho tiempo que deseaba regresar al castillo de If. Así que, veinte años después, desempolvé el viejo tomo de la Editorial Porrúa -841 páginas, texto a dos columnas, como debe ser el folletín canónico- y me puse a ello. Reencontré a Edmundo Dantés y al abate Faria como a dos viejos amigos, y poco a poco, la vieja fascinación retornó a la vuelta de cada página. Todo seguía allí, intacto: la traición, el tesoro, la venganza. Inmensa ficción y, al mismo tiempo, real; de carne y sangre como la vida misma. Y entonces, releyendo asombrado lo que tan nítidamente creía recordar, llegué al capítulo donde el banquero Danglars reprocha a su mujer, no que tenga un amante, sino que los manejos de ese amante lo estén arruinando, y añade sus sospechas de una conspiración para llevarlo a la quiebra. En ese momento dejé el libro sobre las rodillas, apoyé la cabeza en el respaldo del sillón e hice una pausa-homenaje, con los ojos en el retrato imaginario del viejo Dumas que preside junto a otros colegas -Stendhal, Conrad, Sabatini, Stevenson- mi rincón de lectura. No sé de qué diablos se sorprenden ahora, pensé, cuando ven la televisión o los titulares de los periódicos. Él ya lo había contado todo, hace siglo y medio. El viejo zorro.

Hay novelas de las llamadas populares que conocen un curioso destino: escritas con un objeto, terminan convirtiéndose, a pesar incluso de la intención del autor, en símbolos, en banderas de algo. A veces hasta sobreviven y van mucho más allá de las intenciones de su creador. Cuando Eugenio Sue escribió Los misterios de París para diversión de una clase burguesa, ávida lectora de folletines, no imaginaba que su obra terminaría siendo acogida como una denuncia de la triste condición de los oprimidos, y que muchos de quienes lucharon en las barricadas de 1848 lo harían por haber leído aquellas páginas. Otro tanto puede decirse de Los miserables, de Victor Hugo, o de El conde de Montecristo de Alejandro Dumas. Todas ellas son novelas que admiten, ya en su origen, dos lecturas paralelas: la de quien se sumergía en sus páginas por el puro placer del planteamiento, nudo y desenlace, y la de quien encontraba en ellas otros elementos, otras claves ocultas que daban profundidad y valor social a lo que en apariencia, y a veces incluso en la misma intención del autor, sólo era un elemental divertimento de masas.

Pero hay otro punto de vista posible a la hora de abordar estas lecturas: una visión de esa materia narrativa a la luz del tiempo y del concepto de lo relativo. Del mismo modo que la Iliada puede leerse en 1992 con la conciencia de que de Troya a Sarajevo no hay, en cuanto a distancia histórica, sino algunos adelantos técnicos en la forma de arrasar una ciudad, el lector que se enfrenta a una novela como El conde de Montecristo tiene a su alcance, aparte el placer de la pura narración, de las peripecias apasionantes de Edmundo Dantés entre sus amigos y sus enemigos, el gozo sutil de observar la supuesta ficción a la luz del mundo concreto en el que vive, de la sociedad que lo rodea. Entonces, por uno de esos milagros fascinantes que sólo las grandes obras maestras deparan, todos los personajes cobran vida, rostros, nombres de ahora mismo, y uno descubre que la materia manejada por el talento de Alejandro Dumas es materia viva, eterna, actual. Pero también que, desde 1844, la llamada sociedad moderna fue rigurosamente fiel a sí misma: nada nuevo se ha inventado desde entonces en lo tocante a ruindad, hipocresía, arribismo, corrupción en las instituciones y poder omnímodo, absoluto del dinero.

La diferencia es que antes, cuando Edmundo Dantés maquinaba su evasión del castillo de If, aún había esperanza para los parias de la tierra. Hoy sabemos cómo suelen terminar los parias, y hasta es posible intuir, por escasa imaginación que se tenga, cómo puede terminar la tierra. Por eso, aunque no sea ya bajo idénticos motivos que el lector de folletines decimonónicos, el lector actual siente también que un sudor frío perla su frente ante los oscuros recovecos de la narración y de la vida que en ella se describe. Pero ahora, agonizando el que fue siglo de la esperanza, el sudor resulta más frío; el estremecimiento es mayor.

El conde de Montecristo es una novela llena de recursos del oficio, de diálogos y descripciones forzadamente largos –Dumas cobraba a tanto la línea– , de estilo tosco y descuidado, adjetivos superfluos, divagaciones y desvergonzadas metáforas profesionales. Además, a menudo roza el cuento de hadas: la fuga de Dantés en el saco del muerto, los bandidos que leen a Plutarco, los disfraces, el tesoro, las sospechosas veleidades del azar que tanto ayudan a Dantés en su venganza. El lector se adentra en ello con la conciencia de que todo es un artificio lleno de trucos y trampas, y sin embargo, a su pesar, termina prendido en la trama, pasando las páginas febril, deseando incluso, víctima agradecida del mismo artificio, encontrar en el libro precisamente todos los lugares comunes, todos esos estereotipos melodramáticos que su sentido crítico rechaza, pero que su instinto de lector, la admiración por el talento de Dumas, por la extraordinaria estructura narrativa que se despliega ante sus ojos, termina haciéndole, incluso, desear. Y cuando Villefort da un paso atrás con ojos extraviados y el espanto en la frente, o Montecristo palidece de forma terrible y murmura: “¡Fatalidad!”, o cuando Fernando se arrastra con suspiros que nada tienen de humano y rechinándole los dientes antes de pegarse un tiro, el lector detiene un momento la lectura, paladea el sabor perfecto y deliciosamente folletinesco de todo aquello y lamenta que sólo queden cincuenta páginas hasta el “¡Confiar y esperar!” que precede a la palabra “Fin”.

Creo recordar que Umberto Eco se preguntaba si hubiésemos amado igual esta novela en el caso de no haberla leído por primera vez –o las primeras veces– en sus arcaicas y ampulosas traducciones decimonónicas. Y es que hay otras novelas mucho mejor escritas, por supuesto. Pero, comparadas con el Montecristo, sólo son simples obras de arte.

Además, Edmundo Dantés somos todos. Su drama, su desdicha, su fortuna y su venganza conectan perfectamente con la condición humana de este fin de siglo. Prestemos atención con ojos de lectores de 1992 a los resortes argumentales de la novela: una inocencia, la del joven marino Edmundo Dantés, recién desembarcado del Faraón y a punto de casarse con su novia Mercedes, se ve traicionado por aquellos en quienes confía. Dantés es encarcelado por la envidia (Danglars), la lujuria (Fernando), la cobardía (Caderousse) y la ambición política (Villefort).

Por un golpe de suerte, merced a su amigo el abate Faria, Dantés escapa y logra un tesoro, una fortuna incalculable, que le permite planear y ejecutar la minuciosa estrategia de su venganza. O, dicho de otro modo, sólo el dinero, la inmensa fortuna escondida en la isla de Montecristo, transforma al paria Dantés en el elegante e implacable conde que ejecuta, en la tierra, los designios de la terrible Providencia divina. Y es ahí donde desfila, a sus pies y ante los ojos del lector, la sociedad francesa de la Restauración, los Cien Días y la monarquía de Luis Felipe, tan hipócritas y corruptas en aquel siglo como en este: con sus banqueros, sus dandies, sus altos magistrados con un cadáver enterrado en el jardín, sus políticos venales, su parlamento, sus sobornos, los banquetes, las fiestas mundanas, las letras de cambio, las aristocráticas damas de virtud fácil, los mediocres poderosos, los canallas encumbrados, los advenedizos arrogantes, los analfabetos convertidos, merced a la política o al dinero, en árbitros de la moda, la moral, la elegancia y la cultura. Y el lector, que a las veinte páginas no sólo comprende a Dantés, no sólo se identifica con Dantés, sino que es Dantés, participa, personal e íntimamente, en la deliciosa revancha que por mano interpuesta, la del conde de Montecristo, Dios o quizá la simple y objetiva Justicia, tan huérfana y desvalida ayer como hoy, se desencadena contra la ambición arribista, la envidia pasional y las tiranías sociales. Una venganza –y ahí está el detalle espléndido del asunto– llevada a cabo con las mismas armas de los enemigos: el poder del dinero. Un dinero que se vuelve, gracias al genio del abate Faria y a la Providencia, terrible arma arrojadiza contra ese mismo poder. Y el lector, incluso el escéptico y resabiado en la era de la televisión y la informática, aplaude el prodigio como hacía antes el público en el gallinero de los teatros y en los cines de barrio, cuando silbaba a los traidores y aclamaba a los caballeros sin miedo y sin tacha. Silbidos y aclamaciones que, para nuestra desgracia, ya no suenan en ninguna parte, convertidos en patrimonio exclusivo de los inocentes y de los niños.

Por eso Edmundo Dantés sigue vivo. La grandeza de El conde de Montecristo reside en que su venganza, la única posible en aquél y en este mundo de tahúres y sinvergüenzas, también es la nuestra. Esperar y confiar. Y que Dios, además de las justas repúblicas que dan asilo a un hombre, además de las islas lejanas a donde nunca llegan órdenes de captura, bendiga también al viejo Dumas. Amén.

5 de junio de 1992

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