domingo, 26 de diciembre de 1993

Manolo estuvo aquí


Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.

Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.

Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y es cultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a no parecer, por si menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.

Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche -es rentable erigirse en apóstol de lo marginal desde la mesa de un bar caro y de moda- y el coro de cantamañanas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.

La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo.

Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.

No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.

26 de diciembre de 1993

domingo, 19 de diciembre de 1993

Kalashnikov


Como tantas otras cosas, al Kalashnikov se lo cargó la perestroika. Ustedes saben que el Kalashnikov es un fusil de asalto comúnmente conocido en sus modalidades AK-47 o AKM, que sirve para disparar muchos tiros aunque llueva, haga calor, hiele o el arma esté llena de barro. El Kalashnikov es una especie de todo terreno de los artilugios bélicos, barato, simple y resistente, cuya imagen -recuerden su conocido y característico cargador curvo- se ha asociado, durante décadas, a los movimientos revolucionarios y de liberación, a las guerrillas de más de medio mundo.

La primera vez que lo vi en persona, al natural, fue en 1974. Lo empuñaba un guerrillero palestino y le hice una foto. Reconozco que contado así, en frío, suena fatal. Pero he de matizar en mi descargo que, por aquel entonces, un Kalashnikov era para un joven reportero lo que para un músico un Stradivarius. Añadiré, para los meapilas, que gustan de justificaciones morales y cosas así, que esa arma, por aquel entonces, era prácticamente el símbolo de los muchos pueblos que aún creían poder ganar su libertad a tiro limpio. Ignorantes, dicho sea de paso, de que las libertades se ganan a tiro limpio y se pierden después del último tiro, cuando los revolucionarios toman el palacio presidencial y llegan los truhanes, los mangantes y los mercachifles emboscados, Pasa jubilar a los de la escopeta y hacerse cargo ellos de la situación.

El caso es que, cuando todavía eran soviéticos, los rusos se forraron a base de inundar de Kalashnikov los mercados de armas internacionales. Salían en cajas rotuladas, por ejemplo, como maquinaria industrial, con destino oficial a Burundi, y luego aparecían en manos del Vietcong, los Tupamaros, la guerrilla angoleña o el Polisario. El Kalashnikov le puso fondo sonoro a la historia de medio siglo XX. Sostuvo utopías y perpetró atrocidades. Tradujo a su lenguaje brutal, inapelable, lo mejor y lo peor, el heroísmo y la barbarie del hombre, del ser humano a cuyas manos y pensamiento servía. Durante muchos años vi a innumerables hombres y mujeres dormir abrazados a su Kalashnikov como abrazados a un sueño: palestinos, sandinistas, farabundos, eritreos, mozambiqueños, muyahidines, bosnios. En la última imagen que se conserva de Salvador Allende, momentos antes de su muerte en el palacio de la Moneda, aquel presidente gordito, consecuente y valeroso lleva un casco de acero en la cabeza y empuña un Kalashnikov AK-47. A mi amigo Belali Uld Maharabi, saharaui, que había sido cabo del ejército español hasta que España le escupió a la cara, lo mataron en Uad Ashram en 1976 con un Kalashnikov en la mano. Y en algunas fotos que hice por ahí, por esos mundos, hay guerrilleros desharrapados y valientes que levantan el Kalashnikov en alto, como una bandera.

Y ahora abro un periódico y resulta que la factoría de Tula, una de las dos que fabricaban ese fusil en la antigua Unión Soviética, está en plena reconversión porque, en los últimos años, las ventas han caído en picado, de 200.000 a 40.000 unidades anuales. El fin de la guerra fría, la desmilitarización de la antigua URSS y su liquidación como gran potencia internacional les han dado la puntilla a las exportaciones masivas de antaño. No porque no haya guerras que absorban la producción, sino porque la fragmentación actual de los escenarios bélicos se nutre de otros arsenales más localizados: armas de antiguos ejércitos reconvertidos en milicias, intercambios entre vecinos, etcétera. O sea: yo te doy los fusiles de la antigua policía ucraniana y a cambio tú me das el monopolio del tráfico de heroína, y cosas así.

En cuanto al resto del mundo, casi todas las viejas revoluciones ya triunfaron; luego sería una estupidez hacerlas otra vez. Cierto es que en la mayor parte de los sitios muy pocas cosas han cambiado, y por algún curioso fenómeno físico sigue detentando el poder una cantidad increíble de hijos de puta. Pero la revolución, lo que se dice la revolución, ya está hecha y a menudo enterrada. Basta darse una vuelta y ver los monumentos al héroe desconocido, al soldado del pueblo, a la independencia. Ver, por ejemplo, a Pinochet ejerciendo de abuelito venerable; a los ejecutores de Ceausescu vendiéndonos una moto pintada de verde, como si no los hubiéramos visto a todos ellos jaleando al conductor igual que si fueran palmeros finos.

Me van a perdonar ustedes, pero siento nostalgia del viejo Kalashnikov. De aquellos tiempos en que se levantaba como una bandera de libertad y todos creíamos saber contra quién dispararlo.

19 de diciembre de 1993

domingo, 12 de diciembre de 1993

Cuento de Navidad


Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.

Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.

De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.

Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.

-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.

-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.

Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.

12 de diciembre de 1993

domingo, 5 de diciembre de 1993

El pianista del Sheraton


Se llamaba Emilio Attilli, era bajito, educado y pulcro, y parecía recién salido del viejo celuloide: cincuentón, bigote fino y recortado, pelo teñido peinado hacia atrás con esmero, chaqueta blanca con pajarita y zapatos de dos colores. Tocaba el piano en el bar del Sheraton de Buenos Aires en unos tiempos agitados en que por allí circulaban individuos de variopinto y siniestro pelaje: torturadores profesionales, traficantes diversos, periodistas, montoneros supervivientes, chivatos de la policía, prostitutas de lujo y turistas gringos. Ajeno a todo ello, cruzando entre las mesas como si su impoluta chaqueta blanca lo preservara del ambiente, Emilio Attilli llegaba cada noche ante su piano, y durante cuatro o cinco horas interpretaba melodías lentas y tiernas, de esas que sirven para acompañar el tercer Martini de la noche porque hablan de amores perdidos, tristezas infinitas y nostalgias.

En realidad tocaba sobre su propia vida. A esa hora en que los camareros barren el suelo y colocan las sillas sobre las mesas, Emilio Attilli se soltaba la pajarita del cuello y sonreía, melancólico, recordando su juventud en la orquesta de Xavier Cugat, Hollywood, Las Vegas, los casinos de La Habana precastrista. Sus recuerdos eran dilatados y brillantes: había conocido a las estrellas del cine, a los astros de la canción. Había amado -aquí la sonrisa se acentuaba, a un tiempo vanidosa y discreta- a una conocida y bellísima actriz cuyo nombre, Rita, sólo pronunciaba en voz baja cuando al filo de la madrugada, el alcohol, el humo de cigarrillos y la compañía le arrancaban jirones agridulces de la memoria.

Las chicas, las prostitutas de lujo que andaban a la caza en el bar del hotel, lo adoraban. Las trataba con exquisita cortesía, igual que a las otras, las presuntamente respetables. Durante las horas de espera, sentadas a una mesa al acecho de un hombre de negocios o de un traficante de misiles Exocet que les arreglara la noche en dólares, las mujeres, algunas de ellas maduras bellezas, bebían sus refrescos escuchando El tiempo pasará, o Fascinación con la mirada fija en la inmaculada espalda blanca o el perfil latino del viejo pianista. Creo que las hacía soñar, que les devolvía parte de su propia estimación. En ocasiones, cuando una de ellas bajaba tras un intercambio comercial satisfactorio, le mostraba su simpatía en forma de copa de champaña que un camarero depositaba junto al teclado y que Emilio Attilli, sin dejar de tocar, agradecía con una leve inclinación de cabeza y una levísima, casi imperceptible sonrisa que le torcía un poquito aquel bigote suyo que, según afirmaba, le había copiado descaradamente, décadas atrás, su amigo Clark Gable. Tocaba por cuatro pesos y vivía en una oscura pensión de la calle Corrientes. Era tímido y pacífico, pero una vez lo vi negarse a interpretar el himno patriótico que le exigía un comandante de paisano ostentoso y borracho, e invariablemente rechazaba las copas ofrecidas por los clientes que no le caían bien, incluidos millonarios y policías. Durante los tres meses que lo traté, jamás escuché de sus labios una opinión a favor o en contra de nada, hacia los demás o hacia sí mismo. Tan sólo, tras cerrar la tapa del piano, entornaba los ojos, encendía un cigarrillo americano, y recordaba. «La dignidad de cada uno -dijo en una ocasión- son sus recuerdos». Y bebía en silencio, sosteniendo entre los dedos el tallo de su copa de champaña o Martini, mientras los camareros barrían el suelo entre bostezos y alguna furcia solitaria lo observaba desde la última mesa, diciéndose quizá que, en otro tiempo y en otro lugar, tal vez en otra vida, aquel pianista cincuentón, menudo y amable la hubiera hecho feliz.

Volví, años después, al bar del Sheraton, para encontrar un nuevo pianista. Nadie pudo decirme qué había sido del otro, y nunca supe el nombre de la pensión de la calle Corrientes donde tal vez quedara noticia de su paradero. Como tantas cosas, la imagen de Emilio Attilli está ahora suspendida en mi pasado, uno más de esos fantasmas que llevas contigo y que a veces acuden de forma imprevista a su cita con la ternura y la memoria.

No sé si mi amigo el pianista del Sheraton tenía importancia suficiente para justificar este artículo. Tal vez -sospeché siempre- su Hollywood fue imaginario y su nombre sólo apareció impreso en pequeños programas de cabarets y hoteles a tanto la hora. Pero si, como él decía, la dignidad son los recuerdos, sus recuerdos eran hermosos y bien merecen estas líneas. Eso es más de lo que puede decirse de muchos hombres y mujeres que conozco.

5 de diciembre de 1993