domingo, 30 de octubre de 1994

Se nos caen


Estaba el otro día el arriba firmante echándole un vistazo al monasterio de San Millán de la Cogolla cuando, con eso de las lluvias y lo demás, se cayó del techo un pedrusco. Comentando el tema con uno de los frailes que de aquello se ocupan, pregunté, ingenuo: "¿y qué dicen las autoridades culturales?". A lo que el digno freiré repuso, con un repuntín de mala leche: "Unos dicen ya veremos y otros nos aconsejan rezar".

Ignoro lo que rezar da de si en cuanto a la conservación de monumentos históricos -sin duda es mano de santo- pero la cifra del ya veremos me la contaron el otro día: 733 millones de pesetas son los presupuestos del Ministerio de Cultura destinados este año a la conservación de las catedrales españolas. O sea, un pelín más de lo que cuesta una casa de las que se construyen los tiburones guapos de la economía del pelotazo y sus, consortes alicatadas hasta el techo. En cuanto al presupuesto destinado al género menor, los monasterios como San Millán, el Ministerio de Cultura ha decidido tirar la casa por la ventana, destinando 160 millones. Así que mucho me temo que la oración seguirá siendo necesaria, a falta de algo más concreto como gravilla y cemento. Quizá porque el cemento lo gastan algunos en maquillarse cada mañana.

En cuanto al presupuesto catedralicio, echen ustedes cuentas. Reconstruir un solo pináculo de la catedral de Burgos, por ejemplo, cuesta un millón, poco más o menos. Y repartiendo 733 millones entre las 86 catedrales españolas, resulta que tocan a ocho kilos y medio por catedral. Es decir, a ocho pináculos y medio. El argumento oficial, cuentan, consiste en que no hay más dinero para catedrales porque éstas son propiedad de la Iglesia. Pero la Iglesia dice que venga ya, hombre, de qué vais, que entre convertir a Rusia y los infieles, y los viajes para que su Santidad les diga a los negros que no forniquen y a los indios que no aborten, o viceversa, a la nave de Pedro no le queda viruta ni para el cirio pascual. Total: que los obispos y los párrocos y los deanes se las arreglan como pueden, y el día menos pensado una cornisa gótica nos va a desgraciar a un turista, y se van a largar todos a Francia, donde las bóvedas de las catedrales están como Dios manda, y no pegadas con barro y salivilla, como aquí, sostenidas a pulso por cuatro curas y el cepillo dominical de dos feligreses con vergüenza torera.

En fin. Uno comprende que con las catedrales y sitios así no pasa lo mismo que con la Expo 92, o con el Ave. Llevan hechas varios siglos, y uno no puede apuntarse el tanto de salir inaugurándolas en los telediarios, porque ya están inauguradas de sobra. Como tampoco es lo mismo pasear por la catedral de Lugo o por la Seo de Urgell, lo que supone una vulgaridad al alcance de cualquiera, que ponerse de tiros largos, con pajarita y visón, la noche de reapertura del Teatro Real de Madrid (4.000 millones en el presupuesto) o del Liceo de Barcelona (1.000 kilos), que eso sí queda vistoso, tiene marcha social y pueden enviársele tarjetas de invitación a Almodóvar, en brillante combinación de la modernidad con el diseño y la cultura. Y si de paso allí puede oírse música, pues oye. Malegro.

Es curioso comprobar cómo la Cultura con mayúscula, la que no es vistosa de chundarata y muy bueno lo tuyo, ni rentable políticamente, sólo preocupa cuando uno está en la oposición, como esos arrebatos que, al ruido de las piedras que se caen, acaban de entrarle de pronto a algunos oportunistas miembros de otros partidos que no gobiernan, como si en este país no nos conociéramos todos; en esta España hermosa y desdichada donde tanto hijo de la gran puta fue capaz, en los intermedios, de pintar cuadros, escribir libros, construir iglesias y catedrales que ahora enseñamos a nuestros zagales porque sus piedras albergan nuestras claves y nuestra historia. Y todo eso, que no es patrimonio de la Iglesia ni del Estado, sino alma y conciencia de todos y cada uno de nosotros, se nos cae a pedazos.

Pero la culpa es nuestra. Y lo es por consentir, con tanto mirar hacia otro lado y tanto silencio cómplice, la impunidad de golfos pasteleros capaces de vender la lápida de su madre por un Mercedes con chófer y teléfono mientras imprimen su mediocridad y su bastardía cultural en los restos de nuestro orgullo y nuestra memoria. Así que tal vez el futuro depare lo que entre unos y otros andamos buscando: muros sin techo, ruinas por el suelo y un guía diciéndole a aburridos escolares con gorritas de béisbol vueltas hacia atrás: aquí estuvo, aquí fue. Quizá merezcamos de verdad irnos todos al carajo.

30 de octubre de 1994

domingo, 23 de octubre de 1994

Principitas y princesas


Pobre Lady Di. Siempre tan flaca y tan lánguida a la salida del gimnasio, con su carita de pena que da gana de cantarle quién te pintó esas ojeras, como a la Campanera de la copla. Observen esos ojitos moraos de tanto sufrir, esas carreras que se pega de vez en cuando para eludir a los fotógrafos y por fin, abatida, al límite, ese conmovedor estallar en sollozos ante los flashes implacables. Tan sola, tan acosada, tan malinterpretada ella. Y ahora resulta que un novio que tuvo siendo ya princesa consorte va y escribe un libro para contar que en los momentos íntimos ella lo llamaba Winkie.

Ustedes me van a perdonar, pero eso de llamarle Winkie a un fulano es la gota que colma el vaso. Podía haberlo llamado corazón mío, por ejemplo, que es más qué sé yo, o Cachito. Incluso mi héroe, ya que el susodicho era comandante de caballería hasta que lo echaron de la mili por largón y por bocazas. Pero no. Tenia que llamarlo Winkie. Y él a ella, en justa correspondencia -ruborícense, como yo- la llamaba Dibbs. O sea, Dibbs esto y Dibbs lo otro. ¿Gozas, Dibbs?

A mí, qué quieren que les diga, Lady Di me cae bastante gorda. Moralidades e instituciones monárquicas aparte, una no puede llegar y meterse en ese tipo de jardines con el pretexto de que nadie le había dicho que la vida de principita iba a ser así. Si cuando el Orejas empezó a susurrarle ojos azules tienes se hubiera preocupado de ir al cine y enterarse de qué iba la cosa, otro gallo le habría cantado a la niña Spencer. Habría visto, sin ir más lejos, a Grace Kelly y Alec Guinness en El cisne, explicando lo que es un matrimonio de Estado, a Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma, o a Deborah Kerr y Stewart Granger diciéndose adiós en El prisionero de Zenda. Porque una cosa es decirse cuchi-cuchi y otra hacer de eslabón en la cosa dinástica, que a fin de cuentas es la madre del cordero de todas las monarquías serias que en el mundo han sido.

Pero no. Dibbs, tan frágil, tan dulce, tan romántica, quería ser rubia, guapa, principita de Gales, parir un rey para Inglaterra, envejecer como reina madre y, además, ser feliz. O sea. Y claro, cuando la vida adulta le dijo hola buenas, en vez de encajar la cosa como se encajan ese tipo de cosas, como gajes del oficio, empezaron las confidencias a las amigas íntimas, las lagrimitas en el hombro de los amigos de toda confianza, el no sabes la última de Carlos, etcétera. Y claro, una vez se levanta la veda, se levanta para todos. Total. Que María de la O Spencer le ha hecho más daño a la monarquía británica en unos años de matrimonio que el que hubiera hecho Buenaventura Durruti como director de informativos de la BBC.

Y es que -como decía mi abuela María Cristina, monárquica hasta la peineta- las princesas no se improvisan, y la culpa la tienen los consortes que, además de ser unos irresponsables, se las quieren dar de originales y de modernos y se casan con aficionadas. Porque una monarquía, y más tal y como está el patio, es una cosa muy delicada. Y una futura reina encargada de sostenerla con su talento y sus reales vástagos no se hace de la noche a la mañana, sino que responde -disculpen el si-mil taurino- a una cuidada selección de casta y educación para el oficio. Una princesa es una señora, y las señoras no sueltan lagrimitas en público ni van llamando Winkie a la gente. Una princesa sabe lo que se juega cuando se casa, y también sabe a lo que renuncia porque la educaron para ello con esmero, consciente de que, en ese ejercicio profesional, la felicidad es deseable, posible incluso, pero no forzosamente obligatoria. De lo contrario, todo el mundo querría ser princesa. No te fastidia.

Estamos hablando de princesas de verdad, claro. Por eso, aun sin que el fervor monárquico me quite el sueño, me caen bien las nuestras, que incluso siendo jóvenes han sido educadas para que se les note sólo lo imprescindible. Me apuesto lo que quieran a que ni la una ni la otra saldrán nunca en la prensa del corazón soltando lagrimitas ni diciendo gilipolleces. Pero es que ellas son princesas, claro. Profesionales de verdad, y no sucedáneos de esas que se lían con guardaespaldas y con chulos de discoteca. Aunque incluso estas últimas terminan sentando la cabeza en cuanto un marido inteligente les coge el punto. Fíjense si no en las chicas monegascas, a quienes sus respectivos -Stefano, que en paz descanse, y el otro, el madero- retiraron del pendoneo teniéndolas preñadas continuamente. Y ahí están ahora, con hijos por todas partes, hechas un par de señoras.

23 de octubre de 1994

domingo, 16 de octubre de 1994

Los viejos reporteros


Ya no quedan. Y de los que una vez lo fueron, estamos enterrando a los últimos de Filipinas. De vez en cuando llegan cartas de jovencitos, de esos que duermen mal y sueñan despiertos, preguntando cómo se hace. Pero ya no se hace. Ahora hay periodismo serio y equipos de investigación, y se adiestran robots con la minga fría, conectada a un ordenador. Ahora incluso, creo, hay una asignatura de ética profesional en las facultades. Ahora todos tenemos la Certeza con mayúscula sentada en el hombro y la obligación de ser responsables, la misión de liderar opinión, salvar la democracia, garantizar la libertad de expresión y cosas así. Ahora, periódicos y periodistas se toman tan en serio a sí mismos que aburren a las ovejas. Así que, aburridos, los viejos reporteros van y se mueren.

El último ha sido Yale. Le cerraron la última edición el otro día en Toledo, con edema pulmonar agudo y una copa en la mano. Los jóvenes plumillas y sus lectores ya no saben quién fue Yale, ni maldita falta que les hace. Pero una vez, con veinte años, el arriba firmante llegó al diario Pueblo de pardillo total, y un cojo con acento cordobés y muy mala leche le dijo:

-¿Llevas aquí tres días y aún no tienes el teléfono de Lola Flores...? ¡Pues tú, chaval, eres una mierda de periodista!

Aquel fulano del teléfono tuvo seis mujeres y ocho hijos, se coló vestido de enfermero en el hospital donde el yerno del Caudillo hacía trasplantes de corazón -aquella España era la monda-, viajó en el avión de Perón, fue a Vietnam, entrevistó a estrellas del cine, a criminales y a folklóricas, agotó reservas de alcohol y tabaco, se encamó con señoras propias y ajenas, y firmó cinco mil veces en primera página cuando para firmar en primera página había que jugarse la magra hacienda y la libertad por conseguir una exclusiva: o sea, mentir, trampear, adoptar falsas identidades, sobornar a funcionarios, guardias y secretarias, ir a los velatorios haciéndose pasar por íntimo del fiambre y, además, robar la foto de boda, con marco de plata y todo, para publicarla en primera. Y de paso, empeñar el marco.

Ya no hay periódicos ni periodistas así. Llegué al oficio cuando estaban a punto de irse, y tuve la suerte y el privilegio de echar los dientes con ellos. De Yale, Tico Medina, Julio Camarero, Carril, Amilibia, el joven Raúl del Pozo, Manolo Alcalá, Germán Lopezarias y tantos otros, los vivos y los muertos, conservo el amor profundo por aquel periodismo bronco, caliente, hecho de olfato y de oficio, donde tantos de ellos se dejaron la salud y la vida. Aquella droga que cada amanecer, bolingas y de arribada, les manchaba los dedos de tinta fresca, con grandes titulares en primera y su firma en un recuadro.

Firma que fue, por otra parte, su único patrimonio. Porque vivieron siempre a salto de mata, dando sablazos a los directores y a los amigos, trampeando y bebiéndose la vida a chorros, quemándola cada día entre el plomo de las linotipias. Fueron golfos, puteros, tahúres, escépticos y resabiados, pero los redimía siempre aquella manera de salir disparados sin decírselo a nadie cuando olfateaban la noticia, la pasión violenta con que vivieron la vida que habían elegido vivir. Nunca, que yo sepa, pretendieron hacer nada trascendente, convertirse en líderes de opinión o en misioneros salvapatrias. Su adversario fue siempre la Autoridad, bajo cualquiera de sus formas, y con ella se echaban un pulso diario. La objetividad les daba mucha risa, y jamás la estricta realidad les estropeó un buen reportaje. En cuanto a la popularidad, les importaba un carajo salvo por el dinero que podía producir. Fueron honrados mercenarios de la noticia, capaces de vender la virginidad de su hermana por una exclusiva, pero leales hasta la muerte a sus amigos y al periódico, a la cabecera que les daba de comer.

El mundo ha cambiado. Ya no hay sitio para ellos ni para su periodismo vespertino, cimarrón, bohemio, entrañable, y quizá sea mejor así. Pero lo cierto es que los echo de menos, y daría cuanto tengo por encontrarme de nuevo en aquella vieja redacción, tímido y jovencito, sin osar abrir la boca, mirando con reverencial respeto las mesas donde, entre humo de tabaco y tazas de café, los vi jugarse al poker la paga del mes, vaciando botellas a la espera de salir disparados con un fotógrafo rumbo a cualquier sitio donde ocurriese algo. Ahora ya tengo el teléfono de Lola Flores, a quien por cierto no llamé nunca. Pero cada vez que me lo tropiezo en la vieja agenda, sonrío a la memoria de las viejas putas que me enseñaron el oficio más duro, más ingrato y más hermoso del mundo.

16 de octubre de 1994

domingo, 9 de octubre de 1994

La chica del burguer


Era viernes por la noche, casi la hora de entrada de los cines. La hamburguesería estaba llena hasta los topes, y ella -que llevaba puesto un espantoso gorrito de colores y tenía el aire cansado- se movía entre los envases de plástico, el mostrador y el micrófono para los pedidos. Una hamburguesa doble, patatas fritas, uno de jamón y queso, repetía con voz monocorde yendo y viniendo como una autómata, la mirada ausente, agotada. La imaginé levantándose muy temprano, allá en cualquier barrio a una hora de metro del centro de la ciudad. Debía de estar siendo una de esas jornadas laborales largas como un día sin pan, y se le notaba en los ojos con cercos de fatiga, en la forma en que preguntaba qué va usted a tomar sin mirarte siquiera la cara. Ignoro cuántas hamburguesas llevaba despachadas aquel día. Quinientas. Mil, quizás. Cualquiera sabe.

Creo que en otro momento del día, vestida de otra forma y sin aquel inmenso cansancio asomándole a los ojos, habría parecido bonita. En la cola, pidiendo hamburguesas y cocacola, veinteañeras de su edad comentaban la película que iban a ver dentro de un rato. Ropa cara, etiquetas, zapatos de marca, tejanos de los que salen en la tele, cosas así. Chicas de las que pueblan los anuncios de no se nota, no se mueve, no traspasa. Yogurcitos, que diría mi amigo Salvador Gracia Segovia, en su celda de castigo del Puerto de Santa María. Y allí estaba ella echándole horas al otro lado del mostrador, con aquel ridículo gorro en la cabeza, sirviéndoles hamburguesas para que pudieran luego irse a ver a Schwarzenegger a gusto, con la tripita llena. Total. Que pagué mi whopper con queso, Cobró mirándome sin verme -observé que tenía mordidas las uñas-, respondió con un mecánico «a usted» a mi «gracias», y salí de su vida sin haberme asomado siquiera a ella. Después me senté en la terraza de un bar próximo a la hamburguesería, a echarle un vistazo a ese libro que ha escrito Mario Conde, y que resulta más estremecedor por el infame ganado que describe que por lo que cuenta. Y al poco la vi salir. Debía de haber terminado por fin su turno, porque vestía ropa de calle y se detuvo un instante en la acera, mirando alrededor. El chico estaba apoyado en una jardinera. Llevaba el pelo largo y revuelto, una cazadora de cuero, botas y una moto de mensajero, Rayo, leí, o algo así. Entonces ella fue hacia él y se le abrazó como un naufrago puede abrazarse a un salvavidas. Y se besaron, y yo volví con Mario Conde.

Después, al rato, alguien dijo algo en la mesa de atrás sobre la juventud, y sobre los ideales, y sobre la falta de no sé qué, y yo cerré el libro, y miré hacia el tráfico que se había tragado media hora antes a la pareja, y me hubiera gustado volverme y decir de qué juventud habla usted, señora. De esa que sale en los anuncios y en las encuestas sobre universitarios y en la ruta del bakalao, de su sobrina Maripili, señora, que la preñó el novio que estudia Arquitectura, una tarde, porque se aburrían viendo el Principe de Bel Air, o de la otra, la que se levanta a las seis de la mañana y se pega una hora de tren, de metro o de autobús, para estar después ocho o diez horas sirviendo hamburguesas, enlatando pimientos o limpiando casas ajenas a fin de llevar un jornal a su casa. De esos jóvenes que trabajan y luchan o quieren hacerlo, de las parejas que aún tienen veinte años y ya parieron hijos que solo heredarán la cola del paro, la ausencia de esperanza. De los miles de jóvenes engañados, estafados, puestos en la Calle De Ahí Te Pudras por esa cuerda de trileros que, con los votos de mi generación, prometió ponerles un piso y atar sus perros con longaniza, y que ahora empezará a esfumarse impune y discretamente, como de costumbre, dejando esto hecho un solar. Y el que venga detrás, que arree.

Aquella tarde me hubiera vuelto para decir todo eso hacia la mesa de atrás. No sea barata y facilona, señora. Mueva el culo, cruce la calle a masticar una hamburguesa en día de fiesta y jolgorio juvenil, y eche un vistazo detrás del mostrador antes de mezclar las churras con las merinas. So capulla.

Al menos, me dije, la chica de la hamburguesería y el mensajero de la moto se besaban en la boca despacio, con infinita ternura, y eso era algo que nadie les podía quitar. Tal vez en ese momento se acariciaban el uno al otro, abrazados en algún lugar al extremo de la ciudad, y la hamburguesería, la moto, el resto de este jodido país y del jodido mundo estaban a miles de años luz, muy lejos. Entonces les dediqué una sonrisa amarga y cómplice, pedí otra cerveza y volví al libro de Mario Conde.

9 de octubre de 1994

domingo, 2 de octubre de 1994

Ahí nos las den todas


Contaba mi abuelo que una vez, durante cierta airada discusión parlamentaria, un diputado recibió una bofetada de manos de un miembro de la oposición. Volvióse entonces hacia sus correligionarios y, alzando el gesto y la voz, clamó: «Señores: la República acaba de recibir una bofetada», A lo que el sentido común de la cámara repuso, unánime: «Pues ahí nos las den todas».

Ignoro si la anécdota es cierta o sólo bien hallada, pero el demagógico cante de aquel fulano parece de ahora mismo, en este país donde todos nos hemos vuelto tan susceptibles y tan finos, tan de mírame y no me toques. Alguien dice públicamente, por ejemplo, que Curro Triana, presidente autonómico de Andalucía Oriental -no sé si captan mi astuta forma de nadar y guardar la ropa- pronuncia graziozo en lugar de gracioso y antes de dedicarse a la política regentaba un negocio de ultramarinos, y el tal Curro, jaleado por sus palmeros finos, salta en el acto como una fiera diciendo que acaban de acusar a los andaluces de ser un pueblo de tenderos analfabetos.

El mero hecho de que el que el arriba firmante haya escogido Andalucía Oriental para ilustrar el asunto, y no, a ver, no sé, el Bajo Llobregat, por ejemplo, es ya de por sí buena prueba de a qué me refiero al hablar de susceptibilidades y de marear la perdiz. En estos tiempos de integrismos coyunturales y de tanto morro, uno tiene que tentarse mucho la ropa al hablar de según qué cosas, si no quiere que lo acusen de practicar el centralismo fascista o la agresión autonómica en dos folios y medio. Vivimos en un país donde todo quisque anda a la que salta, en busca de ofensas reales o ficticias, de bofetadas que rentabilizar en su beneficio. Donde cualquier cacique local, cualquier alcalde pedáneo de quince vecinos, cualquier mañoso cualificado, es capaz de autoerigirse en símbolo y en bandera de lo que sea, mientras ejerce de aprendiz de brujo con una alegría, una irresponsabilidad y una soberbia inauditas, agitando viejos demonios. Consciente de que quien no llora, no mama.

Lo cierto es que me aburren hasta arriba. Me aburre no poder mentarle la madre a un fulano concreto cuando dice una gilipollez, porque resulta que al criticarlo ofendo a su patria, su RH y su lengua vernácula. Me aburre mucho tanto sacar conejos de la chistera, convertir cuestiones personales o partidarias en tragedias locales, municipales, comarcales, autonómicas y nacionales. Me aburren los hipócritas que se escudan tras las banderas y la demagogia barata y garbancera, olvidando lo que cualquiera en este país recuerda con atroz claridad: nuestra facilidad para el motín, el paredón, la envidia, el escopetazo a la vuelta de la esquina y la secular inclinación al degüello que tiene esta tierra donde tan acostumbrados estamos a vivir bajo la sombra de Caín. Donde las guerras civiles no son coyunturas históricas, sino simples estados de ánimo.

Por eso me parecen detestables tan vulgares alardes de mala memoria y mala fe. O, peor aún, el desprecio ante las consecuencias a largo plazo de lo que uno destapa en política. Pues hay que ser muy estúpido o muy canalla para ignorar que aquí basta un trasvase de un río a otro, una reconversión inoportuna, una cuestión de bosques comunales o un viejo pleito municipal para que la gente se eche a la calle dispuesta a sacarle al vecino los higadillos. Sin embargo, nunca escasean padres de la patria, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes, ni pasteleros, ni oportunistas a la que salta, dispuestos a calentar los ánimos y sacar partido del asunto. A aprovecharse de los trenes baratos y después, cuando viene la factura, elevar a general y colectiva la categoría particular de la bofetada.

Hay países, conjuntos de naciones y lenguas, que se formaron por acuerdos pacíficos y educadas solicitudes de adhesión, pero son los menos. A casi todos nos hicieron con la guerra y con la sangre, y quien lo niegue es un cantamañanas y un perfecto imbécil. En cuanto a España, aquí nadie puede alardear ya de más oprimido que otros: a todos nos arrasaron alguna vez el pueblo o la ciudad, un recaudador de impuestos nos quitó la cosecha, un moro, un cristiano, un soldado del rey nos degolló al abuelo, un guardia civil nos dio culatazos y un vecino guerrillero, republicano, monárquico, carlista, liberal, falangista o lo que sea, nos fusiló a otro. Pero todo eso, en 1994, ya no es malo ni es bueno. Sólo es Historia. Hacer con ella encaje de bolillos, tocar a rebato, desenterrar fantasmas para que vayan a las urnas en nombre de uno, no es un inocuo ejercicio de habilidad política. Es una peligrosa manipulación, y es una golfería.

2 de octubre de 1994