domingo, 30 de abril de 1995

La bandera de Annecy


Hay un lugar en Francia, en el valle de la Lozere, con una placa que contiene los nombres de noventa y tres maquisard franceses y veintitrés guerrilleros españoles que murieron el 28 de mayo de 1944 combatiendo contra tropas de élite alemanas. Como ese lugar hay cientos repartidos un poco por aquí y por allá, con placa o sin ella, en la Europa que ardió de punta a punta hace cincuenta años, A estas alturas, el bando en el que lucharon me da lo mismo. Hubo aragoneses defensores de Stalingrado con el Ejército Rojo, andaluces de la División Azul peleando en las orillas heladas del lago limen, legionarios gallegos y asturianos que murieron en los fiordos de Narvik o entre los pedregales de Bir Hakeim, anónimos voluntarios de las Waffen SS entre los últimos defensores de Berlín, guerrilleros catalanes y valencianos exterminados en el maquis, vascos asesinados en Mathausen. No hubo vencedores en los combates que libraron al morir, porque en cualquier guerra los muertos son siempre los vencidos. Y sobre sus huesos indiferentes pasan ahora carreteras, crecen campos y ciudades, languidecen viejos cementerios de una Europa siempre egoísta, desmemoriada e ingrata.

De todos ellos, que eran compatriotas, paisanos o parientes, tal vez sean nuestros republicanos los que más me conmueven, pues son los que más sufrieron. Pelearon tres años por sus ideas o porque no les quedaba más remedio y luego, derrotados y exhaustos, cojeando de sus heridas, temblando bajo mantas raídas y a veces llevando con ellos a sus viejos, sus mujeres y sus zagales, se internaron en Francia con un poco de tierra española en el puño que llevaban en alto hasta que los gendarmes de los campos de concentración les obligaron a soltarla a culatazos. Pasaron miseria en Argeles, construyeron fortificaciones o se alistaron en la Legión Extranjera y los batallones de marcha. Luego vinieron los alemanes y toda Francia se fue a tomar por saco y se encontraron fugitivos, entre dos fuegos, sin otra salida que echar mano a los fusiles que tiraban los soldados en retirada y vender cara su piel. Lucharon en el maquis, escaparon a Inglaterra cuando Dunker que, fueron detenidos por los alemanes o entregados por los mismos franceses, murieron en los campos de exterminio nazis, liberaron Francia y combatieron en suelo alemán, y algunos, una pequeña parte de los que cruzaron los Pirineos en 1939, aún quedaron para contarlo.

Tengo delante, en el momento de escribir estas líneas, un mazo de viejas fotografías. El cadáver del jefe de la 15ª brigada de guerrilleros franceses, el español Miguel López, fusilado en Baradoux. Los vehículos blindados Madrid, Teruel, Belchite, Guadalajara y Don Quijote de la División Leclerc entrando en París. José Crespillo, piloto de la aviación soviética, derribado sobre Rusia en agosto de 1944. El capitán Dronne con dos oficiales españoles. Granell y Bernal, preparando el asalto a una central telefónica ocupada por los alemanes. Los legionarios Salvador Gutiérrez y Manuel Sánchez, que sonríen a la cámara horas antes de morir en la toma de Colmar. Tres guerrilleros, dos soviéticos y uno español, del destacamento Medvédev. Américo Brizuela y Facundo López, partisanos españoles muertos en el combate del río Drave, en Yugoslavia. Y dos anónimos guerrilleros españoles con armas capturadas a los alemanes, arrastrando una bandera nazi por las calles de Annecy.

No hay nada glorioso en la guerra. Sólo dolor, sangre y mierda. Los monumentos y los homenajes y las banderas y las fanfarrias los barajan aquellos hijos de puta que nunca estuvieron en un agujero lleno de barro, con el miedo en los ojos y la boca seca, ni jamás tuvieron que salir de allí para correr ladera arriba en nombre de vaya usted a saber qué, con la metralla zumbando por todas partes, cuando no te importa ni el lugar de dónde vienes ni el lugar adonde vas, y sólo ansias correr, y correr, y correr hasta que todo termine de una puñetera vez. Pero, incluso sabiendo todo esto, cuando repaso las fotos de esos fulanos bajitos, morenos, mal afeitados, que me miran desde el papel amarillento y la distancia de cincuenta años, no puedo evitar un estremecimiento, y que me venga a la boca una sonrisa agridulce, quizá tierna. Una sonrisa instintiva, de orgullo solidario. A fin de cuentas eran mis paisanos, y no se dejaron degollar por ahí afuera como borregos. Estaban solos, abandonados, fugitivos, nadie daba un duro por ellos, y España y el resto del mundo miraban hacia otro lado. Ya no tenían ningún sitio adonde ir, así que se quedaron de pie y pelearon. Con la colilla en la boca y un par de cojones.

30 de abril de 1995

domingo, 23 de abril de 1995

Patatas


Total. Que el otro día fui a hacer la compra, y me cobraron cuatrocientas y pico por tres kilos de patatas. Y entonces recordé, hace un par de años, a grupos de agricultores españoles regalando tubérculos en las carreteras porque a ellos se las pagaban a duro el kilo, Naturalmente, dejaron de plantar patatas y cultivaron coles de Bruselas, marihuana en macetas o se fueron a las oficinas del INEM. El caso es que ahora no hay patatas. Y las que hay cuestan un ojo de la cara, porque son raras como pepitas de oro o las traen, yo qué sé, de la Mongolia Citerior.

Vaya por delante que no tengo la más remota idea de agricultura o de economía, salvo que las plantas crecen hacia arriba (no todas, creo) y que un fantasma recorrió Europa hasta que el fantasma se volvió tan canalla como los demás, o le pegaron dos tiros. Pero en su indigencia técnica, el arriba firmante cree que durante toda la vida (me refiero a los últimos quince o veinte siglos) el agricultor siempre anduvo plantando lo que estimó conveniente. Después se equivocaba o no, y pagaba el precio de su error unido al ya terrible precio de la sequía, el pedrisco, los recaudadores del rey y demás gajes del oficio. Pero era él quien se equivocaba. Ahora resulta que quien siembra tomates en Mazarrón, por ejemplo, tiene que sembrar exactamente treinta y siete matas un año sí y dos no, aunque sus hijos tengan que ir al cole y comer caliente, porque a unos fulanos en Bruselas les sale esa cuota del disco duro.

Insisto en que toda mi ciencia económica se queda en las tres reglas -hay otra, la de multiplicar, pero ésa los españoles la usamos poco-. Así que en esto resulto muy analfabeto, casi primitivo flamenco. Por eso agradecería que alguien experto en macroeconomía y en parámetros, o como se diga, me lo explicara despacito. Porque habrá sin duda muy poderosas razones para que yo haya pasado media vida oyendo que los españoles teníamos que matar vacas, cerrar los altos hornos tal y las factorías cual, arrancar nuestras vides, desguazar los pesqueros, renunciar a los contratos de trabajo estables, costearnos pensiones de jubilación, seguros de enfermedad alternativos, y pagar unos impuestos de la madre que los parió. Una vez hecho todo eso, los alemanes nos iban a invitar a cerveza gratis, los franceses dejarían de quemarnos camiones y los ingleses nos darían besos a tornillo poniéndose esos ligueros negros de encaje con los que, de vez en cuando, encuentra Scotland Yard asesinados a sus ministros y jueces y gente respetable de Oxford.

Y ahora resulta que no. Que hemos matado las vacas, arrancado las vides y todo lo demás (también hemos plantado girasoles en todas partes; que no sé si tendrá que ver, pero ya aborrezco hasta los de Van Gogh) y ahora comemos filetes de ternera normanda, freímos huevos peruanos importados por Bélgica, conducimos coches franceses con piezas fabricadas en Taiwan, exportamos caballa moruna pescada por Greda, y hasta echamos una cana al aire, quien la echa, con lumis ucranianas que traen proxenetas alemanes, Además estamos en Schengen, sin fronteras interiores, y eso facilita la movilidad de las personas y las mercancías facilita, por ejemplo, que las mafias húngaras que sobornan a aduaneros austríacos puedan traernos heroína en los camiones TIR sin más problemas, y que los traficantes de arte puedan llevarse a Londres o Rotterdam ese retablo barroco o ese Goya al que tienen sentenciado hace años. Pero ojo. Que a mi vecina no se le ocurra plantar una hierbecita de albahaca más de la cuenta en la terraza de su casa, porque entonces cualquier mamporrero comunitario, o cualquier canadiense con redaños y mala leche, le dirá oiga usted, señora, que se está pasando. Y la CEU, y la OTAN, y su puta madre, mirando mientras hacia otro lado ante la sonrisa inalterable del ministro Solana, siempre dispuesto a defendernos con el coraje de un tigre de Bengala.

No me cabe duda de que todo eso tiene una explicación, porque es imposible que nuestra vida haya estado en manos de imbéciles y/o cobardes durante tanto tiempo. Lo que creo es que están tan ocupados luchando contra la corrupción y afianzando la democracia con firme pulso e impasible el ademán, que no tienen tiempo para explicar nada. Y lo comprendo. Pero que ellos también comprendan que me impaciento. Veo que se van a ir de un momento a otro, con prisas y de mala manera, y me preocupa quedarme con tantas dudas; sobre todo porque tampoco lo tengo claro con ese gachó (¡mienteustésornzález!) que viene de relevo. Quizá el último, el que se quede a apagar la luz. Si es que alguien apaga la luz.

23 de abril de 1995

lunes, 17 de abril de 1995

Muerto en intento de fuga


Tengo un amigo que es funcionario de prisiones, o sea, boquera del talego. Y un día, hace algún tiempo, me invitó a tomar un café y puso encima de la mesa un paquete de viejas fichas de cartulina de los años cuarenta.

-Échate un vistazo a esto- me dijo.

Y se lo eché.

Resulta que mi amigo había estado clasificando antiguos archivos carcelarios de los años siguientes a la guerra civil, de prisiones que ya no existían y cosas así, y a la hora de mirar los legajos procedentes de la antigua cárcel de Talavera se había encontrado con algo curioso. Fui pasando fichas, una tras otra. Siempre un nombre, profesión y demás datos, y acto seguido: Muerto en intento de fuga. Seguí mirando fichas, y todas terminaban con la misma coletilla: Muerto en intento de fuga. Había treinta o cuarenta, y todas terminaban igual. Lo extraño es que la fecha siempre era la misma, que lamento no recordar con exactitud. Un día de otoño, me parece, del año 42. Mi compadre el boqui me observaba muy serio:

-Ese día se quiso escapar demasiada gente, ¿no?

Miré las profesiones. Casi todos eran campesinos, obreros, gente muy humilde, con largas condenas o cadenas perpetuas por su actuación en la guerra civil. Había tres fichas con el mismo apellido, hermanos, supongo, de profesión jornaleros. Otro que recuerdo bien porque me llamó la atención el oficio que figuraba en la ficha: aprendiz alpargatero. Justo ese tipo de infelices que nunca tiene quien le eche una mano, ni hable con el jefe local de falange o el coronel amigo de la familia, o cosas así. Anónimos don nadies sin pena ni gloria. Algunos eran muy jóvenes, y tampoco faltaba la gente mayor, labradores y peones con cincuenta o más años. En algunos de los motivos de prisión figuraba haber sido militantes socialistas, comunistas o anarquistas, aunque la mayor parte de las veces sólo se registraba su participación en tal o cual hecho. Ninguno de los cargos era extraordinario, ni vi delitos de sangre. Supongo que ese tipo de presos ya estaban fusilados a tales alturas del año triunfal.

De aquellos infortunados fuguistas y sus atrocidades, recuerdo especialmente a uno: participó en la quema de una imagen sagrada. En el apartado profesión no figuraba nada, su origen era extremeño y andaba por los cuarenta años. La ficha llevaba grapado un papel que le habían hecho firmar a su viuda cuando fue a visitarlo y le dijeron que su marido estaba muerto.

El café me supo amargo, como a menudo le sabe a uno el café cuando hurga en los rincones más sombríos de este país desgraciado, donde durante siglos y siglos tanta pobre gente se ha estado fugando de cuarenta en cuarenta. Miraba nombres e imaginaba rostros quemados por el sol y arrugados de miseria, sin afeitar, con el miedo y la resignación que a un hombre, acostumbrado a sufrir desde que nace, se le pone en los ojos cuando mira el cañón negro de un máuser. Después, mi amigo reordenó el mazo de fichas y se lo metió en el bolsillo.

-¿Qué vas a hacer con eso? -pregunté.

-Nada -se encogía de hombros-. Devolverlo a su sitio, supongo. Intentar olvidarlo.

-Pero alguien firmó esas órdenes -protestó mi viejo instinto de periodista-. Detrás de cada una de esas fichas hay una mesa de despacho, un escritorio, un asesino. Igual anda todavía por ahí, viejecito honorable, flaco de memoria.

Mi amigo el boqui se echó a reír:

-No seas idiota. Los asesinos somos tú y yo. Es este país. Somos todos nosotros.

Después cogió sus fichas y se fue, y me dejó sabiendo cosas que habría preferido no saber. Cada uno tiene sus propios agujeros negros, sus personales fantasmas que vienen de noche a tirarle de los pies; y a partir de cierto momento, maldita la falta que hace aumentar el peso de la mochila. En cuanto al boqui, nos hemos visto en alguna ocasión después de aquello, y nunca volvimos a mencionar el tema. Pero por su culpa, en esos ratos que te quedas mucho tiempo despierto en la oscuridad, veo ahora a veces el rostro de un aprendiz de alpargatero, o el de un pobre hombre sin oficio que quemó una imagen sagrada cuando la República, o el de una viuda obligada a firmar el expediente de su marido muerto, o las sombras de treinta o cuarenta infelices a los que alguien, hace cuarenta y tres años,decidió aplicar silenciosamente la ley de fugas, en Talavera.

Y nunca le perdonaré a mi amigo haber unido sus fantasmas a los míos.

16 de abril de 1995

lunes, 10 de abril de 1995

Siempre nos quedará París


Hoy le toca a la dulce Frans. Hace un par de semanas se celebró el Salón del Libro de París, que este año los gabachos tuvieron el detalle de dedicar a España, y por allí anduvo una veintena larga de nombres de la vida literaria española, más o menos traducidos al francés. Esos días era posible encontrarse, por ejemplo, a mi vecino de página Javier Marías cogiendo un taxi en el bulevar Saint Michel, a Arrabal y Nieva discutiendo de teatro en la Puerta de Versailes, a José Luis Sampedro con su osamenta quijotesca en las librerías de Montparnasse, a Vázquez Montalbán en cualquier restaurante de la orilla izquierda, o a Antonio Muñoz Molina y al arriba firmante paseando bajo la lluvia por el Luxemburgo, en peregrinación hasta la Closerie des Lilas para rezarle un padrenuestro imaginario a la estatua de don Miguelito Ney, el bravo entre los bravos, fusilado después de aquella metida de gamba de Walerloo.

Y como los franchutes esto de la cultura se lo toman en serio, pues la verdad es que se volcaron en el asunto. Hubo especiales de las revistas literarias, interés de la prensa y la tele, entrevistas y cosas así. Lo curioso es que un salón que es el más importante de Europa después de Francfort, con España como ojito derecho -son lo que son para sus cosas los franceses-, haya tenido escasa repercusión en los medios informativos de aquí, salvo honrosas excepciones entre las que se contó Canal Plus. Tenía su guasa ver por allí a televisiones francesas, alemanas y suecas, y que los españoles estuviésemos todo el día largando en los telejournales o como se llamen, mientras que a la TVE, que tiene corresponsalía en París, rué de Courcelles, nadie la vio ni de lejos. Claro que a lo mejor también estaban en Sevilla, movilizados con lo de la infanta.

Y en cuanto a la embajada de España, qué les voy a contar. Ni al agregado cultural ni al embajador se les ocurrió, no digo ya decir hola buenas, sino mandar una botella de vino. Tampoco es que nadie necesite que la gente del ministro Solana le pague una copa, pues el que más y el que menos puede rascarse el bolsillo para un Beaujolais en cualquier tasca parisina. Yo me refería a la cosa del detalle, habiendo allí gente de respeto, con canas, como Sampedro o Nieva. Como anécdota, contarles que a Fernando Arrabal y señora no les pasaron invitación, y estaban haciendo cola en taquilla cuando un responsable del salón los reconoció -«momieur Aggabal, ¡nais c'est terrible, quesqtíevufé id, mondieu»- y se hizo cargo de lui. O sea que, resumiendo, los de la embajada de España en París quedaron como unos guarros. Dicho sea con ánimo de ofender.

Porque los franchutes son como son, o sea, muy suyos de vez en cuando; y en las entrevistas siempre sacan a relucir el olé-olé y te preguntan cómo pudimos aguantar a Franco cuarenta años (el arriba firmante siempre responde que igual que ellos cinco a los alemanes, con la policía de Vichy deportando judíos). Pero hay que hacerles justicia: cuando está de por medio la palabra Cultura, siempre la pronuncian así, con mayúscula. Quizá por eso, incluso en un país donde el taxista que te trae del aeropuerto es vietnamita, el camarero que te atiende es magrebí y el gendarme que te detiene es camerunés, la gente (y eso incluye al taxista, al camarero y al gendarme) sigue hablándose de usted. En Francia, cultura es sinónimo de patrimonio nacional; y eso incluye literaturas extranjeras, adoptadas como propias a partir del momento en que se traducen al francés. Aquélla es una república donde ni siquiera la infame pirámide de cristal que Mitterrand le endilgó al Louvre pudo impedir que a ese museo siga llamándosele, con orgullo, La Maison du Roí. Un país donde todos tienen muy claro qué es el arte de toda la vida y qué es la farfolla, y donde un crítico habla de libros que ha leído, a la luz de otros que también ha leído, en vez de sentar doctrina a base de ojear solapas con un bagaje literario que no va más allá de Mortimer el minimalista de Arkansas y la madre que lo parió. Porque hay cosas muy serias que no se improvisan; y entre ellas, la cultura entendida como palabra escrita o hablada, el arte como huella de la historia en común y la memoria, son el cimiento verdadero de lo que se entiende como patria; y no algo coyuntural a repartirse entre buitres, analfabetos locos por epatar al prójimo, y sopladores de vidrio. O de diseño.

A veces uno se pregunta si no terminará de viejecito exiliado, paseando en invierno por la orilla del Sena con boina, abrigo zurcido y un viejo libro en el bolsillo. Porque a los españoles, cuando todo se va al carajo, siempre nos queda París.

9 de abril de 1995

domingo, 2 de abril de 1995

Sobre actores y actrices


Si no van nunca al teatro, ustedes se lo pierden. El arriba firmante estuvo el otro día viendo con un amigo Don Gil de las calzas verdes, dirigido por Marsillach con una docena larga de miembros de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Es un montaje delicioso, Heno de humor y de talento, en torno a uno de los más divertidos enredos de Tirso de Molina; hasta el punto de que, en varios momentos de la obra, todo el público reíamos a carcajadas. Es una lástima que en este país nuestro los teatros no se vean muy frecuentados, pues nada es tan fascinante y acogedor como una buena representación sobre un escenario, con la penumbra del patio de butacas y el decorado iluminado, las entradas y salidas, y el encanto mágico, casi infantil, de asistir a una trama que se desarrolla en vivo, ante tus ojos.

El culpable es la ignorancia, supongo. Imagino que el miedo a toparse con un plomazo aburrido, que los hay, mantiene a muchos de nosotros lejos de un patio de butacas o de un palco en familia. Y del mismo modo que en el cine y en la literatura, en el teatro hay nombres y apellidos culpables de los polvos que trajeron estos lodos. Me vienen a. la cabeza unos cuantos, entre toda la tropa de caraduras y trileros empeñados en identificar profundidad con aburrimiento, disfrazando con retórica, y oscuridad, y mucho trascendente marear la perdiz, el hecho de no tener nada que decir, y sin embargo, volviendo al escenario, cuando una obra teatral está hecha con inteligencia, ir a ella supone siempre un rato agradable. Por eso, aquella noche, el perfecto montaje del Don Gil hizo aún más intenso ese placer. Después, al terminar la función, mi amigo estuvo dándole vueltas al café hasta que se volvió de pronto y dijo: «¿Te has dado cuenta de que, incluidos los jóvenes, todos los actores eran buenos?».

Y es que ésa es otra. Porque hablamos de la crisis del cine español; pero resulta que, salvo una docena de honrosísimas excepciones, la mayor parte de nuestros buenos actores hacen teatro, hacen doblaje o no hacen nada. En el cine y en la tele, como mucho, les caen papeles secundarios. ¿No les suena sospechoso que los actores extranjeros de una película doblada al español parezcan mejores, más creíbles, que buena parte de los españoles que hablan en su lengua original? ¿Y no es igual de sospechoso que tantas películas españolas ganen una barbaridad en su versión doblada para el extranjero? O sea. Convendrán conmigo en que es como para mosquearse.

En otros lugares, un actor es alguien especializado en teatro o en cine, pero a menudo intercambiable. Estrellas de la pantalla llenan salas de teatro, y viceversa. Mas resulta que en España, no. Aquí el divorcio es total. Y lo es, entre otras, por una razón miserable: un actor de verdad, de pata negra, hecho con estudio, esfuerzo y experiencia, es un profesional que debe ser pagado como Dios manda, y además no acepta cualquier cosa, y no tiene por qué andar tomándose copas en bares de diseño con los amiguetes para que le den cuartel, pues su talento debería bastar, en principio, como aval de su vida profesional.

Pero ya ven. En este reino de la improvisación y la chapuza, donde todo vale para cualquier cosa, cualquier tetona de concurso televisivo, cualquier mozo con cara simpática, cualquier niña guapita que pasa por ahí, se autocalifica como actor o actriz y además la gente hace como que se lo traga. Y los productores, encantados; porque les sale más barato y así contratan a tres por el precio de uno. Al final, lo de menos es la credibilidad, la modulación, la voz, el gesto, el cómo decir la cosas para que la ficción parezca realidad y nos conduzca al mundo mágico de lo imaginado hasta hacerlo más real que la vida misma. Un compadre mío, Antonio Cardenal, produjo hace poco una película muy divertida que ha sido un éxito y me alegro; porque el guión, ingenioso y bien desarrollado, consigue hacer olvidar la infame actuación de una primera y primeriza joven actriz -trasplantada de un concurso de la tele- que está tremenda, eso sí; pero que supone la negación absoluta de la palabra interpretar ante una cámara.

En fin. Valgan estas líneas como saludo y homenaje a todos ellos. A esos actores de verdad que desaparecen, o se refugian en el teatro ignorados por el gran público, o malviven en las comedias de la tele y en el cine dando la réplica a personajes protagonistas encarnados por niñatos y fantasmas cuyo papel, en otro tiempo, no habría ido más allá de decir: «La cena está servida». Eso, en el caso improbable de que alguien les hubiera permitido abrir la boca.

2 de abril de 1995