domingo, 31 de diciembre de 1995

Un brindis por ellos dos


Este domingo 31, esté donde esté, sea cual sea el reloj que marque las doce, brindaré -si tengo con qué- por ellos dos. No voy a escribir aquí sus nombres porque no me fío de ustedes -me fío de algunos, de muchos, pero no de todos ustedes-, y no quiero que mencionarlos en esta página signifique señalarlos con el dedo para toda la vida que les quede por vivir, que igual es mucha. Que deseo con toda mi alma que sea mucha.

Voy a brindar por ella -la llamaré María- porque hace cinco años, apenas cumplidos los veinte, trastornada por los golpes de su marido, loca, desconfiada, triste, encontró la sonrisa perdida, la abnegación y el respeto. Por esas bromas que tiene la vida, todo lo halló en un hombre ensimismado en su soledad, con treinta años como treinta navajazos, con el regusto de la droga todavía en las venas y paseándose del brazo del diablo por el filo del abismo.

Tenían frío -ahí afuera hace un frío del carajo- y se acercaron el uno al otro para darse calor. Al poco estaban viviendo juntos, y cada uno aportó su singular dote: ella, una cría pequeña y la ternura que no habían podido romperle las humillaciones y las palizas. Él, su mirada vacía, una soledad infinita y un perro de dos años. Háganse cargo del capital social: una desequilibrada con una hija y un yonqui con un chucho. Como para no jugarse un duro por ellos.

Y sin embargo, funcionó. El aprendizaje fue lento y duro, pero perfecto. María y su hombre habían sacado el número correcto en esa tómbola que tiene tan mala leche pero que a veces, cuando se le entra con ganas, es capaz de deslumbrar con el más hermoso premio del mundo. Sufrieron, soportaron problemas de dinero, de trabajo, de salud, de vivienda. Tropezaron con muchos miserables en el camino, pero también con gente honrada que les echó una mano cuando la necesitaban, que les dio comida cuando tuvieron hambre, que les devolvió poco a poco la fe en sí mismos y en los demás. Tuvieron algo de trabajo, compenetración, amor. Complicidad. Y un día se miraron y él dijo: «soy feliz», y ella respondió: «soy feliz». Y no era una de esas frases que repites para creerte un sueño o para convencerte de algo, sino que era de verdad. Esa especie de rayito de sol, de calor que te alegra el alma aunque sea un poco, y aleja el frío, y te hace pensar que después de todo, bueno, aquí vamos a estar sólo un rato pero igual si nos abrazamos fuerte resulta que hasta vale la pena.

Pero la vida se lo cobra todo. Y un día, hace pocas semanas, él tuvo un accidente, y fue al médico, y le contó sus antecedentes, y el médico le preguntó si quería hacerse los análisis del Sida. Y él se acordó de casi todos sus amigos, muertos de eso, enganchados o en el talego. Y se acordó de María y de las chiquillas y del chucho, y dijo que sí, que vale, que venga el análisis de los cojones. Y no fue un análisis sino tres, con resultados confusos o contradictorios. Y vino el miedo. Y la incertidumbre. Y hace unos días él llegó tarde del trabajo, cansado, distinto, y le confió a María que había ido a la iglesia, a la parte vieja de esa ciudad del sur, cerca del lugar donde nació. Y le dijo que había ido a pedir por ellos dos, y por la niña. En realidad -añadió- a pedir por la niña y por ella, porque después de todo él se lo había buscado y ella no.

María es calor, y tibieza, y consuelo. Y él es aire fresco, con unos ojos claros que se parecen al mar, o al cielo, o a ambas cosas a la vez. Y durante estas últimas semanas han vivido con la esperanza puesta en el último pétalo de la margarita deshojada día tras día, sin abandonarse al miedo, o a la desesperación, en atroz espera. Y de ese modo, si alguna vez dudaron de su capacidad de amarse, ya no les queda duda alguna, Y cuando escribo estas líneas el perro está inmóvil enroscado a sus pies, y la chiquilla duerme con ese olor a fiebre y sudor suave de niño que tienen los críos cuando descansan. Y ellos siguen mirándose el uno al otro callados, esperando el papel del laboratorio que les traiga la liberación, o la sentencia.

Pensaré en ellos esta noche, cuando irresponsables y asesinos cargados de alcohol se rompan el alma en las carreteras, malgastando una vida que otros han aprendido, con tanto amor y sufrimiento, a valorar en lo que cuesta. Por esos fiambres anunciados del matasuegras y el dieciséis válvulas no enarcaré ni una ceja. Pero brindaré de corazón por María y por su hombre, por la cría y por el chucho. Por esa vida que ellos sí merecen vivir. Sea cual sea el resultado del análisis. Lo sepan ya o no lo sepan.

En realidad, ¿quién de nosotros lo sabe?

31 de diciembre de 1995

domingo, 24 de diciembre de 1995

Aquella Navidad del 75


Estaba el arriba firmante el otro día en Sevilla, presentando un libro, cuando en mitad del trajín se acercó a la mesa un tipo grande, cincuentón largo, con una portada de ABC vieja de veinte años.

-¿Sabes quiénes son éstos?

Miré la foto. Un Land Rover en el desierto, junto a una alambrada. Soldados con turbantes y cetmes. Un militar fornido, en quien reconocí a mi interlocutor. A su lado, un joven flaco con el pelo muy corto, gafas siroqueras, ropa civil y cámaras fotográficas colgadas al cuello. El titular decía: «Tropas españolas patrullan la frontera del Sahara Occidental». Cuando terminó el acto y fui en busca de mi visitante, éste se había ido. Lamenté no poder darle un abraco. No sé qué graduación tendrá ahora, pero en aquella foto era capitán. Se llamaba Diego Gil Galindo, y durante casi un año compartimos tabaco, arena del desierto y copas en el cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún, cuando éramos jóvenes y él creía en la bandera y en el honor de las armas, y yo creía en los Reyes Magos y en la virginidad de las madres, Y tal día como hoy, víspera de Navidad, hace exactamente veinte años, a Diego Gil Galindo lo vi llorar.

Ahora, con esto de la Transición, y el Centinela de Occidente dos décadas criando malvas, y la peña en plan nostalgia, voy y caigo en la cuenta de que me perdí todo eso. De la muerte del Invicto me enteré tres días después, cuando el grupo de guerrilleros polisarios a quienes acompañaba atacó un convoy marroquí cerca de Mahbes, y entre los efectos personales de los muertos -también les quité el tabaco, y dátiles- había una radio de pilas. Y luego vine aquí una semana, y me fui a Argel el 3 de enero del 76, y de allí al Líbano, que empezaba entonces. Y cuando entre unas cosas y otras regresé a España, resulta que esto era una monarquía y a la gallina de la bandera le habían retorcido el pescuezo. Quizá por eso siempre me sentí un poco al margen de la película.

En realidad, mi transición personal tuvo lugar en el Sahara aquella víspera de Navidad de 1975, cuando el todavía gobierno Arias Navarro entregó a los saharauis atados de pies y manos a las fuerzas reales marroquíes. Cuando el ejército español abandonó el territorio de puntillas y con la cabeza baja, mientras los soldados indígenas de Territoriales y Nómadas, desarmados y traicionados, vistiendo todavía nuestro uniforme, huían por el desierto hacia Tinduf, para seguir luchando (ese mismo Tinduf al que iría después Felipe González a hacerse fotos polisarias, hasta que fue presidente y le dio el ataque de amnesia).

Esa última noche, víspera de Navidad, cuando el director de mi periódico -Pueblo- cedió a la presión de Presidencia del Gobierno y me ordenó salir del Sahara con las tropas españolas, la pasé en el bar de oficiales de un cuartel desmantelado, mientras los archivos ardían en el patín y los soldados del general Dlími se apoderaban de El Aaiún. Algunos de los militares que me acompañaban ya están muertos. Pero guardo su amistad bronca y generosa, hecha de cielos limpios llenos de estrellas, nomadeando bajo la Cruz del Sur: viento siroco, combates en la frontera, agua de fuego, chicas de cabaret, infiltraciones nocturnas en Marruecos... Sin embargo, lo que en este momento veo son sus ojos tristes aquella última noche, su amargura de soldados vencidos sin pegar un tiro. Atormentados por su palabra de honor incumplida, por sus tropas indígenas engañadas y por aquella inmensa vergüenza de cómplices pasivos que les hacía inclinar la cabeza. Y también recuerdo la concienzuda borrachera en que nos fuimos sumiendo uno tras otro, y mi desilusión al verlos de pronto tan humanos como yo, infelices peones de la política, víctimas de sus sueños rotos. Compréndanlo: yo tenía veintipocos años y ellos habían sido mis héroes.

También me acuerdo de que aquella noche llovió sobre El Aaiún. A veces se oía un tiro aislado hacia Jatarrambia, o los motores de las patrullas marroquíes que llevaban saharauis detenidos. Veo el llanto infantil del teniente coronel López Huerta, la fría y oscura cólera del comandante Labajos, la sombría resignación del capitán Yoyo Sandino. Y recuerdo a Diego Gil Galindo, la enorme espalda contra la pared de la que colgaban trofeos de combates olvidados que ya a nadie importaban, con lágrimas en la cara, mirándome mientras murmuraba: «Qué vergüenza, niño. Qué vergüenza».

Así fue mi última Navidad en el Sahara, hace veinte años. La noche que murieron mis héroes, y me hice adulto.

24 de diciembre de 1995

domingo, 17 de diciembre de 1995

La gola y la espada


Hace poco, por razones profesionales, el arriba firmante anduvo a vueltas con unos cuantos viajes foráneos que dejaron constancia por escrito de sus impresiones sobre España en el siglo XVII. Aparte lo divertido e instructivo que supone vernos hace doscientos y pico años a través de los ojos de los demás, el asunto me deparó un interés añadido: comprobar lo poco que, en materia de pintarla y de presumir, hemos cambiado en este país. Madame d'Aulnoy, Hérauld, James Howell y otros plumíferos guiris, coinciden en admirarse de lo mucho que a nuestros abuelos les gustaba marcar paquete a base de apariencias, el modo en que aquí todo el mundo presumía de hidalgo y de cristiano viejo, y de qué manera, aunque anduviese tieso de reales, hasta el último desgraciado se pavoneaba con aire de marqués. Y además como el trabajo era de villanos, nadie daba ni golpe. «Pasan la mayor parte del tiempo -escribía Jouvin- paseándose en las plazas, vestidos lo mejor que pueden mientras se mueren de hambre en sus casas».

Hay joyas antológicas en esos textos. Y todos los viajeros gabachos, hijos de la Pérfida Albión y otros, coinciden en describir un país hecho polvo por las guerras exteriores, la corrupción interior y el mal gobierno de privados y validos, con los reyes cazando en El Pardo y yendo a misa como si nada fuera con ellos, y el personal, hasta el más andrajoso, paseándose con gola, sombrero y arma al cinto. Muret cuenta que la espada, que en otros países distingue al noble y al caballero, aquí la llevan todos: el cochero en el pescante, el zapatero cosiendo sus zapatos, el boticario en su botica y el barbero cuando afeita. «Ni uno solo de los que entraron -escribe por su parte Richard Wynn- aunque fuese un recadero, iba sin espada» Y Mérauld confirma que «todos llevan una espada colgada con una cuerda, hasta cuando van al trabajo».

En lo demás, tres cuartos de lo mismo. Bartolomé Joly señala que los españoles son capaces de ayunar con tal de comprarse un traje para tirarse el folio y presumir en las fiestas. A Howell le llama la atención que, aunque no tenga un maravedí para comprarse una camisa, cada vecino se empeñe en llevar una golilla en torno al cuello, prenda cuyo almidonado cuesta una fortuna. Como el uso de anteojos se atribuye a gente culta, las calles están llenas de individuos/as que no han leído un libro en su vida pero que, eso sí, llevan un par de anteojos bien sujetos con una cinta sobre la nariz, Y en cuanto al orgullo, nos cuenta Anroine de bruñel, hasta los mendigos exigen que se les niegue la limosna con un «excúseme Vuesa Merced, que no tengo dineros-. Y a todo esto, el país paralizado, los campos sin cultivar, los funcionarios corruptos atrincherados en la Administración, todo el mundo endeudado hasta las cejas, y una envidia insaciable, enfermiza, rayana en el odio africano, respecto a lo que dice, hace, tiene o deja de tener el vecino.

No sé si todo eso les sonará de algo. Pero a medida que el suprascrito iba adentrándose en esos textos, el inicial regocijo daba paso a un vivo malestar. Hay que fastidiarse, me decía entre página y página. Cambias la espada y la gola y los lentes por el Audi o el Bemeuve, y el traje de Armani, y el Hola o el Diez Minutos, y el fin de semana en el chalet, y la barbacoa, y el Rolex, y los anuncios de la tele, y cómo nos entrenamos para millonarios por si nos toca la Once o la Doce, y el profesor de física cuántica, y el decorado de pastel del que todos somos cómplices, y la Expo, y el AVE y el campo de golf y la madre que los parió, y resulta que en estos casi tres siglos han cambiado muchas cosas pero nosotros, los españoles, seguimos siendo los mismos: siempre pendientes de las apariencias y el qué dirán, del aspecto que tendremos pavoneándonos en la Plaza Mayor el día que toca quema de herejes, o en el hipermercado el fin de semana con el Mercedes y el carrito de la compra y el chándal de Valentino y las Ribuk de los cojones. Y de noche, como en las calles de la Corte de la época, tiramos la mierda por la ventana. Y así están las calles y así nos paseamos por ellas henchidos de soberbia, con la gota almidonada y sin camisa que ponernos debajo.

Poco ha cambiado la cosa, en el fondo, desde que aquellos ilustres viajeros nos calaron con tan buen ojo. Y cuando su contemporáneo Francisco de Quevedo escribía: «Toda España está en un tris / y a pique de dar un tras; / ya monta a caballo más / que monta a maravedís», el cojo lúcido, gruñón e inmortal -y ése sí era de aquí- no podía imaginar hasta qué punto nos retrataba para los siguientes tres siglos.

Parece mentira lo iguales que somos a nosotros mismos.

17 de diciembre de 1995

domingo, 10 de diciembre de 1995

Cazadores del mar


Ocurrió hace nueve años. Anochecía frente a la embocadura de la ría de Vigo, y la turbolancha del Servicio de Vigilancia Aduanera aguardaba inmóvil, motores parados, en el agua tranquila y roja. Bebíamos café, esperando, y en el puente el patrón -gorro de lana, rostro tallado de arrugas- fumaba inmóvil junto a la radio. Como nosotros, otras cuatro lanchas aguardaban el comienzo de la cacería. Fuera de las aguas jurisdiccionales españolas, doce planeadoras contrabandistas que acababan de abarloarse a un barco nodriza cargado de tabaco aguardaban la llegada de la noche para meterse en la ría.

Llegó la oscuridad y permanecimos inmóviles, sin luces, en absoluto silencio. De pronto se oyó como un proyectil de cañón que pasa, algo cruzó a nuestro lado igual que una exhalación, el patrón dijo: "Ahí están", y la noche se rasgó de parte a parte con reflectores, motores arrancando a toda potencia, y un súbito griterío en la radio, muy parecido al excitado diálogo de los pilotos durante los combates aéreos, la caza duró dos horas largas, en persecuciones a cincuenta nudos entre las peligrosas bateas mejilloneras y la costa, con los contrabandistas encendiendo bruscamente focos para deslumbrar a las turbolanchas y que éstas se estrellaran en los obstáculos. Aquella noche, el Servicio de Vigilancia Aduanera capturó cuatro planeadoras y tuvo dos hombres heridos. Y yo me enamoré del SVA para toda la vida.

Salí a la mar con ellos muchas veces -también lo hice con los del otro bando, y entonces fui cazado en vez de cazador-, acompañado por magníficos cámaras de televisión; tipos duros que se llamaban Márquez, Valentín, o Josemi, capaces de filmar planeando de noche a toda leche, dando pantocazos sobre las olas con una Betacam al hombro. Compartimos así con los aduaneros del SVA mucho tabaco y muchas noches de buena o mala fortuna, bebimos litros de café y coñacs al saltar a tierra, hicimos amigos para toda la vida, llenándonos de recuerdos, de momentos difíciles o extraordinarios. Una vez, encelados tras una planeadora gibraltareña, nos metimos tanto en la playa de la Atunara que la turbina se tragó una piedra del fondo. Y en otra ocasión, cuando mi compadre Javier C, el mejor piloto de helicóptero del mundo, nos llevó de noche a un metro sobre el agua tras una lancha cargada de hachís -a la que rompió con el patín la antena de radio para incomunicarla del Peñón-, el aguaje de la planeadora entraba por las puertas abiertas del helicóptero, empapándonos, hasta que tocamos una ola y casi nos fuimos todos al carajo.

El caso es que aprendí a respetar a esos hombres viéndolos trabajar; compartiendo sus peligrosas cacerías, sus éxitos y sus fracasos. Y ahora abro un periódico y me entero de que una ley a punto de aprobarse pone en manos de la Guardia Civil las competencias operativas de la lucha contra el contrabando. Eso significa, si he leído bien el texto, que la gente del SVA, esos hombres callados, profesionales y eficaces, perderán toda iniciativa y quedarán como simples funcionarios bajo la supervisión de Picolandia. Lo que me entristece. No cabe duda -entendámonos- de que los cigüeños de las Heineken harán bien su trabajo. Es gente concienzuda y dominará ese registro cada vez mejor, a medida que sus dotaciones se fogueen con horas de mar y la experiencia de años que poseen los hombres del SVA. Sobre el papel se trata de una unificación y coordinación, y eso siempre es bueno. Pero conociendo el percal, o sea, los piques y las competencias de los consabidos cuerpos y fuerzas, mucho me temo que lo que de veras implica la ley es el desmantelamiento de un Servicio de Vigilancia Aduanera al que debemos -al César lo que es del César- los más brillantes servicios en el acoso de los narcotraficantes y contrabandistas. Un cuerpo de élite que ya quisieran para sí muchas administraciones. Y la nuestra, en vez de sacarle partido en lo que vale, va y me lo capa.

Porque ya me contarán. En eso de apuntarse a los servicios más difíciles y brillantes, los picoletos no se casan con nadie, y es lógico. Así que mucho me temo que, colocándolo bajo la supervisión de la Benemérita, al SVA van a darle sentencia de cruz. Un pago ingrato y miserable para gente que se ha jugado el pellejo por hacer su trabajo a conciencia, con humildad y eficacia, y cuyos impresionantes servicios prestados permitieron a más de un juez hacerse famoso en los telediarios. Pero no sé de qué me extraño, a estas alturas. El nuestro es el país de los buenos vasallos siempre fieles, siempre traicionados, que nunca encuentran buen señor.

10 de diciembre de 1995

domingo, 3 de diciembre de 1995

Niños de quita y pon


España. Programa de una cadena de televisión. Hora de máxima audiencia. Presentadora de esas que se conmueven y viven como propio el dolor y los sentimientos ajenos. Silencios significativos y miradas llenas de humanidad convenientemente captadas por las cámaras número uno y número dos. Acongojado público en los graderíos. Y bajo los focos del estudio, una niña colombiana, de siete años, adoptada (por un año) por una familia española. Una niña procedente de una zona pobre, asolada por la narcoguerrilla y la miseria.

-¿Qué es lo que más echas de menos, bonita?

-A mi mamá y a mi hermana.

Acto seguido, la presentadora va y se congratula de que la niña, a pesar de echar de menos a su madre y a su hermana, pase un año viviendo como los rostros pálidos. Luego interroga a los padres adoptivos sobre lo que ocurrirá pasado ese plazo. La madre adoptiva responde que cada mochuelo a su olivo, y que la niña regresará a su casa, en Colombia, pero sabiendo ya lo que significa vivir en paz. Para que la niña sepa todavía mucho mejor lo que es vivir en paz y prosperidad y no en un país de indios de mierda, la presentadora anuncia una sorpresa maravillosa, y acto seguido se adelanta la Navidad, y caen copitos de nieve, y aparece Papá Noel cargado de regalos para la pequeña aborigen, y un grupo típico toca una cumbia sabrosona. Y todo es tan entrañable y tan emotivo que la niña rompe a llorar, y lloran los padres adoptivos temporeros, y llora el público, y llora, faltaría más, la presentadora in person. Porque aunque el mundo es una porquería, todavía queda gente maravillosa, dispuesta, antes de la publicidad, a hacer feliz por un rato a una niña de siete años. Así que, limpiándose las lágrimas, la presentadora se vuelve a la cámara número uno y dice: «Ahora esta niña volverá a su país y enseñará a los demás lo que es vivir en paz». Con dos cojones. Y luego todos lloran un poco más, entra el anuncio de un coche que vale ocho millones y medio de pesetas y el arriba firmante -no sé ustedes- se toma a toda prisa un zumo de limón para no vomitar.

El mundo es cruel. Éste es un siglo cruel. La televisión es cruel. Pero hay crueldades estúpidas, gratuitas. Crueldades causadas no por la maldad, sino por la estupidez y por la demagogia. Y siempre hace más daño un estúpido o un demagogo que un malvado. AI malo, según los sitios y los usos sociales, se le vuelan los huevos y santas pascuas, o se le reinserta, o se le compra. Pero al estúpido y al demagogo no hay manera de quitárselos de encima: te salen hasta en la sopa, te chulean el tabaco, le dan la paliza y te gangrenan la vida con su buena voluntad y su torpeza, y encima no puedes darles, por su propia ambigüedad, el sartenazo definitivo que los borre del mapa. Por eso el arriba firmante está, y ustedes disculpen, hasta arriba de los cantamañanas que tienen más peligro con su buena voluntad que un majara con un Kalashnikov y doscientos cartuchos en el bolsillo. Y en esa categoría de sopladores de vidrio incluyo, con perdón, a los hombres y mujeres llenos de buena voluntad que jalean lo de traerse a niños saharauis, bosnios, colombianos, bantúes, lapones o lo que sean, para tenerlos una temporada a cuerpo de rey en un contexto familiar y social que no es el suyo, y luego, hala, catapultarlos otra vez a la sangre y a la miseria, llenos de frustración y añoranza, cuando ya saben perfectamente lo que se están perdiendo por tercermundistas y por gilipollas. Como si el vivir en la guerra y la pobreza fuera algo que hubieran escogido o estuviera en su humilde mano cambiar.

Aunque, bien mirado, tal vez sí esté en su mano. A fin de cuentas, esos niños a los que traemos para hacer la buena acción de la semana, y los paseamos por la tele como las marquesas de Serafín paseaban a sus pobres, aprenden aquí hasta qué punto lo material reemplaza valores, sentimientos y cultura. Y de ese modo regresan a su tierra conscientes de la injusticia y de la gran mentira que arbolamos por bandera. Hechos unos auténticos desgraciados, porque su bosque de la Amazonia, su desierto, la calle donde juegan en el suburbio de Medellín, nunca volverán a ser los mismos. Y yo prefiero creer que, gracias a esa dolorosa lucidez, algunos de esos niños llegarán a envidiarnos tanto, o a odiamos tanto, que de mayores cogerán la escopeta y la goma-2 dispuestos a no resignarse al bonito recuerdo de Papá Noel y los copos de nieve. Decididos a pegarle niego a su maldito mundo y a este otro, el de los benefactores que los sacaban en la tele. Y a poner a la presentadora lacrimógena mirando para Triana. Los pobres suelen ser gente poco agradecida.

3 de diciembre de 1995