lunes, 28 de octubre de 1996

Un novelista de pata negra

Hoy vamos de crítica literaria. Porque, diablos, no siempre lo van a criticar los otros a uno. Y la cosa viene porque un fulano de veintiséis años, Juan Manuel de Prada, ha escrito un libro, una novela, titulada Las máscaras del héroe, que es muy buena. O sea, para entendernos, no es que sea buena en el sentido en que estamos acostumbrados a que algunos pontífices literarios digan que una novela es buena, o algo por el estilo. De esta novela, les aseguro, ningún mandarín de las bellas letras dirá todo eso, habitual, de incomparable maestría, hito imprescindible, influida por los minimalistas finlandeses, difícil lectura pero feliz gratificación en la página trescientos veintisiete, hermoso hermetismo, pequeña obra maestra, ecos de Faulkner y Rushdie, no cuenta nada pero lo dice todo, etcétera. No. La verdad es que este cabroncete de Prada se lo ha puesto muy difícil a más de uno de quienes, en vez de escribir novelas propias, viven de contar por el morro cómo escribirían ellos, si de verdad quisieran, las novelas que han escrito otros.

O de asignar géneros y etiquetas, que ésa es otra. Porque también en tal sentido, Juan Manuel de Prada les ha hecho la puñeta a mis primos los orates de la narrativa. A este fulano veinteañero, grandullón y borracho de literatura de verdad, de la de toda la vida, no pueden ponerle la vitola de joven autor, ni de generación Kronen, ni hacerle fotos con chupa de cuero encima de un amoto, ni elucubrar sobre filosofía barata de bar y caña de cerveza, ni pepinillos en vinagre. Que la vida es una mierda, eso ya lo sabía Prada, como todo el mundo, a los siete años; pero saberlo no basta para hacer literatura: da, como mucho, para redacciones escolares y precocidades literarias de pastel, para contarnos las apasionantes vivencias que uno experimenta tomándose una caña con los colegas, o atracando una gasolinera —en Illinois, por supuesto— porque uno está muy desesperado, y escaparse con una chica y una pistola, asunto original donde los haya. Juan Manuel, que es un novelista de verdad, se ha hecho como Dios manda, leyendo con saña patológica a Quevedo, Valle Inclán, Galdós, Pío Baraja, Stendhal, Mann, Balzac, Tolstoi, Proust, Dumas, Dostoievsky, y los demás. Y después, con la mirada que todos ellos le dejaron impresa y con las herramientas aprendidas en sus páginas, se ha puesto a la tarea de reordenar el mundo y la vida sobre una hoja de papel. En su caso, el hecho de ser joven es una mera circunstancia técnica que nada tiene que ver con la literatura. Ser escritor joven es, simplemente, poder hacer eso a los veintiséis tacos en vez de a los cincuenta. Y para el asunto no necesita uno irse a la hamburguesería de Arkansas o a la narrativa ciberpunk de Seattle. La literatura de pata negra, que es variada, amplia y generosa, se hace a solas, cara a cara con los libros que uno ama e incluso con los que detesta. Después se mezcla con la vida, y de ahí sale la energía maravillosa que permite convertirlo todo, amores, odios, sueños y demás, en literatura, devolviéndole así a ésta, como hijo bien nacido, lo mucho que uno le debe. Y lo demás son milongas, y disquisiciones teóricas, y marear la perdiz de mediocres, y también de algunos críticos profesionales que van de compadres y palmeros finos, cuya memoria literaria empieza en el Ulises de Joyce —que encima no han leído entero—, y que no son capaces de escribir un libro en su puñetera vida.

Jóvenes o no tanto, la literatura española actual está llena de magníficos francotiradores. Apenas se les presta atención en los suplementos literarios, o se les perdona la vida. Pero están ahí. Y un día datan su campanazo correspondiente, como acaba de ocurrir con Las máscaras del héroe. Me refiero a gente como mi entrañable gallego Manuel Rivas, el elegantísimo malagueño Juan Campos Reina, que saca en noviembre El bastón del diablo, el magnífico isleño José Carlos Llop —cuyos dietarios mallorquines son de una belleza y una serenidad admirables— o, en otro orden de cosas y diferente registro, mi escritor maldito predilecto, Roberto del Sur, a quien por cierto el otro día trincaron los de seguridad de una librería chorizando el libro de Prada porque no tenía viruta suficiente para pagarse los tres talegos del tocho. Resumiendo: con Las máscaras del héroe, Juan Manuel de Prada ha escrito un libro que va nos hubiera gustado firmar a muchos. El hijoputa.

27 de octubre de 1996

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Comprar libro: Las máscaras del héroe


lunes, 21 de octubre de 1996

El plátano de Pujol

Acojonadito lo tienen, a Jordi Pujol. Menudo compromiso, Él sólo quería un status, el reconocimiento de una identidad nacional, la pasta necesaria para financiar el tinglado autonómico y consolidar la lengua, la cultura, el derecho civil, la identidad histórica y los demás factores en que reside el hecho nacional catalán. En cuanto a lo otro, el discurso demagógico de la independencia y la autodeterminación, a estas alturas de la feria ni le había pasado siquiera por la cabeza, y prefería dejárselo a los cantamañas que se pasan el día llorando para justificar su escasa talla intelectual y su mediocre oportunismo político. Pero él, viejo zorro mediterráneo, sólo pretendía lo inteligente y lo posible: participación en las decisiones generales y recibir la adecuada subvención para engrasar el tinglado nacional catalán, pero bien abrigado todo en la maquinaria de un Estado que corriera con los gastos de las infraestructuras más caras. Nos ha fotut. Ese era el objetivo, y él no pretendía ir más allá. Y ahora, para su propia sorpresa y desconcierto, resulta que a cambio de su aprobación a los presupuestos o a lo que venga, estos gilipollas están dispuestos a darle aún más de lo que había pedido. Pasta, cariñitos, profesiones de fe catalanista, cabezas del Bautista, el virgo de sus niñas, y lo que haga falta. Y si se descuida, hasta la independencia.

No me digan ustedes que no tiene su maldita gracia que el único político que ha hablado en favor de la unidad de España desde las últimas elecciones haya sido, precisamente, Jordi Pujol hace dos semanas durante una visita a la Padania, el feudo imaginado por esa especie de Cicciolino que les ha salido a los italianos en el norte. En las declaraciones, que sorprendentemente fueron recogidas con escaso relieve por la prensa española, el presidente de la Generalidad afirmó que «los catalanes defendemos con firmeza nuestra identidad nacional, pero lo hacemos dentro de la unidad de España». Y añadió que «estamos convencidos de que la independencia no es una buena solución». O sea. Y ahora díganme qué miembro del partido en el Gobierno se atreve en este momento a decir eso mismo, que es una obviedad, sin que empezaran a lloverle collejas desde las más altas instancias del asunto. No se vayan a molestar, oye. Así que cierra el pico y no jodas. Y otorga. Sobre todo otorga. Que dentro de equis años todos calvos, y el que venga detrás, que arree.

Tengo un amigo que es senador de CiU, y estudiamos juntos, y alguna vez hemos comido en Madrid —pagando yo, dicho sea de paso—, y nos hemos atragantado de tanto reímos comentando algunos aspectos de la cosa. Es como en ese chiste del fulano que va a la ventanilla de un banco, pone un plátano sobre el mostrador, y el cajero le dice que no dispare y le entrega toda la viruta en billetes de diez mil, y el tipo, que solo pretendía merendar mientras cobraba un cheque, dice bueno, pues vale, pues me alegro, se encoge de hombros, trinca la pasta y se larga con ella. Pues eso. A cambio de una firma, de un consenso, de un acuerdo y hasta de una sonrisa, aquí a mis primos de la gomina y la misa diaria se les ha olvidado demasiado pronto el Prietas las filas, y están dispuestos a lo que sea. No ya que los deseos sean órdenes, sino que, chicos serviciales, procuran anticiparse a los deseos, por si acaso. Ora unas toallas, ora una palangana. Y así, entre anticipo y anticipo, resulta que es el propio Jordi Pujol quien tiene que salir, hay que fastidiarse, a defender la unidad de España. Porque estos tíos, empieza a decirse aterrado, a cambio de un voto son capaces de desmantelar el Estado. Y van a joderme el negocio.

A veces siento de verdad dos cosas: no ser catalán y que Jordi Pujol sea tan puñeteramente de derechas. Si yo fuera catalán y Pujol no fuera lo que es, le juro a ustedes sobre lo que quieran, la Biblia, Scott Fitzgerald, Tintín, que desearía verme gobernado por ese fulano, que es, a lo que veo, el único hombre de Estado con talla suficiente para lidiar en este país donde tanto pichafría y tanto quiero y no puedo ejerce de padre de la patria. Y aún diría más. Puesto a no tener la suerte de ser catalán, a lo mejor hasta me acercaba a las urnas si Jordi Pujol fuese candidato a la presidencia del Gobierno. Pujol, president. ¿Imaginan? Se iba a enterar Europa de lo que vale un peine.

20 de octubre de 1996

domingo, 13 de octubre de 1996

La dama de Beirut

Perdió un brazo siendo guerrillera tupamara y sobrevivió de milagro a un intento de suicidio al arrojarse bajo las ruedas del metro. En Territorio comanche la describí como guapa, dura y valiente. Bebía como un cosaco y durante mucho tiempo fue una leyenda en el Mediterráneo Oriental. Y el otro día, revisando papeles, encontré su último teléfono en una vieja agenda perdida. De pronto se agolparon los recuerdos, y me apresuré a marcar ese número con la esperanza de encontrar al otro lado de la línea su voz ronca, quemada de alcohol y tabaco y noches en vela, y amores, y guerras, y vida llena de emociones y aventura. Hubiera querido oírla, con su denso acento uruguayo, diciéndome como tantas veces hola, niño, chulito, cómo te va; que era lo que me decía siempre cuando nos encontrábamos viniendo de una guerra vieja o yéndonos hacia otra nueva. Así que descolgué el teléfono.

Marqué el número, pero allí sólo había el zumbido de un fax. Ahora, mientras tecleo estas líneas, tengo ante los ojos el número de ese fax que posiblemente ya no sea suyo, y no estoy muy seguro de querer comprobarlo. O tal vez no estoy seguro de querer volver a verla. Imagino que mi temor consiste en alterar la imagen que conservo de ella. O tal vez lo que temo es verme en sus ojos, con cuarenta y cinco años y algunas canas, tan diferente al muchacho flaco que, con una mochila y apenas doscientos dólares en el bolsillo, llamó hace un cuarto de siglo a la puerta de su casa en Beirut.

Aglae Masini fue mi juventud, mis primeras guerras, mi memoria. Su casa libanesa supuso el primer rerras en tierra extraña. Era inteligente, humana, fascinante, con un sentido del humor lúcido y mordaz, y un valor físico a toda prueba. Ella como corresponsal y yo como reportero del mismo periódico, trenzamos peripecias entre guerrillas palestinas y bombardeos israelíes, recorrimos las llanuras de la Bekaa hasta Siria, subimos a las montañas del Chuf, paseamos por los zocos de Sidón y Tiro, bebimos café espeso viendo los rojos atardeceres sobre el Mediterráneo desde las montañas cubiertas de cedros. Escandalizamos a la buena sociedad beirutí de la época porque ella era cuarentona y atractiva, y yo un jovenzuelo casi imberbe. Sus amantes juraban degollarme, pero lo cierto es que nunca tuvimos relación sentimental alguna. Me adoptó, simplemente, como se adopta a un huérfano o a un chucho abandonado. La llamaba Mamá y ella a mí Hijo, o Niño. Un par de veces intentó casarme con jóvenes amigas suyas, millonadas libanesas cristianas de ajustados leotardos de tigre y lujosos Mercedes tapizados de piel blanca, que en la cama -cuentan- decían procacidades en exquisito francés. Y cuando venían los cazabombarderos israelíes salíamos a tumbamos en su terraza con una botella de whisky, a verlos evolucionar en el cielo entre los misiles antiaéreos mientras oíamos música en el tocadiscos. Y un caluroso día que estábamos muy borrachos, ella en sujetador y yo con la cabeza apoyada en su estómago, cantando canciones de la guerrilla tupamara, un Mirage israelí pegó un cebollazo tan cerca que Aglae se puso de pie insultando al piloto, porque le había rayado un disco de Víctor Jara. Y ese día le dije: si un día tengo una hija la llamaré Aglae, como tú.

Después nos fuimos al golpe de Estado contra Makarios, y nos escapamos por los pelos de los paracaidistas turcos en el hotel Ledra Palace de Nicosia, y a Glefkos que era un griego guapo que ella se había ligado en combate, le volaron los huevos. Y, bueno, todas esas cosas. Y yo me fui a otros sitios y otras guerras africanas y americanas, y ella siguió allí, y empezó lo del Líbano en serio, y un día que ella estaba ciega por los gases de las bombas me mandaron a relevarla a Beirut, y allí estuve yendo once años uno tras otro, y en ese tiempo ella se fue alejando entre la marejada de la vida, o tal vez me alejé yo, y me hice adulto, supongo. Y hará seis o siete años la vi por última vez en un restaurante árabe, sexagenaria y cansada, arrastrando la nostalgia de sus paraísos perdidos, de sus guerras mediterráneas, dura y sola, absorta, perdida en los años lejanos de su propia memoria. Y hablamos de nada en concreto, y luego la dejé irse sin tener el valor de decirle lo que significó en mi vida y lo mucho que la quise, y que la quiero.

¿Saben una cosa? Creo que nunca pondré ese maldito fax. Me avergonzaría decirle que tuve una hija, y no la llamé Aglae.

13 de octubre de 1996

domingo, 6 de octubre de 1996

Yo soy de Cartagena ¿Y qué?

¿Y a mí qué me cuentan? Quisiera que alguien me explique de una puñetera vez qué pretenden decir con esa murga de «es que yo soy de aquí, y no soy de allí» que le salta a uno a la cara en cuanto abre un periódico, o enchufa la tele, o el arradio. Porque, a ver.

¿Dónde diablos es aquí y dónde es allí? Y cuando se invoca un hecho diferencial como si fuese palabra mágica, ¿estamos hablando de diferencias con quién? Porque si se trata de ser diferentes, el arriba firmante lo es tanto como el que más. Y a la hora de plantear argumentos nacionalistas, paletismo local o factores raciales e históricos, no estoy dispuesto a dejarme achantar por nadie. Puestos a ello, puedo ser tan poco español o tan cantamañanas como cualquiera.

Porque vamos a ver. Si de lo que se trata es de marcar paquete, diré que yo, por ejemplo, soy de Cartagena: una ciudad que tiene tres mil años de historia y que podría abastecer de solera a media Europa. Fue capital de la España cartaginesa, y capital de una de las cinco provincias romanas de Hispania. Mis antepasados eran griegos, fenicios y cartagineses; y cuando de jovencito me zambullía en el mar, sacaba ánforas que llevaban veinte siglos allá abajo, enfrente de mi casa. En cuanto a raza también soy distinto, porque mi Rh positivo es mediterráneo, antiguo y sabio. Y puestos a eso, me siento más a gusto en un cafetín moruno de Tánger o bebiéndome un vaso de vino con aceitunas bajo una parra griega, que en la Gran Vía de Madrid, El Sardinero, las Ramblas o la plaza mayor de Trujillo.

En cuanto a peripecias históricas, pues bueno. Mientras los comerciantes, los campesinos y la gente de iglesia y de paz se iban al interior -a Murcia- para esquivar las incursiones de los piratas berberiscos, mis architatarabuelos se quedaron en la costa a pelear. Y cuando la primera república, el Cantón de Cartagena se autodeterminó por las bravas, acuñó su propia moneda, poseyó su escuadra, y al aparecer las tropas centralistas no se desbandó como una manada de conejos, sino que resistió siete meses a cañonazo limpio. Y en lo que se refiere a lengua propia, cierto es que no hay una nacional cartagenera; pero los críos, antes de tener uso de razón, saben leer en las piedras inscripciones en latín. Y mucho podríamos discutir sobre si decir: «déme sinco sentímetros de sinta de senefa asul» o blasfemar con la barroca riqueza del habla cartagenera no es un hecho diferencial de cojones.

En cuanto a agravios, para qué les voy a contar. Hoy, Cartagena es una ciudad industrialmente desmantelada, deshecha por el paro, con menos alternativas que un bocadillo de mortadela en Ruanda. A los cartageneros no es que los hayan puteado histórica y sistemáticamente el Gobierno central, las monarquías austríaca o borbónica, la dictadura franquista o los cien años de acrisolada honradez. A los cartageneros nos han hecho la puñeta la administración fenicia, la griega, la de Roma, la bizantina, los suevos, los vándalos, los alanos, los visigodos, el califato de Bagdad, el de Córdoba, el Cid Campeador, los reyes de Castilla, los de Aragón, Napoleón Bonaparte, el general Martínez Campos, la primera y la segunda repúblicas, y todo el que pasó por allí. Mis antepasados pagaron impuestos, lucharon en guerras que te importaban un carajo, palmaron en la Invencible, Trafalgar, Santiago de Cuba, Filipinas, Annual. Y a cambio, como el resto de los españoles, recibieron hostias hasta en el cielo de la boca. Cierto es que fueron cómplices y actores en empresas imperiales de la España centralista castellana. Pero cuando vas y abres los libros de Historia, compruebas que en cualquier batalla de Flandes, en cualquier episodio colonial de América, en cualquier aventura española en Nápoles, Sicilia, norte de África o Constantinopla, los apellidos de capitanes, soldados, marinos, comerciantes y frailes eran también, y no pocos, vascos, catalanes, gallegos, navarros, mallorquines y etcétera. En esta galera hemos remado todos, y a todos nos han dado infinitas veces por detrás y por delante. Aquí no hay víctimas de primera y de segunda clase, y sólo a los muy canallas o a los muy imbéciles se les ocurre trazar líneas divisorias con tan irresponsable arrogancia. ¿Diferentes? Claro que sí. No sólo van a serlo tres o cuatro chantajistas bocazas. Aquí todos tenemos motivos para piarlas, y cuando llueve se moja todo cristo. Así que, para diferencia, la mía y la de la madre que me parió. A ver qué se ha creído esa panda de gilipollas.

6 de octubre de 1996