domingo, 25 de mayo de 1997

Revistas para la nena

A ciertas revistas de las llamadas juveniles, dedicadas sobre todo a chicas quinceañeras, les ha dado un toque de atención la autoridad competente, o sea, el Defensor del Menor, indicándoles que ya está bien de introducir en sus páginas pornografía encubierta para menores. Eso me parece de perlas, sobre todo a ver si terminan ya esas secciones en plan te invitamos a contarnos tu experiencia, cuéntanos tú misma cómo fue, etcétera, donde, entre una entrevista con Keanu Reeves y un reportaje sobre el tipo de bragas que hay que usar para parecerse a las Spice Girls, una supuesta Mariloli, o Vanesa, o como se llame, va y te cuenta con profusión de afotos cómo hay que hacérselo con el novio para que se quede tope guay y no te la pegue con tu mejor amiga; o cómo aquel día inolvidable Elisabet se enrolló con el chico que le gustaba, y éste, con mucha delicadeza y ternura aunque también era su primera vez, la hizo sentir un orgasmo de flipe. Sin olvidar, por supuesto, el preservativo que toda chica moderna y madura debe llevar en el bolso cuando sale de marcha un sábado por la noche.

A mí, francamente, eso de que no metan carnaza de contrabando en revistas que son leídas por menores me parece muy bien; sobre todo porque nadie cuenta que quienes escriben esas espontáneas confesiones y consejos entre coleguillas no suelen ser precisamente jovencitos, sino curtidos periodistos/as cuarentones que se ganan el jornal como pueden, y que lo mismo narran la primera experiencia sexual de Toñi con su maromo que te aconsejan sobre la manera de ligarte al chico que te gusta de la pandilla o el modo de conseguir que Nick, de los Backstreet Boys, te firme un autógrafo en una teta y alucines mogollón, tronca. Y a eso último es a lo que voy. Porque resulta que, orgasmos aparte, ese tipo de revistas contiene otra pornografía mucho más inmoral y abyecta; pero ésa no parece importarles tanto a quienes ponen el grito en el cielo ante la explicitez -o como cono se diga- del intercambio carnal.

A mí, la verdad, me parece mucho más grave que una revista para niñas entre los trece y los diecipocos años sugiera imitar a la fabulosa Geri, de las Spice, por su simpatía, su estilo sencillo y su ropa deportiva, o proponga realizar el sueño de tu vida ganando un concurso cuyo premio es pasar un día junto a Mark Owen, o te diga las marcas de ropa imprescindibles si quieres ser modelo, o te invite a compartir las profundas inquietudes culturales de No Doubt, o te cuente lo que según Damon, de los Blur, deberían hacer las chicas españolas para resultar más atractivas, o que un pretendido reportaje suministre consejos para engañar a tus padres y vestirte con ropa sexy en casa de una amiga antes de ir de copas, o te dé superideas fabulosas para que ese chico tímido se arranque de una vez, o para cortar con él e irte con su mejor amigo sin herirlo demasiado, etcétera. Y, bueno. Qué quieren que les diga. Todo eso me parece, aparte de una sarta de estupideces, una canallada como la copa de un pino.

Vayan y échenles un vistazo detenido a cualquiera de esas revistas que tienen sus hijas sobre la mesilla de noche, y verán cómo más de un progenitor se rila por la pata abajo. Sin ir más lejos, la revista para jovencitas más cara y considerada líder de sector entre las niñas pijas -revista cuyo nombre no cito aquí porque no me da la gana-, tenía estos titulares en su número de abril: Sexo. Ir o no ir al huerto (ellas te lo cuentan). Blur... están que se salen. Superideas para cambiar de look. Buscamos la modelo para chica de portada. Especial Spice Girls. Vístete igual; te transformamos en una de ellas. Y la guinda: Todo lo que tienes que hacer antes de los 20 (pillarte un cogorzón, pirarte de casa, fumar un cigarrillo, hacer pellas, copiar, enamorarte, engañarle, enrollarte con un tío que no te gusta, estar toda una noche de marcha, etcétera, etcétera)... ¿Cómo lo ven? Personalmente, y con ese panorama, me parece una descomunal chorrada que al Defensor del Menor y a las asociaciones de papis y al sursumcorda les preocupe más lo otro, o sea, que les digan a las chicas cómo conseguir un orgasmo con sus deditos cuando el mozo no sabe, no contesta. Porque hay cosas mucho más inmorales que el sexo. Y puestos a elegir, menos debe preocupar que la hija de uno se lo pase bien en la cama que verla convertirse en una perfecta gilipollas.

25 de mayo de 1997

domingo, 18 de mayo de 1997

Una lección de historia

Hace un par de años escribí en esta misma página que la visita a un antiguo campo de batalla puede ser mala o buena, según quién te guíe por él. Y que si dejamos a un lado la demagogia patriotera barata y la otra demagogia estúpida que se niega a aceptar que la Historia y la condición humana están llenas de tantas luces como ángulos en sombra, un lugar así puede convertirse, para las generaciones jóvenes, en una excelente escuela de lucidez y tolerancia. Lamentaba también en ese comentario que, mientras en otros lugares de Europa y América uno encuentra a menudo grupos de escolares recorriendo esos lugares históricos, en España no ocurra otro tanto. Aquí, generaciones de oportunistas con sotana, charreteras, escaño en el Parlamento o salón del trono en un palacio real, han conseguido, con su manipulación y su infamia, que los españoles nos avergoncemos de nuestro pasado. Nombres como Las Navas de Tolosa, el Jarama, los Arapiles o el cabo Trafalgar, no son más que paisajes comunes entre muchos cientos de sitios olvidados. Y con ellos hemos perdido, también, las lecciones a veces hermosas y siempre terribles que quienes allí yacen nos dejaron al pelear en nombre de un deber, un ideal, o simplemente porque no tenían más remedio y era obligado estar en ese sitio y no en otra parte.

Tal era mi queja: el olvido y la orfandad suicida a que condenamos nuestra memoria. Pero, tras la publicación de aquello, recibí una puntualización del ayuntamiento de un pueblecito extremeño. Aquí no hemos olvidado, decían. El lugar se llama la Albuera. Y allí, en efecto, el 16 de mayo de 1811 y en plena guerra de la Independencia, 30.000 españoles, ingleses y portugueses, mandados por los generales Beresford y Castaños, avanzaron entre la lluvia y la niebla para situarse ante 20.000 franceses que, dirigidos por el mariscal Soult, pretendían socorrer Badajoz. El combate, durísimo, se prolongó durante cinco horas. Una brigada británica fue aniquilada, siéndole capturadas tres banderas, toda su artillería, 600 prisioneros y sus jefes y oficiales. La división española del mariscal Zayas, registrando incluso las cartucheras de los muertos, mantuvo la línea frente a los asaltos en masa de las columnas francesas, su artillería y la caballería polaca. Y cuando llegó la tarde, Soult se replegaba hacia Sevilla, en el campo de batalla quedaban 10.000 hombres muertos o heridos, y el agua de lluvia corría por los arroyos de Chicapierna y Valdesevilla, roja de sangre.

De todo eso el viernes hizo exactamente ciento ochenta y un años. Y el ayuntamiento de la Albuera, en cuya plaza hay un monumento en recuerdo de aquel día, y en cuyas lomas —que aún se llaman Las Baterías— hay un monolito donde los artilleros angloespañoles situaron sus cañones en la batalla, conmemora cada año el aniversario de aquella jornada en la que hubo, como en toda empresa humana, mucha crueldad e insania, pero también abnegación, sentido del deber y amor a la tierra de cada cual. A través de su concejalía de Cultura, el pueblo de la Albuera, a cuyo 6 de mayo de 1811 dedicó Lord Byron un poema —en las filas, tal como lucharon / yacían igual que mieses en el campo...—, ha editado, incluso, un bello memorial de la batalla en inglés y español, con fotos de los lugares, un excelente relato histórico de Julio Cienfuegos, y un magnífico mapa de la época con el que es posible recorrer el escenario reconstruyendo la distribución de las tropas y los avatares del combate.

De ese modo, el pueblo de la Albuera, que aquel día funesto quedó reducido a escombros por el cañoneo, ha sabido convertir tal fecha en una lección de Historia, reconciliación y tolerancia. Allí, los escolares aprenden que las guerras las declaran los reyes y los gobernantes pero las sufren los pueblos; y que sobre los huesos de los caídos construyen sus negocios políticos, mercachifles, nacionalistas barateros y patriotas de boquilla. Pero aprenden también que, a pesar de eso, incluso aunque siempre ganen los mismos y todo siga igual, a veces no hay más remedio que ponerse en pie y pelear. No por esa estupidez, abrevadero de miserables, que algunos empaquetan en himnos y banderas y llaman Patria. Tampoco para imponer nada, y ni siquiera para vencer. Sólo por demostrar que nadie pisotea impunemente una idea, un sueño o el humilde rincón de tierra en que has nacido.

18 de mayo de 1997

domingo, 11 de mayo de 1997

Miles gloriosus

Pues me van ustedes a perdonar o no, pero al arriba firmante no le sorprende lo más mínimo que un sargento español hasta arriba de pacharán le descerrajara un tiro a un recluta en la barra de un bar cuartelero. Pese a todo lo que ha llovido, la especie pelo en pecho y ole mis huevos, o sea, los psicópatas con galones que adoran jugar con las pistolitas, y con escopetas, y apuntarte a ti y apuntarse ellos, y se pasean por los cuarteles y por la vida como si acabasen de asaltar heroicamente una trinchera enemiga, trinchera que por cierto no han visto ni de lejos en su puta vida, no sólo dista de extinguirse sino que sigue gozando de buena salud. Cualquiera a quien su trabajo o su desgracia lo haya llevado a conocer bares de cuartel sabe de casos semejantes, protagonizados por bocazas, fantasmas, pistoleros, borrachos contumaces y retrasados varios que, por alguna extraña razón, parecen convencidos de que uniforme y pistola consagran su hombría, y permiten la exteriorización impune de sus frustraciones, sus complejos o su mala leche.

Hay en España, y sería injusto decir lo contrario, militares profesionales y rigurosos. Alguno de ellos, incluso, cree oportuno honrarme con su amistad. Pero junto a ellos subsisten los residuos de una deprimente variedad castrense que, a falta de guerras y cosas así en que ocuparse, vive enganchada a la barra del bar. Nada tengo, pardiez, contra quien decide mamarse a conciencia. Cada cual es cada cual. Pero cuando de tu autocontrol o tu pistola dependen las vidas de centenares de chicos arrebatados a sus familias para esa injusta gilipollez en que se ha convertido el servicio militar obligatorio, la cosa ya no es una actividad personal, ni inocente. Una vez conocí a cierto general, con mando sobre miles de hombres, a quien cuando salía de casa por la mañana sólo le faltaba meterse bajo el brazo, en vez de bastón de mando, la botella de Johnnie Walker. Y en El Aaiún, en el año 75, estaba yo en un bar de lumis cuando a un capitán se le ocurrió destrozar a tiros las botellas al otro lado del mostrador, hasta que sus compañeros le quitaron el cubalibre y el fusko. Y cualquiera que haya hecho la mili en España conoce bien cada cuartel tiene al menos un ejemplar de muestra a ese suboficial vociferante, analfabeto y borde, adicto al agua de fuego, con vocación de instructor de marines, que se cree Rambo y jura hacer de ti un hombre aunque revientes. Y en efecto, a menudo consigue eso. Que revientes.

Toda esa chusma garbancera, pasada y cutre, ese talante de prepotencia machista cuartelera empapada en alcohol, podía tener cierta justificación en otro tiempo: cuando el militar español, por razones de oficio y coyuntura histórica, era un individuo propenso a palmar en escabechinas periódicas. Su carácter de nonimal defensor de la sociedad le daba cierto prestigio, privilegios y desahogos de los que sin duda abusaba; pero que luego compensaba haciéndose acuchillar por los franchutes en Rocroi o por los turcos en Lepanto. Toda esa parafernalia del viva la muerte y para cojones los míos, tan socorrida, podía ser más o menos aceptable, pues siempre era mejor que uno de esos animales fuese a que lo hicieran filetes que ir uno mismo. Así que se les toleraba; y cuando se mamaban mucho pormenorizando cómo iban a comerse al enemigo sin pelar, tú decías bueno, vale, estupendo, les pagabas la copa y te quitabas de en medio por si las moscas. Pero en este país, lamento recordarlo, en los dos últimos siglos debemos al miles gloriosus más desgracias que beneficios, y más asonadas y represiones que victorias y jolgorio. Así que, a estas alturas de la España imperial, los Rambos tragafuegos pueden irse a mamarla a Parla. Porque esos chusqueros y esos espadones bocazas ya no están a medio camino entre Pavía y el Barranco del Lobo, sino que vienen de cocerse en el bar después de ver por la tele El sargento de hierro, y se creen, encima, que son Clint Eastwood. Y que a semejantes tiñalpas les den poder de vida y muerte, con borrachera y pistola incluida, sobre chicos de dieciocho años que están allí a la fuerza, hechos polvo en los estudios, en el trabajo y a menudo en la vida, y sin humor para aguantar el sadismo, las frustraciones, las tajadas de jumilla o las batallitas del sargento Cebolleta. Eso, se mire como se mire, no tiene perdón de Dios.

11 de mayo de 1997

domingo, 4 de mayo de 1997

Quins pecats tens?

Tengo en un libro una foto de unos cuantos obispos hacia el año cuarenta, saliendo de una misa o un tedeum o algo por el estilo, todos con el brazo en alto, muy serios, en plan saludo vencedor de las hordas rojas y demás. No sé si los obispos eran catalanes, que a lo mejor hasta lo eran; pero de lo que estoy seguro es de que, cuando la foto, ninguno de ellos estaba exigiendo a nadie que la única lengua oficial que se hablara en Cataluña fuese el catalán, como hicieron no hace mucho en uno de esos comunicados que los obispos, catalanes o no, suelen difundir cuando el panorama táctico aconseja una de cal y otra de arena.

No es difícil comprenderlo. Cada uno tiene sus puntos de vista y su memoria personal, sus filias, fobias, intereses y sueños en la cabeza. Y comparto el desprecio de muchos catalanes, sean obispos o no, por esa España demagógica, folletinesca y cutre, que durante varios siglos se nos estuvo metiendo con calzador. Una España que mi viejo amigo y compadre Raúl del Pozo define, gráfica y acertadamente, como una matrona con un laurel en la mano, un león a los pies, una bandera roja y gualda y un rey reinando sobre un país de abanicos a las cinco de la tarde.

Uno comprende todo eso. Y comprende también que, desaparecidos el viejo argumento de la opresión centralista, los virreyes castellanos y los culatazos de la Benemérita, la lengua sea a veces la única bandera que queda para convocar a la gente a toque de corneta, so pena de que se dispersen las ovejas y se desbarate el negocio. Todo eso es, tal vez, legítimo. El problema surge cuando, con los obispos haciendo de palmeros finos y ante el rechinar de dientes de un Gobierno agarrado por las pelotas, se procura no ya establecer el bilingüismo, sino borrar del mapa el castellano, o el español, o como carajo se diga. Y los obispos, que igual se apuntan a un cocido que a un estofado, bendicen ahora esa represión lingüística como antes bendecían la otra, los piquetes de fusilamiento o a los generalísimos bajo palio: sin el menor pudor, la menor memoria ni la más mínima vergüenza, en vez de dedicarse a salvar almas, que es lo suyo.

Porque los obispos, sean catalanes o malgaches, lo que tienen que hacer es cuidar la diócesis y el latín, que es una lengua preciosa y con mucha solera eclesiástica, y dejarse de fornicar la marrana. Y ese comunicado exigiendo que sólo se hable catalán en su cotarro me plantea graves dudas que, a falta de director espiritual próximo, me atrevo a plantear aquí, por si alguien es capaz de serenar mi atribulado ánimo.

Supongamos que yo, notorio pecador, descreído y castellanohablante, estoy un día de paso en Cataluña. Y como soy torpe y de pocas luces -amén de mis repugnantes resabios españolistas- resulta que, aparte el francés y algo de inglés, de lenguas peninsulares sólo hablo la que don Xabier Arzallus llamaría, o llama, la lengua de Franco: o sea, ese instrumento abyecto de represión y vileza que tanto daño ha hecho al mundo. Y puestos a imaginar, imaginemos que llega mi última hora, y que Dios, en su infinita bondad, me llama al seno de Abraham en tierra catalana. Y yo, debatiéndome en los estertores de la agonía, veo de pronto la luz y reclamo a gritos confesión, confesión, traedme un cura, voto a tal. Y mis amigos y deudos corren raudos en busca de alguien que me garantice el tránsito. Y acude un párroco. Y entonces, oh desdesdicha, cuando abro la boca para aliviar mi alma pecadora, resulta que el dómine, que se llama Manolo Sánchez pero, por la cuenta que le trae, habla un catalán de la hostia y no sabe decir en español más que buenas tardes y hasta luego Lucas, me pregunta: «Quins pecats tens, fill meu?». yo le digo: mande, páter? Y él me responde: «Penedeixes, pecador?». Y yo, que aunque moribundo no estoy para coñas, ya no pido a gritos confesión, confesión, sino traducción, traducción; y luego intento confesarme por señas pero mis pecados son innúmeros -alcohol, palabrotas, mujeres malas- y no nos da tiempo. Así que al final agarro al dómine por la estola, le mentó a todos sus muertos en la lengua de Cervantes y luego a san Apapucio, el copón de Bullas y el Chápiro Verde, y muero inconfeso y blasfemando en arameo. Y me condeno por no hablar catalán, que tiene cojones.

4 de mayo de 1997