domingo, 27 de julio de 1997

Bona nit, lehendakari

Pues no me da la gana. Siento comunicar a quien corresponda que, por mucho beneplácito oficial y mucha agua bendita que medie en el asunto, pienso seguir escribiendo La Coruña como me salga de los cojones. O sea, La Coruña con el artículo determinado la, que es como se escriben los artículos determinados femeninos de singular en castellano, o español, que es la lengua en la que habitualmente me expreso y escribo. Y eso, se pongan en la postura que se pongan, activa o pasiva, los reales palanganeros de la Academia, a quienes no sé cómo no se les cae la ilustrísima cara de vergüenza. Por supuesto, al escribir La Coruña lo haré con el máximo respeto a quien habla y escribe otras lenguas -posiblemente más hermosas, pero que me son menos familiares-, y cuando hable en gallego diré sin reparo alguno A Coruña, del mismo modo que cuando hablo en italiano digo Milano, y no Milán, y cuando hablo en flamenco -que eso, la verdad, lo hablo más bien poco- digo Antwerpen y no digo Amberes.

A veces me pregunto si en este país somos conscientes de la cantidad de gilipolleces con que perdemos el tiempo cada día, y de lo estúpido que resulta ese afán, por parte de unos, de afirmar lo obvio sin miedo a caer en el esperpento y el ridículo, y de otros por no ser considerados, bajo ningún concepto, social o políticamente incorrectos, o sea, menos liberales, menos demócratas, menos tolerantes, menos tal y cual que el vecino. Y de ese modo, la alianza del se van a enterar, por una parte, con el no vayan a creer que yo, por la otra, nos tiene a todos metidos hasta el cuello en un continuo más difícil todavía que deja por los suelos el sentido común y la decencia.

Hemos llegado a un punto en el que, por ejemplo, pocos periodistas de parla castellana se atreven a conectar con un corresponsal periférico sin matizar: «Y ahora vamos a ver qué tiempo hace en Euzkadi, egunon, Fulanito» por si las palabras País Vasco y Buenos Días suenan poco correctas y alguien lo acusa de españolista e intolerante (a lo que Fulanito, desde el otro lado del hilo, responde «egunon» o lo añade espontáneamente, por la cuenta que le trae). En las vigentes normas de estilo del periodismo y la política, San Sebastián debe ser siempre Donosti, a Lérida no podemos referimos sino como Lleida, y si uno pronuncia o escribe Gerona en lugar de Girona o prescinde de los títulos «president» o «lehendakari» en vez de sus naturales equivalentes en lengua castellana, va literalmente de culo. Y no me vengan con que el asunto surge de forma espontánea y así, dicharachera y campechana, porque todavía recuerdo bien cuando, hace ya diez o doce años, en los telediarios recibíamos órdenes expresas para decir siempre «Generalitat» y «Barcelona, bona nit», a fin de que en Cataluña vieran que TVE también era más demócrata que la hostia.

Así que me niego a sumarme a esa banda de capullos. Tómenlo como quieran, y quien no lo comprenda que se vaya a hacer puñetas. Esto no supone desprecio a otras lenguas, sino respeto a la mía, con la que además, tecla a tecla, me gano la vida. Y cuando un imbécil, hablando en castellano, dice «ahora conectamos con Torino», o con Alacant, o acepta la alteración de la L en un artículo determinado -sin creer en ello, que es lo más grave, sino sólo por demagogia barata y por qué no vayan a pensar que no es tolerante y no es san Apapucio bendito-, esa lengua castellana, o española, que es mi medio de expresión y de comunicación, mi vehículo de cultura y mi orgullo histórico, se ve tan agredida como antaño —que ahora ya no- lo estuvieron otras lenguas minoritarias, tan respetables por cierto como ella. Así que lo siento, pero no lo trago. Bastante hay ya con la contaminación del inglés, la jerga informática y la pobreza expresiva a que nos están condenando ya no una, sino varias generaciones de políticos desaprensivos y analfabetos, de académicos pichafrías y de mangantes aficionados a subirse a los trenes baratos.

Hubo un guiri nacido en Flandes, un tal Carlos Quinto, emperador de España y de Alemania, que hallándose una vez en Roma ante el papa, y recriminado por un embajador al oírlo dirigirse al pontífice en español -aunque hablaba el latín, el italiano, el alemán y el flamenco respondió: «No espere de mi otras palabras que de mi lengua española, que es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».

Pues eso.

27 de julio de 1997

domingo, 20 de julio de 1997

Somos feos

Somos feos de cojones. Lamento comunicárselo a ustedes así, a quemarropa; pero el arriba firmante ha llegado a esa conclusión científica tras larga y minuciosa observación del entorno. En estos meses veraniegos, sobre todo, la cruda realidad viene y te golpea por el morro, sin apelación posible. Y resulta paradójico: eso ocurre precisamente ahora, en estos tiempos en que todo cristo dedica más tiempo a estar guapo, se gasta una cantidad larga de viruta en el asunto, y luego se pasea -nos paseamos- por ahí con la certeza absoluta de que la moda, el diseño, el ejercicio físico, el danone con bífidos multiactivos, la leche desnatada y las rebajas de El Corte Inglés, nos han dejado una apariencia que te vas de vareta, Manolín.

Pero no. Dense una vuelta ojo avizor y saquen conclusiones; lo que será facilísimo, por otra parte, si se encuentran en una localidad cercana a una playa a última hora de la tarde, cuando montan los mercadillos, y la gente se sienta en las terrazas a tomarse algo. La calle es un muestrario dantesco de pantorrillas peludas, sandalias infames, camisetas de tirantes bajo las que asoma la pelambrera racial, bodis -o como carajo se escriba que embuten ombligos rollizos, pantalones ceñidos en torno a ancas descomunales, camisetas fofas con exóticas referencias, zapatillas multicolor fosforito con airbag, bañadores de pata larga que lo mismo valen para la playa que para rascarse los huevos mientras cenas en un restaurante, y otros horrores varios.

Sobre los bañadores masculinos, el otro día, viendo pasar al personal, esclarecí por fin un misterio que hace tiempo atormentaba mis noches de insomnio: por qué ahora son de pata larga y llevan bolsillos. Y la razón es tan simple que sólo a un estúpido como yo podía haberse mantenido oculta tanto tiempo: un bañador de pata larga y bolsillos es una prenda polivalente y multiuso, con la que te ahorras pantalones y bañador. Te lo pones por la mañana, desayunas y vas a comprar el periódico, llevas el coche al taller, vas a la playa, te bañas, te secas con él puesto, vas a comer -sin quitártelo, duermes la siesta, sales a pasear por la tarde, y hasta puedes dormir con él. Es, en suma, una prenda cómoda y deportiva, con un no sé qué de informal, y con la ventaja de que no tienes que ir lavándolo, porque se lava cada día en la playa, y si lo combinas con el sabio uso de un par de camisetas -cuando te pones una cuelgas la otra en algún sitio para que se airee un poco- tienes -el guardarropa resuelto para todo el mes de vacaciones. Y ya puedes salir a pasear tranquilo con la familia, ella con las mollas bien prietas -a ver si se ha creído la Schiffer que es la única que puede marcar chichas-, la niña con sandalias color butano de un palmo de suela, un piercing en el ombligo y otro en una teta, el niño disfrazado de telecomedia americana, y tú completando el conjunto con una camiseta de tirantes malva de Arman¡, riñonera, pantorrillas y axilas hirsutas, gafas de sol aerodinámicas y sandalias de suela anatómico-forense.

Antes era sólo en las localidades playeras; pero ahora te puedes encontrar a la familia Colorín en cualquier parte, en la plaza Mayor de Madrid, en la catedral de Burgos o en un restaurante de Neguri. Y hay veces que me cruzo con un crío pequeñajo, de esos que apetece acariciarles la cabeza, y sonríes y tal. Lo que pasa es que luego levantas la vista, ves a los padres que andan cerca, y te dices desazonado que, dentro de pocos años -ya apunta detalles y maneras, si te fijas-, la criaturita será como ellos. Y se te esfuma la ternura de golpe. Y te preguntas, misántropo como eres para cierto tipo de cosas, si no sería más piadoso exterminarlos en agraz ahora que son cachorrillos, antes de que crezcan y se reproduzcan, y empeoren el aspecto del cotarro que, a estas alturas, ya anda bastante jodido.

Quién me iba a decir a mí -o témpora!, o mores!- que iba a terminar añorando, con cuarenta y seis tacos, no ya los zapatos veraniegos de rejilla, el pantalón de raya fina, el panamá de paja y la honesta camisa blanca de manga corta de mi abuelo, sino la racial y tripona silueta de ese otro ibérico varón que éramos antaño, con pelo a lo Manolo Escobar, zapatos de puntera, la maricona colgando de la muñeca, y aquella hoy ya discreta pelambre morena asomando por la camisa desabotonada a medias, entre la que relucía una gruesa cadena de oro con la Virgen del Carmen.

20 de julio de 1997

domingo, 13 de julio de 1997

Tostadas de nata

Cuando el arriba firmante era jovencito, la leche sabía a leche y además daba nata. Ponías un litro a hervir, y al enfriarse un poco había una capa de color amarillento suave, que luego, puesta sobre una tostada y con algo de azúcar, se convertía en uno de los más deliciosos bocados que probé jamás. Los críos salíamos a jugar a la puerta de casa con nuestra tostada de nata, que te dejaba una marca blanca en torno al labio superior. Recuerdo aquel sabor tibio y dulce en mi boca como recuerdo mi primer libro o el calor del cuello de mi madre.

También recuerdo manzanas que sabían a manzana, y que comías con cuidado, cortando el pedacito donde estaba el gusano para dejarlo aparte, y disfrutando del resto. O cerezas, rojas o no, que sabían a cerezas, y al romperse en la boca te llenaban de un líquido dulce y agradable, que se mezclaba con el frescor del agua en que las habías lavado. Y peras con cicatrices en la piel, pero dulces y sabrosas. Y tomates que veías crecer en las cañas de las tomateras y que a veces, desafiando la ira de los dueños, arrebatabas con los otros chicos en rápidas y audaces almogavarías, para disfrutar luego del botín, mordiendo aquella pulpa roja y deliciosa bajo los acantilados desde los que veías pasar barcos en el horizonte. O sandías magníficas cuyas cortezas y pepitas quedaban luego flotando en la suave resaca de la orilla del mar, y que asocio con los pies desnudos y morenos de la primera niña -yo tenía ocho años y ella se llamaba Flori- a la que, por primera vez, paseando por una playa, sentí a mi lado como una presencia distinta, de mujer.

También la carne tenía grasa. No me refiero a la de Flori ni a la mía -éramos críos flacos, morenos y mediterráneos- sino a la otra más prosaica, la de comer. Supongo que recuerdan aquellos filetes que echabas a una sartén, y en vez de encogerse a la mitad con un sospechoso humeo de agua hervida, chisporroteaban alegremente sin apenas necesidad de aceite, y cuyas vetas blancas los mayores no te dejaban separar con el cuchillo y dejar en el borde del plato porque, decían, la grasa también alimenta. Aquella grasa me costó muchas collejas de mis padres y mis abuelos, pero les aseguro que la echo de menos. O igual lo que en realidad echo de menos es tener padres y abuelos que dieran collejas, y estar en edad de recibirlas.

Ahora ni la leche tiene nata, ni la carne tiene grasa; y las cerezas, y las sandías y los tomates saben igual: a pepino. Y ya no se compran en tiendas donde escuchabas el chasquido del hacha del carnicero, ni en fruterías llenas de aromas singulares, sino empaquetados en plástico, filetes de carne sospechosamente blanca y sin una sola veta de grasa, fruta reluciente y perfecta como si acabara de ser encerada, enormes peras y manzanas sin mácula en la piel. Pero, si de probar todo eso con los ojos vendados se tratara, nos veríamos en serias dificultades para diferenciar un sabor de otro.

Muchas veces he repetido en esta página que, al cabo, todos tenemos lo que nos merecemos: hijos, tele, gobiernos, cine y, también, comida. Los proveedores no hacen, supongo, sino satisfacer los gustos del personal, en eso como en muchas otras cosas. A fin de cuentas nadie cría terneras o recolecta peras por filantropía, sino para ganarse la vida, y a ser posible conseguir mucha pasta. Así que, bueno. Pero de cualquier modo, y nostalgias de nata y Floris aparte, a mí todo eso de la fruta impoluta y la carne sin vetas me mosquea mucho. A saber cómo lo consiguen, me digo. Y al final, prefieres no saber nada y comer de lo que hay, sin meterte en intríngulis. Hay excesos de conocimiento que cortan la digestión.

Porque, oye. Queremos leche pasteurizada, desnatada y aséptica. Preferimos fruta gorda, reluciente y encerada, filetes sin grasa y cosas así. Pues bueno. Ahí están, y que aprovechen. A fin-de cuentas, eso debe ir aparejado con los tiempos y con los propios consumidores; pues con la gente pasa lo mismo. El mundo está lleno de individuos e individuas relucientes como una de tales manzanas, tan sin grasa como esos filetes de plástico, y que tampoco saben a nada. Miras en torno, pruebas aquí y allá, y terminas comprobando que casi todo, manzanas, filetes, personas, tiene el mismo sabor, irreconocible y anodino. Quizá eso sea el progreso. Una tentadora sandía de reluciente corteza encerada y pulpa roja que sabe a pepino.

13 de julio de 1997

domingo, 6 de julio de 1997

Gilicomedias y otros filmes

El pasado fin de semana tuve el vídeo al rojo vivo, calzándome cuatro películas de bandera: El tesoro de Sierra Madre, de John Huston, Casino, de Scorsese, Código del hampa, de Don Sie-gel, y El mundo en sus manos, de Raoul Walsh. Después, de aquello, borracho de cine y de felicidad, me fui a dormir. Y al levantarme al día siguiente todavía me duraba la cara de gilipollas. Qué bien se queda uno, pensé, después de empaparse de buen cine, y de buenas historias contadas por gente que sabe hacer las cosas con oficio, con talento, y con el simple móvil de tener algo que contar y contarlo en corto y por derecho, sin marear la perdiz. No dejaba de dar vueltas a la infinita tolerancia del viejo minero encarnado por Walter Huston, o a Lee Marvin haciendo de criminal obsesionado por la pasividad de su víctima. Y para hablar de las goletas del Hombre de Boston y el Portugués ciñendo a rabiar, borda con borda, en su épica carrera a mar abierto. 0 los tropecientos mil millones de dólares que el amigo Scorsese tuvo que fumigarse para conseguir esa dura e intensa película sobre Las Vegas, donde Niro, Pesci y la Stone están, como dicen ahora los de Pijolandia, que se salen.

Y, mientras le miraba el careto a todo ese personal, el arriba firmante se preguntaba lo que hubiéramos hecho en España con los cuatrifoscientos kilos que Scorsese se pulió en su casino de Las Vegas. Cuánta gilicomedia fastuosa y cuánta obra maestra definitiva que aburre a las ovejas, y cuánto intenso thriller cutre habrianse podido marcar, voto a tal unos cuantos fulanos que conozco porque aquí, chavales, nos conocemos todos, con el aplauso de ciertos señalados compadres de la crítica cinematográfica. Los mismos críticos, casualmente, que a menudo coescriben los guiones y luego ponen estupendo el producto. Los mismos cuyo nombre naturalmente, sin que ellos sepan nada van esgrimiendo por ahí unos productores que yo me sé a la hora de recabar pasta para sus películas, garantizando tratamiento cuatro estrellas en las páginas de espectáculos de tal o cual periódico, revista o suplemento. O a ver si se creen ustedes que cuando de pronto en este país nos meten con calzador, a coro y hasta en la sopa, una solemne soplapollez de película, el evento es casual. Aquí, lo último casual fue que el Cid dejara embarazada a doña Jimena justo antes de irse a la mili.

Hay otro cine decente, honrado, eficaz. Un cine hecho por gente que ama su oficio, no para que le digan muy bueno lo tuyo en los cotarros de diseño, sino porque esa es la pasión que les revuelve el corazón y las tripas, y están dispuestos a jugarse la mujer, la pasta y lo que sea con tal de realizar los sueños que tienen en la cabeza. Gente humilde que no está en los circuitos de mangantes y no se come una rosca, guionistas con talento a quien nadie hace caso porque en este país cualquier director y cualquier productor se creen perfectamente capaces de inventar una historia; directores jóvenes y no tan jóvenes que aprendieron a hacer cine donde se aprende, en las pantallas de cine y leyendo, no en la onanista contemplación de su ombligo. Productores que se zambullen a cuerpo limpio, a menudo con su dinero y no el de los otros. Francotiradores que lo hacen reconciliarse a uno, de vez en cuando, con las palabras cine y España, cuando vienen juntas.

De cualquier modo, a fin de cuentas, cada público tiene también el cine que se merece. En Francia, los gabachos acuden a los estrenos a ver la última de Tavemier, o de Depardieu, como antes seguían a la Girardot, Lelouch, TrufTaut, o Gerard Philippe. Apoyan a sus directores, a sus actores y sus películas. Aunque, claro. Allí, cuando tienen viruta hacen La reina Margot, Cyrano o Capitán Conan, y después la gente aguanta en largas colas bajo la lluvia para entrar y verlas. Aquí despilfarran en lo que todos sabemos; pero cuando alguien se juega el pescuezo y consigue algo digno, entonces no recauda un puto duro de taquilla, porque el bacalao de la promoción lo cortan las distribuidoras gringas, con la complicidad de los golfos a sueldo y de los palanganeros que se lo hacen gratis. Y como somos una panda de imbéciles, nos vamos al cine de al lado, a ver, por ejemplo, La sombra del diablo. Que lleva no sé cuantos meses en cines de toda España, y es un plomazo y una mierda como el sombrero de un picador. Pero sale Brad Pitt.

6 de julio de 1997