domingo, 31 de mayo de 1998

Jesuitas y generales carlistas

Me molesta que cuando quieren insultar a don Xabier Arzalluz lo llamen jesuita. Los jesuitas son gente respetable, con una lucidez técnica impecable y una formación cultural de lo más sólida. Un jesuita como Dios manda nunca apelaría a Sabino Arana -no me tiren de la lengua- como padre intelectual; ni diría eso de no creo en la nación española, o esa otra memez de que los únicos vascos auténticos son los nacionalistas, con lo que se legitima, de rebote, el, hecho doblemente demencial de que un gudari llamado García le pegue un tiro en la cabeza a un cipayo llamado Iruretagoyena. Los jesuitas tienen una muy larga y rica tradición de tolerancia, liberalismo e inteligencia, con un currículum que ya quisieran muchos. Precisamente desde la llegada al poder en el Vaticano del clan polaco, los jesuitas andan de capa caída por liberales.

Así que háganme el favor. A quien sí me recuerda el discurso político de don Xabier Arzalluz es a los curas de las novelas de Pío Baroja -que era un vasco lúcido y conocía el paño, para quienes Macario y Urrusolo serían generales carlistas. Es una pena que ahora a don Pío lo lean poco. A mí, que -me lo calcé íntegro de jovencito, sus novelas me ayudaron a delimitar la frontera entre nacionalismo y memoria, muy respetables, y el turbio territorio de la demagogia aliñada con estupidez y mala leche. Y me habrían vacunado para toda la vida contra las; patologías del nacionalismo, de haber nacido vasco. Pero no tuve esa suerte. Nací, como casi todo el mundo, de veinte sangres diferentes; y a lo mejor por eso desconfío tanto de las naciones y las razas puras, de sus iluminados, de sus apóstoles, de sus mercachifles y de sus sinvergüenzas.

Tal vez por eso, por pertenecer a una raza meridional y degenerada, estoy hasta arriba, harto, o sea, hasta los cojones, de la parte más oscura de lo que don Xabier Arzalluz representa. Estoy harto de encontrármelo hasta en la sopa recordándome mi inferioridad racial y mi carácter de bota opresora de 'las libertades y la nación vasca. Harta de que los ángulos más obtusos de su discurso político me hagan dudar, incluso, de mi derecho a publicar desde hace cinco años esta página con veintitantos diarios vascos y no vascos al mismo tiempo. Harto de que mezclen tiros en la nuca y coplas de La Parrala con los enjuagues y tácticas electorales que se trae su partido con los socios del Pepé, a quienes luego besan en la boca y votan cuando conviene. Estoy harto de que, si tanto anhela una patria vasca unificada y libre, don Xabier no se ventile un poco por Iparralde y compruebe la diferencia de libertades, autonomía y competencias políticas que tienen los vascos españoles, o como carajo se diga, respecto a los vascos que viven en Francia. Estoy harto de sus nosotros, de sus ellos, de su grosería y de su manifiesta mala fe. Estoy harto de que quiera ser Jordi Pujol y no dé la talla.

También estoy harto de que el gobierno del partido que don Xabier Arzalluz preside, haya dejado írsele de las manos la normalidad pública en pueblos y ciudades cuya' responsabilidad le compete, por miedo al qué dirán, ambigüedad y cagalera política. Que haya convertido a la policía autónoma vasca en una especie de mirar a otro lado y la puntita nada más, haciéndola abdicar hasta de su autoridad legítima y constitucional, y dando pie a un estado de miedo e indefensión en los ciudadanos que no se daba ni en tiempos del general Franco y los culatazos de la Benemérita. También estoy harto de que tanto las píen con Irlanda sin tener ni idea de la historia nacional de ese país, que confunden con el Ulster, y que encima no tiene nada que ver. Harto de' que se inocule a niños de cinco años rencor y diferencia en lugar de tolerancia y mentes abiertas. Estoy harto de que mis amigos vascos, que son muchos y me interesan y preocupan, vivan acojonados, y encima don Xabier Arzalluz nos advierta del peligro de que aparezca otro GAL. Estoy harto de asistir 'a esfuerzos patéticos para captar el voto de jóvenes que no votarán PNV en su puta vida: están hartos de tanto cuento y tanta mierda, y ante ellos sólo se abre el abismo del paro, la desesperación y el salvajismo callejero como desahogo y como revancha. Estoy harto y asustado temiendo que un día, cuando la náusea llegue hasta arriba y se me vaya la olla, yo mismo pueda sentir menos desprecio por los analfabetos hijos de puta que dan tiros en la nuca, que por los canallas emboscados de camisa y corbata, hábiles en rentabilizar muertos que matan otros.

31 de mayo de 1998

domingo, 24 de mayo de 1998

El tranvía 1001

Tal vez recuerden ustedes que hace unas semanas les contaba el episodio del abrigo de visón de mi amigo Antonio Carnera, el hotel Palace y la lumi del Pasapoga. Y resulta que un lector de El Semanal hombre de evidente poca fe, se descuelga con una carta poniendo en duda la veracidad de la historia; pues, afirma, en los años cincuenta un timador con dinero habría llamado la atención de la policía en un cabaret, y nunca lo dejarían entrar en el Palace. Apenas leí la carta telefoneé a Antonio, y estuvimos riéndonos un rato largo. Y ahora me veo en la obligación de puntualizar que precisamente en Pasapoga y en los cincuenta, un timador con viruta y con la clase adecuada podía perfectamente moverse como Pedro por su casa, sin llamar la atención. O llamándola, para más inri. Y que para desgracia de este país, en los cincuenta como ahora, bastaba precisamente eso, tener labia, enseñar dinero e ir bien maqueado, para que los gerentes de Pasapoga, y las lumis de bandera, y los recepcionistas del Palace, y hasta los mismos policías de la secreta como dice Antonio, que es un clásico-, perdiesen el culo en el acto. Lo triste, si me permiten la reflexión, es que antaño había que tener para eso mucho morro, mucho arte y mucho estilo, y hogaño cualquier analfabeto grosero y poca mierda, con Bemeuve, Rolex, cadenas de colorao al cuello, zapatillas y chándal, puede dárselas de señor y encima consigue que todo cristo, lumis, hoteles, directores de sucursal bancaria y policías incluidos, lo traten como si lo fuera. O fuese.

Así que, para fastidiar a ese San Mateo espontáneo que nos ha salido a Antonio y al arriba firmante, voy a contarle otra, para que tampoco se la crea. Es la del tranvía 1001, la hizo Paco El Muelas, íntimo colega de Antonio y de mi plas Ángel Ejarque, y hasta Luis García Berlanga le dedicó un cortometraje al evento. Imagínense esos tranvías de los años cuarenta. Esos bares de la estación de Atocha, donde los cobradores municipales se toman un vino al final de la jornada mientras cuentan la recaudación del día. Imaginen ahora en el bar a ese paleto con el refajo lleno de pasta que llega a la capital, e imaginen a El Muelas y sus consortes que le oyen comentar: «Vaya negocio el de los tranvías, ¿eh? Ya compraría yo uno si pudiera, ya»... Total. Que rápidos como las balas, le ponen cerco al tolai. Pues no es ninguna tontería. Vaya que sí. Precisamente conocemos a un dueño de tranvía a punto de jubilarse que quiere venderlo. Qué me dicen. Lo que le cuento. Si quiere le hacemos la gestión, etcétera. El procedimiento, prolijo, podríamos resumirlo en que incluso se van a dormir a la misma pensión para tenerlo controlado, mientras los colegas preparan el escenario.

Y llega el día de autos: oficina en la Gran Vía, alquilada por unas horas, a la que ponen el rótulo de Notaría. Ese paleto que comparece, acompañado por los dos ganchos que a esas alturas son sus íntimos. Ese presunto dueño del tranvía, canoso, aire respetable, que acude con su presunto abogado. Ese notario más falso que un duro de plomo. Papeles, rúbrica, título de la propiedad, desembolso ad hoc y luego, guinda del asunto, obra maestra, hito histórico en los anales del timo nacional, ese paleto que sale a la calle. Ese paleto que se va derecho a su tranvía. Ese paleto que se monta en el 1001 con orgullo de propietario, se niega a pagar billete, guiña un ojo y les dice al cobrador y al conductor: «Tranquilos, chavales, vosotros a lo vuestro, que aquí no va a cambiar nada», y luego se sienta y hace el recorrido arriba y abajo preguntando de vez en cuando qué tal va la recaudación. Así, hasta que el cobrador se mosquea y le dice que se baje, y el pringao guiña otra vez el ojo y luego saca el título de propiedad. Y entonces el cobrador duda si llamar al manicomio o a la policía, y al final se decide por la policía. Y llegan los guardias, y el paleto se resiste a la autoridad, y se monta un pifostio de cojón de pato. Y a todo esto, El Muelas y sus consortes, las de Villadiego.

Reconozco que no es una historia políticamente correcta, porque además escribo paleto y digo lumis en vez de asistentas sexuales, como también el otro día apuntó alguien. Pero en cuanto a timo chachi, es el non plus ultra. Tanto, que igual mi primo el de la carta va y tampoco se lo cree; como tampoco se creería, supongo, el del telémetro. O el de la venta de Cibeles. Pero es que -¿verdad, Antonio?- ahora hay mucho lince espabilao y mucho listillo. A ellos los iban a engañar. Vamos, anda. A ellos.

24 de mayo de 1998

domingo, 17 de mayo de 1998

Niño a estribor

Intenten imaginarse la escena, digna de una de aquellas viejas historietas de la familia Trapisonda: urbanización de la costa, familia dominguera con ocho o diez niños a bordo, entre hijos y sobrinitos, con sus flotadores y salvavidas, y el cuñado, y la abuela, y la tortilla, todos encima de un barquito lleno de gente, motor en marcha, pof pof-pof, saliendo del atraque para alejarse por el horizonte dispuestos a navegar por los siete mares. A la media hora, otra embarcación encuentra a un niño de pocos años flotando en su salvavidas, en pleno mar, haciéndose el muerto y con los ojos cerrados. Cuidadín. Estupor. Salvamento, etcétera. Y el niño, arrugado como un garbanzo a remojo, cuenta que se cayó del otro barco y que se quedó allí solito, en mitad del agua. Por suerte, los niños de ahora vienen muy resabiados: los pequeños hijo putas ven televisión por un tubo, y el enano, que no tenía un pelo de tonto, adoptó por su cuenta tácticas de supervivencia, convencido, inocente criatura, de que sus papis volverían a rescatarlo, como en las películas. Y gracias a esa confianza el zagal no se dejó llevar por el pánico, se tomó la cosa con calma, cerró los ojitos, se quedó inmóvil y se puso a esperar a que sus papás llegaran antes de la palabra fin.

A todo eso, los salvadores alucinan con ojos como platos. Nadie puede creerse, de buenas a primeras, que haya familias tan irresponsables y tan gilipollas. Entonces llaman por la radio de VHF: "¿Hay por ahí unos imbéciles, por más señas navegando, a los que les falta un niño?". Y para su sorpresa, afirmativo. Y no sólo afirmativo, sino que los Trapisonda, en medio del mar y también en medio de la natural zozobra, confusión y espanto, al oír el mensaje empiezan a contar niños y ven que, en efecto, hasta ese momento no se habían dado cuenta de que les faltaba Manolito.

Parece una historia de pastel, ¿verdad? Pues no. Data de hace tres semanas en una población playera de Levante cuyo nombre no cito porque me da mucha risa, entre otras cosas porque cada fin de semana se escuchan llamadas de socorro desde un pedrusco que tienen en la bocana, donde indefectiblemente mete la quilla todo cristo. La verdadera guasa del asunto es que historias así son habituales en el litoral español. Navegar en verano o cualquier fin de semana de buen tiempo con la radio encendida y oído al parche es como asistir a un programa cómico que, a veces, bordea la tragedia: llamadas por el canal de trabajo pidiendo una paella para las dos y media, parejas a las que arrastra la corriente en patines acuáticos, familias que salen in combustible y sin tener ni puta idea del principio de Arquímedes, aglomeraciones en calas llenas de basura flotante con fondeos cruzados, abordajes, insultos y agresiones de barco a barco, capullos en fueraborda con una bandera pirata y música de bakalao a la hora de la siesta, llamadas de socorro que movilizan guardacostas o helicópteros porque un fulano sale sin mirar el aceite del motor o la gasolina.... Total: que hasta el mar lo hemos convertido en sucursal de toda la mierda de tierra adentro.

Se quejan los gerentes de los puertos deportivos y los editores de revistas especializadas de la poca afición a la náutica que hay en España, de lo espaldas al mar que se vive, y del estúpido prejuicio que hace creer a la gente que tener un barco y navegar es cuestión de dinero; cuando lo cierto es que cualquier aficionado a la pesca o a navegar puede conseguir una embarcación por lo que cuesta un veraneo en Benidorm. De cualquier modo, el interés de las revistas y los gerentes no es el mío, y yo prefiero que no se corra la voz, pues por cada nuevo marino de verdad aparecerían también tropecientos domingueros. Sería la leche que los Trapisonda proliferasen, y en vez de cincuenta por cala hubiese cinco mil, como en las playas; y desaparecieran esos solitarios fines de semana invernales en los que uno, que es un misántropo y un cabrón, puede navegar doscientas millas cruzándose, como mucho, con la vela de un solitario hermano de la costa, por lo general holandés o inglés, que son los únicos a los que de verdad encuentras cuando navegas en todo tiempo y mes del año. Porque es ahora, con toda la poca afición que se dice y se deplora, y según las épocas ya hay que irse cada vez más adentro, y más días, para poder estarse callado y en paz, leyendo mirando el mar tranquilo y acogedor, o peleándote a vida o muerte con él, con rizos en las velas y blasfemias en la boca, sin que un May day de domingueros o un tonto del culo con una ruidosa moto acuática vengan a tocarte los cojones.

17 de mayo de 1998

domingo, 10 de mayo de 1998

El pobre Sánchez

He llegado a la convicción de que, en este país de demagogos y de gilipollas, el problema es que nadie de los que mandan osa nunca explicarlas cosas en corto y por derecho, asumiendo las consecuencias. Aquí la táctica habitual de supervivencia es el yo no he sido y el yo no sé nada. O aquella otra frase, la de me enteré por los periódicos, que popularizó Felipe González, a quien no podré perdonar jamás que, con su cuerda de compadres, sinvergüenzas y cagamandurrias, convirtiese una flamante e ilusionada democracia en una mierda como el sombrero de Jorge Negrete. A mí, la verdad, no me parece lo más grave que su Gal matara etarras; al fin y al cabo ser terrorista, qué carajo, también tiene su peligrillo. Pero, puestos a despachar malos por la cara, que por lo visto era el oficio de los pistoleros del Estado, mejor era que esos imbéciles hubieran elegido a etarras de pata negra en vez de cargarse al primero que pasaba por allí, y encima convertir el asunto en negocio de trincar kilos y jugárselos en el casino -es que hay que ser capullo- o repartírselos en sobres y en cuentas suizas. Pero lo que de verdad me revienta, decía, es que nadie haya tenido aún el valor de decir en voz alta: sí, me salió el cochino mal capado pero yo lo ordené, ¿qué pasa? Aunque sea amparándose en razones patrióticas, en razones de Estado, o en el chichi de la Bernarda.

De cualquier modo, estas semanas pasadas, con todo aquel trajín de los del Cesid y Herri Batasuna, y las escuchas, y las nóminas olvidadas por los espías y toda la parafernalia, la náusea me ha subido hasta la glotis. No por los hechos, típicos de esta casa de putas en que se han convertido algunos mecanismos del Estado español; si no por la cantidad de demagogia, estupidez y mala fe que en declaraciones políticas y medios especializados acompañó el evento, sin que nadie mencionase el hecho fundamental, origen de todo: el sistema está viciado porque nuestros políticos son moralmente unas piltrafas. Y es justo su ausencia de coraje lo que contribuye a corromperlo más todavía.

Ya que hablamos del Cesid: aún estoy por oírle explicar sin complejos a un político, a un responsable de algo, que los servicios de inteligencia interiores y exteriores son necesarios en cualquier democracia. Que eso no otorga impunidad, por supuesto; y que para eso existen mecanismos de control legal. Pero que en este país de caínes, bocazas e hijos de la gran puta, pedirle a un juez un permiso legal para efectuar una operación clandestina supone sacar muchas papeletas de la rifa para que el juez se acojone y diga nones; e incluso que el juzgado correspondiente filtre la operación completa a la mesa de HB, al Grapo, a la embajada marroquí, a la nunciatura del Vaticano y a la revista Interviú. Y que aquí hay dos opciones: pasar de todo y que salga el sol por Antequera, o jugársela. Esto último con unos espías, unos policías y un ganado en general incompetente, mal pagado, descontento, chapucero y a menudo venal; porque, a medio y largo plazo, no hay condición humana ni subordinado que no se convierta en espejo de los mierdas de jefes que lo mandan. Jefes a quienes, encima, no les cabe por el culo un cañamón, del miedo que le tienen a lo que diga la prensa.

Nadie cuenta tampoco que en otros países donde, con errores incluidos, los servicios de inteligencia funcionan con razonable eficacia, en vez de ir con un papelito a un juzgado a ver qué opina el juez de guardia de Móstoles, existen departamentos de operaciones clandestinas bajo estricto control de comisiones parlamentarias, formadas por hombres y mujeres teóricamente ecuánimes que asumen las decisiones y -ojo al dato- también asumen los errores y los fracasos; de modo que cuando éstos se producen los responsables y coordinadores son pulverizados políticamente, mientras que a los su¬bordinados, voluntarios que asumen riesgos del oficio, se les aplica con todo rigor el código penal vigente, según el viejo principio de que quien la caga, la paga. Pero, claro. Imaginen ese modus operandi aquí, donde siempre tiene la culpa el mismo: el cabo Sánchez, que por lo visto decidió espiar a Clinton por su cuenta y además envolvió con la nómina el bocadillo. Así que mucho me temo que, para cuando se publique esta página, el presidente del Gobierno, y sus vicepresidentes, y los ministros de Interior, Defensa y justicia, habrán hecho caer ya todo el rigor de un escarmiento sobre ese nocivo Sánchez, o como se llame. A quién se le ocurre ponerse a espiar en España. Y encima, sin órdenes de nadie.

10 de mayo de 1998

domingo, 3 de mayo de 1998

Carrera y manta

Pues resulta que el otro día, presa de un ataque de enajenación mental, emprendí viaje en automóvil y en fechas próximas a una de esas operaciones salida, o llegada, que periódicamente bloquean las carreteras españolas, o como se llamen ahora -que no estoy muy al tanto- las carreteras de aquí. Salí en coche, decía, no la tarde clave del previsto atasco, ni tampoco por la mañana, si no el día anterior y a una hora en que calculé mínimo el tráfico. Pero no todo el mundo es bobo; y la gente normal ha terminado por espabilarse, escalonando las idas y venidas con más seguridad y provecho. Así que, sin ser día de alerta roja, había tráfico. No era desesperante, de atasco ni colas kilométricas; pero sí espeso. También, como corresponde a nuestros asuntos, surrealista. Y digo surrealista ateniéndome en sentido estricto al diccionario de la R.A.E.: «que sobrepasa lo real impulsando con automatismo psíquico lo imaginario y lo irracional».

Era un cuadro de lo más bonito y lo más moderno, muy de ahora y de aquí. Imagínense esos coches. Esos niños haciéndote los cuernos con sus tiernos deditos por la ventanilla de atrás. Ese abuelo del Seat 124. Ese otro capullo con la luz roja antiniebla encendida y jodiéndote la vista. Ese autobús de cincuenta mil toneladas que se pega a tu guardabarros poniéndote al filo del infarto a cada frenada. Ese fulano que se alivia en el arcén, sin cortarse un pelo. Ese Bemeuve o ese Audi que pasan picados y muy juntos, a toda leche -es curioso: siempre son las mismas marcas-, o te adelantan a ciento noventa dándote las luces, por el carril de la izquierda; luces que supones el conductor da con el pitón derecho, porque ves fugazmente que sostiene el volante con la rodilla, fuma con una mano y habla por el móvil con la otra. 0 esos cadáveres de perros abandonados en la carretera por irresponsables hijos de puta que se los regalaron a sus hijos cuando cachorrillos, y ahora no saben qué hacer con ellos.

Es curioso, en gente tan insolidaria como somos los de aquí, el fuerte instinto gregario que, en la carretera; os hace parar a 'todos a tomar café en el mismo restaurante o repostar en la misma gasolinera, mientras medio kilómetro más allá hay establecimientos absolutamente vacíos. 0 que produce un fenómeno circulatorio único en Europa: el carril derecho de la autovía por completo vacío, y todos los coches en rigurosa fila, parachoques pegado a parachoques, por el carril de la izquierda. El día que les cuento, la cosa iba incluso más allá: autovía de tres carriles, el central y el izquierdo -precisamente los destinados a adelantar-, abarrotados en dos compactas filas; y el derecho, precisamente el destinado a vehículos lentos, limpio como patena de cura minucioso, o sea, ni un solo coche; tal vez porque en este país de soplapollas todos tenemos demasiada categoría como para considerar lento nuestro vehículo. Dándose, además, el singular fenómeno de que, cuando algún espontáneo se le ocurre pasar a ese carril lento y desierto y circular por él adelantando a los otros que van a treinta por hora, todavía hay quienes desde los carriles central e izquierdo se molestan, dan las luces o tocan el claxon a ese listillo que se cuela por el carril lento, vaya morro, que es lento como su propio nombre indica, en vez de joderse en las colas de la derecha, las colas rápidas, como todo hijo de vecino.

Y una curiosa anécdota personal. Ya rematando el viaje, fuera de la autovía, de noche y en una carretera de dos direcciones, un conductor muerto de sueño o con una trompa considerable trazaba peligrosas eses ante mi parabrisas, invadiendo en cada curva el carril contrario. Temiendo que fuera a dormirse o desmayarse, o achocar con alguien, cada vez le daba el arriba firmante brevísimas ráfagas con la luz larga, para prevenirlo. Por fin se detuvo el julai en el arcén, y creí que recapacitaba por fin su lastimoso estado. Pero no. Se limitó a dejarme pasar y luego, sin dejar de hacer las mismas eses, empezó a darme él a mí furiosos destellos con sus luces largas, como venganza. La venganza del Coyote. Por suerte el sinuoso hijoputa debía ir tan cocido o dormido, tan incapaz en cualquier caso de seguir una línea recta, que no acertaba nunca a deslumbrarme con sus faros. Y allá atrás se quedó el hombre, entre eses y ráfagas, zaca, zaca, flas, fías, junto al quitamiedos de un barranco en el que espero de todo corazón se encuentre ahora.

3 de mayo de 1998