domingo, 29 de agosto de 1999

La España virtual


El otro día, en la radio, oí rizar el rizo. Un cargo oficial, citando los antecedentes históricos del régimen fiscal vasco, mencionaba "el reino de Euskadi". No el de Navarra, ni nada por el estilo, con relación a otros reinos medievales como el de Aragón o de Castilla. No. El reino de Euskadi, con un par. De modo que, oído al parche, ha nacido o está a punto de ser alumbrada una nueva entidad histórica indiscutible de toda la vida, del mismo modo que el reino de Aragón desapareció en las brumas del pasado para iluminar el nacimiento, oh prodigio, del reino de Cataluña de Jaume I el Conqueridor. Para que vean lo bonito y plurinacional y de diseño que se nos está poniendo el paisaje. Porque la verdad es que nos estamos fabricando un pasado apasionante. Tan apasionante, que vamos a tener que reescribir de nuevo todos los libros de Historia que no hemos reescrito todavía, y reesculpir las piedras de las catedrales, y repintar los cuadros, para que todo ajuste. Pero no les quepa duda de que en ese menester, necesario si queremos construir una Comunidad de Estados verdaderamente plural y no la falsa democracia españolista en que vivimos, podrá seguirse contando con la entusiasta colaboración de las autoridades administrativas y culturales, siempre dispuestas a facilitar las cosas. Porque aquí todo el que no traga es un reaccionario y un cabrón, y además se juega los apoyos parlamentarios. Tragó el Pesoe, que tanto las pía ahora en unos sitios y se calla en otros. Y traga el Pepé, que, para que no se le note lo de Onésimo, se pone flamenco con la puntita nada más. Así que pronto tendremos a ministros de Cultura y presidentes de Gobierno hablando en el telediario del reino de Euskadi y del reino de Cataluña, y del reino de Matalascañas según bajas a mano derecha, si se tercia.

Resumiendo: que esto, además de una mierda, es una estafa. Esto se ha convertido en un país virtual improvisado sobre la marcha, al ritmo infame de porcentajes electorales, de ideologías entres y símbolos manipulados, sin ni siquiera creer en ellos, por ayatollás de leche rancia, por curas trabucaires e hipócritas, por fascistas que se escudan tras la palabra nación, y por oportunistas que se apuntan a lo que sea. España se ha convertido en una casa de putas de 17 comunidades y 8.000 ayuntamientos que van por libre, cada uno ingeniando algo original, y maricón el último. Que lo mismo deciden dinamitar el acueducto de Segovia porque a un concejal se le ocurre que es un monumento al imperialismo romano, que declarar persona non grata a Cervantes por facilitar la opresión lingüística, o aprovechar el cumpleaños del alcalde para subir pensiones de jubilados que terminan convirtiéndose en un certamen nacional de demagogia barata. Con carreras de trotones que ahora resulta que no sólo son signo de identidad nacional, sino que de aquí a poco los niños de las escuelas baleares recitarán: "La patria es una unidad de destino que trota en lo insular". Por no hablar de esos funcionarios públicos cuyo número iba a reducirse descentralizando, y resulta que en siete años ha crecido en un cuarto de millón; lo que significa que por cada puesto de trabajo en la Administración central, las autonómicas han creado quince.

Y es que esto es como una carrera, a ver quién llega antes. Un concurso de despropósitos donde los participantes hubieran perdido el sentido de la realidad y el sentido del ridículo. Hemos llegado al punto en que, no ya un político de foto en primera y mando en plaza, sino cualquier cacique de pueblo, cualquier sátrapa de chichinabo, cualquier alcaldillo con boina y garrota, cualquier concejal desaprensivo y analfabeto, se carga lo que sea con tal de apuntarse un tanto. Desmantelando un poco más lo que queda de este putiferio, entre los aplausos y el embobado qué me dice usted del respetable, y el silencio cómplice de las ratas de cloaca especialistas en vender a su madre por un voto. Y los líderes de sus partidos, cuando los tienen, por aquello de que no vayan a llamarlos centralistas, o españolistas, o autoritarios, o por la más simple razón de que una alcaldía es una alcaldía y un pacto es un pacto, tragan, consienten, autorizan, rubrican y bendicen barbaridad tras barbaridad. Y de ese modo uno ya no sabe si se encuentra en manos de una panda de sinvergüenzas o de imbéciles; aunque en esta piltrafa a la que ya casi nadie se atreve a llamar España, una cosa no quita la otra. Aquí, ser al mismo tiempo un sinvergüenza y un imbécil es algo perfectamente compatible. Es lo más natural del mundo.

29 de agosto de 1999

domingo, 22 de agosto de 1999

Morir como bobos


Anda tú. Ahora resulta que, en eso que se ha dado por llamar deportes de riesgo, a la gente que los practica le molesta morirse de vez en cuando. Pretenden tirarse por un barranco, o ir al Polo Norte, o hacer el pino en el asiento de una moto a doscientos por hora, y luego, pasado el subidón de adrenalina, contárselo a los amiguetes, tan campantes, y aquí no ha pasado nada. Luego, cuando por casualidad sale su número, ponen mala cara. No fastidies, hombre, dicen. Que esto es un deporte de alto riesgo, pero un deporte. Que para eso me visto de lycra y uso cuerdas con naylon poliesterilizado, y llevo chichonera de PVC y chaleco antibalas, y además me grabo en vídeo. Los fulanos y fulanas que practican el asunto quieren aventuras espantosas pero que transcurran, ojo, dentro de un orden. Arriesgar la vida con seguridad de que no la van a perder. Que una cosa es ser aventurero, dicen, y otra ser lelo.

Lo que pasa es que no. Que a veces fallan la cuerda o el mosquetón, o por el barranco viene una crecida de agua de la que no avisó Maldonado en el Telediario, o al barril con el que te tiran rodando por el monte se le sale una duela, y entonces vas y te mueres o te quedas tetrapléjico; y pides, si te queda con qué pedirlo, que te devuelvan el dinero. Que por lo general se le pide a una agencia, porque ahora estas capulleces se hacen con agencias y con organizaciones y con presuntos especialistas, que lo mismo te llevan a hacer footing a Kosovo que cobran por colgarte de los huevos en una encina manchega mientras la novia hace fotos. Porque, y ésa es otra, sin fotos no hay aventura que valga. Uno hace eso para contárselo a los amigos y para poner cara de aventurero intrépido mientras les pasa el vídeo y les pone unas cervezas, sintiéndose Indiana Jones.

En otro tiempo había hombres y mujeres que se preparaban a conciencia, años y años, antes de enfrentarse a la aventura con la que soñaban. Viajeros que durante toda una vida estudiaban, investigaban, se aprendían de memoria los mapas del desafío en el que alguna vez se adentrarían. Gente silenciosa que pasaba meses observando la cara norte del pico donde tal vez iba a perder la vida. En todo ese periodo de estudio, de reflexión, de preparación intensa, esa gente tenía tiempo de calcular y asumir los azares y los riesgos, el dolor y la muerte. Eso formaba parte de un todo armónico, valiente, razonable, que iba en el mismo paquete. De algo consustancial al ser humano, que desde que existe memoria ha estado yéndose a la caza de la ballena, como en el primer capítulo de Moby Dick, cuando no tiene dinero en el bolsillo o cuando su corazón es un húmedo y goteante noviembre.

Pero eso era antes. Ahora, cualquier retrasado mental está viendo Expediente X y decide que él también quiere emociones fuertes y adrenalina, y coge un folleto publicitario, y al día siguiente, previo pago de su importe, se encuentra con un arnés oscilando a cinco mil metros de altura, o nadando entre pirañas con una cocacola fría en la mano, sin tener ni remota idea de lo que está haciendo allí. A veces hasta ignora geográficamente en dónde está. Y lo que es peor, sin asumir ni por el forro su propia responsabilidad. Exigiendo por contrato que no le pase nada. Que lo metan y lo saquen intacto de las cataratas del Niágara. Y luego, cuando se rompe la crisma, porque en esos sitios lo normal es romperse la crisma, monta un cirio, o lo montan sus familiares enlutados, argumentando que a él le habían garantizado que hacer tiburoning en los cayos de Florida con un calamar en el culo era como una película de Walt Disney.

Así que por mí, como si se despeñan todos. Prefiero reservar mis lágrimas para otras cosas que merezcan la pena. No para quienes convierten el riesgo en un espectáculo estúpido e irresponsable, olvidando que la vida real no es como las películas de la tele. La vida real es muy perra y mata de verdad; y cuando uno está muerto o tiene la columna vertebral hecha un sonajero, cling, cling, ya no hay modo de darle al mando a distancia y ver qué ponen en otra cadena. Y además, el mundo está lleno de gente que palma cada día en aventuras obligatorias que maldita la gana tienen de protagonizar. Profesionales del riesgo voluntarios o forzosos. Gente que muere entre enfermedades, guerras y barbarie. Mujeres violadas y hombres macheteados como filetes, que con mucho gusto cederían su puesto en el espectáculo a toda esa panda de gilipollas que buscan adrenalina, arriesgando estúpidamente una vida preciosa cuyo manual de uso ignoran.

22 de agosto de 1999


domingo, 15 de agosto de 1999

Esa murga del tabaco


Lo siento por mi añorado ex vecino Marías, que se fuma hasta los filtros pero los fumadores en España tienen el futuro más negro que una loncha de jabugo en el plato de un guiri. Después de las últimas disposiciones oficiales restringiendo el consumo de tabaco en los transportes públicos, y con esto de que en verano hay menos asuntos para editoriales de periódicos y tertulias de radio, el coro habitual de asesores imprescindibles y analistas de plantilla empieza a apuntarse, cielo santo, a la campaña del tabaco políticamente correcto, o sea, hay que respetar los derechos del fumador pasivo, acotar más la cosa, extender la prohibición a nuevos ámbitos, desterrarle de los espacios públicos, etcétera. Y como aquí siempre resultamos más papistas que el papa y más radicales que nadie a la hora de apuntarnos a cualquier gilipollez, mucho me temo que, como de costumbre, aún sin creer de verdad en ello, dentro de nada todo cristo va a estar dando la barrila con la murga tabaquil, y los capullos de la Administración, o las administraciones, o lo que sean, que van improvisando programas de gobierno según lo que leen en los periódicos cada mañana con el desayuno, obrarán en consecuencia. O sea, que para que nadie diga que ellos van por detrás de nadie y no son de centroizquierda y de centroderecha y de centrocentro, se descolgarán de un momento a otro con nuevas disposiciones de salud pública y extenderán la prohibición de fumar a los restaurantes y a los bares y a los cafés. Que eso, a fin de cuentas, está más chupado de prohibir que los vertidos tóxicos, la extinción de los peces en las costas, los gases criminales que las industrias dejan escapar al amparo de la noche, la incontrolada contaminación de los automóviles en las ciudades, o los problemas de higiene pública que la edificación salvaje en zonas turísticas nos va a echar encima de aquí a nada.

Vaya por delante que no fumo, o lo hago de uvas a peras con algún cigarrillo ocasional cuando se tercia. Y que estoy por completo de acuerdo con eso de que en trenes, autobuses, aviones y barcos al fumador se le haga la puñeta, obligándolo a aguantarse las ganas. Lo que pasa es que una cosa es una cosa, y otra caer, como aquí terminamos cayendo siempre, en el fanatismo estúpido y la ultranza y el no vayan a pensar que yo, etcétera. Una cosa es que, como ya ocurre en algunos países, uno vaya por la calle y vea a los dependientes de las tiendas asomados a la puerta para echar un cigarro, cosa que me parece chachi; y otra que aquí se empiece a decir, como acabo de oír por la radio, que hay que prohibir el tabaco hasta en los cafés, como hace buena parte de los norteamericanos. En primer lugar, porque los gringos, con esa moral anglosajona a medida y con esa peligrosa conciencia, ciudadana que los caracteriza, son más hipócritas que la madre que los parió, al arriba firmante le parecen marcianos, y, salvo honrosas y destacadas excepciones, no me los trago como ejemplo, ni en moral, ni en tabaco, ni en gustos, ni en series de televisión ni en muchas otras malditas cosas. Y en segundo lugar, porque comprendo que a uno, después de comer en un restaurante, le apetezca un cigarrillo, o un puro, o un canuto, si los gasta. O que acompañe con humo la copa de un bar. Y en cuanto a los cafés, qué les voy a decir. Precisamente se inventaron para eso: para tomar café y para fumar, leyendo o charlando con los amigos, o viendo pasar la vida. A ver qué cojones va a hacer uno en un café donde la gente no fuma. Eso sería como si en los bares prohibieran el alcohol, en los fumaderos de opio, el opio, o en las casas de putas, las putas.

Así que todos esos ultracelosos y verborreicos cantamañanas que se autoerigen en guardianes de mis pulmones pueden irse a tutelar a su padre. En lo que a mí respecta, seguiré sin fumar, y pidiendo cortésmente a mi vecino de mesa, si el humo me incomoda mucho, que aparte un poco el cigarrillo, por favor, gracias. Pero me reservo el derecho a entrar en el café que sea, en el Gijón sin ir más lejos, saludar en su mesa al maestro Vicent, o a Raúl del Pozo, o al pintor Pepe Díaz, o a Cervino, Coll y el Algarrobo, sentarme en mi rincón, pedir un cortado con leche fría, y luego aceptar, si se tercia, un pitillo de los que fuma Alfonso el cerillero, que además vive de eso, apostado apaciblemente en su tenderete de tabaco junto a la puerta. Y luego inclinar la cabeza para que me dé fuego, mirándome con sus ojos guasones de viejo anarquista, mientras me comunica que tampoco esta semana nos ha tocado la lotería.

15 de agosto de 1999

domingo, 8 de agosto de 1999

El diablo sobre ruedas


Vas por la autovía a tu aire, a ciento veinte o ciento treinta, con poco tráfico, y como todavía te quedan tres horas largas de viaje, y las autovías son un muermo, y a veces no hay siquiera un bar donde beber un café, canturreas coplas para no quedarte torrado. Acabas de terminar Capote de grano y oro y empiezas Cariño de legionario —ese Príncipe Gitano—, y cuando estés con aquello de: le di a una monta mora, monta mora, monta de mi alma, te encuentras en una cuesta arriba de tres carriles una furgoneta que va por el de la izquierda, tan campante. Es una Transit algo decrépita, y sube la cuesta asmática, cortándote la maniobra natural de adelantamiento por babor. Te pones detrás un poco, a ver si el fulano te ve y se aparta; pero el fulano, aunque te ve, no se aparta sino que acelera, o lo intenta, y del tubo de escape sale una humareda negra que salpica tu parabrisas. Así que das un destello con los faros, pero el otro ni se inmuta. Le gusta ese carril. Entonces caes a estribor, buscando el carril central; pero en ese momento el triple se convierte en doble, y la Transit vuelve a cortarte el paso, obligándote de pronto a adelantar por la única vía que queda libre, la derecha. Lo apurado de la maniobra no deja tiempo para verle la cara al conductor, pero mentalmente le deseas una úlcera de duodeno. Sigues tu ruta.

Vas cuesta abajo. Carril derecho de un doble carril. Estés con La Lola se va a los puertos cuando inicias el adelantamiento a una roulotte guiri. Como el guiri pega unos bandazos espantosos, lo adelantas con cuidado. En ese momento, unos destellos de faros te sorprenden en el retrovisor. Miras, y ahí tienes la furgoneta de antes a un palmo, pidiendo impaciente paso libre. Como tenga que frenar, te dices, vamos listos el guiri, yo, y ese cabrón de la Transit. Así que aceleras, vas a tu derecha, y la furgoneta pasa a toda leche, al límite de su velocidad y aprovechando la cuesta abajo. Ciento sesenta, calculas, preguntándote si el tío que va al volante puede controlar lo que lleva entre manos. La respuesta debe de ser sí, porque algo más adelante hay una pareja de la guardia civil con sus motos y sus cascos, y ven pasar al hijoputa y siguen hablando de sus cosas. Te encoges de hombros y empiezas Sombrero, imitando el tono chulillo de Pepe Pinto. Ay, mi sombrero.

Nueva subida, y ahí está, santo cielo, la Transit otra vez, renqueante en la cuesta arriba y, por supuesto, por el carril izquierdo. Te pones detrás, compruebas que ni se inmuta, así que de nuevo te ves obligado a adelantarla por donde no se debe. La maniobra obtiene un furioso rafagazo del luces del conductor, que a estas alturas considera lo vuestro algo personal. Tú, desde luego, empiezas a considerarlo; hasta el punto de que en lugar de la úlcera de duodeno, lo que le deseas ya es un fin de trayecto empotrado contra un trailer. Como mínimo.

El caso es que metes la quinta y te alejas por una cuesta abajo con curvas sinuosas, inicias el adelantamiento a un camión, y de pronto, honor de los honores, como en aquella película de Spielberg, te encuentras de nuevo a la Transit pegada al parachoques, dando unos vaivenes escalofriantes en las curvas. Miras por el retrovisor y por fin puedes ver la cara del conductor: flaquito, escuchimizado. Te da ráfagas con los faros, exigiendo que le cedas el paso o te arrojes a la cuneta para que él no pierda la carrerilla. Pruebas a tocar el pedal del freno sin apretar, sólo para que el otro se aparte un poco y sea prudente, pero ni por esas. Lo llevas como para un chotis. Y lo que te pide el cuerpo es hacerle una pirula en plan kamikaze, para intentar que se salga de la carretera y se casque los cuernos, él y todos los mastuerzos que toman una furgoneta por un coche de carreras, y también todos los guardias que los ven pasar y pasan. Eso es lo que de verdad te apetece, y estás a pique de intentarlo. Pero observas otra vez por el retrovisor el careto del cenutrio y piensas: míralo bien, colega. Fíjate en esa cara y comprenderás que no vale la pena picarse. No compensa romperse el alma por esa mierdecilla de tío. Por ese tiñalpa.

El caso es que aparece por fin un área de servicio con gasolinera y bar, y tú entras a la derecha y empiezas Chiclanera mientras ves a la Transit perderse de vista, a todo lo que da. Ojalá te la pegues, chaval, le deseas de todo corazón. O si no, con tanta prisa, ojalá llegues antes de tiempo y te la encuentres en la cama con el del butano.

8 de agosto de 1999

domingo, 1 de agosto de 1999

La chica de Rodeo Drive


El restaurante está casi en la esquina de Rodeo Drive. Es una pizzería en plan bien, frecuentada por gente del cine y de las lujosas tiendas y galerías que llenan el Triángulo de Oro. Raquel y Howard, mis agentes, han organizado un encuentro con fulanos de Hollywood, tiburones y tiburonas de sonrisa tan fácil como la de los escualos hambrientos, ya se pueden imaginar, contratos sobre la mesa y llámame Mike, y mucho jijí jajá, pero si no te lees con cuidado hasta la última coma de la letra pequeña vas listo: te roban hasta la camisa, y además puedes encontrarte un cuchillo entre los omoplatos. El caso es que allí estamos, sonrientes y corteses y campechanos y pensando tras la sonrisa: a mí me la vas a pegar tú, hijoputa. De vez en cuando bebo un sorbo de vino de California. «Vaya una mierda, o sea, shit, de vinos tenéis aquí», he dicho hace un rato, más que nada por fastidiar, y todos se han reído mucho, ja, ja, hay que ver qué gracioso ha salido este cabrón. Lo mismo se habrían reído si llego a decir que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Ellos cobran por reírse en los momentos oportunos mientras te llevan al huerto.

El caso es que yo bebo el vino, que por cierto es estupendo, y de vez en cuando bajo la guardia y miro a la chica que está en el atril de la entrada. Se llama Elena Trujillo, según su chapita de identificación, y es gringo-mejicana. Hace un rato, cuando le hablé del pueblo del que procede su apellido, me pidió que se lo describiera y estuvimos charlando unos minutos. No es guapa ni fea. Tiene la nariz inflamada y los cercos morados bajo los ojos que delatan una recientísima operación de cirugía plástica; y cuando yo bromeé cortésmente sobre eso, aventurando que le quedaría una bonita nariz, ella suspiró un momento, miró a las mesas donde se sentaban productores y actores, y dijo: «ojalá».

Ahora desmenuzo esa palabra mientras la observo sonreír a los clientes y acompañarlos hasta sus mesas, y pienso en su enternecedora nariz operada, y en el modo en que habla y sonríe y camina, y en cómo debe de cruzar los dedos por dentro cada vez, cada día, diciéndose que sí, que quizás ese escritor español que habla inglés como los indios de John Ford y charla con los gringos rubios, o el actor sentado al fondo, o el agente cazatalentos que mira alrededor olfateando rostros y nombres, se fijen hoy en ella y le den, por fin, ese empujoncito que la llevará a la pantalla y a los sueños y a la fama y a la gloria. Y pienso en ella y en todas las chicas que he visto otras veces, apostadas en la esquina de la vida esperando el golpe de suerte; seguras de que en ellas se cumplirá la ambición donde otras fracasaron, y un día serán cartelera junto a Hugh Grant; y de todas las humillaciones, de todas las desilusiones, no quedará sino un mal recuerdo que habrá valido la pena, como el costo de esa nariz operada que tal vez allane por fin el camino. Eso es lo que pienso mientras miro a Elena Trujillo esperando como Penélope, sentada en su banco del andén, a que Richard Gere le diga tú eres Pretty Woman, y se besen, y suene la música.

Y sigo pensando en ella y en las otras chicas que me he tropezado estos días, soñando con ser actrices en Beverly Hills, o la semana pasada queriendo ser modelos en el hotel Delano de Miami, vestidas para matar, botín de marrajos sin conciencia al término de cada fiesta. Pienso en aquella lumi cansada y elegante con la que estuve charlando en el bar del hotel, otra hispana todavía guapa, ajada lo justo, y los ojos sarcásticos con que miraba a las jovencitas que iban y venían, bellas y arregladísimas, como diciendo: así empecé yo. Y se me va la olla hasta Madrid, o hasta donde sea, y pienso en todas esas chicas altas y delgadas hasta la anorexia que, en vez de estar luchando por ganarse la vida de un modo normal, te las encuentras camino de un casting, con sus bolsas en la mano, su artificioso caminar y sus expresiones prematuras de top model de vía estrecha, con los ojos velados por el sueño de ser un día —hay que joderse con el sueño— como Mar Flores y salir en Tómbola.

Eso es lo que pienso allí sentado, en el restaurante italiano de Rodeo Drive, con los fettuccini enrollados en el tenedor, y frente a la sonrisa artificial, más falsa que judas, de la directora de marketing de los estudios Mortimer & Flanagan. Y por eso me remuevo incómodo en mi silla, cuando, desde su atril de recepción, con su pobrecita nariz operada, Elena Trujillo mira por enésima vez hacia nuestra mesa y sonríe.

1 de agosto de 1999