domingo, 26 de septiembre de 1999

Sed de champán


“Dios mío, no me ayudes pero tampoco me jodas". Así empezaba una página de Al sur de tu cintura, de mi amigo Roberto, el escritor maldito, de quien les hablé una vez. Roberto, contaba entonces, es un tipo flaco, chupaíllo, con ojeras, siempre con un Camel sin filtro en la boca, que me distingue con una de esas amistades que se vuelven condenas de cadena perpetua. Rey del best-seller para minorías, vendió ciento tres ejemplares de su opera prima, y consiguió que algunos de sus ciento tres lectores todavía anden buscándolo para partirle la cara. Aquello no lo sacó de pobre, y sigue tieso como la mojama; pero cada día de mi cumpleaños me regala un libro que se las ingenia para tomar prestado no sé dónde. Supongo que en el Corte Inglés.

Roberto tiene un morro que se lo pisa. Lleva años acosado por acreedores y matones, buscándose la vida sin más recursos que su ingenio y su talento. A su mujer, Clara, se la ligó el día que fue a la terraza donde ella curraba, y cuando dijo qué vas a tomar él pidió un vaso de agua. «No servimos agua sola», respondió ella. «Pues entonces pónmela con cubitos de hielo». Le trajo un whisky que pagó ella, y quedaron para luego. Y durante todo este tiempo, Clara ha estado trabajando para traer dinero mientras él, con empalmes clandestinos a la luz, y el teléfono cortado, y una manta por encima cuando hacía un frío de cojones, leía libros de dudosa procedencia, mezclando Poe con Faulkner y Cervantes con Dumas y Kafka, y escribía febril, dispuesto a parir la obra maestra que les permitiera de una vez comer caliente.

Ahora, Roberto ha terminado esa novela. Me lo dijo el otro día por uno de esos teléfonos móviles que usa hasta que se los anulan por falta de pago; por eso cambia de número a menudo, lo mismo que de vez en cuando cambia de identidad. Roberto del Sur, que en realidad se llama Roberto Montero, firma ahora como Montero Glez., así, con el segundo apellido en abreviatura —y como lo haga para despistar a sus acreedores, lo acabo de joder—. EI caso es que he terminado la novela y te la mando, me dijo, resumiendo así cuatro años de parto doloroso, trabajo continuo de limar, corregir, cortar, reescribir. Tormento chino de escritor de verdad, de pata negra. No uno de esos niñatos de diseño, de esos duros de pastel, de esos cagatintas que se toman tres cañas con los amigos en un bar y luego sale su primo diciendo: «muy bueno lo tuyo, colega. Muy vivido». Y el primo contesta «pues lo tuyo más». Nada de eso. Roberto se ha dejado las pestañas trabajando como un cabrón. Pero además, cuando escribe está contándonos su vida. Una vida bohemia de verdad, miseria y navajazo y bolsillo sin un duro, entre peña bajuna y peligrosa, de pistola fácil, de pinchazo en vena. Esa España en la que nunca se hará una foto el presidente Aznar, como tampoco se la hizo aquel otro sinvergüenza cuyo nombre no recuerdo.

La de Montero Glez. es una novela sombría, negra de narices, que se pasea por el filo del infierno porque él mismo se ha paseado allí durante toda su perra vida. Lo que cuenta no se lo ha contado nadie, y se nota. No en vano esa novela que acaba de salir a la calle se llama Sed de champán. Tenía quinientas páginas y se ha quedado en la mitad, y yo creo que mejora. En mi editorial no le hicieron ni puto caso, pero a Edhasa les cayó bien y decidieron jugársela. No me gusta el título, el formato ni la portada -unos cuernos de un toro y una luna- porque Roberto y lo que cuenta son mucho más negros e intensos que todo eso. Tampoco me gusta lo que dice la contraportada: cruce casi bastardo entre Martin Santos y Juan Marsé. Con todos los respetos para el querido Marsé, Roberto es un hijo bastardo de Valle Inclán, y también de Gálvez, y Buscarini, y Pedro de Répide, y de toda la siniestra y genial bohemia de la literatura española de principios de siglo, aderezada por Pynchon y por Bukowski, y proyectada sobre la más cutre y marginal España de ahora mismo.

El caso es que me gusta cómo escribe ese tío. Me encanta esa diferencia entre tanto pichafría, marginales de jujana con ropa de marca y foto en suplemento literario, y un tío del arroyo que tiene miseria en la memoria, tinta en las venas, y la sangre la utiliza para escribir. De cualquier modo, para que ustedes no se llamen a engaño si pretenden leerlo, y sepan en qué se meten, les adelanto la primera frase del libro, que es toda una selecta declaración filosófica: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por el culo».

Y ahora vayan y léanselo, si tienen huevos.

26 de septiembre de 1999

domingo, 19 de septiembre de 1999

Abuelos roqueros


Parece mentira la cantidad de tertulianos y especialistas radiofónicos que tenemos en este país. Cada vez que se me ocurre enchufar la radio sale uno empeñado en arreglarme la vida. Algunos, además, son polivalentes y polifacéticos y polimórficos, pues lo mismo te asesoran sobre lo que debes votar, que te dan una magistral sobre terrorismo, valoran el año económico, u opinan a fondo sobre la crisis agropecuaria de Mongolia interior. Debe de ser por eso que, en este país de navajas, analfabetos y mangantes, ciertos elementos pasan de unas radios a otras y se perpetúan desde hace años y años, apuntando siempre aquello de ya lo decía yo, aunque hayan dicho exactamente lo contrario. En otro lugar se les llamaría supervivientes. Incluso, hilando fino, oportunistas. Pero aquí son expertos. Expertos de cojones.

El otro día, sin ir más lejos, me calzaron un debate sobre la tercera edad, o sea, los abueletes. Me estaba afeitando y me lo calcé íntegro, incluida la opinión de un eminente psicólogo, o psiquiatra, o yo qué diablos sé. Un fulano que decía saber de viejos. Y el pájaro y sus contertulios me tuvieron allí en suspenso, con la maquinilla en alto y media cara enjabonada, alucinando en colores mientras duró el asunto. Y es que no hay como unos cuantos especialistas para poner las cosas en su sitio.

El planteamiento era como sigue: lo que más envejece y machaca es asumir la vejez. Por eso resulta imprescindible mantener actitudes juveniles y ganas de marcha. Es un error resignarse a ser viejo. Hay que ser joven de espíritu. Y, para conseguirlo, los tertulianos expertos, la conductora del programa y el eminente psicoterapeuta, o lo que fuera, daban al personal una serie de consejos. La actitud ejemplar, señalaba uno, era la de aquella abuela que, en el cumpleaños de su nieto, se vistió de rockera a base de cuero y guitarra, y le dedicó una actuación a él y a sus amiguetes. El ejemplo, traído a colación por uno de la tertulia, levantó un coro de aprobación en el resto. Qué entrañable, vinieron a decir. Ése es el camino. Acto seguido, el psicosomático invitado animó a los radioyentes de edad avanzada a no resignarse a su abyecto papel de jubilados, sino a salir a la calle con desafío que afirme su existencia individual e inalienable. Por ejemplo, subrayó, con el uso de prendas atrevidas.

Nada de grises y tonos oscuros, sino colores alegres, vivos, que plasmen la voluntad de vivir. La ropa deportiva no es patrimonio exclusivo de los jovenzuelos, declaró. Hay que vestirse de forma divertida, imaginativa. A ver por qué, puntualizaba con agudeza, un caballero de la tercera edad no va a poder lucir una gorra con el gato Silvestre o una camiseta de la Guerra de las Galaxias.

Pero lo mejor fue lo del humor. Lo mejor fue cuando el psicodélico invitado precisó que la mejor terapia contra el envejecimiento es el sentido del humor. Hay que hacer el payaso, dijo literalmente. Hay que hacer el payaso cuanto se pueda, salir a bailar moderno, reírse de sí mismo y provocar la risa de los demás, porque la risa es el mejor antídoto contra las canas y las arrugas. Y la conductora del programa y todos los otros imbéciles dijeron que sí, que naturalmente. Que antes la muerte que las canas y las arrugas. Que hay que negarse a envejecer a toda costa, y que cualquier recurso es bueno, y que lo de hacer el payaso era una idea estupenda, porque no hay nada más encantador que un viejecito bromista que se olvida de que es viejecito y confraterniza con los jóvenes sin importarle el qué dirán. Y todo eso, se lo juro a ustedes por mis muertos más frescos, el psicoanalista especialista, y la conductora del espacio, y los expertos tertulianos, y algunos oyentes que llamaban para mostrarse de acuerdo, o sea, toda esa panda de subnormales, iba soltándolo en la radio a una hora de gran audiencia, con absoluta impavidez. Tan satisfechos de sí mismos.

Hay otra forma de mantenerse joven, pensaba yo al terminar de afeitarme. Por ejemplo, utilizando la pensión mensual de 38.000 pesetas para ir a la armería de la esquina y comprar una caja de cartuchos del doce, descolgar la escopeta de caza de la pared, y luego darse una vuelta por el estudio de radio para intervenir en directo. Hola, buenas, soy el pensionista Mariano López. Pumba, pumba, pumba. Y una camiseta que ponga: Souvenir from Puerto Urraco. Veréis qué juvenil y qué risa. Así, más sentido del humor, imposible. Y que la gorra del gato Silvestre se la ponga vuestra puta madre.

19 de septiembre de 1999

lunes, 13 de septiembre de 1999

Seguimos siendo feos


Les aseguro que he pasado el verano intentándolo. Por primera vez desde que tecleo este panfleto semanal me he hecho una violencia inaudita. Titánica. Este año no, pensaba cada semana. Este verano voy a romper la tradición, ya hablar de cualquier otra cosa. Aprovechando que Javier Marías se había quitado de en medio, el perro inglés, yéndose a descansar a la pérfida Albión —en agosto recibí una provocadora postal suya con el careto de Nelson—, y que tampoco él iba a mencionar el tema que en nuestras respectivas páginas era materia de cada verano, decidí mantenerme firme. Nada de artículos sobre la vestimenta playera, me dije; como aquel, tal vez lo recuerden, que un año titulé Somos feos. Esta vez no, decidí. Los colorines y las gorras de béisbol al revés, como si no los viera. No más insultos a la moda decontracté. Así me ahorraré cartas de lectores descontentos. Benevolencia, Arturín. Caridad y benevolencia. Acuérdate de la viga en el propio, etcétera. No te metas, y que se pongan lo que les salga de las partes contratantes de la primera parte.

Pero no puedo. Lo he intentado, y no hay manera. Les juro por el cetro de Ottokar que todos y cada uno de los días que pisé la calle este pasado verano lo hice con la mejor intención, animado por fraternales deseos de buscar el lado positivo. De pasear por un mercadillo de localidad playera e ir besando a la gente en la boca, smuac, smuac, alabando la camiseta de éste, los calzones floridos de aquel, el bodi fosforito de la tal otra. Pongo a Dios por testigo de que anduve con la mejor intención del mundo y una sonrisa solidaria en la boca, tal que así, como la de Sergio y Estibaliz, pese a que a mí esa sonrisa me daba una expresión de absoluta imbecilidad; pero dispuesto a quererlos a todos. Pragmático y bien dispuesto hasta la náusea. Asco me daba de lo tolerante que iba. Pero no pude. Lo intenté, pero no pude.

Y es que hubo un tiempo en que la gente se vestía de acuerdo con su físico y personalidad; según gustos, educación y cosas así. Ahora, la educación, los gustos, la personalidad y hasta el aspecto físico, vienen dictados por la moda comercial y las revistas y las series de televisión. La ordinariez es la norma, no existe el menor criterio selectivo, y todo en principio vale para todos. Es como si la ropa la arrojasen a voleo sobre la gente, pito, pito, gorgorito; y lo triste del fenómeno es que dista mucho de ser casual, pues cada uno de esos horrores que vemos por la calle ha sido probado y remirado muchas veces ante un espejo. De modo que, hasta esta presunta desinhibición e informalidad son artificiales, más falsas que la sonrisa de mi primo Solana. Por eso el verano es el gran pretexto, y el personal se atreve a cosas inauditas. Este verano he visto, como le diría Kurtz a Harrison Ford en un híbrido surrealista de Blade Runner y El corazón de las tinieblas, horrores que creí no ver jamás. He visto combinaciones de prendas y colores alucinantes. He visto clónicos del conde Lecquio con polo de la Copa América y zapatos náuticos y pantalón de raya corto hasta la rodilla y pantorrilla peluda que me han quitado de golpe las ganas de cenar. He visto a una tía en bañador, y pareo cortito por la calle principal de una ciudad cuya playa más cercana estaba a cincuenta kilómetros. He visto enanos raperos con zapatillas de luces rojas intermitentes, que pedían a gritos encontrarse con un neonazi majareta de Illinois armado con un AK-47. He visto venerables ancianos con piernecillas blancas y pelo gris, gente que hizo guerras civiles y trabajó honradamente y tuvo hijos y nietos, vestidos para el paseo vespertino con bermudas de colores y una camiseta de Expediente X. He visto impúberes parvulitas con suelas de palmo y medio y tatuajes hasta en el chichi. He visto maridos que paseaban, orgullosos, a legítimas vestidas de diez mil y la cama aparte. He visto morsas de noventa kilos con pantalones de lycra ceñidos por abajo y bodis ceñidos por arriba, derramando pliegues de grasa que habrían hecho la fortuna de un barco ballenero. He visto injertos de Andrés Pajares y el Fary propios de la isla del Doctor Moreau.

Así que un año más, me veo en la obligación de confirmarles que no es sólo que seamos feos. Lo nuestro no es un simple presente de subjuntivo plural que podría interpretarse como veraniego y casual. Lo nuestro es que seguimos siendo feos con contumacia, a ver si me entienden. Feos y ordinarios con premeditación y alevosía. Feos sin remedio. Y además —eso es lo más grotesco del asunto— previo pago de su importe.

12 de septiembre de 1999

domingo, 5 de septiembre de 1999

Olor de septiembre


Pues resulta que vas dando un paseo por calles de un barrio viejo, a esa hora en que gotean las macetas de geranios, y hay pescaderías abiertas, y tiendas de ultramarinos, y marujas charlando en las aceras, y una furgoneta con un gitano que vende melones. Te encantan esas calles y esas tiendas y esas señoras con carritos de la compra y vestidos estampados de verano, y la manera con que el gitano empalma la churi y pega dos tajos, chis, chas, para que caten el producto. Te gustan esas cosas, las voces en el aire, los olores, la luz en lo alto de las fachadas de las casas, el jubilado en pijama que mira desde el balcón. Uno casi quiere a la gente así, en abstracto, en mañanas como ésta.

Ése es tu estado de ánimo cuando, al pasar por una callecita estrecha, hueles a papel. No a papel cualquiera, ni a bastardas hojas de periódicos, ni a celulosas ni nada de eso. Huele a buen y maravilloso papel recién impreso, encuadernado. A limpias resmas blancas, cosidas, encoladas. Huele a libro nuevo, y parece mentira lo que puede desencadenar un olor y su recuerdo. Entonces, con la cabeza llena de imágenes, tan asombrado como si acabaras de dar un salto de casi cuarenta años en el tiempo, te detienes frente a una puerta abierta y ves una antigua prensa, y pilas de libros que están siendo empaquetados. No necesitas acercarte más para saber que se trata de libros de texto. Ese olor inconfundible sigue perfectamente claro en tu memoria, y casi puedes sentir entre los dedos el tacto de las tapas, ver las ilustraciones de las portadas, aspirar el aroma de esos libros de septiembre que en otro tiempo contemplaste con una mezcla de expectación y recelo, como quien mira por primera vez un terreno desconocido por el que deberá aventurarse de un momento a otro.

Y en ésas, zaca, das un salto hacia atrás, o es el tiempo quien lo da; y te ves de nuevo allí, en el almacén de la librería colegial, entre las grandes pilas de libros de la editorial Luis Vives, tapas de cartón y lomos de tela, clasificados por cursos y asignaturas: Historia de España, Gramática, Aritmética. Libros todavía medio envueltos en grandes paquetes de papel de estraza que olían a nuevo, a papel noble, a tinta virgen, a ese momento de la vida en que todo era posible porque todo estaba por leer, por estudiar y por vivir. Recuerdas tu fascinación al comienzo de cada curso; aquella forma en que tocabas por primera vez el lote de libros, abrías sus páginas, mirabas textos e ilustraciones. Hasta los que luego se tornarían odiosos campos de concentración o tormento chino —Matemáticas, Geometría, Física y Química—, en ese momento inicial, intactos, como una mujer hermosa y llena de enigmas, se dejaban acariciar envueltos en aquel aroma de papel mágico que olía a promesas y a misterio.

Ahora, con más años por detrás que por delante, los misterios se desvelaron, e hiciste buena parte de ese camino del que tales libros eran puertas. Sin embargo, aquí junto al almacén, el olor reencontrado te permite por un instante regresar a la casilla número uno del juego de la Oca, al punto de partida, al comienzo de casi todo. Hasta te concede recobrar el roce, el tacto de la mano masculina y segura que te conducía entre aquellas pilas de libros recién desempaquetados mientras iba entregándotelos, uno a uno. Una mano delgada, noble, hace tiempo perdida, pero que revives ahora gracias a este olor, asiéndote otra vez a ella porque te sientes impresionado, conmovido, tímido ante las pilas de libros aún no abiertos, cuyos secretos, pobre de ti, tienes sólo un curso para trasladar de su papel a tu cabeza.

Y así, en la estrecha callecita, inmóvil frente al almacén y traspasado de nostalgia, mueves silenciosamente los labios mientras recitas frases, latiguillos, fragmentos vinculados a ese olor, que luego te acompañarían toda la vida: Triste suerte de las hijas de Ariovisto. Fé —así, con acento—, esperanza y caridad. Todo cuerpo sumergido en un líquido. El ciego sol, la sed y la fatiga. Blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Oigo, patria, tu aflicción. La del alba sería. Almanzor agoniza y muere a las puertas de Medinaceli. Ese O Cuatro Hache Dos. Puesto ya el pie en el estribo… Y de pronto sonríes, porque tienes la certeza de que, si alguna vez llegas a viejo, en el momento en que lo reciente se difumina y son los años lejanos los que se recuerdan, cuando también tú estés pie en el estribo y a punto de irte como todo se va en esta vida, seguirás recordando ese olor y esas palabras con la misma intensidad del primer día.

5 de septiembre de 1999