domingo, 30 de abril de 2000

Esos perros ingleses


Tengo un bonito grabado original, regalo de mi extinto vecino Marías e impreso en 1801. Es un aguador que aparta de su paso a unos canes molestos, y se titula: Malditos perros Ingleses. Y hoy titulo también así porque acabo de recibir la carta de un lector indignado: un amigo que echa chispas porque cuando Pinochet fue devuelto a Chile, privando a la razón y a la justicia de un grandísimo hijo de puta al que meter mano, Margaret Thatcher tuvo el entrañable detalle de regalarle a don Augusto un grabado sobre la derrota de la Invencible, o Trafalgar, o algo así. Porque, una vez más, los españoles habían sido derrotados como siempre lo fueron por los ingleses, etcétera. La tía lo hizo para expresar su solidaridad gremial e ideológica, y su agradecimiento porque, cuando las Malvinas, Pinochet ayudó a que las tropas británicas, profesionales bien equipadas, masacrasen impunemente a un ejército de desgraciados adolescentes argentinos a los que llevaron al matadero unos espadones irresponsables y asesinos, presididos por un general estúpido y borracho. En ese contexto, muy dolido por el recochineo de la dama de hierro —que también es de las que se conservan en alcohol—, ese lector apela a nuestra memoria histórica y pide venganza. Dales caña a esos cabrones, me exige, sin especificar si el término se reduce a don Augusto y su tronca, o si debo hacerlo extensivo a todos los hijos de la Rubia Albión, e incluso a mi vecino de página por aquello de las afinidades electivas. En la duda, y sin que ustedes vean esto como un arranque patriótico por soleares, sino como un higiénico ejercicio de la memoria, pongo manos a la obra mediante dos o tres bonitas anécdotas. Verbigracia. Hace un par de semanas les refería a ustedes que Patrick O'Brian, que en paz descanse haciendo nudos marineros a la derecha de Dios, no podía tragar a los españoles y en sus estupendas novelas náuticas siempre salimos como piltrafillas que no se lavan y que además son crueles y cobardes. Y todo el rato se nos compara con Nelson, compendio de virtudes anglosajonas y británicas, orgullo nacional nunca batido y demás. Por eso, si de algo le sirve el dato al prurito patrio de mi querido lector y comunicante, le diré entre nosotros que la Thatcher no tiene ni puta idea. Es cierto que sus compatriotas nos han fastidiado en el mar bastante más de lo que apetece recordar. Pero de ahí a lo de la imbatibilidad media un abismo. Y como estas cosas parece que ninguna autoridad competente española las sabe —el Lepanto—, y si las sabe no se acuerda, y si se acuerda no se atreve a decirlo, no sea que los imbéciles que consideran que la Historia es patrimonio exclusivo de la derecha lo llamen facha, ésta es una buena ocasión para recordar, por ejemplo, que ya mediado el siglo XVIII, y con los chulitos ingleses casi dueños del mar, el marino español Juan José Navarro rompió el cerco de la escuadra británica en Tolón con doce navíos y un par de huevos, y se abrió paso a cañonazos entre treinta y dos buques ingleses, con un millar de muertos muy equilibrado por ambas partes. Y que poner una columna y una estatua en Trafalgar Square le costó a la Gran Bretaña la vida del imbatible Nelson, once navíos desarbolados y fuera de combate y mil cuatrocientos muertos, en un combate donde los españoles —para su desgracia— estuvieron mandados por un francés y no precisamente mirando. Y en cuanto al propio e imbatible Nelson, que todos los ingleses saben manco del brazo derecho, incluso los mismos textos británicos evitan cuidadosamente mencionar que ese brazo lo perdió en 1797, cuando con toda la arrogancia y superioridad anglosajona de la marina de Su Majestad intentó desembarcar 1.500 hombres para conquistar Santa Cruz de Tenerife, defendida por despreciables españoles, y las tropas inglesas, que llegaron muy flamencas y muy sobradas, tuvieron que capitular ante la mano de hostias que les dieron los isleños, que los achicharraron vivos haciéndoles trescientos muertos y enviando a don Horacio Nelson, que fue a tierra con dos brazos, de vuelta a su barco con sólo uno. Los sucios indígenas.

Así que como ves, amigo lector, basta con hojear un libro de Historia anterior a la LOGSE para que en ese tipo de cosas te consideres vengado de sobra. A lo largo de los siglos hubo leña para todos; y cualquiera, hasta el imbatible Nelson y la madre que lo parió, tiene a la espalda tantas horas de gloria como de vergüenza o de fracasos. La diferencia es que los ingleses procuran olvidar sus desastres, o los convierten en gloriosas cargas de caballería, como esa gilipollez de Balaclava — aunque ningún Tennyson compuso poemitas cuando los japoneses les dieron bien por saco la Navidad de 1941 en Singapur—. Mientras que los españoles somos tan idiotas y tan miserables que nos avergonzarnos de las hazañas, o las utilizamos para reventar al vecino.

30 de abril de 2000

lunes, 24 de abril de 2000

Yo también soy maricón


“Me dan asco los maricones”, declaró uno de los acusados, para justificar haberle pateado el cráneo a un individuo hasta dejarlo listo de papeles para la UCI, por el simple hecho de verlo salir de un bar frecuentado por homosexuales. El fiscal, que sin duda se muestra implacable en otras facetas de su digno oficio, se había limitado a lavarse las manos con una multa de 270.000 pesetas. Quizá consideraba que salir de un bar gay, además de una mariconada, constituye una provocación por parte de la víctima. El caso es que fue la acusación particular la que apretó las tuercas, y a los apaleadores se les ha aplicado por primera vez un artículo del Código Penal que considera agravante cometer un delito por motivos de discriminación religiosa, étnica, sexo, orientación sexual y cosas de ésas. Por suerte a nadie se le ocurrió aplicar como atenuante la imbecilidad de los agresores. Habrían salido absueltos.

Decía Bartolo Cagafuego —un amigo mío— que en España no hay más justicia que la que uno compra. Por eso alegra comprobar que también a veces hay jueces con vergüenza torera, capaces de hacer compatible la dura Lex sed Lex con palabras como honradez, compasión y sentido común. Recuerdo el caso citado hace días por mi vecino el rey de Redonda, glosando la ausencia de ensañamiento, según sentencia judicial, de un fulano que le asestó siete mil puñaladas a la víctima, porque según los jueces al fiambre sólo le dolieron las primeras quince. El caso es que hoy traigo yo la judicatura a cuento porque en ocasiones brilla la luz en las tinieblas. O sea, que a esos cretinos tan machotes y viriles que le dieron las suyas y las del pulpo al homosexual a la puerta del bar, se los han calzado como Dios manda. Y hoy dedico esta página a tirar cohetes y decir que me alegro. Y es que, como dice mi ávido lector el notario de Pamplona, yo también soy un poco maricón. No porque me gusten los señores, sino porque no me gustan los hijos de puta que se erigen en justicieros y Mister Proper de su calle o de su barrio y se juntan en grupitos para darse valor miserable en los linchamientos. Quiero decir que soy maricón solidario, y a mucha honra. No simpatizo con la locuela emplumada y escandalosa que va por el mundo exigiendo que le partan la cara —y a veces encantada de que se la partan—, pero desprecio infinitamente más al semental estúpido, al supermacho castigador que marca paquete en función inversamente proporcional a la consistencia de su deprimente masa encefálica. Un imbécil es un imbécil con pluma o sin ella, y la tele y la radio, por ejemplo, son un buen muestrario en los últimos tiempos: cada programa tiene su maricón. Eso me parece bien; lo malo es que cada programa, por aquello de la audiencia, compite a veces por demostrar quién tiene al más maricón. Y eso crea cierto barullo. Y lo que es peor, una imagen que no siempre es representativa, ni justa.

Pero, en fin. En lo que se refiere al homosexual de toda la vida, al gay normal, de infantería, de andar por casa, al que es ingeniero, o bombero, o albañil, y tiene su orientación o su opción sexual definida hacia el mismo sexo, ya de modo asumido y satisfactorio o —lo que es frecuente— como condena a la infelicidad y la soledad más terribles, me gusta dejar siempre clara mi buena voluntad, cuando la vida me lo pone cerca. El deseo sincero de que tenga serenidad y felicidad, en un mundo difícil donde hace sólo tres siglos, a los putos los quemaba en la hoguera la Santa Inquisición —por cierto: no sé si el Vaticano, tan dado últimamente a pedir perdón y envainársela por cosas viejas y prescritas, tiene intención de pronunciarse al respecto uno de estos días, por cosas mucho más actuales y vigentes—. Hace poco, con ocasión del rodaje de Gitano, tuve ocasión de compartir cervezas y paseos por Granada, con alguien cuya sinceridad e inteligencia dieron pie a que yo atendiera con interés, amistad y respeto. Lo que más me conmovió fue la intensa y lúcida tristeza que acompañaba cada una de sus reflexiones. Y sólo de pensar que a ese fulano bueno y sensible lo agarren unas malas bestias para darle una paliza, me quema la sangre y me da —lo siento, pero me da— impulsos de matar. Como me los da ver un campo de exterminio nazi, un violador, un limpiador étnico, un perro abandonado, o un delfín agonizante en una red. Pero, qué diablos. No todo es tristeza, frustración y acoso. O al menos ese tipo de acoso. Sin ir más lejos, uno de los tíos más deseados por las señoras es un gay como la copa de un pino, público y confeso, que se llama Rupert Everett. Hasta Madonna ha querido salir sobándolo en el video de la nueva versión de American Pie, e incluso una bellísima jovencita, a la que conozco bien, ha visto ocho veces La boda de mi mejor amigo. Imagino la quina que estarán tragando algunos, con mi primo. Eso sí que revienta.

23 de abril de 2000

lunes, 17 de abril de 2000

Navajas y navajeros


Dentro de una caja antigua de madera con incrustaciones de marfil en la tapa, guardo tres navajas. Una tiene cachas de nácar, y perteneció a uno de mis tatarabuelos. Otra, con cachas de asta de toro, fue de un bisabuelo. La tercera, una Aitor vasca de acero reluciente, mecánica perfecta y cachas de palisandro, perteneció a mi padre. Esta última se la regalé hace casi treinta años, y hasta que dijo ahí os quedáis y dejó de fumar la estuvo utilizando para abrir la correspondencia y afilar los lápices. La capaora, la llamaba. Yo poseo otra navaja igual —la compré al mismo tiempo— que dedico a idéntico menester, y también para cortar los pliegos de los libros intonsos que encuentro en libreros anticuarios y de viejo. Y a toda esa panoplia navajera se suma mi vieja Victorinox de muchos usos, cuyos artilugios me sacaron de apuros en no pocos episodios de mi antigua vida reporteril, y todavía me acompaña cada vez que hago el equipaje. Quiero decir con todo esto que la navaja es un chisme que poseo y que respeto y que para mí tiene determinadas connotaciones sentimentales. Incluso nacionales, en el sentido honesto y amplio del término. Durante muchos siglos, los españoles (y españolas) anduvimos por la vida con una navaja en el bolsillo, lo mismo para bien que para mal. Con ella pusimos de manifiesto nuestra vileza, y también nuestro coraje. Lo mismo apuñalamos cobardemente, amparados en la bulla y el motín, que hicimos clic-clac para defender ideas, sueños o libertades. Ese peligroso objeto es parte de nuestra cultura para lo bueno y para lo malo, tanto como puedan serlo una iglesia románica, el Quijote, el jamón de pata negra o la guardia civil. Muchos abyectos canallas emplearon la navaja para cobrar el barato, segar vidas, marcar el rostro de mujeres indefensas o alardear de virilidad en el más infame aspecto de la palabra. Pero también muchos hombres honrados, oliendo a sudor y a decencia, la abrieron a media mañana junto a la fiambrera en una pausa en el tajo, o en la mesa, ante la familia, para que sus hijos empezaran a comer después de cortar el pan ganado con esfuerzo y trabajo. Letal y peligrosa, criminal o digna, cruel o generosa, la navaja sirvió también, en otros tiempos, para que hombres sin armas y con el valor para pelear por desesperación, hambre o ideologías, con error o con acierto, vendieran caras sus vidas y que, por ejemplo, Goya los inmortalizara con ojos espantados y terribles, acuchillando mamelucos. Uno de mis cuadros favoritos, pintado por Álvarez Drumont en 1827, muestra una calle de Madrid asolada por una carga de coraceros franceses. Manuela Malasaña está en el suelo, muerta. Y sobre ella, sin otra arma que una navaja abierta, su padre, abrazado al militar que la ha abatido de un sablazo, le mete al francés la cachicuerna hasta dentro, bien honda, por entre las junturas del peto de acero. Y un viejo y querido amigo, combatiente republicano, ya fallecido, me contó una vez cómo entre las ruinas del Clínico, en Madrid, cuando los moros y los legionarios de Franco llegaron al cuerpo a cuerpo y se peleó habitación por habitación, él y otros que habían quemado el último cartucho de sus Máuser abrían resignados las navajas, como último recurso.

Pero los tiempos son otros. En España, por fortuna, nadie necesita ya empalmar la churi para nada que no sea cortar rodajas de chorizo. Por desgracia, la navaja se ha convertido ahora en protagonista de lances cobardes, de horror gratuito, estúpido, a la puerta de discotecas o estadios de fútbol. Por eso periódicamente se levantan voces pidiendo que se prohíba su venta. Niñatos de mierda, chulos de discoteca, zumbados de coca, pastilla y cubalibre, perros chusmosos con cerebros de a medio gramo, tiran de ella con una inconsciencia y una facilidad que da escalofríos. De pronto, en mitad de una discusión boba por una plaza de aparcamiento o por la entrada a un local, en mitad de la jarana alguien se lleva la mano a los riñones y la retira estupefacto, manchada de sangre.

Así, la navaja se ha convertido en triste símbolo de lo más turbio y cobarde que la escoria de este país tiene en los genes. No hay justificación que valga para quien lleva por la calle una navaja en el bolsillo, porque eso sólo indica disposición a clavarla en el prójimo. Por eso los jueces, tan rigurosos ellos a la hora de colocarle dos años al que se lleva a casa un jilguero o a un toxicómano que roba tres talegos para darse un pico, deberían ser inflexibles con cualquier imbécil o criminal a quien se le encuentre una navaja encima. Ya sé que la ley no es muy dura al respecto. Pero para eso está la capacidad de interpretación que se les supone a los magistrados, y también la facultad de legislar que tiene el Parlamento. A fin de cuentas, lo malo no es una navaja, sino el uso que se haga de ella. Y la culpa no la tienen los de Albacete.

16 de abril de 2000

domingo, 9 de abril de 2000

El envés de la trama


Alguna vez les he hablado aquí de Patrick O'Brian, el autor de las veinte novelas sobre la Armada inglesa protagonizadas por el capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor Maturin. Se trata de la mejor serie de novelas navales que se ha escrito nunca, muy superiores en calidad y cantidad a las de C. S. Forester sobre Horacio Hornblower, o a las más recientes de Alexander Kent sobre el capitán Richard Bolitho. Patrick O'Brian murió hace tres meses, a los 86 años, con trece de esas novelas ya publicadas en España. Vivía retirado de casi todo, en un pueblecito del sur de Francia; y para morir viajó a Dublín, dejando inacabada la entrega número veintiuno de su extraordinaria serie náutica. El pasado 8 de enero, cuando supe la noticia, disparé trece salvas de honor en mi corazón de lector huérfano. Luego recorté la noticia del periódico, y la pegué en la primera página de La fragata Surprise, el tercer volumen de la serie, junto a unas palabras allí escritas con tinta negra y pulcra caligrafía: a Arturo Pérez-Reverte, con mis amistades, Patrick O'Brian.

Nunca fui entusiasta de los libros firmados. Ni siquiera la dedicatoria de Patrick O'Brian la tengo por iniciativa propia, sino que la debo a su editor español, quien durante una de sus visitas al novelista quiso obsequiarme con ella. Debo decir, sin embargo, que cada vez que abro ese volumen por la dedicatoria, el orgullo de lector satisfecho y agradecido me caliente los dedos. A veces se la restriego por el morro a ciertos amigos, haciéndoles rechinar los dientes. Alguno de ellos, nostálgico de combates penol a penol y cazas largas por la popa, sería capaz de matar por una dedicatoria como esa.

Pese a todo, nunca quise conocer al autor. Durante años rechacé varias propuestas, incluida una invitación a su casa transmitida por un amigo común. Siempre tuve la certeza de que los autores de los libros que uno ama no deben conocerse en persona jamás. Estoy seguro de que Thomas Mann, un fulano maniático e insoportable, me habría desgraciado para siempre el placer de leer y releer La montaña mágica; que Stendhal me habría parecido un snob gordito y ordinario que iba de ingenioso con las señoras en los salones, y que el conocimiento de Mujica Lainez o del aristócrata Lampedusa me habría estropeado para siempre Bomarzo, o El gatopardo. En ese registro, ni de Cervantes me fío.

Ahora, como para darme la razón, acaba de aparecer en Estados Unidos una biografía de Patrick O'Brian donde el fulano, según parece, no queda muy guapito de cara; empezando porque en realidad se llamaba Patrick Russ y no era irlandés como afirmaba, sino inglés. Además, nunca fue héroe de guerra, no lo aceptaron en la marina de Su Majestad, y cambió de apellido en 1945, después de abandonar por el morro a su mujer y a dos criaturas. Pero lo más gordo es que apenas navegó en su vida, en la práctica no sabía hacer nudos marineros, y sus conocimientos sobre la Armada inglesa los obtuvo a base de leer y documentarse a tope. Resumiendo, que el supuesto irlandés en realidad era inglés —y como buen anglosajón despreciaba a los españoles— fue un farsante, un embustero y un poquito hijo de puta.

Y sin embargo, ahí están sus libros. En esas espléndidas ocho o diez mil páginas, O'Brian, o como diablos se llamara, creó un mundo fascinante que tipos como yo, lectores de infantería, seguidores entusiastas, tenemos el privilegio de apropiarnos al navegar por ese mar de tinta y papel. El autor quedó atrás, a la deriva, cual si hubiera caído por la borda en una noche oscura, navegando a un largo con gavias y trinquete. Ya no tienen nada que ver con esto, sus libros pertenecen a sus lectores, que los poseemos al proyectar en ellos nuestro mundo, nuestra imaginación, nuestros sueños. O'Brian, como todo autor, es un vulgar intermediario que deja de tener importancia al concluir su trabajo. Agotados sus recursos, consumada la acción creativa, puede salir de escena sin que la obra se resienta por ello. El libro es lo que cuenta, lo que tiene vida propia; y al autor no habría que conocerlo nunca. Por eso resulta tan patético el espectáculo de los que se aferran a su obra, incapaces de esfumarse una vez acabado el curro. Obligados por la vanidad, el marketing o la presión de los lectores y las circunstancias, algunos se obstinan —nos obstinamos— en seguir ahí con mueca sonriente mientras los focos nos deshacen el maquillaje como a un vedette acabada, mostrando los ruines agujeros del traje de lentejuelas, asistiendo a mesas redondas y dando conferencias y concediendo entrevistas para explicar lo que ningún lector necesita que le expliquen. Devaluando con ese innecesario protagonismo libros que a veces, si no los envileciéramos con el espectáculo de nuestra miserable condición humana, tal vez serían libros interesantes, inolvidables o hermosos.

9 de abril de 2000

domingo, 2 de abril de 2000

Clientes y clientas


El otro día me saltó a la cara un titular de prensa que me hizo rechinar los dientes, hasta el punto de que todavía tengo flojo algún empaste: Prueba la inocencia de su clienta. Al principio pensé escribir algo descojonándome pasando mucho del qué dirían las erizas, o la hija feminista del notario de Pamplona -cada uno lleva su cruz, colega-, o el redactor anónimo del libro de estilo que impone tanta soplapollez en la que casi nadie cree de verdad, pero que todo cristo, por aquello del qué dirán, practica fervoroso. Pero la carne es débil, y por muy chuleta que madrugue algunos días, y por mucho que mi vecino el rey de la isla de Redonda —antes perro inglés— me haya honrado con la amistosa distinción de Duke of Corso, reforzando de modo considerable mi autoestima, hay cosas a las que ni el mismísimo fencing master de S. M. R. se atreve. Así que vale, me rindo, lo confieso. Trago. Desde ahora voy a hacer un esfuerzo para normalizar mi escritura, adaptándola a los usos sociales de esta sociedad empeñada en reiterar que las mujeres existen, y que el uso del género neutro no es sólo tendencioso y machista, sino que supone un ninguneo de la mujer. Me sumo así a nuestra eficaz Academia Española, siempre dispuesta a consagrar, primero con su silencio. Y luego con su diccionario, cualquier desafuero consumado. Incluso estoy dispuesto a ir más lejos. Lamento no haberlo hecho antes, proporcionando recursos extras a los ciudadanos y ciudadanas y a los compañeros y compañeras, que los políticos han manejado durante la recién concluida campaña electoral. Pero no lo hice antes por no pringarme, recordando aquello que decía Franco: «Haga como yo. No se meta en política». Así que, en el futuro, seré consecuente con las modas y los tiempos. Incluso pasaré por alto el hecho de que la mayor parte de las mujeres inteligentes que conozco, cuando preguntas si prefieren que las llamen abogada o abogado, o jefa o jefe, dicen que te dejes de gilipolleces y las llames como esos títulos se han llamado siempre, porque justamente la discriminación consiste en marcar la diferencia de sexos, y no al contrario, y el género neutro no es masculino ni femenino, sino que con frecuencia engloba uno y otro, y se inventó precisamente para algo. Y que cada vez que oyen, por ejemplo, a un político dirigirse a los ciudadanos añadiendo como innecesaria coletilla y ciudadanas, sienten que les da urticaria porque esa moda de lo socialmente correcto suele ser practicada con farisaico entusiasmo precisamente por aquellos varones demagogos que piensan que ya han cumplido con eso de la puntita nada más, y que después de decir españoles y españolas en un discurso ya han cumplido con las cuotas. Olvidando, se pongan como se pongan los radicales y los tontos —que a veces, pero no siempre, son sinónimos—, que lo machista no es una lengua, sino el uso que se hace de ella.

Pero en fin. Pese a todo eso, les decía, procuraré que el género neutro, pese a que ha funcionado tranquilamente toda la puta vida, quede abolido a partir de ahora de mi panoplia expresiva. En el futuro, cualquier neutro usual al que recurra, irá acompañado, para evitar confusiones, de su correspondiente femenino —tal vez deba decir de su correspondiente femenina—. Escribiré así, en adelante, jóvenes y jóvenas, responsables y responsablas, votantes y votantas, enriqueciendo y normalizando la lengua española con perlas —la de jueza me parece hasta ahora la más refinada del elenco— como tenienta, sargenta, caba, cantanta, imbécila. Mi única duda es si al escribir jóvenes, responsables y votantes no estaré incurriendo precisamente en el extremo opuesto, desdeñando la personalidad masculina de los antedichos: y tal vez fuera mejor, en ese caso, que escribiese jóvenos, responsablos y votantos. Así cada cual tendría lo suyo, y no habría dudas al respecto: electricisto, dentisto, ebanisto, ciclisto, diento, gilipollo. Pero, llegados a ese extremo, la cosa iba a complicarse, porque hay un tercer sexo: los homosexuales existen y tienen sus derechos. ¿Cómo dejarlos fuera? Además, unos homosexuales asumen peculiaridades de un tipo, y otros de otro. Los hay que prefieren llamarse Maripepa y los hay que prefieren llamarse Paco. Y las hay. En su caso habría que matizar. Así que lo ideal, llevando la cosa hasta sus últimas y honradas consecuencias, sería decir, por ejemplo: «Queridos, queridas y querides compañeros, compañeras y compañeres, heterosexuales y homosexuales, clérigos, seglares y pensionistas de la tercera edad: gobernamos gracias al apoyo de los votantos, votantas y votantes españoles, españolos y españolas, que son responsablos, responsablas y responsables de que los ciudadanos, ciudadanes y ciudadanas puedan encarar el futuro, etcétera». Será un poco farragoso y gastaremos más saliva y tinta, pero todo el mundo estará contento. Creo.

2 de abril de 2000