domingo, 25 de junio de 2000

Marinos ilustrados


Hace años, a causa de un artículo publicado en esta misma página pecadora, cierto almirante y capitán general prohibió a la fuerza bajo su mando asistir a cualquier acto donde yo estuviera, e incluso dirigirme la palabra. Y si no me hizo fusilar no fue por falta de ganas, sino porque ese tipo de cosas ahora quedan feas, y hay que dar muchas explicaciones, y además Defensa tiene pocas balas y hay que irlas contando y justificar en qué se gastan, y no están los tiempos para alegremente, hala, fusilar a tontas y a locas. Quiero decir con esto que en mi vida he conocido a almirantes y generales y gente así que eran auténticas mulas de varas, entre otras cosas porque no es el uniforme lo que hace a la gente, sino la gente la que hace al uniforme. Y en ese contexto, debo añadir que también he conocido a mucha gente que honra el suyo. Mi amigo Charlie el ex espía, por ejemplo, que ahora es coronel de un regimiento. O el páter Paco Nistal, que es capitán y capellán de los cascos azules en los Balcanes. O la soldado Loreto, y tantos otros.

Pensaba en eso el otro día, cuando asistí a una amena conferencia de José Ignacio González-Aller sobre la marina española en la época de los Austrias y el desastre de la empresa de Inglaterra. González-Aller es historiador, almirante, y hasta hace nada director del museo naval de Madrid, y lo acompañaba otro marino y escritor, Álvaro Delgado Cal, capitán de navío, responsable del museo naval de Cartagena. Y allí, sentado entre el público, compartiendo las desgracias de Medina-Sidonia frente a sus adversarios Howard, Drake y Hawkins, y naufragando mentalmente con los infelices buques españoles en las costas de Irlanda, viendo el reflejo de lo que ahora somos en lo que en otro tiempo fuimos, o viceversa, me dije una vez más que en efecto, que hay militares y marinos que leen, y que escriben, y que saben, y que estudian, y que justamente por todo eso honran el uniforme que visten. Hombres a quienes la palabra cultura no les hace echar mano a la pistola, sino a un libro, y que resultan dignos sucesores de aquellos que esta infeliz España tuvo en otro tiempo: los grandes marinos ilustrados del XVIII, por ejemplo, cuando en un siglo donde el hombre todavía acariciaba la esperanza del progreso y de la libertad, navegaban, descubrían, estudiaban y escribían. Hombres de mar y guerra, pero también de ciencia y de cultura, que se llamaban Jorge Juan, Ulloa, Tofiño, Mazarredo. Gente honrada por las academias inglesas y francesas de la época; respetada hasta por los enemigos, que cuando los capturaban o mataban los trataban como a iguales. Marinos ilustres corno Churruca, Alcalá-Galiano, Valdés, en un siglo en el que España, una vez más, estuvo a punto de levantar cabeza y abrir la ventana para que entrase el aire limpio, y también, otra vez más, la rueda de nuestra maldición giró cabeza abajo, y llegaron el sinvergüenza de Godoy, y el fanático cura Merino, y el imperdonable, abyecto canalla que se llamó Fernando VII; y todo se fue una vez más al diablo. Y aquellos hombres de ciencia, aquellas cabezas ilustradas, pensantes, tan necesarias, murieron con su siglo, peleando en Trafalgar tras haber vivido a media paga en este país miserable, o fueron luego sospechosos y marginados justamente por cultos y liberales, y se extinguieron en el olvido y la pobreza, o tuvieron que exiliarse, paradójicamente —ventajas de saber quien fue Temístocles—, en la Francia y la Inglaterra contra las que habían combatido. Enemigos que, una vez más, resultaron ser más nobles, acogedores y generosos que la propia e ingrata patria. Por eso consuela comprobar que aún hay hombres que ponen el pie sobre la huella de aquellos otros. Que la vieja estirpe de los marinos ilustrados españoles, hombres de mar y ciencia, no ha desaparecido del todo bajo la estupidez y la ignorancia, bajo las banderas, del color que sean, enarboladas por tantos cerriles analfabetos que ignoran, incluso, lo que dicen defender. Consuela comprobar que esos libros cuyos viejos lomos acaricio en la biblioteca, las Observaciones de Jorge Juan y Ulloa, la Historia de la marina real, la Táctica naval, la Relación del último viaje, la Biblioteca marítima, no son restos muertos de un naufragio, una tradición o una época, sino eslabones de una cadena larga y digna que hombres cultos, que viven su tiempo y también sueñan, que libran la más noble de las batallas peleando a bordo de museos y bibliotecas, y saben mirar hacia atrás con lucidez y esperanza, aún mantienen engrasada y viva. Ojalá esta pobre España ágrafa y brutal, patio navajero, ruin, de toque de corneta, sable y paredón, a la que ni siquiera el diseño moderno logra barnizar el alma negra, hubiera tenido miles de hombres como ésos en los palacios, en los castillos y en los cuarteles, en las capitanías generales y en los puentes de los barcos.

25 de junio de 2000

domingo, 18 de junio de 2000

Aragón también existe


Que sí, hombre, que ya era hora. Que en toda esta lista de los más vendidos, en este concurso inaudito de ignorancia, manipulación y mala fe a la hora de reinventar la Historia, uno está hasta la línea de flotación de oír siempre a los mismos, como si el resto hubiera oficiado de comparsas en la murga. Y hete aquí por fin que alguien reacciona como es debido, y dice venga ya, y decide que ya es hora de poner en su sitio a unos cuantos timadores y mangantes, de esos que les pagan pesebres a sus historiadores de plantilla para que descosan y vuelvan a coser la historia a medida, y luego la meten en los libros de texto y se montan unas películas que ya las hubiera querido Samuel Bronston. Eso mientras los que saben se callan, porque son unos mierdecillas, o por el qué dirán, o porque les interesa. Y de ese modo terminamos viviendo en una España virtual, que no la conoce ni la madre que la parió. Así que olé los huevos de Aragón, o de quien decidiera montar la exposición Aragón, reino y corona, que no sé si andará por alguna parte ahora, pero que durante el mes de mayo estuvo abierta en Madrid. En toda esa mentecatez de la que hablaba antes —ahora resulta que existió un imperio catalán que hasta hace cuatro días pasó inexplicablemente inadvertido a los historiadores, o que los irreductibles vascos nunca se mezclaron en las empresas militares ni comerciales españolas— Aragón había estado mucho tiempo callado, pese a tener muchas cosas que decir; o que matizar, desde aquel lejano siglo once en que Ramiro I, contemporáneo del Cid, sentaba las bases de un reino que abarcaría Aragón, Valencia, las Mallorcas, Barcelona, Sicilia, Cerdeña, Nápoles, Atenas, Neopatria, el Rosellón y la Cerdeña, y terminó formando la actual España en 1469, gracias al enlace entre su rey Fernando II de Aragón e Isabel, reina de Castilla. Ése es el hecho cierto, y no lo cambian ni el mucho morro ni el reescribir la Historia; incluido el manejo exclusivista y fraudulento de las famosas barras que eran Senyal real no de un reino o territorio, sino de una familia o casa reinante que, como matizó Pedro IV en el siglo XIV, tiene Aragón como título y nombre principal. Casa reinante que absorbió a la casa de Barcelona, extinguida en 1150 por mutua conveniencia y deseo del titular de esta última, el conde Ramón Berenguer; que al casarse con Petronila, hija de Ramiro el Monje, rey de Aragón, adquirió como propio un linaje superior, pero renunciando al suyo, no titulándose más que príncipes junto a su esposa regina; de modo que el hijo de ambos, ya con Barcelona incorporada a la corona, se tituló rex de Aragón, y nunca de Cataluña. Por suerte no todos los archivos han caído en manos de quien yo me sé —tiemblo al pensar qué será de ellos—, y aún quedan documentos donde comprobar lo evidente. Que por cierto, en cuanto a la propiedad histórica de las famosas barras, no está de más recordar que en 1285 la crónica de Bernard Deslot precisaba aquello de: «No pienso que galera o bajel o barco alguno intente navegar por el mar sin salvoconducto del rey de Aragón, sino que tampoco creo que pez alguno pueda surcar las aguas marinas si no lleva en su cola un escudo con la enseña del rey de Aragón».

Así que cómo me alegro, oigan, de que aquél digno y viejo Aragón olvidado, marginado, asfixiado por la perra política de esté perro país, aún sea capaz de decir aquí estoy, desmintiendo a tanto oportunista y a tanto manipulador y a tanto mercachifle. Recordando que existió una corona aragonesa que constituyó el imperio más extenso del Occidente medieval, donde, bajo su nombre y sus barras, Aragón, Cataluña y Valencia compartieron aventuras, comercio, guerras e historia, enriquecieron sangres y lenguas con el latín, el catalán y el castellano, cartografiaron el mundo, construyeron naves, pasearon mercenarios almogávares y dominaron territorios que luego aportaron a lo que ahora llamamos España, con la manifestación de los fueros y libertades propios en aquella fórmula tremenda, maravillosa y solemne: el «si non, non» heredado de los antiguos godos, mediante el cual los nobles aragoneses — «que somos tanto como vos, y juntos más que vos»—, acataban la autoridad del rey de tú a tú, reconociéndolo sólo como «el principal entre los iguales».

Por eso son buenas estas iniciativas y estas exposiciones y estas cosas. Son muy buenas, incluso higiénicas; y me sorprende que, como antídoto contra la manipulación y la desmemoria que están convirtiendo este lugar llamado España en una piltrafa y en una casa de putas insolidaria y estulta, no se les dediquen más esfuerzos, ocasiones y dinero. Por ejemplo, el que se ha utilizado en la imprescindible urgencia de sustituir La Coruña por A Coruña en los rótulos de las carreteras y autovías de toda España. Incluida, supongo, la N-340 a la altura de Chiclana.

18 de junio de 2000

domingo, 11 de junio de 2000

El muyahidín


Son las siete y pico de la mañana y Márquez me llama desde Israel, tío, acaban de cargarse a Miguel en Sierra Leona. Le digo que sí, que ya lo sé, que acaba de decirlo la radio. Una emboscada. Iban él y Kurt Schork —Holiday Inn de Sarajevo, agencia Reuter, dos puertas más allá en el mismo pasillo—, buscando lo que buscas siempre en ese oficio: una historia, una imagen. Todo eso, en África y en plena merienda de negros. Ni un ruido, ni un alma, y Miguel y el otro intentando llegar a alguna parte mientras se ganan el jornal. Y de pronto, tacatacatá. Achicharrados los dos sin decir esta boca es mía. Por suerte, apunta Márquez, los pillaron así y no vivos. Se tarda mucho más en morir macheteado. Ya sabes: chas, chas, y mientras tanto dices muchas veces ay. Luego Márquez se despide y yo me quedo pensando que Márquez sólo es duro por fuera, y que se le nota muy jodido por Miguel. Por nuestro Miguelito. Han rescatado el cuerpo, dice antes de colgar. Así que cuando lo devuelvan a Barcelona, mándale una corona tuya y mía. O mejor ve al entierro. He contestado sí, claro que iré. Pero la verdad es que no pienso ir. No tengo cojones para ponerme delante de su madre.

Luego me he quedado muy callado y muy quieto, recordando al tipo alto, muy educado, que se nos acercó una noche en un bar de Split pidiendo que lo dejáramos acompañarnos en su moto a la guerra porque estaba harto de coger el autobús para ir a trabajar como abogado en Barcelona. Un tipo que tres días más tarde había tenido su bautismo de fuego y era nuestro ahijado y nuestro amigo, y a quien —él llegó cuando yo casi me iba— describí así en Territorio comanche, pocos meses más tarde: «Era su primer conflicto bélico y se lo tomaba todo muy a pecho porque aún vivía esa edad en que un periodista cree en buenos y malos y se enamora de las causas perdidas, las mujeres y las guerras. Era valiente, orgulloso y cortés. Mientras otros periodistas contaban la guerra desde hoteles, él vivía casi todo el tiempo en Mostar, y cada vez salía y regresaba con medicinas para los niños. Se lo encontraban entre los escombros, con un pañuelo verde en torno a la frente, alto, flaco y sin afeitar, con los ojos enrojecidos y esa mirada inconfundible que se les pone a quienes recorren los mil metros más largos de su vida: mil metros que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes nunca les ha disparado nadie».

Ahora releo esas líneas y me quedo absorto, con una incómoda congoja dentro, y pienso que ya han pasado siete años desde que Miguel Gil Moreno se presentó aquella noche en Split, y que su carrera fue como él quiso que fuera: dura, rápida, brillante y peligrosa. Empezó buscándose la vida como chófer de periodistas, luego cogió una cámara para ir a sitios donde nadie se atrevía a ir, y al fin se hizo una reputación asumiendo riesgos enormes en zonas muy difíciles, trabajando por cuatro duros para las televisiones inglesas. Reportero de guerra de la Associated Press TV, le gustaba trabajar solo, le dieron un premio Rory Peck por sus imágenes de Kosovo, le rompieron dos costillas y le abrieron la cabeza en el Congo, y dejó boquiabierta a la tribu de zánganos que transmitía desde los campos de refugiados cuando fue el único periodista que, al cuarto o quinto intento, logró meterse en Grozni a base de perseverancia y de huevos. Y hay algo que casi nadie sabe, salvo Márquez y yo, y también Paco Nistal, el páter, capellán de los cascos azules: era católico creyente, y siempre que podía se confesaba antes de entrar en combate. Estuvo siete años debiéndome cien marcos que le presté un día que andaba tieso, y siempre bromeábamos sobre esa eterna deuda, que me negaba a cobrarle si no era en forma de bayoneta de Kalashnikov, que él siempre juraba traerme en el siguiente viaje. Sólo tengo dos fotos suyas: una con Carmelo Gómez e Imanol Arias, el día que estuvimos juntos por última vez en zona de guerra, cuando a punto de rodar aquella película comanche lo acompañamos a filmar a los serbios incendiando las afueras de Sarajevo al retirarse. La otra es en Mostar, en una trinchera, con su chaleco de reportero y el pañuelo en la cabeza que daba aire de muyahidín islámico a su perfil de halcón flaco. Hablé con él hace tres semanas, cuando me llamó desde Londres para que le diese una entrevista a una periodista amiga suya. Me dijo que ya tenía treinta y dos, y que a veces estaba cansado. Poco dinero y mucho riesgo, añadió. Será malo envejecer así, y quizá deba buscarme algo por ahí. Ahora recuerdo esa conversación, y me parece verlo reírse por el agujero del diente que le faltaba. También lo veo cruzando con su moto a través de la guerra y de la vida, veloz, impasible y valiente, del mismo modo que entró en Sarajevo cruzando el monte Ingman. Y sé que me he quedado sin la bayoneta de Kalashnikov, y que cada vez tengo menos amigos y más canas. Unas canas que Miguel no tendrá nunca.

11 de junio de 2000

domingo, 4 de junio de 2000

Manual de la perfecta zorra II


Recordarás, querida chocholoco, mis consejos desinteresados de la semana pasada, sobre cómo triunfar en el difícil mundo de las top models de cercanías, tan animado y abundante en España. Quedamos en que tienes facultades y preparación, amén de ser un poco tonta del culo, y lo bastante analfabeta para mantener el tipo cuando los periodistas especializados —que por suerte no siempre gozan de una densidad intelectual superior a la tuya—, te hagan preguntas de doble sentido que tú responderás con sincero candor en sólo uno, apuntando que lo tuyo con Carlos Orellana o con Rafi Camino, por ejemplo, fue una amistad muy limpia y muy bonita. En ese contexto, hoy voy a darte alguna pista más para que de aquí a nada conozcas la fama y la gloria, y en los premios Capullo 2001, patrocinados por el mercachifle de turno, puedas desfilar de top model a tope, y luego entregarle a David Flores el título de Español Universal del Milenio, amadrinada por Carmen Ordóñez, a quien para entonces ya podrás llamar Carmina. Y con suerte —en la vida casi todo es cuestión de colocar la vagina justa en el lugar y momento adecuado— a lo mejor hasta te codeas con Isabel Preysler, que ya es el tope fashion, o con Carmen Martínez-Bordiú; siempre y cuando, tratándose de estas últimas, el acto tenga la base intelectual idónea, a su nivel, y alguien haya soltado muchísima pasta. Partimos de la base, petisuis de mis mollejas, que ya conseguiste, gracias a lo de la semana pasada, dar el primer paso en tu carrera, y la revista guarrindonga No me Digas ha comunicado al mundo que el martes compartiste habitación de hotel con un futbolista famoso por haber sido ex novio de una sedicente modelo famosa que a su vez, cuando no la conocía nadie, fue desecho de tienta del hijo o del padre de alguien relacionado —es un suponer— con el indiscutible famoso Pajares. Si has sido lo bastante lista para repartir el número de tu teléfono móvil un poco por acá y por acullá, a estas alturas tendrás por lo menos un mánager para guiarte por el proceloso mar de la vida pública, dándote un porcentaje de lo que él trinque porque tú vayas a la tele o a una revista de gran tirada, a largar por esa boca pecadora. Para entonces, prenda, ya te habrás siliconado de modo conveniente la antedicha boca y el torso, si es que procede; trámite barato si tienes la habilidad de trincar entre Pinto y Valdemoro a un cirujano plástico. Así, la confesión pública podrá oscilar entre el apasionante tema de si te has operado las tetas —cosa que negarás siempre—, y el no menos apasionante de que si Jesulín tiene un huevo o tiene dos: prueba del algodón a que tarde o temprano se ve sometida cualquier aspirante a la fama nacional y a la portada del Diez Minutos, y que antes equivalía a que el comandante de un destructor enseñara la gorra del capitán del submarino alemán que decía haber hundido.

Cuida también las dosis, guapita de cara. Salvo en casos flagrantes como el inaudito morro de Yola Berrocal, que se maquilla con cemento, tan pernicioso es quedarse corta como pasarse varios pueblos. Que te beneficie ser una chica analfabeta y sencilla, o parecerlo, a la hora de airear las apasionantes experiencias de tu bisectriz, no está reñido con la astucia y la habilidad —zorra: persona astuta y solapada (Diccionario de la R. A. E.)— que permiten prosperar en la vida. Así que gotea tus aportaciones al paisaje cultural español con sabia medida, poquito a poco, en función de la viruta que vayas cobrando —cada cual vende lo que tiene— como si se tratara del aceite de las vírgenes prudentes. Lo de vírgenes lo cito sin segundas. O sea, que al principio no entrarás en el detalle de la cosa, negando como antes sugerí, y limitándote a eso de la amistad tan bonita, etcétera, y sosteniendo sin pestañear que saliste de casa de Dado o de la rana Gustavo a las seis de la mañana porque el suprascrito te llamó para consultarte unas dudas sobre el yambo y el dáctilo en la épica griega. Después, en fases sucesivas y programas diversos, y según trincas más pasta, podrás desvelar nuevos detalles, hasta el número apoteósico, tatatachán, en programa televisado de gran audiencia, donde contarás por fin, con escrupulosidad de notario (y de notaria) que, en efecto, el susodicho tenía un huevo, o tenía dos, o tenía tres.

Hay más consejos, chochito mío; pero se acaba la página, y si te dedicara un tercer capítulo, El Semanal iba a ponerme con toda la razón del mundo en la puta calle, y mi vecino el rey de Redonda, al que me debo, se quedaría sin fencing master que lo llamara perro inglés. Así que tú misma. Estoy seguro de que llegarás lejos, porque vales. Y luego, figúrate. La fama: un desnudo artístico en Interviú, un desfile de modelos en Sangonera la Seca, una foto con Daniel Ducruet cuando venga a presentar su nuevo disco. Guau. Qué suerte, tía. Harás realidad lo que tantas otras pedorras sueñan.

4 de junio de 2000