domingo, 26 de noviembre de 2000

Pepe y los piratas


Llevo unos días riéndome a carcajadas cada vez que conecto con Internet. No soy navegante por ese tipo de aguas, entre otras cosas porque ya paso demasiado tiempo cada día frente al ordenata; pero a veces me doy una vuelta por esos mundos, imaginando que entro en el ordenador personal del Papa como en La piel del tambor, y le meto un virus pro legalización del aborto con música de Macarena (Bruner). En fin. Algunos de ustedes sabrán a qué me refiero.

Pero les contaba que a veces me asomo a la red, en especial estos días en que el capitán Alatriste se estuvo paseando por ella. La cuarta entrega de mi amigo el espadachín permaneció durante un mes disponible en una página de Internet que montó la editorial Alfaguara a través del portal Inicia. Estoy contento por ellos y por mí, pues eso hizo posible que la novela esté ahora disponible en muchísimos más sitios de los que habría conocido sólo en librerías. A ver qué novelista que no sea un demagogo o un cretino se resiste a que lo lean más, en lugares donde el libro de papel no llega por diversas razones. El caso es que mis condiciones para aceptar ese tinglado fueron que el precio en Internet fuera simbólico o lo más bajo posible, que no hubiera publicidad en las páginas, y que pasado un mes la novela desaparecería de la red para iniciar su vida normal en forma de libro. Y así ha sido, o está a punto de ser. Pero lo mejor de la experiencia fue el aspecto delincuente del asunto: cuando la presentación en Madrid, al preguntar un periodista por mis aspiraciones comerciales, respondí que mis aspiraciones comerciales eran que la mayor parte de los lectores se apropiasen de la novela por el morro. O sea, gratis. Lo que quiero es que me lean, dije. Así que recomendé públicamente el pirateo. Haced esto en memoria mía, dije. Por la pati. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.

En fin. Para redondear lo que quiero contarles, debo añadir que un tío estupendo —de Valencia, me parece— que se llama Enrique y honra El club Dumas usando gentilmente el nick de Corso, montó por su cuenta y con dos o tres amigos, hace un par de años, una página soberbia en la que se ocupa de mis libros, y tiene un correo del lector, y un foro libre de discusión; y el fulano ha conseguido montar una pajarraca extraoficial magnífica, donde amigos a los que no conozco, pero que tienen la gentileza de leer mis libros y mis cosas, como El Conde, Carlota, Celso, El Marino y muchos otros, envían colaboraciones, opinan y, en resumen, intercambian cromos. Y fíjense si será buena la página, que hasta mi editorial, a la hora de hacer la suya —estupenda, las cosas como son—, puso un enlace con ésta para aprovechar todo ese caudal de información. A esa página privada me asomo de vez en cuando a ver por dónde van los tiros, los que me dan leña y los que me defienden. Nunca intervengo, pero observo, me divierto, aprendo, me familiarizo con amigos y adversarios desconocidos. Y así fue durante todo este mes, en que al abrir la página de Enrique encontraba allí todo un foro de mensajes reclamando qué alguien piratease El oro del rey y lo pusiera a circular: algunos oponiendo reparos morales y otros diciendo qué carajo, las cosas en la red están para piratearlas, y no estoy dispuesto a soltar quinientas pelas, no ya por la pasta, sino por principios. Por estricta moral de internauta.

Y debo reconocerlo aquí públicamente: asistir a todo ese guirigay, propio de las tabernas de filibusteros de los viejos libros, me ha calentado el corazón. El día que alguien que usa el nick de Pepe dijo «ya lo tengo, aquí lo tenéis», y en el acto recibió una lluvia de peticiones y agradecimientos, sentí el éxito casi como propio. Porque uno cree que todo está ya dicho, escrito y reglamentado, y de pronto resulta que no; que ante cada nuevo desafío surgen en cualquier rincón espíritus libres que se pasan por el forro de los cojones los reglamentos y los copyrights y las estipulaciones de tres euros y letra pequeña. Corsarios resueltos a ir al abordaje de sus sueños. Y lo que es más importante: solidarios, dispuestos a compartir. A ir a la taberna de los Hermanos de la Costa, de los colegas, de los amigos cuyo nombre es sólo un alias en la red, y decirles: aquí está, aquí lo tengo. Aquí lo tenéis. Servíos, y que aproveche.

Por eso quiero dar hoy las gracias al pirata Pepe y a los otros: a quienes durante estas semanas habéis hecho saltar mecanismos de seguridad y saqueado las bodegas de esa página alatristesca, por amor a la aventura, por desafío y por generosidad con los camaradas. Los de mi editorial —y algunos
libreros— se ciscan en vuestros muertos. Por mi parte, os aseguro que el propio Diego Alatriste habría disfrutado tanto viéndoos hacerlo como he disfrutado yo.

26 de noviembre de 2000

domingo, 19 de noviembre de 2000

Carta a María


Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires.

Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente —como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática—, que Newton escribió en latín sus Principia Mathematica, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamamos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español. Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, ElIiot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles. Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso —o al menos sueñas con hacerlo—, conocerás la única patria que de verdad vale la pena.

19 de noviembre de 2000

lunes, 13 de noviembre de 2000

En la barra del bar


A veces, para tomarse una copa con los amigos basta abrir una carta. Es de Chema, y me manda dos fotos del café Gregorio de Gijón: una interior, de la barra y el rincón con mesa desde la que me escribe, y la otra exterior, brumosa, con un blanco y negro que difumina entre la niebla el rótulo del café, haciéndome recordar el Rick's de Casablanca, hasta el punto de que parecen a punto de asomar por la puerta Humphrey Bogart y Claude Rains, en mitad de uno de esos diálogos de amistad que todos habríamos querido protagonizar alguna vez en nuestras vidas. Para que luego digan que ya no tiene sentido la modalidad epistolar, y que el teléfono móvil e Internet se han cepillado el encanto de la cosa. Porque parece mentira lo que pueden sugerir una carta oportuna y unas fotos. Estoy aquí, tecleando, y llueve afuera sobre la sierra gris, y leo las palabras de ese amigo a quien no he visto la cara en mi vida, ni le he contestado una carta, ni sé qué pinta tiene, ni falta que me hace; y es como si estuviéramos los dos acodados en cualquier barra de cualquier bar de cualquier lugar del mundo. Charlando sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Ya lo he dicho: charlando.

Ni siquiera falta la música. Para completar la cosa y acompañar la presencia de Chema con la de otro amigo —ellos no se conocen entre sí— recurro a La calle de la duda de lñaki Askunze, del lñaki Askunze Sextet, que me la mandó el otro día y ahora suena en la minicadena llenando el lugar de jazz suave; ambientando el bar en donde estamos Chema, lñaki y yo tomándonos esa copa, que en realidad puede ser cualquier otro sitio: el bar de Dani que ya no es de Dani, o el bar de Silvia, o el de Raquel, o el Muro, por volver de nuevo a Gijón, donde en este preciso instante Chema se inclina sobre la cerveza, echa un vistazo y dice es un dolor, colega, míralas. Están todas buenas. Le contesto que sí, que siempre lo estuvieron y que ahí están, las mismas, desde hace siglos y siglos, y Chema asiente un par de veces y da unas caladas al cigarrillo —no sé si fuma, pero lo imagino dando caladas al cigarrillo— mientras a nuestro lado, tímido como tantos vascos cuando hablas de tías, y quizá para inhibirse un poco del tema, Iñaki arranca unas notas a su saxo reluciente. Notas que son una afirmación y una pregunta en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Chema su carta, y yo sigo leyéndola, y la música de Iñaki suena en esta mañana gris que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vasos de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los tres y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos, y que al final he decidido que sea El Muro; más que nada por no salir de Gijón. Y en este momento Chema está diciendo me rindo, tío, me rindo, porque siempre parecemos nosotros, pobres guiñapos en sus manos, los dignos de compasión. Todavía no me explico, añade, cómo es posible una sociedad machista declarada, tan discriminatoria con la mujer, y a la vez tan pendiente y tan dependiente de ella. Le dejo decir todo eso sin interrumpirlo mientras la música de Iñaki va llenando las pausas. Porque Chema escribe, o habla, lo que sea, con muchas pausas. Algo normal, a estas horas y con tantas cervezas.

Entonces Chema apaga la colilla en el cenicero, me mira y dice lo que dice, y hasta Iñaki se interrumpe en mitad de un tirurirará y nos observa, interesado —de Iñaki sí conozco el careto porque viene en la funda del CD—. Y lo que dice Chema, o más bien pregunta, es dónde está el fallo, colega. Dónde entonces, en qué punto extraño y misterioso del recorrido, pierde la mujer esa ventaja con la que aparentemente juega desde el principio. Empieza mandando como madre, figura más respetable y creíble que la del padre. Luego todos tus pasos van en su dirección: conquistarla, complacerla, contentarla, mantenerla si puedes, aunque ella no se deje. Quieres ser el elegido, porque no olvides que eligen ellas —Iñaki, a punto de soplar de nuevo la boquilla del saxo, asiente con la cabeza—. Y sin embargo, en algún momento de la película que se me escapa —se nos escapa, le matizo— pierden su influencia y muchas pasan a ser dominadas, sin relieve, a veces casi unas parias. Tienen fecha de caducidad, resumo yo: como los yogures. Y Chema e Iñaki se miran el uno al otro, en mudo asentimiento. Luego Iñaki empieza La trampa, Chema me ofrece un cigarrillo y fumamos en silencio. Debe de ser duro de cojones ser tía, dice. Si te dejas, apunto. ¿Y por qué se dejan las que se dejan?, pregunta él. Esa es la gran pregunta, respondo al cabo de un rato. De cualquier modo, concluye Chema, parece que siempre son la misma, pero en realidad van pasando. Como nosotros, le digo yo. Como nosotros. La diferencia es que ellas se dan cuenta tarde, y los hombres nunca.

12 de noviembre de 2000

lunes, 6 de noviembre de 2000

El malvado Carabel


Qué bonito, enternecedor y democrático, el espectáculo de esa Serbia oprimida que rompe sus cadenas y etcétera, todos besándose por las calles, los policías y los manifestantes, con las jóvenes y bellas Slobodankas poniéndoles florecitas en el fusil a los sicarios de Milosevic, y los maderos quitándose los uniformes para unirse al pueblo. Han pasado semanas pero todavía estoy con la resaca, snif, sorbiéndome las lágrimas con esa Serbia que, según coinciden en afirmar los medios informativos y los tertulianos de radio, al fin respira libertad y defenestra al dictador totalitario y maloso que tuvo al pueblo vejado, oprimido y engañado. Qué solidario se ha puesto todo, rediez, con Europa dispuesta a levantar las sanciones pero ya mismo, y con mi primo Solana apresurándose a cobijar al hijo pródigo bajo el ala protectora de sus inefables plurales. Nosotros hemos, nosotros vamos a. Todo es tan simpático y tan melifluo, tan intenso el mensaje de esperanza balcánico-democrática, que da ganas de echar la pota. Glusp. Hasta la bilis.

Porque ahora resulta, ale hop, que el único malo era Milosevic y lo hizo todo solito. Ahora resulta que fue Milosevic en persona quien estuvo dos años bombardeando con entusiasmo Sarajevo, quien ejecutó de un tiro en la cabeza a los prisioneros y heridos croatas de Vukovar, o quien exterminó a la población masculina de Sbrenica. Fue Milosevic, con sus manitas de funcionario probo y su cara de estar en otro rollo, quien disparaba desde los tejados a los niños, dejándolos agonizar sin rematarlos, como cebo para cazar adultos. Fue Milosevic, y nadie más que él, quien llevó a las mujeres bosnias a los burdeles donde se las forzaba y se las hacia bailar desnudas ante los chetniks borrachos, para rebanarles el pescuezo cuando la soldadesca se hartaba de ellas. También fue Milosevic quien le rompió el culo a los niños violados con bayonetas ante sus padres, a la pobre gente ametrallada y descuartizada con granadas mientras huía descalza por la nieve. Fue Milosevic, resumiendo, quien sometió la antigua Yugoslavia a la más salvaje carnicería de su historia, mientras Europa y la OTAN perdían el tiempo reuniéndose y volviéndose a reunir con él, sonriéndole y dándole la mano para hacerse fotos mientras se rascaban los huevos sin mover un dedo, hasta que ya fue tanta la barbarie y la vergüenza que salían por la CNN que no hubo más remedio que acabar con aquello. Fue Milosevic, en suma, quien mató a mis amigos Gruber, y Rado, y Jasmina, y Marco, y Luchetta, y a tantos otros, incluido el niño que en Dobrinja se me desangró entre los brazos y que nunca supe cómo se llamaba. Quien me puso en la memoria imágenes y fantasmas que no olvidaré en mi puta vida.

En cuanto a todos los otros serbios, ojo al dato, ahora resulta que eran inocentes y que no sabían nada de nada. Los pseudo-opositores cobardes que se bajaron los calzones por miedo a que les dieran matarile. Las bestias con estrellas de general y los artilleros rasos que apuntaban sus cañones a los hospitales y a las colas de infelices que buscaban agua y comida. Los curas que alentaron el degüello desde sus púlpitos. Los intelectuales que justificaban el genocidio. Los periodistas que mentían como bellacos. Los maestros que envenenaban a los niños con la murga del nosotros y ellos. Los soldados y los paramilitares que degollaban a mansalva. Los miles de patriotas que salían a la calle con banderas a jalear a su presidente y a sus generales y a los tigres de Arkan y el sueño de la gran Serbia, invicta y poderosa. Ahora resulta que todos esos eran unos mandados, y no querían, y sólo pasaban por allí. Que todos esos cabrones estaban limpios, fueron manipulados y engañados en su buena fe, y por eso ahora pueden sin ningún rubor alzar la bandera de la democracia y de la decencia nacional. Joder. Qué útil es tener malvados oficiales que carguen con las culpas colectivas. Qué fácil es luego el yo no quería, me engañó, me obligaron. Todo cristo puede lavarse las manos como se las lavaron esos alemanes rubios y disciplinados que sólo acataban órdenes, esas mozas con trenzas que oraban emocionadas alzando el brazo cuando pasaba el Führer. Igual que se las lavarán, cuando todo se haya ido al carajo, los que ahora jalean en las campas de jubilado y boina, frente a los autobuses incendiados o ante los muertos con tiro en la nuca, a los mesías de vía estrecha, a los cerriles fanáticos que escupen odio por el colmillo, a los variados Milosevic que aquí nos crecen en el cogote. Al final resulta que nadie aplaudió, nadie votó, nadie sabía nada, nadie podía imaginar que. Inocentes, dicen. Venga ya. Nunca es inocente quien genera, vitorea y sostiene. Ni siquiera quien se calla. Así que déjenme de Milosevic y de leches. Yo estuve allí. La culpable es Serbia.

5 de noviembre de 2000