domingo, 27 de agosto de 2000

Sobre patriotas y palomitas


Hay que ver cómo se han mosqueado los súbditos de su majestad británica con la película El Patriota, protagonizada por Mel Gibson. Historiadores, parlamentarios y periodistas han puesto el grito en el cielo, protestando por la imagen cruel y deformada que de ellos da el filme, ambientado en las peripecias de un colono durante la guerra de independencia de los Estados Unidos. Es una manipulación histórica, dicen. Nosotros no éramos tan villanos ni malvados. Como el director es de origen alemán, nos la ha metido doblada, etcétera. Supongo que algunos de ustedes han visto la película. A mí me pareció muy bien hecha y muy entretenida, interesante para un público formado, como se decía antes, que no se llame a engaño con un producto claramente destinado a conmover la fibra patriótica gringa —de eso habla el título precisamente— con mucha bandera y mucha gesta nacional. Quizá se pasa un poquito en eso de que los ingleses esclavizan de nuevo a los pobres negros a quienes los bondadosos y humanitarios colonos habían manumitido por iniciativa propia. Pero, con todo y con eso, El Patriota es, a fin de cuentas, una película clásica de buenos y malos, como hemos visto tantas, con buenos que tienen un envidiable —a mi juicio— amor por su patria, y con malos que son malos que te rilas, Domitila; sobre todo un coronel inglés muy caín y muy perro al que le priva fusilar, matar por la espalda, y achicharrar a gente indefensa en iglesias incendiadas. Y encima se ríe, el hijoputa. Comprendo que se hayan mosqueado los ingleses. El cine norteamericano los tenía mal acostumbrados. Antes los buenos siempre eran ellos: lo mismo cruzaban el paso de Jyber tocando la trompeta que salvaban al hijo del marajá siendo audaces lanceros bengalíes, defendían a la reina Victoria frente a la chusma bóer o zulú, mataban nazis, se hacían piratas por amor al arte, o defendían a Occidente con licencia para matar. Incluso cuando palmaban haciendo el primavera, como en Balaclava, siempre estaba allí Errol Flynn para convertir el evento en gloriosa derrota; de modo que hasta eso parecía, encima, una victoria. Pero los tiempos cambian, y a hora les fastidia que se haya acabado el chollo, y van y se chivan al profe. No están acostumbrados a que Hollywood los saque feos, malos y perdiendo, y se niegan a aceptar que el héroe británico tomando el té en el puente de Arnhem ya no se lleva. Norteamérica necesita a toda leche villanos en cantidad para sus pelis. Y la industria quema velozmente las existencias. El único héroe de cine que de verdad cuenta para Hollywood es el gringo, y para darle cuartelillo los guionistas ya han abusado mucho de los indios, tan exterminados dentro como fuera de la pantalla, y también de los alemanes, de los negros africanos, de los asiáticos, de los árabes, de los hispanos y de los rusos, que son los últimos y han dado mucho juego con eso de las bombas nucleares despistadas, y las mafias, y el vodka de Yeltsin. Pero la cantera se agota, y además se produce el efecto boomerang. Ahora sale un mafioso ruso en una película, con ese acento de doblaje que te descojonas —«yo matar eniemigo amiericano»—, y el público va y se pone de su parte porque le parece conocerlo ya de toda la vida.

Así que lo siento por mi vecino Marías, pero les ha tocado el turno a los perros ingleses. Ya se acostumbrarán. Si les sirve de consuelo, el otro día estaba yo viendo un programa de la televisión británica sobre la Armada y la empresa de Inglaterra, y tuve que tragarme sin pestañear cómo ese país libre y patriota, gobernado por una reina inteligente y moderna, resistió las ambiciones imperiales, la codicia y la rapiña del siniestro imperio español gobernado por un rey inculto, fanático, cruel, oscurantista e inquisidor, y cómo alegres muchachos amantes de la liberté, de la egalité y de la fraternité se echaron a los mares para beneficiar a la humanidad doliente, liberando a los pueblos oprimidos de América del yugo colonial de aquella España que era un peligro público. Lo que en versión Hollywood se tradujo durante muchas décadas en un pirata rubio que se hace pirata por ansias de justicia y por odio a la Inquisición que quemó a su hermano, y que saquea el oro de españoles morenos, sucios, grasientos y cobardes —encarnados siempre por actores mejicanos— no por codicia, sino por darle al tirano donde más le duele. Y además el rubio se liga siempre a la sobrina del gobernador, que es la única española guapa de la película. No te jode.

Así que me parece de perlas que también a ellos les haya llegado el turno de cobrar las suyas y las del pulpo. Y puestos a que me cuenten películas, debo decir que con la de Mel Gibson me lo pasé de cine. Comí palomitas y me encantó aplaudir cuando matan al inglés.

27 de agosto de 2000

domingo, 20 de agosto de 2000

Piratas chungos


Estoy seguro de que el otro día los huesos de Barbanegra y el Olonés se revolvieron en sus tumbas, y la cofradía de fantasmas de los Hermanos de la Costa sin Dios ni amo, gimió indignada desde la penumbra verde de su cementerio marino, entre votos a Belcebú y al Chápiro Verde. Porque era un atardecer tranquilo y mediterráneo, con el cielo rojo, la mar rizada y el levante campanilleando suave con las drizas contra el mástil de los veleros amarrados en el puerto. Era exactamente eso, y yo estaba a la puerta de un bar, mirando ese mar que fue camino de naves negras, de legiones romanas y de héroes zarandeados por los mezquinos dioses. Era uno de esos momentos en que la vida lo reconcilia a uno con la vida, y en que todo lo que leíste y viviste y soñaste encuentra su lugar en el mundo, encajando en él de modo asombroso. Estaba así, digo, cuando al otro lado del pantalán empezó a oírse una música atronadora e infame, —pumba, pumba, hacía la música—, y vi que acababa de abarloarse al muelle una zodiac con seis o siete individuos que en ese momento saltaban a tierra. La zodiac remolcaba una de esas repugnantes motos de agua que tan famosas ha hecho el intrépido cuñadísimo Marichalar Junior, llevaba una antena alta, y en ella ondeaba una bandera pirata con su calavera y sus dos tibias. Pero no fue el insólito pabellón, prohibido a bordo de embarcaciones en cualquier puerto del mundo, el que más me llamó la atención, sino el aspecto de los recién llegados y su parafernalia general. La música y la bandera se completaban con una colección selecta de tipos veraniegos de los que a mí me hacen tilín: cuarentones, bañadores floridos multiuso, camisetas ad hoc sobre orondas tripas cerveciles, chanclas, riñoneras, gafas de sol de diseño anatómico forense, aretes en las orejas y pañuelos piratescos en las cabezas, tipo Espartaco Santoni que en paz descanse. Y yo me dije: anda, tú. Qué feroces y qué miedo. De dónde habrá salido esta banda de gilipollas. Luego, viéndolos sentarse a mi lado en el bar, pensé hay que ver. Qué dirían ahora el capitán Blood o Pedro Garfio o el Corsario Negro o El Cachorro, o, ya metidos en veras, el capitán Kidd, Edward Thatch, el pelirrojo Morgan, Natty el limpio, las mujeres filibusteras Anne Bonny y Mary Read, el tímido Rackam, o incluso el fraile Caracciolo y el capitán Misson, los piratas buenos del Índico, de este deplorable espectáculo. Sea usted hace tres o cuatro siglos un cabrón como Dios manda, asalte galeones españoles, saquee Maracaibo, cuelgue a capitanes enemigos del palo mayor, pase a los prisioneros por la tabla o por la quilla, viole a la sobrina del gobernador de Jamaica, abandone a tripulantes amotinados en una isla desierta, vuele su barco desarbolado para no caer en manos de los jueces del rey, o termine sus días como digno pirata, ahorcado, y ponga tan amena y edificante biografía bajo la bandera negra de los bucaneros, para que esa misma enseña, cuya vista antes helaba la sangre, termine en número de circo, enarbolada por media docena de Cantinflas de playa.

Qué tiempos éstos, me dije, en que cualquier cagamandurrias puede tirárselas de pirata. No hay derecho a que también metan mano en eso, y ya no se reverencia ni lo más sagrado. A que la bandera más respetable de la Historia, elegida voluntariamente por lo mejor de cada casa, por los salteadores y asesinos y golfos y canallas que en nombre de la libertad, de la codicia o de la aventura se pasaban por la bisectriz todas las otras banderas inventadas por reyes y por curas y por banqueros, termine en la zodiac de unos tiñalpas espantando a las gaviotas con música discotequera. No hay derecho a que los sueños de niños que todavía miran el mar buscando su memoria en viejos libros escritos por Exmerlin y por Defoe, con espeluznantes grabados de abordajes, ejecuciones, saqueos y orgías, sean profanados de éste modo por una panda de retrasados mentales. Y entonces lamenté de veras, voto a tal, que el velero amarrado algo más allá no fuese un bergantín de antaño con la tripulación adecuada y el nombre escrito en la patente de corso auténtica y en blanco que una vez me regaló un amigo. Porque entonces, me dije, esa misma noche mandaría a tierra al contramaestre con un trozo de leva de los gavieros más duros, a fin de que cuando esos capullos de la banderita estuviesen bien mamados en un bar, los reclutasen a hostia limpia como en los viejos tiempos. Y luego despertaran a bordo en mitad del océano, comiéndose por el morro una campaña de quince meses en las Antillas, tirando de las brazas bajo el rebenque, subiendo a las vergas para tomar rizos con vientos de cincuenta nudos, antes de obligarlos a cavar sus propias fosas junto al cofre del tesoro, con el loro Capitán Flint gritándoles guasón en la oreja: «¡Piezas de a ocho!... ¡Piezas de a ocho!».

20 de agosto de 2000

domingo, 13 de agosto de 2000

Caín y Abel


Pues eso. Que Abel trabajaba como un auténtico hijo de puta, dale que te pego, todo el día con el rebaño para arriba y para abajo, esquilando, y ordeñando, y levantándose con el canto del gallo para irse a currar a los campos de su padre. Tenía callos en las manos y agujetas en los ijares, y el sudor le goteaba por la nariz, clup, clup; con aquel solanero que le caía en la espalda como una manta de plomo. Luego, cuando volvía a casa a las tantas, estaba tan hecho polvo que no le quedaban ganas ni de ver Cine de Barrio, ni de cumplir con la parienta ni de nada, y la verdad es que al pobre le importaba un pimiento que el humo de los sacrificios subiera recto al cielo, se desparramara por la tierra, o se pareciera a las señales en morse de los apaches. Pasaba mucho. Era un currante nato, vaya. Un estajanovista.

Caín era todo lo contrario. Tenía una jeta que se la pisaba, había salido más vago que el peluquero de Ronaldo, y no es que el humo de los sacrificios a Yahvé le saliera por la tangente; es que ni humo, ni sacrificios, ni nada de nada. Se pasaba el día tumbado a la bartola y tocándose los huevos. Su parcela ni la pisaba, y estaba toda sin sembrar y hecha un asco de zarzas y matojos, porque además Caín se había hecho enlace sindical —que en España es título vitalicio— y con tanta asamblea y tanto agobio y tanto luchar por los compañeros y compañeras, hacía años que se había olvidado de para qué sirven un legón y un arado.

Total. Que Adán, el padre, estaba encantado con Abel y hasta las narices de Caín, y tenía unas broncas espantosas con Eva, su legítima. Al mayor lo has malcriado con tanto mimo y tanta puñeta, decía. Estoy a punto de jubilarme y ya ves el panorama agropecuario, maldita sea mi estampa: lo de las ovejas va medio bien, pero la cosa hortofrutícola es un desastre, que si no fuera por los moros de las pateras ya me contarás quién cojones iba a ocuparse de los tomates y las lechugas, leñe, que tu Caincito no da palo al agua, y yo estoy a punto de jubilarme, y como en los años del Edén no coticé a la seguridad social, resulta que vamos a quedarnos con lo justo. Eso largaba el paterfamilias, muy mosqueado. Así que para ajustarle las cuentas al viva la virgen del hijo mayor, resolvió ir a un notario y hacer testamento dejándole a Abel, además de las ovejas y los chotos, las mejores tierras, las de adentro; con hierbas para pastar y campos para arar. Y a Caín, para darle por saco, le dejó las secas y áridas que estaban junto al mar, arenales llenos de sal, donde no había llovido nunca, ni llovería aunque cayera un Diluvio. Y luego de testar, Adán fue y se murió, descojonándose de risa. A ése le he jugado la del chino, decía. Ja, ja. La del chino.

Ha pasado el tiempo, y Abel sigue allí, sudando la gota gorda. Se pasa el día encima del tractor. La sequía le ha arruinado seis cosechas, las lluvias torrenciales cuatro, los girasoles que había plantado este año para trincar subvenciones comunitarias se los ha dejado hechos una mierda la plaga de la cochinilla de la pipa, y además, para redondear la temporada, la enfermedad de las ovejas clónicas locas le ha vuelto majara a la mitad del rebaño. Para más inri, su mujer lo obliga a veranear un mes entero en La Manga, y encima le ha salido un hijo neonazi y una hija finalista del concurso Miss top Model 2001 de Almendralejo del Canto.

Pero lo que peor lleva es lo de su hermano. Porque, con aquellas tierras secas y salinas que heredó casi en la orilla del mar, Caín fue a conchabarse con un constructor del Pesoe y con un alcalde del Pepé tan analfabetos como él, pero listos y trincones que te cagas, y las hizo parcelas, y consiguió permisos de construcción masiva y se inventó playas donde no las había, y en poco tiempo lo llenó todo de adosados y de bloques de pisos hasta el horizonte. Y aunque no hay agua, ni cañerías, ni cloacas, ni infraestructura adecuada; y todo cristo bebe agua del mismo tubo y chupa luz del mismo enchufe, aquello, hasta que reviente, parece Manhattan, con manadas de guiris y veraneantes y abueletes jubilados, ingleses con una cerveza en la mano y treinta en el estómago, alemanes que —como honrados alemanes—, denuncian al vecino porque el perro ladra, y subnormales nacionales que conducen con las ventanillas abiertas para que se oiga bien la música de bakalao en diez kilómetros a la redonda. Y de vez en cuando, para restregárselo por el morro, Caín invita a su hermano a comerse una paella en el club náutico del que es presidente fundador, y le enseña el último Mercedes comprado con dinero B que acaba de traerle uno de sus socios de Zurich, y a bordo del yate le pone los videos grabados en la casa que tiene en Miami, justo al lado de la de Julio Iglesias, hey. Y Abel mira a su alrededor; desesperado, preguntándose dónde carajo puede conseguirse a estas alturas una quijada de asno.

13 de agosto de 2000

domingo, 6 de agosto de 2000

Aún puede ser peor


No sé qué será peor, si la enfermedad o el remedio. Me alegra imaginar el debate sobre la enseñanza y las humanidades, cuando se reanude el curso político. No se trata de que unos tengan razón y otros no, porque las cosas nunca son simples. Lo inquietante es que el problema existe desde hace tiempo, y a ningún gobernante ni miembro de la oposición pareció preocupar nunca lo más mínimo hasta que, ale hop, por necesidades tácticas sale ahora a relucir con el daño ya hecho. De cualquier modo, es sospechoso que ese rifirrafe sobre los trileros de pueblo que engañan a los niños en el cole no se haya planteado antes. Porque no pretenderán convencernos, los sucesivos ministros de Educación y Cultura de los últimos quince o veinte años, de que ellos acaban de saber hace dos días de que en algunos libros de texto el Ebro nace en tierra extraña, y Felipe II era un genocida o cosa así. Lo que me preocupa es que, ya en el conflicto planteado a principios de verano con el informe de la Academia de la Historia, a cada perro se le vio la oreja. Quiero decir que, del mismo modo que la cultura ha sido siempre aquí instrumento manipulable por los golfos de turno, en el debate que se avecina florecerá una vez más la semilla de la guerra civil que este país de hijos de puta lleva en el alma. Ya ahora, según el periódico que uno se eche a la cara o la radio que oiga, es posible advertir ajustes de cuentas, maniobras de desmarque o aprovechamiento de los huecos para meter el pasteleo, la larga cambiada y la mala leche de cada cual. En previsión de que se exijan responsabilidades, los que gobernaron durante trece años y se fueron de rositas dejando la educación y la cultura patas arriba, ahora matizan cautos que ojo, mejor analfabetos que afiliados al club de fans del Cid Campeador, como si no existieran las distancias medias. Al otro lado están los que se pasaron esos trece años en la oposición, calladitos mientras Solana y Maragall nos dejaban sin memoria y sin vergüenza; y ahora llevan legislatura y pico gobernando igual de mudos, no vayan a llamarlos fascistas por hablar de Indíbil o de Almanzor o de Blas de Lezo; y sólo cuando tienen holgura parlamentaria osan, tímidamente, hablar de la conveniencia, quizás, que por su parte no quede, por supuesto de modo nunca coactivo —no sé por qué cojones no puede coaccionarse cuando se hacen las cosas con derecho legítimo, consenso general y cordura— de devolver a los libros de texto cuando aquellos irresponsables, ayudados por el silencio cómplice de la propia derecha, o centro derecha, o lo que carajo sea ahora, y de todos los demás, quitaron, o dejaron quitar a cambio de votos para ir tirando de legislatura en legislatura. Mejor gobernar una España desmantelada, se decían, que no gobernar nada de nada. Y ahí quedó eso.

Lo malo es que sobre los libros de texto revisados por bandos vencedores ya tuvimos unos cuantos ejemplos en el pasado reciente; y no sabes qué es peor, si esto o aquel folletín excluyente de esencias patrias, reyes buenos, curas santos y conquistadores heroicos y piadosos. Para agravar el panorama, y resueltos a sacar partido del envilecimiento de unos y otros, están los caciques de pueblo con eruditos a sueldo dispuestos a reescribir la historia a su gusto, a ponerles en el catre a su señora, o a lo que se tercie: mierdecillas que plagian una leyenda negra que ni siquiera tuvieron el talento de inventar ellos —quien no pare Césares mal puede tener Plutarcos— y tan mediocres en su fanatismo que, a su lado, fray Prudencio de Sandoval o el padre Mariana eran Tácito y Suetonio. El caso es que, con el hueso de las humanidades disputado por la jauría habitual —imagínense a ciertos diputados (y diputadas), con esa sintaxis y esa fluidez retórica que los caracteriza, defendiendo las Etimologías de San Isidoro—, mucho me temo que quien no tendrá voz ni voto en estos asuntos será la gente decente: los historiadores que exigen una revisión crítica pero rigurosa, que se sienten asqueados con la coexistencia de 17 historias de España diferentes, y que defienden una disciplina educativa que no sólo consiste en fechas, reyes y emperadores, sino que pasa también por los museos, las bibliotecas, los teatros: por la huella que todo el pasado, sin exclusión, dejó en nuestro presente. Por la noble complejidad que nos permite comprender que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Pero ya verán como no. Verán como el debate será estéril y ahondará el daño, al pretender contentar a los tres vértices de ese triángulo viciado y miserable: la insolidaria mezquindad y mala fe de los caciques provincianos, el nefasto refranero y el casticismo noventayochista de una derecha elemental y analfabeta, y el bobo psicologismo educativo de los imbéciles que pretenden igualarnos a todos en la cultura de la nada.

6 de agosto de 2000