domingo, 24 de septiembre de 2000

Matrículas y poca vergüenza


A la hora de teclear este libelo semanal todavía no sé en qué habrá quedado el asunto de las matrículas y los indicativos provinciales y toda esa murga. Imagino que por una vez se habrá impuesto el sentido común y que los coches llevarán la letra estatal E con las estrellitas comunitarias, normalizando así la cosa con el resto de Europa. Lo que todavía ignoro es si la presión de los caciques de los reinos de taifas que mercadean este putiferio habrá incluido las letras provinciales en el invento, o no; ya que oí el otro día afirmar a un portavoz parlamentario de ERC que, en caso contrario, los conductores catalanes pegarían las letras CAT sobre la E, con un par de huevos. De cualquier modo, oigan, viene a dar los mismo. Que Francia lleve en sus coches una simple F rodeada del circulito de estrellas europeas o Italia la I, o que en el estado federal alemán, a un ciudadano le parezca normalísimo que su mercedes o su volswagen lleven la D de Deutschland en lugar de, por ejemplo, la B de Baviera, no debe alterarnos el pulso para nada. A fin de cuentas, cuantas más letras pongamos en las matrículas y más precisemos el origen, filiación tendencias y RH de cada cual, más claras estarán las cosas a la hora de especificar la rica variedad de los hombres (y las mujeres) y las tierras de España; que como todo el mundo sabe, es el único estado europeo que nunca existió. De cualquier modo, los partidarios de un minucioso detalleo matriculero, podrían argumentar también que el indicativo provincial responde a las medidas urgentes que se reclaman para normalizar la situación en el País Vasco. Precisamente, podrían afirmar apuntándose el tanto, eso permite organizarse de cara a la kale borroka presente y a las kales borrokas futuras; porque así, reventar neumáticos o quemar coches maketos, charnegos o de lo que se tercie podrá ser más ajustado y selectivo y no pagarán justos por pecadores. O viceversa. También podían haber sido algo más generosos e incluirnos a todos por lo menudo. A ver por qué un murciano opresor, fascista y centralista va a llevar MU en la matrícula y un cartagenero –con mil y pico años más de historia– no va a llevar CT; o uno de Ayamonte las letras AY: que añadiéndole Huelva quedaría con HAY de hay que joderse. De esa forma tendríamos un bonito tema de conversación cuando uno de aquí viajara a Holanda, por ejemplo, y el de la gasolinera, al ver la SL en la matrícula preguntase: "¿Qué, de Sierra Leona?" y el otro respondiera, con el natural orgullo patrio: "No. De Socuéllamos de la Loma".

Además recuerden que hay gentes y etnias a las que sería práctico tener controladas. Los emigrantes, por ejemplo, podrían llevar en la matrícula una (EM) así, entre paréntesis, con el añadido de (MO) –moro–, (SU) –sudaca–, (NC) – negro de color– y (CHI) –chino, o sea oriental–, según cada registro. No deberíamos olvidar (GI) – gitano– y (MA) –maricón–. Y estoy seguro de que en ciertos ambientes sería bien acogido que quienes no tengan ocho bisabuelos catalanes, o los ocho vascos, o los ocho gallegos, o los ocho de Villacapullos de la Puta Que Me Parió, lleven también una marca en la matrícula. Algo identificativo, con eficacia probada y con solera. Una estrella amarilla, por ejemplo.

Así que fíjense, soy partidario incluso de que eliminen la E. de esa forma, y de todas las que se nos ocurran, podremos seguir siendo diferentes. Podremos alardear de tardar dos mil años en hacer un país llamado España, y lograr en sólo veinte que de él no quede ni la E de la inicial. Un país de golfos, analfabetos, fariseos y soplapollas de alcaldes de Marquina que se jiñan pero no dimiten, de diecisiete comités olímpicos y selecciones de fútbol, donde hasta los bailes regionales ya son alardes de mezquindad insolidaria. Una España que entre en la estupefacta Europa no como un estado, sino como una riña a navajazos, babel de cobardes y sinvergüenzas, donde mienten como bellacos quienes se llaman nacionalistas liberales o de izquierdas, porque el nacionalismo siempre es de derechas y se alimenta de fanatismo paleto y de sacristía; y el único camino de libertad y de progreso lo traen las puertas abiertas y la solidaridad y la Cultura con mayúsculas, sin que eso signifique renunciar a la tierra, a la lengua ni a la memoria de cada cual.

Así que algunos días, cuando la náusea me colma la gorja, celebro que haya políticos y políticas, demagogos y demagogas, gilipollos y gilipollas, empeñados en ahorrarme el bochorno de pregonar en la matrícula a esta España miserable. A ver si terminamos de una vez, y todo se va a tomar por saco, y dejo de desayunarme cada día con los mismos titulares, con tanta bajeza y con tanta mierda. Y entonces puedo elegir, y me hago francés.

24 de septiembre de 2000

domingo, 17 de septiembre de 2000

La carta de Brasil


El otro día vino a casa Tico Medina, el Gran Tico, el último reportero, a quien el mutis lo pillará exactamente así, de viaje, con su chaleco y su maleta y esa eterna curiosidad profesional mezclada de bondad que desde hace casi medio siglo arrastra de acá para allá, incansable, de las guerras a las plazas de toros, la farándula, las aventuras en Sudamérica, la vida fascinante de esa vieja escuela de putas del oficio que fue el diario Pueblo. Por eso siempre me alegro al verlo de nuevo; pasa igual cuando veo en el café Gijón al querido Raúl del Pozo, prueba viviente de que se puede tener el alma golfa, culta y decente a la vez; un Raúl que también en los tiempos de Pueblo, cuando algunos demócratas de ahora todavía eran flechas de la OJE, ya escribía como Cristo bendito, si Cristo bendito fuera columnista.

El caso, decía, es que el otro día estuve con Tico, que sigue al pie del cañón. Ni se jubila ni maldito lo que le apetece, y siempre le digo que su divisa o su epitafio —como es supersticioso, nunca deja que hable de epitafios— podría muy bien ser: «Si paro palmo, y si palmo, paro». Estuvimos un rato hablando de los viejos tiempos, y revisamos fotos de los años setenta, donde aparece el arriba firmante con veinticinco tacos menos. Luego Tico se fue, y yo guardé las fotos, y estando en eso me quedé con una en las manos. Fue tomada en Beirut en 1976, durante la batalla del barrio de Hadath, y en ella estoy hecho un pipiolo junto a un joven armado hasta los dientes, Kalashnikov al hombro y granadas al cinto, que se llamaba —todavía se llama— Elie Bu Malham. Ahora ese mismo Elie tiene cuarenta y tantos, un par de hijos y vive en Francia, creo. Pero al día que nos hicimos aquella foto, tenía sólo diecinueve, era miliciano de las fuerzas cristianas libanesas, y desde hacía un año y medio llevaba en el bolsillo una carta escrita en portugués. Una carta que no había leído nunca.

Cierta noche en que el frío no dejaba dormir, agazapados en una trinchera de Abu Jaude a esa hora en que se intercambian confidencias y cigarrillos fumados con la brasa oculta en el hueco de la mano, Elie me contó la historia de la carta. En realidad era una anodina historia de amor juvenil: una chica brasileña de vacaciones en Beirut antes de la guerra, un beso furtivo, una despedida, y al cabo del tiempo una carta escrita en portugués que Elie nunca había podido traducir —sólo hablaba un poco de francés—, pero que llevaba consigo a todas partes, como un fetiche. Le dije que yo podía leérsela; y Elie, lleno de ansiedad, sacó de su cartera el sobre con la hoja de papel doblado y desdoblado cientos de veces. La única carta de amor que había recibido en su vida. Nos pegamos al suelo de la trinchera y leí primero para mí, ocultando bajo mi cazadora la luz de la linterna. No era gran cosa: la chica agradecería las atenciones, aseguraba que era un chico muy simpático y nada más. Una carta sosa, agradecida, casi de compromiso. «Tradúcela», pidió Elie, agarrándome del brazo. Me miraba como si le fuera mucho en ello, así que lo hice; pero a la mitad comprendí, por la cara que podía verle al resplandor de la linterna, que aquello era muy frío. Decepcionante. Así que decidí, sin exagerar demasiado, adornársela un poco. Hacia el final, el «muchacho muy simpático» se convirtió en «muchacho encantador e inolvidable», y el «afectuoso saludo de tu amiga», etcétera, acabó siendo «un tierno beso de la que jamás te olvidará», o algo así. Fue mi buena acción —pocas hice— aquel año. A Elie le brillaban los ojos, estaba feliz, y al terminar me pidió que le repitiera la carta al día siguiente, para copiarla al árabe y poder leerla cuantas veces quisiera. Se lo prometí, pero al día siguiente hubo un ataque Fedayin, Elie y yo tuvimos otras cosas en qué pensar y nos perdimos de vista. Lo encontré seis años más tarde, en la misma guerra y en el mismo sitio. Para entonces, Elie ya era comandante. Sabía que yo iba y venía también con los otros bandos, palestino, sunita y chiita; pero aún así hizo cuanto pudo para facilitarme el curro, y me llevó con su unidad de kataeb a lugares donde no dejaban ir a periodistas. Se había casado con una de las chicas Sneiffer, las hermanas más guapas de Hadath, tenía una hijita que lo abrazaba llamándolo por su nombre, y lo vi llorar una noche que volvíamos del frente hechos polvo y la vio dormida en su cuna. Nos encontramos más veces hasta que en el 91, harto de la guerra, después de combatir durante dieciséis años, emigró con su familia a Francia sin un duro, en busca de trabajo. Me escribió un par de veces, y en ocasiones todavía recibo una postal suya. Nunca volvió a mencionar aquella carta brasileña. Sospecho que alguien se la tradujo de nuevo más tarde, y que la versión fue distinta.

17 de septiembre de 2000

domingo, 10 de septiembre de 2000

Chusma de verano


Maldita sea su estampa, que el verano muere matando. Quiero decir, y digo, que hasta el final le hace sufrir a uno sus más espeluznantes horrores. No me refiero —aunque también pongan la piel de gallina— a la tradicional fiesta de cumpleaños de Rappel ni a la mano en la cintura y el movimiento sexy, ni a los trescientos putones desorejados que han salido en la tele y los papeles contando cómo se lo hacían con Jesulín, ese ilustre garañón de media España, ni a Carmina Ordóñez, no menos ilustre ángulo de la bisectriz de la otra media.

Me refiero a los horrores sufridos en la propia carne, o casi. En realidad, la vida, que es muy borde, está llena de horrores de diverso tonelaje; lo que pasa es que, desde cierto punto de vista, los horrores de invierno suelen ser más llevaderos que los de verano, envueltos éstos últimos en cremas bronceadoras, camisetas de South Park, y vómitos de guiris e indígenas a las tres de la madrugada en la puerta del chiringuito. Por alguna ineludible ley de la naturaleza, agosto es un mes abundante en ese tipo de cosas, tal vez porque el calor hace fermentar la basura. En meses así, basta mirarnos a nosotros mismos con alguna lucidez para comprender la oportunidad ganada a pulso de las siete plagas de Egipto y el Diluvio Universal, y a los anarquistas majaras, y a los malos perversos que pretenden hacer estallar una bomba nuclear en los urinarios de Benidor y a los científicos mochales —no sé si se han fijado en que en las pelis tienen el mismo careto que Putin— dispuestos a meter virus mortales en los tarros de yogur de plátano de oferta.

Mi penúltima postal de verano me la sellaron la semana pasada en la gasolinera, entre la gente que se agolpaba en el mostrador para pagar la sin plomo, las barras de pan, las revistas o las botellas de agua mineral. Aguardaba paciente mi turno con la tarjeta de crédito en la mano, cuando un individuo que tenía prisa se metió casi por encima para adelantarse. No me importó el asunto, porque lo mismo daban cinco minutos más. Lo que me alteró el karma fue que el fulano, un tipo maduro y peludo que iba vestido con sólo un bañador y unas zapatillas pese a hallarnos a ciento cincuenta kilómetros de la playa más próxima, me restregó toda su sudorosa humanidad en el afán por arrimarse al mostrador, llegando a colocarme una axila en mitad del hocico. Una axila en la que un largo viaje por carretera había dejado inequívocas huellas. Nunca profesé en la regla de san Francisco, así que le aticé un codazo en el hígado con cuanta mala leche pude, que fue mucha, y luego dije «perdón» mirándolo con esa cara de loco que ponen quienes ya les dan lo mismo dos que veinte, y están dispuestos a romper un casco de botella y llevarse por delante a Cristo bendito, a Sansón y a todos los filisteos. Me miró como pensando anda tú, a ver qué le pasa a éste. Luego pagó y se fue tan campante. Pensando, a lo mejor, que ese chalado de la gasolinera se parecía un huevo al hijoputa del Reverte.

La otra postal es de una isla de la que hace cinco o seis años les hablé a ustedes, en un artículo titulado precisamente El chulo de la isla. Lamentaba entonces las maneras con que un militar de paisano había expulsado de la orilla —es zona militar del Centro de Buceo de la Armada— a los barcos y botes que fondeaban demasiado cerca; aunque luego supe que no era culpa del pobre hombre, un suboficial de marina, y que el almirante de entonces, que estaba bañándose allí con la familia, le había exigido que despejara el terreno porque le incordiaba la gente. El caso es que hace unos seis días volví al mismo sitio. Fondeé como muchos otros en seis metros de sonda, lejos, en el lugar adecuado, fuera de las balizas que marcan la zona prohibida. Pero comprobé que había docenas de barcos de todo tamaño pegados a la isla, chocando unos con otros y amontonados en la orilla, incluidos veraneantes (y veraneantas) que paseaban tranquilamente por la playa, bajo unos carteles enormes donde podía leerse sin ayuda de prismáticos ni nada: «Zona militar. Manténgase a 300 metros». Y debo confesar que entonces lamenté no ser almirante de la mar océana, para ordenar a los marineritos que desde tierra asistían impotentes a semejante putiferio —nadie les hacía maldito caso—, a despejar aquello con unos cuantos torpedos. Bum. Tocado. Bum. Hundido.

Y sin embargo, de aquella isla conservo una imagen que disipa todas las otras. Un hombre y su perro se bañaban juntos, mar adentro. Se veía la cabeza negra del animal junto a la de su amo, siguiéndolo fiel, chapoteando a su lado, girándose a esperarlo cuando se retrasaba. Y esa cabeza leal, enternecedora, oscura y peluda, obró de pronto el milagro de reconciliarme en el acto con miles de cosas que en ese momento detestaba con toda mi alma. Por ese perro, pensé, lamentaría que se ahogara el amo.

10 de septiembre de 2000

domingo, 3 de septiembre de 2000

Calle de las personas humanas


La verdad es que no sabía en qué terminó la cosa. Pero un amigo despejó la incógnita al contarme el otro día que la iniciativa de cambiar el nombre de la calle Séneca de Barcelona por el de Ana Frank reposa en el baúl de los recuerdos. Sin duda alguien cayó en la cuenta, a última hora, de que don Lucio Anneo, aunque era de Córdoba, no escribía en castellano sino en latín, y que, bien mirados —pese a las vulgares influencias de Salustio, Cicerón, Fabiano y Eurípides en sus epístolas, tragedias, diálogos y otros escritos—, los méritos literarios y filosóficos del preceptor de Nerón, pese a tratarse de un charnego nacido en la Bética, no estaban muy por debajo del Diario de la joven judía austríaca asesinada por los nazis.

Aún así, no crean que lo tengo muy claro. Hasta que se cortó las venas, Séneca sirvió al poder central de Roma, y por aquello de que no es lo mismo predicar que dar trigo, fue también un poco putero, le hizo la pelota a Mesalina, y durante una buena temporada se pegó la vida padre, pese a que en sus papeles sostenía la necesidad de la moderación, la sencillez y la vida beata. Imagino que los promotores del cambio de nombre para la calle estaban al corriente de todos estos pormenores, y con el aplomo que da el conocimiento de la cultura clásica, consideraron un acto de justicia moral borrar del callejero un nombre sujeto a tales ambigüedades. Este Séneca no era trigo limpio, dijeron. Seguro que iban por ahí los tiros, y el nombre de Ana Frank se les ocurrió igual que se les podía haber ocurrido cualquier otro. Calle de Baltasar Porcel, por ejemplo. O calle del payaso Fofó.

Por eso creo que la iniciativa tiene su puntito y no debe caer en saco roto. No estaría de más que los ayuntamientos aprobaran presupuestos extraordinarios para ese tipo de eventos, y encomendasen al certero criterio de sus concejales (y concejalas) de cultura una revisión exhaustiva de los callejeros locales, a fin de poner las cosas en su sitio. Y a fin, sobre todo —porque la modernidad también es un grado— de adaptar tanta nomenclatura apolillada que campea en los rótulos de las esquinas a los tiempos de esta España moderna que mira hacia el futuro y que, según el presidente del gobierno, va tan de puta madre. Y para que luego no digan ustedes que soy un insolidario y un cabrón, heme aquí, dispuesto a echar una mano.

Verbigracia. Sugiero que a todas las calles con nombres desfasados por la realidad se les actualice el asunto. La plaza de la Marina Española de Madrid, sin ir más lejos, debería llamarse, sin lugar a dudas, plaza de las Marinas Autonómicas. Y las connotaciones sexistas de la calle Caballeros de Valencia —calle Cavallers— deberían paliarse convirtiéndola en calle de las Señoras y Caballeros —de las Dones i Cavallers—. En cuanto a las calles con nombres de resonancias bélicas, que como los juguetes ad hoc sólo sirven para fomentar la violencia y el odio, y además acordarse de ellas no sirve para nada, el nombre se les cambiaría por el de acontecimientos de índole fraterna. En lugar de calle Bailén, o calle Batalla del Salado, podrían llamarse, por ejemplo, calle del Concierto de la isla de Wight, calle de la No Violencia, calle Greenpeace, calle de la Prestación Social Sustitutoria, calle de las Personas Humanas y cosas así. A otras bastaría con aplicarles pequeñas modificaciones que las pusieran a tono la calle de la batalla del Jarama, por ejemplo, podría llamarse calle de los Mansos de Jarama, en bonito homenaje a dos bandas al gran don Pedro Muñoz Seca. O, respetando las connotaciones históricas, la calle Navas de Tolosa pasaría a llamarse calle de los Hermanos Magrebíes. O calle de la Patera, que es más de ahora y no compromete a nadie.

El punto más peliagudo, claro, es el de las calles con nombres propios. Y es ahí donde no debe temblar el pulso de los concejales y concejalas. A estas alturas, a nadie le importa un huevo quienes fueron Avicena, Maimónides, Columela o Nebrija, que además no salen ni en Corazón de Verano ni en Tómbola, ni en el telediario. Así que propongo, para sustituir las calles a las que todavía inexplicablemente dan nombre, los más actualizados de calle Bill Gates, calle Leonardo di Caprio, calle de Lady Di, y calle de los Morancos de Triana, respectivamente. Para las calles Quintiliano y San Isidoro podríamos reservar los nombres de calle Jesulín de Ubrique y calle Georgie Dan, sin olvidar que el fútbol también ofrece inmensas posibilidades. En Aragón —que no se me crezcan mucho ésos— cualquier calle Almogávares pasaría a llamarse obligatoriamente calle de Marianico el Corto. Y en cuanto a los nombres de las calles Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo, se los reservo personalmente a los ex ministros de Educación José María Maragall y Javier Solana, a los que con toda justicia podríamos considerar padres putativos del asunto.

3 de septiembre de 2000