domingo, 30 de diciembre de 2001

Feliz año nuevo


Era guapísima, pensó. La mujer más guapa del mundo. Un vestido negro, escotado por detrás, el pelo recogido en la nuca. Unos ojos grandes e inteligentes que lo miraron de esa manera singular con que miran algunas mujeres, como si se pasearan por dentro de ti, escudriñándote cada rincón, y esa certeza te erizara la piel. No sabía cómo se llamaba, ni quién era. Ni siquiera si estaba con otro. Pero comprendió que era ella. Así que venció el nudo que se le había hecho en la garganta y dijo aquí te la juegas, chaval, te juegas el resto de tu vida, y a lo mejor haces el ridículo más espantoso; pero sería peor no intentarlo. Así que se fue derecho hacia ella, recorriendo esos cinco últimos metros que ningún hombre inteligente franquea si no son los ojos de la mujer los que invitan a recorrerlos. Hola, me llamo tal, dijo, y no me perdonaría nunca dejarte salir de mi vida sin intentarlo. Ella lo miró despacio, evaluando su sonrisa algo tímida, la manera sencilla que tenía de estar de pie ante ella, encogiendo un poco los hombros como diciéndole ya sé que lo hemos visto muchas veces en el cine y por ahí, pero no puedo evitarlo. Te pareces a esas cosas que uno sueña cuando es niño.

Lo consiguió. La felicidad le estallaba dentro y el mundo y la vida eran una aventura maravillosa. Bailaron, rieron. Compartieron sus mundos e hicieron que éstos empezaran a fundirse el uno con el otro. Música, cine, viajes, libros. Tiene cosas que yo necesito, pensó. Cosas que a mí me faltan. A veces se quedaban callados, mirándose un rato largo, y ella sonreía un poco, casi enigmática. Quizá se sienta como yo me siento, pensó él. Tocó su piel, rozándola con precaución al principio. Acercaron los rostros para conversar entre la música, acarició su cabello, respiró su aroma, asimiló cada registro de su voz. Algo hice para merecerla, pensó de pronto. Los años de colegio, la facultad, el trabajo, la lucha por la vida. Sentía que era un premio especial; que una mujer así no caía del cielo a cambio de nada. Eso lo hizo sentirse más seguro, más cuajado y adulto. Y en sólo unas horas, maduró. Se hizo lúcido y se dispuso a merecerla.

Llegaron las campanadas. Ding, dang. Todos bailaban y reían, brindaban, chocaban las copas salpicándose de champaña. Feliz 2001. Feliz año nuevo. Él nunca había sido muy sociable; tenía sus ideas sobre las fiestas de año nuevo en general y sobre la Humanidad en particular, y no eran ingenuas en absoluto. Sin embargo, aquella vez amó a sus semejantes. Los habría abrazado a todos. Con la última campanada ella se quedó mirándolo en silencio, la copa en la mano, la boca entreabierta, y él se inclinó sobre sus labios. Sabían a champaña y a carne tibia, ya futuro. Alrededor los amigos aplaudían y bromeaban sobre el flechazo. Ellos seguían mirándose a los ojos y se besaron de nuevo, ajenos a todo. Y más tarde, rozando el alba, la acompañó a su casa. Se besaron de nuevo en el portal, mucho rato, y él regresó a casa caminando en la luz gris del amanecer, las manos en los bolsillos, sintiendo deseos de dar pasos de baile, como en las películas. Estaba enamorado.

Pasaron los meses y se amaron con locura. Ella estaba en el último año de carrera; él, a punto de conseguir el trabajo soñado durante muchos años. Viajaron juntos y hubo un verano maravilloso, el mar, los paseos por la playa, las noches cálidas. Cuando estaban juntos apenas necesitaban otra cosa. Ella se le aferraba, jadeante, sus ojos muy abiertos cerquísima de los suyos, abrazándolo como si pretendiera hundírselo para siempre en las entrañas. Te amaré toda mi vida, dijo él. Me parece que deseo un hijo dijo ella. Que se parezca a ti. Que se nos parezca. El mundo era una trampa hostil, pero podía ser habitable después de todo. Era posible, descubrieron sorprendidos, construir un lugar donde abrigarse del frío que hacía allá afuera: un refugio de piel cálida, de besos y de palabras. A veces se imaginaban de viejos, con nietos, libros, un pequeño velero con el que navegar juntos por un mar de atardeceres rojos y de memoria serena.

Aquel año consiguió el trabajo por el que había luchado toda su vida. Un puesto de responsabilidad en una multinacional importante. El primer día que fue al despacho, al llegar a su mesa situada junto a la ventana con una vista maravillosa de la ciudad, pensó que había llegado a algún sitio importante, y que el triunfo también era de ella. Tenía que compartir ese momento, así que descolgó el teléfono y marcó el número de la casa donde ahora vivían juntos. Estoy aquí, lo he conseguido. Estoy en la cima del mundo, dijo, y te quiero. Mientras hablaba sus ojos se posaron, distraídos, en el calendario que estaba sobre la mesa: martes 11 de septiembre. Luego se volvió a mirar por la ventana. El día era hermoso, los cristales de la otra torre gemela reflejaban el sol de la mañana, y un avión enorme se acercaba volando muy bajo.

30 de diciembre de 2001

domingo, 23 de diciembre de 2001

Ding, dong señores clientes


Pues no sé si es cosa temporal, a causa de la Navidad de los cojones, o norma fija de la casa; pero lo del otro día en el Talgo Cádiz-Madrid estuvo a punto de hacer que me abalanzara sobre el freno de emergencia, tirase de él y dijera oigan, paren esto, pardiez, que necesito bajarme a echar la pota. El caso es que, fiel a mi táctica de supervivencia psíquica de evitar los aeropuertos españoles siempre que pueda -hasta la barba me ha encanecido volando con Iberia-, el arriba firmante iba tranquilamente sentado en su tren y sin meterse con nadie, leyendo Isla África, que es una novela sobre reporteros de mi colega y amigo Ramón Lobo, cuando de pronto suena la megafonía, ding, dong, o como se diga eso que suena en los trenes y en los aviones antes de contarte algo, y una voz femenina espeta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Jeeerez». No puede ser, me digo. Clientes. Acabo de subir al tren y esto es un viaje de los de toda la vida; y si me hubiera equivocado y en vez de subirme en el Talgo hubiera entrado en unos grandes almacenes me habría dado cuenta, supongo, porque habría en la puerta un papá Noel diciéndome felicidades, el hijoputa, y sonarían villancicos animándome a querer a todo cristo y a ser dichoso acarreando paquetes y machacando la tarjeta de crédito por amor al prójimo, y una chica Revlon o Estée Lauder, o como se llamen esas top models maquilladísimas que acechan en los pasillos, me habría fumigado al pasar con esas muestras de perfume que luego, a los maridos, les cuestan un disgusto cuando llegan a casa y tienen que explicarle a la legítima por qué hueles a torda fresca, so cabrón, de dónde vienes, y el otro jurando por sus muertos te juro que fue la dependienta, Maruja, y yo sólo pasaba por ahí, etcétera.

El caso, como decía, es que oigo eso de señores clientes y pienso: no puede ser. He oído mal, seguro, porque esto es un tren y viajo en la Renfe, que dentro de lo que cabe es una cosa muy eficaz y correcta, de las que mejor funcionan en España, y aquí no hay clientes como en las tiendas y en los prostíbulos, sino viajeros, o sea, pasajeros de toda la vida. Lo mismo la chica de quiere usted café o té, caballero, es nueva y ha metido la gamba, me digo; o igual trabajó antes en la sección de charcutería de un supermercado y se le quedó el latiguillo. Así que sigo leyendo, y de vez en cuando miro el paisaje y pienso menos mal, desde que se pide a los pasajeros que no usen el teléfono móvil más que en las plataformas de los vagones, la gente, aunque no hace ni puto caso, por lo menos se corta un poquito y baja la voz cuando dice estoy en el tren, Manoli, y Ilego a Atocha a las nueve, en vez de contar su vida a gritos, aunque todavía quede algún subnormal recalcitrante. Algo es algo. Estoy en eso, como digo, a mi rollo, cuando de pronto el altavoz hace otra vez ding, dong, y la misma pava suelta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Seeevilla». Y entonces empiezo a mosquearme un poquito más, y pienso que alguien, no sé, el revisor o quien mande algo, debería decirle a la chica que no, oye, que en los trenes y en los aviones y en los barcos no viajan clientes sino pasajeros, que es una palabra muy respetable y muy antigua, y nada tiene que ver con el que entra en una tienda o en un restaurante o pide un crédito en un banco. Pero en fin, concluyo. De un momento a otro la pobre chica se dará cuenta y rectificará, que es cosa de sabios y sabias.

Pero no. Al rato, la megafonía vuelve a la carga. «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Córdoba». Y entonces pienso no puede ser. Aquí no hay error. Como le decía Auric Goldfinger a James Bond, una vez es casualidad, dos coincidencia, y tres enemigo en acción. Así que empiezo a mosquearme, porque está claro que lo de señores clientes va por mí y por el resto de la peña que ocupamos el vagón, y que algún tonto del culo del departamento de relaciones públicas de la Renfe confunde las churras con las merinas. Así que, cuando pasa el revisor, le pregunto oiga, jefe, eso de clientes ¿va por mí? y el buen hombre me mira primero con recelo y luego cae en la cuenta de lo que digo, y entonces encoge los hombros y suspira, avergonzado y solidario, como diciendo si yo le contara, amigo. Y se va el hombre a lo suyo, sin decir ni pío porque, supongo, no quiere arriesgar el pan de sus hijos. Y yo me quedo pensando.

Hay que joderse: ahora ya no somos pasajeros, ni viajeros, ni votantes, ni nada, sino que todos nos hemos convertido en eso, en clientes; y así se nos trata y se nos menciona sin el menor empacho. Sin ningún respeto. Ya verán cómo, de aquí a nada, en vez de dirigirse a nosotros como ciudadanos, empezarán a Ilamarnos clientes. Clientes españoles, dirá José María Aznar en sus discursos. Clientes y clientas vascos y vascas, matizará el lehendakari Ibarretxe. Porque en eso nos han -nos hemos- convertido: en clientela políticamente correcta, salida de la mesa de diseño de cuatro soplapollas que confunden la modernidad con el mercado y con la estupidez. Y en Renfe, por lo visto, de esos imbéciles también hay unos cuantos.

23 de diciembre de 2001

domingo, 16 de diciembre de 2001

Esa verborrea policial


Tiene huevos. La madera, los picoletos y las fuerzas políticas correspondientes se pasan la vida pidiendo colaboración ciudadana en la cosa del terrorismo y la delincuencia, denuncie, oiga, persiga, telefonee, no se corte y eche una mano, y después, cuando uno va y lo hace, los primeros que se derrotan del asunto son ellos mismos, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que cuando salen bien las cosas tienen la lengua demasiado larga. Y el abnegado colaborador ciudadano termina, a menudo, apareciendo en los periódicos. Uno, verbigracia, va por la calle y ve a unos etarras o a unos atracadores, y coge su coche y los persigue telefoneando a la policía -la ventaja es que nadie te multa por conducir con el teléfono en la oreja, algo es algo-, y al cabo trincan a los malos, y para agradecértelo te sacan en los periódicos y en la tele durante tres o cuatro días, a fin de que la sociedad, incluidos aquellos cuya detención facilitaste, pueda agradecértelo. Casi nunca ponen tu nombre y apellidos, claro; pero dan pistas suficientes: vecino de la calle Fulano a bordo de su coche modelo tal, mediana edad, empresario, socio del Athletic. El otro día, sin ir más lejos, un pastor le contó a la guardia civil que se había encontrado a un etarra fugitivo por el monte, etcétera. Y a la media hora al pobre pastor lo conocía toda España y parte del extranjero, con lo que, de encontrarme en el pellejo del infeliz, yo ahora estaría considerando seriamente la posibilidad de cuidar ovejas en Australia.

En ese aspecto, como en otros, las autoridades y la mayor parte de los medios informativos españoles hacen gala de una irresponsabilidad abrumadora. Hay que ser muy torpe y muy bocazas para, pretendiendo alentar la colaboración ciudadana, disuadirla de ese modo en el mismo envite. A ver con qué ánimo para colaborar se siente uno si sabe que arriesga verse al día siguiente en los periódicos, después de que el director general de la policía o el ministro del Interior lo elogien calurosamente en rueda de prensa, o el gabinete de tal comisaría o comandancia filtre a los medios, sobre el héroe anónimo, detalles que al héroe anónimo maldita la puta gracia que le hacen. Aunque la verdad es que en eso de filtrar, en España hay solera. Hasta hace nada, semanarios y diarios de aquí se descolgaban con interesantes reportajes en los que salían, con apellidos y fotos incluidas, los topos que la policía infiltraba en ETA, o los agentes del CESID que andaban por el extranjero espiando como buenamente podían. Y luego se quejan los responsables del asunto de que cada vez resulta más difícil infiltrar bueno en las organizaciones de los malos. Nos ha jodido. A ver quién se va a infiltrar, jugándose el pellejo para que un día, mientras desayunas croissants con los colegas en Francia, te encuentres en Le Monde o en Sud-Ouest tu foto de la primera comunión. O para que te llamen de Madrid a las cuatro de la mañana -caso real- y te digan: chaval, ábrete de ahí cagando leches que mañana sales en portada.

Y claro. Uno se explica que casi todos los etarras se derroten en cuanto les dicen estás servido -también es pasmosa la locuacidad de esos mendas, que cuentan hasta lo que no se les pregunta-, por aquello de que van muy mental izados con eso de las salvajes torturas y toda la parafernalia franquista con la que les comen el tarro sus jefes; y aunque lo más eléctrico que tengan cerca sea la linterna del policía que les apunta con el fusko, se van por la pata abajo y largan nombres, direcciones, y hasta dicen quienes les ayudaron a escaparse o los escondieron. Hay casos en los que, sin tocarles un pelo de la ropa, los gudaris empiezan a largar a los cinco minutos, y ya no paran. Derrumbe psicológico, me parece que lo llaman; que una cosa es dar tiros en la nuca y poner coches bomba, y otra verse esposado y con una ruina encima que te cagas. Pero oigan, el acojono es libre, y cada cual se cuida y se desmorona psicológicamente como puede. Lo que ya no me cabe en la cabeza es que también la policía, a la que nadie alumbra con linternas ni amenaza con dar de hostias, largue por esa boquita con tanta alegría y tanta incontinencia. Porque ya me dirán ustedes qué utilidad pública tiene, en vez de decir que se ha cogido a siete terroristas y punto, explicar con todo detalle cómo se ha hecho el seguimiento de Fulano o la captura de Mengana, que ésta cometió tal error, o aquel fue seguido de aquí para allá pegándole en el guardabarros o en el culo una chicharra de modelo japonés. Todo eso, aparte de la presuntuosa memez de demostrar lo eficaz y lo lista que es la madera, sólo sirve para que los malos, que también leen periódicos y ven la tele, tomen buena nota de todo, a fin de no repetir más tarde los mismos errores. La próxima vez, se dicen, os vais a enterar. Y claro. Nos enteramos. Aterra pensar que nos protegen semejantes gilipollas.

16 de diciembre de 2001

domingo, 9 de diciembre de 2001

Esos refugiados promiscuos


Es que tienen razón. Vaya si la tienen, porque las cosas ya están pasando de castaño oscuro. La jerarquía vaticana acaba de echarle un chorreo de padre y muy señor mío a las Naciones Unidas, y en concreto al Alto Comisionado para los Refugiados, alias ACNUR, por promover la confusión moral, el sida y el aborto químico. Fíjense ustedes cómo estará el patio que, en estos tiempos de inmoralidad y libertinaje galopante, a los canallas del ACNUR no se les ocurre, para rematar el gorrino, otra cosa que distribuir un folleto en los campos de refugiados, que son unos cuantos y los que te rondaré morena, recomendando el preservativo, la píldora del día siguiente para quien la tenga, y distinguiendo muy clarito entre sexo y procreación. Tela. Todo eso, cuidadín, en vez de plantear valerosamente el indisoluble y sagrado vínculo entre sexo y preñez. O sea: nunca pólvora en salvas, sino ponerla bala donde se pone el ojo, e ir a la legítima -nunca a la zorra que no lo es- no con torpes ganas de arreglarle el cuerpo con un selecto homenaje, sino dispuestos a incrementar los índices de natalidad, asumiendo con responsabilidad y alegría -du, duá, fondo de guitarras de amigas Catalinas y Josefinas, qué alegría cuando me dijeron- la paternidad consciente e inevitable, a razón de una criaturita por cada disparo, y que sea lo que dios quiera. Condición sine qua non, según el magisterio de la Santa Madre, para que la humanidad progrese y luego, además, vaya directamente al cielo. Ese es el verdadero amor. La verdadera entrega de templo a templo, etcétera.

“Por eso son del todo inaceptables -reza el texto eclesiástico que gloso y aplaudo- los medios de control de natalidad que indica el manual de ACNUR. En vez de ser educados en el verdadero amor, en la perspectiva del matrimonio y en el porvenir de una familia, los refugiados son introducidos en un mundo de placer sexual”... Y es que ahí está la madre del agnus. El quid de la cuestión. Porque imagínense ustedes ese caos social, ese marasmo promiscuo de los campos de refugiados, con todos esos hombres y mujeres disfrutando sueltos por el monte o durmiendo juntos en tiendas de campaña con el pretexto de que huyen de algo. Esos hacinamientos humanos tan proclives a las bajas pasiones y a los sucios instintos, hala, todos revueltos, sin freno, sin control, sin pudor. Esas mujeres haciendo sus necesidades de cualquier manera, a la vista de todos. Esas copulaciones incontroladas. Esas viudas, trasuntos de Jezabel, a las que ya dan igual ocho que ochenta. Y para poner coto a las espantosas consecuencias que tal paisaje facilita, en vez de una vigilancia rigurosa que preserve el orden moral, de un control férreo y un adoctrinamiento cristiano que los mantenga a todos alejados de la tentación, obligándolos a emplear sus meses, años y vidas de ocio a estéril en fortalecer el alma disciplinando el cuerpo, a ACNUR no le ocurre otra cosa que atizar las bajas pasiones repartiendo preservativos, esterilizando, facilitando -me tiembla la tecla solo de escribirlo- el aborto no ya sólo a mujeres violadas, que ya es perverso de suyo, y algo habrán hecho esas individuas para verse en tal coyuntura, sino al aborto en general. Con medidas que atentan contra la ley divina en dos órdenes, o categorías: primero, porque “impiden la procreación y facilitan el sexo irresponsable”; y segundo porque ese reclamo del placer, vía desenfreno carnal, “aumenta el riesgo de que se extienda el sida”. Con dos cojones. Por eso la Iglesia -Dios aprieta, pero no ahoga- propone, apurando mucho la casuística y como máximo, “los métodos naturales que respetan el cuerpo y la relación de la pareja, así como favorecen el diálogo y el comportamiento responsable de los cónyuges”. Como debe ser. Es decir: que una refugiada afgana, kosovar o mozambiqueña sea analfabeta y viva hambrienta y en la miseria no debe ser obstáculo, u óbice, para que, in extremis, consulte las tablas de Ogino -que eso sí puede bajo especiales condiciones- o, lo que es más hermoso, en caso de duda se abstenga de conocer varón, incluido el suyo; todo en el marco del diálogo y el comportamiento responsable con su legítimo cónyuge Ibrahim, o Bongo, o Marianoski. Y si su legítimo cónyuge u otros la violan sin animus procreandi, que aplique entonces el infalible método anticonceptivo natural de Santa María Goretti: antes morir que pecar. Eso incluye, supongo, a las monjas negras violadas por sacerdotes africanos, que luego, claro, cuando las echan del convento con su vergonzosa panza a cuestas, tienen que meterse a putas. Por puro vicio.

Me tranquiliza mucho, como ven, que el Vaticano restablezca el orden de prioridades, incluso en medio del la pobreza, el hambre y la vorágine bélica. Ni siquiera en tiempo de guerras y catástrofes es tolerable que cada hoyo se convierta en trinchera. Ojito. De alegrías, las justas. El orden moral, que emana del natural, no puede vulnerarse bajo ningún pretexto. Y a los refugiados, amén de jodidos, los quieren castos.

9 de diciembre de 2001

domingo, 2 de diciembre de 2001

La leyenda de Julio Fuentes


Se habría partido de risa, el muy cabrón, si hubiera sabido de antemano lo que se iba a decir y a escribir sobre su fiambre. Hasta los tertulianos de radio y los periodistas del corazón estuvieron, los días que siguieron a su muerte, llamándolo compañero -nuestro compañero Julio Fuentes, decían sin el menor rubor- y glosando con toda la demagogia del mundo su compromiso moral con la información y su sacrificio casi apostólico en aras de la humanidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. De haber estado al loro sobre tanto panegírico -me lo imagino, como siempre, revisando las pilas del sonotone y acercando la oreja para oír mejor-, Julio se habría carcajeado hasta echar la pota. Ni puñetera idea, habría dicho. Esos cantamañanas no tienen ni puñetera idea. Pero déjalos. A estas alturas me da lo mismo. Y además, qué coño. Suena bonito.

Los de la Tribu, los que siguen en activo y los jubilados como yo, le hemos hecho nuestro propio funeral entre nosotros, más íntimo, a base de llamadas telefónicas, conversaciones en voz baja, miradas y silencios, juntándonos como los soldados veteranos que cuentan los huecos que el tiempo va dejando en las filas: tantos hasta tal fecha, Miguel Gil hace un año, Julio ahora. Suma y sigue. Y lo hemos hecho sonriendo pese a las lágrimas y a las blasfemias -Alfonso Rojo, Gerva Sánchez y Ramón Lobo lloraban y Márquez blasfemaba, cada uno es como es-, porque recordar a Julio, incluso muerto, te obliga tarde o temprano a sonreír: su ternura, su sordera, su camaradería, su absoluta falta de sentido del humor, el miedo que siempre sabía convertir en extrema valentía, su ingenuidad adobada con el cinismo del oficio. Su concepto personal de la vida como leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Al día siguiente de su muerte, en el periódico donde había publicado su última crónica, escribí -repetí- que Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado. Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.

Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda.» Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.

2 de diciembre de 2001

domingo, 25 de noviembre de 2001

El afgano, el ránger y la cabra


Primeros de noviembre. Estoy tomándome una copa en el bar de un hotel de Los Ángeles, California, mientras miro alrededor y pienso: tiene huevos la guerra esta que se han montado los gringos. Porque la verdad es que uno esperaba que, después del hostiazo que encajaron el 11 de septiembre, fueran a despertarse un poco. A espabilarse lo suficiente para comprender que las cosas ya no ocurren sólo en las fronteras del imperio, que el horror ha estado ahí afuera desde hace muchísimo tiempo, que los Estados Unidos de América tuvieron parte -y no poca- de responsabilidad en la existencia de ese horror, y que ahora, con esto de la globalización y la tecnología y toda la parafernalia, a la hora de repartir leña hay de sobra para todos, con el cobrador del frac diciendo de pronto hola, buenas, gudmorning, mientras pasa de golpe la factura con los intereses. Pumba.

Pero me temo que no. Que los cinco mil palmados de las torres, y la guerra, y todo lo demás, no han servido para hacer a mis primos más solidarios con nadie ni conscientes de nada; sino que, aparte las banderas y los ramitos de flores y las velitas de homenaje al bombero -nuevo héroe americano- y recordar Pearl Harbor y fabricar papel higiénico con el careto de Bin Laden, todo sigue como estaba. Dentro, con la gente mirándose el ombligo sin el menor esfuerzo por entender ni razonar nada de lo que ha pasado. Fuera, sembrando más horror y más mierda para la siguiente cosecha, mientras emplean la tecnología más avanzada del mundo en la venganza de don Mendo. En convertir a infelices con babuchas -pero ojo: con dos cojones- en nuevas generaciones de kamikazes que, en su momento, agradecerán cumplidamente el servicio. Y, como de costumbre, que Dios bendiga a América. God bless, dicen aquí. Me parece.

Menuda guerra. Se empeñan en presentársela a sí mismos desnatada y descafeinada, como si se tratara de un ejercicio aséptico de los que no se notan, ni se mueven, ni traspasan. Una guerra políticamente correcta, en la misma línea del no fumar y del que los niños no se toquen en las guarderías por lo del acoso sexual, y de que las guerras americanas deban ser ahora limpias e higiénicas. Y para conseguirlo se difumina tanto la cosa que a todos, al final, les importa un huevo de pato. Tendrían ustedes que echar un vistazo al bar de mi hotel: hay una convención anual de jefes de policía, y en todas las mesas hay cenutrios tripones y grandes como armarios, con gorras y camisetas y brazos como jamones, y unas caras de intelectuales que te vas de vareta, cada uno con su cerveza en la mano. En la sala hay dos pantallas de televisión: una gigante, al fondo, que es la que miran todos, con la liga de béisbol; la otra, que sólo miramos el camarero, que se llama Custodio y es mejicano, y yo, tiene puesto el telediario, donde una Barbie y un fulano con peluquín, después de veinte minutos hablando del ántrax -cualquiera diría que es la peste negra, con lo a pecho que se lo toman aquí-, se aplican ahora a la difícil tarea de informar sobre una guerra que deben contar como si no lo fuera, virtual, sin muertos, sin sangre y sin nada, satisfaciendo el orgullo patrio pero sin acojonar, con la justificación detallada de cada arañazo que sufre el enemigo y cada tropezón con las piedras que da un marine. De manera que mientras la Barbie cuenta que en el eficacísimo bombardeo masivo de ayer sobre Kabul sólo resultó muerta una cabra y herido un afgano que pasaba inoportunamente por allí -lo del afgano lo dice en tono de daño colateral, como disculpándose-, el del peluquín explica que un ranger que se hizo pupa en el dedito fue evacuado sin novedad; y que, pese a lo que afirma la malvada propaganda talibana, en el leñazo que se pegó el último helicóptero no hubo víctimas norteamericanas, entre otras cosas porque las tropas norteamericanas tienen terminantemente prohibido sufrir bajas bajo ningún concepto, no sea que empiece a pronunciarse la palabra Vietnam y otra vez la jodamos. Y todo así, en ese plan de guerra sin guerra, con las televisiones mostrando cosas de lejos en verde y a un fulano con turbante que señala agujeros en el suelo -Uaja Bismillah, dice el tiñalpa, sin que lo traduzcan ni puta falta que hace, y lo mismo está contando que por las tardes le gusta ver Betty la Fea-. De manera que, como aquello ni parece guerra ni parece nada, resulta lógico que a los telediarios les importe más el ántrax, que perturba el correo e impide que llegue puntual la suscripción de la revista de la Asociación del Rifle. Y así se explica que con esa guerra aburridísima, hecha y contada cogiéndosela con papel de fumar, donde pese a las toneladas de machaca no muere ningún bueno y al parecer casi ninguno de los malos, los jefes de policía de la convención que llenan el bar del hotel prefieran mirar el béisbol. Y uno -o sea, yo- llega a la conclusión de que ni siquiera la cruel infamia del 11 de septiembre logró despertar a este país de su egoísmo, su ignorancia y su letargo. Ni con torres, ni sin torres.

25 de noviembre de 2001

domingo, 18 de noviembre de 2001

El timo de las prácticas


Protagonista: mi amigo Paco. Edad: 27. Situación: sin curro, por lo que decide apuntarse a un curso de técnico de distribución comercial, subvencionado por la Junta de Andalucía, más que nada porque incluye dos meses de prácticas. Termina el curso y Paco acude con otro compañero a una empresa asignada por la Conferencia de Empresarios. A practicar. Vais a empezar por ferretería les dicen. Para que cojáis el tranquillo. Cuando llegan, el jefe del departamento –nadie lo ha informado de nada- pregunta qué coño quieren. Paco y el otro se lo explican. Ah dice el tordo. Y los pone a cargar cajas y herramientas subiéndolas y bajándolas de las estanterías de tres metros de altura, con lo que Paco y su amigo adquieren rápidamente practica en no caerse desde arriba y romperse la crisma. Algo es algo, deciden. Esto promete.

A los cuatro días empiezan a mosquearse. Oiga, le dicen al jefe de departamento. Ya hemos aprendido a no descojonarnos desde lo alto de la escalera con una segadora encima. ¿Qué otras prácticas vienen ahora? El jefe del departamento los mira y sin decir palabra se va a hablar con el hijo del dueño de la empresa. Llama al despacho. Bronca. Estoy harto de niños pijos dice el jefe Junio. A ver si queréis ser directivos en cuatro días. Volved el lunes. Paco y el colega vuelven el lunes, y el jefe de ferretería les dice que se han acabado las prácticas porque después de su protesta hay mal rollito. Puerta. Cuatro días por la cara. Ni un duro, claro. Son prácticas. Los dos proscritos se van a la Confederación de Empresarios. Otra bronca. A ver que se han creído estos chulitos, dice alguien. Van a echarlos a la calle -ya habéis practicado, dice uno- cuando alguien cae en la cuenta de que al no haber firmado Paco y su amigo el convenio de prácticas, no consta en ningún sitio lo de la ferretería. Y como las prácticas son obligadas, hay que buscarles a regañadientes otro sitio. Ahora es un potente supermercado. Esta vez Paco está solo ante el peligro. Hola, buenas, saluda al jefe de la tienda donde ha sido asignado. Tú qué quieres, etcétera. Por supuesto, el jefe de tienda no tiene ni puta idea de quién es Paco. Vuelve mañana chaval. Paco vuelve mañana, y lo mandan a practicar cuatro días a un mostrador, despachando fruta, hasta que alguien recuerda que no puede tratar directamente con el público. Así que, como faltan reponedores, quien mejor para reponer cosas que un técnico de distribución comercial en prácticas. Durante los siguientes 8 días. Paco adquiere una práctica del copón en reponer en los estantes licores, vinos, refrescos y derivados lácteos. En los ratos libres ayuda con los productos de camping. Por supuesto, todos los otros reponedores odian a Paco, porque está allí por gusto y no cobra.

Los cinco días siguientes los pasa en la carnicería, mirando cómo se cortan las chuletas. Aprende algo sobre envasado y reposición, y pregunta cuando le van a enseñar lo suyo, ordenador, papeleo. Le dicen que ya habrá tiempo, y luego lo mandan a la charcutería. Los primeros seis los pasa inventariando los embutidos y quesos del mostrador: pesa todos los jamones y cuenta minuciosamente las rodajas de chorizo, una por una. La única práctica útil la hace cuando anuncian la visita del inspector de sanidad: en solo medio minuto los empleados arreglan los productos, quitan los que no deben verse, barren limpian y lo dejan todo como una patena. Paco toma nota. Los siguientes dos días Paco no da golpe. El jefe de tienda le sugiere que se tome uno libre, pero el declina el ofrecimiento porque no se fía del jefe de tienda. Tampoco se fía de una cajera que le sonríe. Ve trampas por todos los sitios. Se ha vuelto un paranoico.

Otras sospechas rondan la cabeza de Paco. Por ejemplo, que la Confederación de Empresarios utiliza las prácticas como cebo para captar alumnos y subvenciones, y que a todos les importa una mierda que Paco haga prácticas o no. El caso es que, a dos semanas de acabar las presuntas prácticas Paco sigue sin saber nada de oficina, ordenador IBM -papeleo- lo llaman para decirle que se irá antes de lo previsto, porque el seguro médico que le hicieron no coincide con las fechas. A Paco le da la risa floja. De perdidos al río, queda con la cajera y se la tira. Por lo menos, se consuela, eso saco en limpio. La última semana la pasa reponiendo yogures. Treinta y dos días. El penúltimo, el jefe de tienda jura que al día siguiente le enseñara la oficina, el ordenador y el papeleo. Pero cuando Paco se presenta, le dicen que el jefe de tienda ha salido un momento, y que se entretenga reponiendo quesos y leche. Por la tarde el jefe de tienda sigue sin aparecer. Sugieren a Paco que reponga yogures. Paco se quita el delantal y dice que los yogures los va a reponer la puta que los parió. Se va. Ahora quiere apuntarse a un curso de prácticas de tiro al blanco. No me imagino con qué objeto.

18 de noviembre de 2001

domingo, 11 de noviembre de 2001

La España ininteligible


Pues eso. Que hojeo el catálogo de un librero de Barcelona, y en la primera página me ofrecen un manuscrito firmado por «la reina catalana» en 1406. Así que me digo hosti, tú, esa reina catalana a secas no la tenía censada. Y más abajo leo que esa reina era esposa «del rey Joan I de Catalunya-Aragó». Eso ya me suena un poco más, así que tiro de biblioteca, y caigo en la cuenta de que se refieren a la reina Violante, o Violant, sobrina del rey Carlos V de Francia, casada con Juan I -hijo de Pedro IV de Aragón-, II como rey de Valencia y III como conde de Barcelona-, a quien durante toda mi vida lectora había creído, de absoluta buena fe, rey del Reino de Aragón, de la Casa de Aragón -única casa real que figura en los anales y relaciones históricas de la época- y soberano de la Corona Aragonesa -conjunto de estados sobre los que gobernaba-, que incluía Cataluña, Aragón, Valencia, Sicilia y toda la parafernalia. Así que voy y me digo fíjate, chaval, uno se pasa la vida a vueltas con Zurita, Montaner, Moneada, Desciot y Pérez del Pulgar, entre otros, juntando libros para saber de qué va esta murga y no meter la gamba, y resulta que al fin hay un librero de Barcelona que aclara las cosas, sin duda documentándolas en alguna Historia de las que se escriben ahora, gracias a Dios, para refutar las viejas falacias históricas que justifican una palabra, España, pronunciada y escrita a tontas y a locas durante cinco siglos. Falacias a las que no son ajenos historiadores catalanes vendidos al centralismo como el ampurdanés Muntaner, que en su relación histórica sobre los almogávares en Oriente llama «senyal real de Aragón» a la bandera de las cuatro barras, en vez de «escut de Catalunya» que por lo visto es lo correcto; y menciona también, creo recordar, esa tontería de apellidar «Aragón» como grito de batalla. Todo eso, pese a que el tal Muntaner estuvo en Oriente con los almogávares catalanes -algún aragonés también fue, creo- y debería saber mejor que nadie de qué iba el asunto. U otros abyectos manipuladores de la época que nunca utilizaron, quizás porque no existía, la expresión «confederación catalanoaragonesa» acuñada en el XIX ni llamaron «condes-reyes» a nadie, seguramente porque ningún soberano medieval habría tolerado semejante chorrada. Pero ya se sabe -sabemos ahora, merced a ciertos historiadores modernos que ponen las cosas en su sitio- que los soberanos medievales eran ideológicamente fascistas.

Eso me recuerda, por cierto, que Julián Marías -el padre de mi vecino el perro inglés- también manipuló lo suyo en su interesantísima aunque obviamente sesgada España inteligible, cuando, citando a Pérez del Pulgar, cuya única credibilidad es que vivió lo que cuenta, recordaba la expedición de 1.481 para conservar Sicilia frente a los revoltosos y los turcos. Una expedición que Julián Marías llama española -no sé a santo de qué- sólo porque la componían, fíjense qué gilipollez, setenta naves de Vizcaya, Guipúzcoa, Galicia y Andalucía, movilizadas en socorro del reino de Sicilia, perteneciente a lo que el indocumentado Del Pulgar llamó Corona de Aragón, defendido por tropas catalanas y aragonesas y socorrido por esa armada gallega y andaluza -reino de Castilla- con la colaboración de los vascos -incorporados al reino de Castilla desde el siglo XIV- que formaron el contingente principal. Supongo que obligados a culatazos por la Guardia Civil, como los miles de vascos que luego fueron a Italia, a las Indias y a los tercios de Flandes. Se aprecia, al mencionar esa irrelevante anécdota, la pérfida intención del señor Marías padre de plantear una España coherente y a veces solidaria; lo mismo que cuando otros hablan de la participación conjunta en la guerra de Granada, o recuerdan que la defensa del reino de Nápoles, de la Corona Aragonesa, se hizo con tropas mayoritariamente castellanas mandadas por Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien Franco -se ha demostrado que fue él- bautizó como el Gran Capitán.

Y en esas andamos. Después de que el régimen franquista le pusiera camisa azul al Cid y a Hernán Cortés y se apropiara -ahora sí que hablo muy en serio- de la Historia para adecuarla a sus imbéciles rutas imperiales, y de que, por reacción, el postfranquismo lo relegara todo al desván de la infamia, los eruditos a sueldo, esos formadores del espíritu nacional aldeano que convierten los hechos en tebeos de Astérix, han convertido una Historia común en diecisiete historias diferentes, eliminando todo lo que no encaja en la norma autonómica. Como diría Caro Baroja, conviene distinguir entre un Herodoto o un Bernal Díaz del Castillo, que cuentan con veracidad, y un moralista como Tácito o un cura patriotero y facilón corno el padre Mariana; y lo cierto es que, comparado con algunos de los engañaniños que ahora nos reescriben la memoria, el padre Mariana parece Suetonio y Herodoto juntos. O algo así.

11 de noviembre de 2001

domingo, 4 de noviembre de 2001

La foto del abuelo


Date prisa, Elenita -sé que él te llama Elenita-, porque mañana o pasado ya no estará ahí. Ahora lo miras y te da pena, y a veces te cabrea, o te es indiferente, o qué sé yo. Cada cual es cada cual. Hay días en los que estás harta de ese viejo coñazo que se queda dormido y ronca durante el videoclip de Madonna, o se lo hace fuera de la taza porque le tiembla el pulso, o fuma a escondidas cigarrillos que roba del paquete que tienes en un cajón de tu cuarto. A lo mejor te preguntas por qué sigue en casa y no lo han llevado a una residencia, donde los ancianitos, dicen, están estupendamente. Y la verdad es que a veces se pone pesado, o no se entera, o se le va la olla como si estuviera en otro siglo y en otro mundo. Y a ti te parece un zombi. Sí. Eso es lo que parece tu abuelo. No voy a decirte cómo sé todas esas cosas de ti, aunque a lo mejor te lo imaginas. Yo nunca me berreo, como dice mi colega Ángel Ejarque, alias -sé lo que me digo- El Potro del Mantelete, que por cierto acaba de ser abuelo por segunda vez. El caso es que lo sé; y estaba la otra noche comentándoselo en el bar de Lola a mi amigo Octavio Pernas Sueiras, el gallego irreductible, que a estas alturas -cómo pasa el tiempo- aprobó lo que le quedaba y ya es veterinario. Y Octavio apartó un momento los ojos del espléndido escote de la dueña del bar, le pegó otro viaje al gintonic de ginebra azul y me dijo pues cuéntaselo a esa hijaputa, oye. A tu manera. Y ya ves. Aquí me tienes, Elenita. Contándotelo.

Ese viejo estorbo que tienes sentado en el salón está ahí porque sobrevivió a una terrible epidemia de gripe que asoló España cuando él nacía. Creció oyendo los nombres de Joselito y de Belmonte, y lo sobrecogieron las palabras Annual y Monte Aruit. Después, con diecipocos años, formaba parte de la dotación del destructor Lepanto cuando el Gobierno de la República mandó a ese barco a combatir a las tropas rebeldes que cruzaban el Estrecho. Vivió así los bombardeos de los Junkers de la legión Cóndor, estuvo en el hundimiento del crucero Baleares, y en la sublevación de Cartagena fue de los que aquella mañana lograron incorporarse a sus buques esquivando a las patrullas sublevadas del cuartel de Artillería. Luego, con la derrota, se refugió en Túnez, donde fue internado. De allí pasó a Francia justo a tiempo para darse de boca con la Segunda Guerra Mundial, cuando miles de exiliados españoles no tenían otro camino que dejarse exterminar o pelear por su pellejo, el fue de los que pelearon. Apresado por los alemanes, enviado a un campo de exterminio en Austria, se fugó, regresó a Francia y -de perdidos al río- pudo enrolarse en el maquis. Mató alemanes y enterró a camaradas españoles muy lejos de la tierra en que habían nacido. Liberó ciudades que le eran ajenas con banderas que no eran la suya. Cruzó el Rhin bajo el fuego, y en las montañas del Tirol, en el Nido del Águila de Adolfo Hitler, se calzó una botella de vino blanco en memoria de todos los que se fueron quedando en el camino. Luego trabajó para ganarse el pan, y al cabo de veinte años de exilio regresó a España. Hubo mujeres que lo amaron, hombres que le confiaron la vida, amigos que apreciaron su amistad. Tuvo momentos de gloria y de fracaso, como todos. Humillaciones y victorias. Se equivocó y acertó miles de veces. Tuvo hijos y nietos. Fue como somos todos: ni completamente bueno, ni completamente malo. Ahora, cuando ve a una pareja que se besa en la puerta de un bar, o un hombre joven que camina dispuesto a comerse el mundo, piensa: yo también fui así. Y a veces, cuando te escucha, o te observa él sabe y tú no, y daría lo que fuera por poder enseñártelas y que te sirvieran de algo, y evitarte aunque fuera una mínima parte del dolor, del error, de la soledad, de los muchos finales inevitables que tarde o temprano, en mayor o menor medida, a todos nos aguardan agazapados en el camino. A veces, cuando va clandestinamente, de puntillas, en busca del tabaco que los médicos y tus padres le niegan, se queda un rato registrándote los cajones. No por curiosidad entrometida, sino porque allí, tocando tus cosas, te comprende y te reconoce. Se reconoce a sí mismo. Y se recuerda. Hay una foto que te dio hace tiempo y que tú relegaste al fondo de un cajón, y que tal vez le gustaría encontrar en un marco, en algún lugar visible de ese cuarto: él en blanco y negro, con veinticinco años -era guapo tu abuelo entonces-, un fusil al hombro y uniforme militar, junto a un camión oruga norteamericano, en un bosque que estaba lleno de minas y en el que peleó durante tres días y cinco noches.

Ese viejo inútil que se queda dormido frente al televisor en el salón de tu casa. O a lo mejor no es exactamente él, sino otro cualquiera; y aunque su historia sea distinta, en realidad se trata de la misma historia, que también es y será la tuya. Quién sabe Elenita. Quién sabe.

4 de noviembre de 2001

domingo, 28 de octubre de 2001

Inquisidores de papel impreso


Una nueva Inquisición, tan españolísima como la otra, ha hecho su aparición en el mundo literario de aquí, famoso por su cainismo navajero: los cazadores de plagios. De un tiempo a esta parte, diarios y revistas denuncian apropiaciones, intertextualidades sospechosas, ideas o párrafos que pertenecerían a autores vivos o muertos. Llueve sobre mojado, claro. Nuestra literatura menudea en ejemplos desgraciados y recientes, clamorosos unos y encubiertos otros. Pero el fenómeno no es de ahora: basta acudir a los clásicos del Siglo de Oro, al teatro y la poesía grecolatina, para comprobar hasta qué punto las transferencias literarias vienen prodigándose durante tres mil años de cultura occidental. Lo singular es que el plagio, o la inspiración, o las semejanzas deliberadas o accidentales que puedan darse entre obras de diferentes autores, parece algo descubierto en España ayer mismo; como si de pronto todo cristo se lanzara a plagiar al vecino, y cada acto de escritura consistiera en dar gato por liebre. Buena parte del ambiente se debe, como decía, a gente que vive de la literatura de otros, formando parte de ese entorno parásito que no ha escrito nunca una sola línea, ni maldita la falta que le hace. El cazador de plagios vocacional lee relamiéndose, rotulador en mano. Siempre conoce a alguien que publica en alguna parte, a quien pasa el dossier elaborado con el cariño de rigor. Vaya escándalo bonito tienes con lo de Fulano. O lo de Mengana. Y en ocasiones el analfabeto de turno entra al trapo -a veces de buena fe- y dedica páginas a denunciar el presunto escándalo, sin detenerse a comprobar, o matizar, las fronteras, no siempre claras, entre un robo a mano armada y una zambullida en el acervo cultural, perfectamente digno y utilizable, que por la vida circula al alcance de cualquiera.

Para que no digan que hablo de oídas, permitan un ejemplo personal, aparte del otro que les conté semanas atrás. Hace tiempo, una revista española publicó un artículo con la revelación de que la partida de ajedrez que figura en mi novela La tabla de Flandes, editada hace ahora once años, tenía sospechoso parecido con una de las partidas de ajedrez que figuran en una obra del anglosajón Raymond Smullyan sobre pasatiempos, adivinanzas y juegos de ajedrez. El perspicaz autor del artículo se mostraba satisfecho de haber descubierto en exclusiva, tras ardua pesquisa, esa conexión clandestina; sin mencionar, naturalmente, que el capítulo de la novela donde se plantea la partida de marras comienza precisamente con un epígrafe expreso de Raymond Smullyan -a quien también dedico epígrafe y cita en La carta esférica-; y sin aclarar tampoco que la posición de las piezas de La tabla de Flandes se inspira, sin duda, en una de las partidas que Smullyan detalla, como podría haberla inspirado -cosa que hice en otros momentos de la novela-, en partidas de Capablanca, Lasker, Fisher o Kasparov, textos que naturalmente manejé durante la escritura de la obra, junto a muchísimos más. Entre otras cosas porque de infinitos lugares obtiene todo novelista los conocimientos técnicos de los que carece -pregúntenle a Thomas Mann por Doctor Faustus, si me permiten el osado colegueo-; pero que, pese a evidentes semejanzas en la disposición de ciertas piezas, las posiciones y el desarrollo no eran de Smullyan, sino una composición con diferentes piezas y movimientos, inspirada de cerca, ya mucha honra, en la idea básica de esa partida asombrosa que Smullyan plantea hacia atrás. Inspiración, por cierto, que no he mantenido nunca en secreto, pues aparte de los epígrafes mencionados, la comenté ampliamente durante la presentación de la novela en un famoso club ajedrecista de Méjico D. F. en presencia de treinta periodistas, y en muchas de las entrevistas de prensa que mantuve en la época.

Ése es un ejemplo de cómo una interpretación parcial o malintencionada puede convertir en acto delincuente, vergonzoso, el viejo y legítimo acto novelesco de manejar el abundante material, las películas vistas, los libros leídos, los documentos consultados y su elaboración posterior, las influencias conscientes o inconscientes que, unidas a la vida propia, al talento ya la imaginación de cada cual, hacen posible la obra literaria. Sobre todo ahora que ya no hay lectores ni escritores inocentes, cuando todo ha sido escrito y filmado mil veces, y cuando basta echarle un vistazo a la Poética de Aristóteles, a la Odisea o al teatro clásico griego, para comprender que la creación literaria, cinematográfica, poética, no hace sino reelaborar temas y personajes que siempre estuvieron ahí, adecuándolos al tiempo en que el autor vive; y que sólo cuando esa reescritura resulta extraordinaria, original, inimitable, se convierte en obra maestra. Lo que no quita para que la literatura abunde también en escritores con pocos escrúpulos y menos vergüenza. Pero eso no es nuevo. Desde Homero, siempre estuvieron ahí.

28 de octubre de 2001

domingo, 21 de octubre de 2001

El siglo XXI empezó en septiembre


Cada cual tendrá sus ideas al respecto. La mía es que el XXI va a ser un siglo muy poco simpático, y el mayor consuelo es que no estaré aquí para ver como acaba. Lo pensaba el otro día, viendo una película antigua de Marlene Dietrich donde la gente celebra bebiendo champaña la llegada del año nuevo 1914 en la Viena austrohúngara -los pobres gilipollas-, y me acordaba del jolgorio con que el personal de ahora, incluidos, supongo, quienes estaban el 11 de septiembre en las torres gemelas de Nueva York, celebró la llegada del nuevo siglo. En cuanto a las cosas de actualidad, a la hora de teclear esto ignoro cuánto tiempo va a durar la crisis -algunos la llaman guerra- de Afganistán; pero estoy convencido de que sea cual sea el resultado más o menos previsible, no cambiará nada importante. La Historia que se escribe con mayúscula, la que nada tiene que ver con las que reescriben los paletos que se miran el ombligo en España, ni las Logse de Solana y Maraval, ni las comisiones ministeriales políticamente correctas, seguirá su curso como siempre lo ha hecho. Avanzando y repitiéndose en la inexorable -Toynbeana o Spengleriana, me da igual- confirmación de sí misma.

Creo haber recordado alguna vez que, del mismo modo que los siglos XVI y XVII sentaron las bases de la Europa moderna, el XVIII fue el tiempo de la lucidez y la razón, y acabó abriendo la puerta a la esperanza que galoparía a lo largo de todo el XIX: la revolución, la fraternidad, las ansias de libertad, justicia y progreso. Nunca estuvo el ser humano tan cerca de conseguirlo como en ese período en el que hombres honrados y valientes se echaron a la calle para cambiar un mundo injusto. Corrió la sangre a chorros, claro. La batalla fue larga y dura, porque los enemigos eran poderosos: el Dinero -el poder sin escrúpulos ni conciencia-, el Estado tradicional -el poder corrupto en manos de los de siempre- y la Iglesia -el poder del fanatismo y la manipulación del hombre a través de su alma-. Lo cierto es que hubo momentos en que estuvo a punto de lograrse, y así entró la Humanidad en el siglo XX: décadas que fueron turbulentas y terribles, pero también de esperanza, cuando el viejo orden se desmoronaba sin remedio y parecía que el mundo iba a cambiar de veras. Pero el enemigo era demasiado fuerte. La esperanza duró hasta bien entrada la centuria, tal vez hasta los años setenta. Entonces, viciada por la infame condición humana, tan natural al hombre como las virtudes que habían hecho posible la esperanza, ésta murió sin remedio. Tanta lucha y tanto sufrimiento para nada. A Emiliano Zapata y al Ché Guevara, quizás los dos símbolos más obvios de ese último combate, los asesinamos mil veces entre todos; y el injusto y egoísta orden resultante -presunto bienestar occidental, liderado por Estados Unidos, subordinación del resto- tuvo por metrópoli algo sin exacta localización geográfica pero con símbolos externos perfectamente identificables. Uno de esos símbolos eran las torres gemelas de Manhattan.

De aquellos sueños de redención del hombre sólo queda eso: la desesperanza. Ahora sabemos que la vieja y noble guerra no se va a ganar, y que en esta película triunfan los malos de verdad, los Gescarteras que después de cumplir tres o cuatro años de cárcel -eso en el mejor de los casos- disfrutan de lo que han trincado, y además se casan al final con la chica. Pero el mundo ha evolucionado para todos, incluso para los de abajo; ahora la técnica es barata y está al alcance de cualquiera. Y el coraje del hombre sigue intacto, en donde siempre estuvo. Lo pensaba esta mañana, mirando la foto del rostro crispado y duro de un niño palestino que arroja una piedra contra un tanque israelí. Con la importante diferencia de que, a medida que pasa el tiempo, las ideologías van dando paso al fanatismo, a la desesperación, al rencor y a la revancha. Y en ese territorio, desprovisto de control y de marcha atrás, ya cuenta menos cambiar el mundo para bien que ajustar cuentas con los responsables, imaginarios o reales, de toda esa desesperanza y esa amargura. Frente a eso, la tendencia natural del poder -una inclinación con siglos de solera- es el enroque: la represión, el bombardeo, el control de las libertades que tanto costó conseguir. Las calles llenas de agentes del orden, los ejércitos implicados en operaciones de policía internacional, los mercenarios del Estado -qué risa comprobar cómo tanto analfabeto parece haber descubierto ahora lo que está en cualquier libro de Historia clásica- que defienden las fronteras, mucho menos cómodas y tangibles que el limes del Rhin y el Danubio, de un imperio donde la amenaza ya no son los bárbaros, sino la rebelión de sus esclavos.

Como decía el viejo maestro de esgrima Jaime Astarloa a sus jóvenes alumnos -y disculpen que me cite-, no les envidio a ustedes las guerras que nos esperan.

21 de octubre de 2001

domingo, 14 de octubre de 2001

El hombre que mató a John Wayne


El cine sólo fue cine de verdad cuando era mentira. Eso dice Pedro Armendáriz Hijo con el quinto whisky camino de Santa Fé, en el bar del hotel María Cristina de San Sebastián. Son las tres de la madrugada, o las cuatro, y el ambiente tiene el encanto de aquella gran mentira que hoy parece imposible salvo en momentos mágicos como éste: Fito Páez toca el piano en el pasillo mientras Ana Belén canta apoyada en su hombro, rodeados por María Barranco, el entrañable Pedro Olea, Cecilia Roth, José Coronado, educadísimo y encantador como siempre, y mi amigo que es casi mi hermano, el productor Antonio Cardenal, con las gafas torcidas y la nariz dentro de su White Label con cocacola, sin que falte el camarada Joaquim de Almeida, capitán de abril, inolvidable marqués de los Alumbres, que acaba de unírsenos y la arrastra mortal. Todos están en el pasillo donde se van congregando con sus copas en la mano en torno al piano de Fito y la voz de Ana Belén, y Antonio hace señas para que me una a ellos; pero permanezco en la mesa del rincón, mirándolos de lejos, sin decidirme, porque Pedro Armendáriz sigue contándome cosas de cuando acompañaba a su padre en los rodajes de John Ford, y de cuando trabajó en alguna película con John Wayne. Conozco ya varias de esas historias; pero cada vez que encuentro al hijo de quien se hizo abofetear por María Félix en Enamorada y fue sargento en Fort Apache y también uno de los tres inmortales padrinos de Robert William Pedro Hightower, le hago repetirlas frente a unos cuantos vasos de agua de fuego, y además con la esperanza de que me cuente algo que no sé mientras imita como nadie el acento del Duque diciendo sonofabich.

Ana Belén continúa cantando en el pasillo; pero yo, háganse cargo, soy incapaz de levantarme, porque el hombre que está a mi lado fue uno de los vaqueros del rancho de John Wayne en Chisum, y en este momento me detalla la forma en que el Duque desenfundó el revólver en Los Indestructibles y le pegó un tiro a él, a Pedro Armendáriz Hijo en persona, y lo sacó de la película. Y como esa última historia no me la sabía, se la hago repetir despacio, los gestos y el diálogo de Wayne en aquella escena, bang, bang, y digo carajo, te mató nada menos que John Wayne, hijo de la chingada, y para celebrarlo le encargo otras dos copas a Adolfo, el jefe de camareros, que es un viejo amigo y por eso las trae, aunque está a punto de cerrar la barra. Y luego le pido a Pedro Armendáriz Hijo que me cuente, por favor, la historia de la bandera roja y la bandera blanca, mi favorita, cuando él y Patrick Wayne, el hijo del Duque, tenían diez años y montaban a caballo por Monument Valley cuando el rodaje de Fort Apache, y se metieron en cuadro en mitad del rodaje y fastidiaron una toma, y el viejo Ford se cabreó como una mona, y los tuvo tres horas inmóviles bajo el sol a los dos zagales, para que espabilen, decía, y aprendan a no joderme planos en mitad de un rodaje. Pese a lo cual los sacó luego, sin rencores, en El hombre tranquilo, en la carrera juvenil de la fiesta de Innisfree. Y ya ves, dice. Con esta cara de mejicano que tengo, salí haciendo de pinche niño irlandés.

María Barranco me dice que vaya donde el piano, que va a dedicarme Las cosas del querer; pero todavía me demoro un poco porque antes quiero que Pedro Armendáriz Hijo cuente el entierro de su padre, cuando éste yacía de cuerpo presente porque esa vez estaba muerto de verdad, después de picarle el billete a las mujeres más guapas de Méjico y de hacer películas inolvidables con John Ford y con tantos otros, y fueron a velarlo Jack Ford y John Wayne, y Ward Bond, Harry Carey Jr., Ben Jhonson, Barry Fitzerald y todos los otros nombres legendarios, amigos irlandeses velando al irlandés adoptivo, y se pusieron hasta las trancas de Bushmills cantándole canciones al difunto e insultándolo en irlandés, por qué te moriste, hijo de perra, por qué dejaste sin ti a tus amigos, diciéndoselo con el pulgar en la encía y tocándose la oreja, con todos los viejos gestos y el ritual de la vieja Irlanda, borrachos como cubas, el Duque tambaleando sus legendarios seis pies y no sé cuántas pulgadas de estatura, ciego de whisky, y Pedro Armendáriz Hijo allí, entre todos ellos, que lo abrazaban llorando. Y yo estoy sentado en el bar del María Cristina escuchando aquello, y suenan el piano de Fito Páez y la voz perfecta de Ana Belén, y en la pared hay un cartel donde John Wayne, recortado en la puerta del rancho de Centauros del desierto, está parado de espaldas, cruzando los brazos en esa postura chulesca con la que rendía homenaje a Harry Carey padre, el que fue vaquero antes que actor y amigo del viejo Ford. Y creo que es cierto. Que, a diferencia del de ahora, el cine de antes era una gran mentira maravillosa. Y que sólo las grandes mentiras sobreviven y te erizan la piel y se convierten en leyenda.

14 de octubre de 2001

domingo, 7 de octubre de 2001

Dos profesionales


Calle Preciados de Madrid. Media tarde. Corte Inglés y todo el panorama. Gente llenando la calle de punta a punta con el adobo cotidiano de mendigos, vendedores y carteristas. Los mendigos me los trajino bastante a casi todos, en especial a los que se relevan con exactitud casi militar en las bocas del aparcamiento, que unos me caen bien y otros me caen mal, y a unos les doy siempre algo y a otros ni los miro; sobre todo porque me quema la sangre verle a un menda joven y sano la mano tendida por la cara y con tan poco arte, habiendo tomateras en El Ejido y en Mazarrón y tanta necesidad de albañiles en el ramo de la construcción. El caso es que justo en mitad de la calle, interrumpiendo el paso de todo cristo frente a la terraza de un bar, hay un hombre joven arrodillado con las manos unidas y suplicantes, la frente contra el suelo y una estampa del Sagrado Corazón entre los dedos. «Una limosna, por el amor de Dios -dice-. Tengo hambre. Tengo mucha hambre». Lo repite con una angustia que parece como si el hambre le retorciera las tripas en ese preciso instante; o como si tuviera, además, seis o siete huérfanos de madre aguardando en una chabola a que llegue su padre con unos mendrugos de pan, igual que en las películas italianas de los años cincuenta.

En realidad lo de tengo hambre no lo dice sino que lo berrea a grito pelado, con una potencia de voz envidiable que atruena la calle y hace sobresaltarse a algunas señoras de edad y a unos turistas japoneses, que incluso se detienen a hacerle una foto para luego poder enseñar a sus amistades, en Osaka, las pintorescas costumbres españolas. Y no me extraña que ese fulano tenga hambre, pienso, porque llevo año y medio viéndolo en el mismo sitio cada vez que paso por allí, arrodillado con las manos en oración y gritando lo mismo. Podría irse a su casa, me digo, y comer algo. Lo mismo debe de pensar un tipo que se ha parado junto al pedigüeño y lo mira. Se trata de un treintañero con barba que lleva una mochila pequeña y cochambroso a la espalda, una flauta metida en el cinturón de los tejanos hechos polvo, un perro pegado a los talones -en vez de collar el perro luce un pañuelo al cuello, igual que John Wayne en Río Bravo-, y tiene pinta absoluta de Makoki, o sea, entre macarra, pasota y punki, chupaillo pero fuerte de brazos y hombros, con tatuajes.

El caso es que el tipo y el perro se han parado junto al que grita que tiene hambre y lo miran muy de arriba abajo, arrodillado allí, la cara contra el suelo y las manos implorantes. Y el Makoki pone los brazos en jarras y mueve la cabeza con aire de censura, despectivo, y nos dirige miradas furibundas a los transeúntes como poniéndonos por testigos, hay que joderse con la falta de profesionalidad y de vergüenza, parece decir sin palabras y sin dejar de mover la cabeza. Que uno sea un mendigo como Dios manda, con su flauta y su perro, y tenga que ver estas cosas. Y cuando el arrodillado de la estampita, sin levantar la cara del suelo, vuelve a vocear eso de «una limosna, por compasión, que tengo hambre», el Makoki ya no puede aguantarse más y le dice en voz alta «pero qué morro tienes». Lo repite todavía un par de veces con los brazos en jarras y moviendo la cabeza, casi pensativo; y hasta mira al perro John Wayne como si el chucho y él hubieran visto de todo en la vida, trotando de aquí para allá, pero eso todavía les quedara por ver. Y cuando el arrodillado, que sigue a lo suyo como si nada, vuelve a gritar «tengo hambre, tengo hambre», el Makoki se rebota de pronto y le contesta: «Pues si tienes hambre come, cabrón, que no sé cómo te pones a pedir de esa manera». Y luego levanta un pie calzado con una bota militar de esas de suela gorda, amagando como si fuera a darle un puntapié. «Asín te daba en la boca», masculla indignado, y después volviéndose de nuevo a la gente los mira a todos como diciendo habrase visto qué miserable y qué poca vergüenza. Después saca del bolsillo un par de monedas de veinte duros, se las enseña al del suelo y le dice: «Pues si tienes hambre, tío, levanta que yo te pago una birra y un bocata». Pero el otro sigue echado de rodillas con la estampita y la cara pegada al suelo como si no lo oyera; así que al fin el Makoki mueve la cabeza despectivo, chasquea la lengua, le dice al perro «venga, vámonos, colega», y él y John Wayne echan a andar calle arriba. De pronto el Makoki parece que lo piensa, porque se para y se vuelve otra vez al pedigüeño que retorna su cantinela de tengo hambre, tengo hambre, y le suelta de lejos: «Ni para pedir tienes huevos, hijoputa». Y luego echa a andar otra vez con su mochila y su flauta y su perro, pisando fuerte, como si afirmara cada uno es cada uno, y a ver si no confundimos una cosa con otra, que hasta en esto hay clases. John Wayne lo sigue pegado a sus botas, el pañuelo de cowboy al cuello y meneando la cola, seguro de sí. Y de ese modo los veo irse a los dos, amo y chucho, con la cabeza muy alta. Serios. Dignos. Dos profesionales.

7 de octubre de 2001

domingo, 30 de septiembre de 2001

La risa de las ratas


La he vuelto a ver por casualidad, buscando otra cosa, en un viejo libro sobre los fotógrafos de Life. Y fíjense. Tengo mi propio álbum de fotos infames: fotos que a veces hasta son de verdad, que hice yo mismo. Y resulta que una imagen que conozco desde niño, tomada por otro en una guerra que ni siquiera viví, sigue impresionándome. A lo mejor es bueno que así sea, y el día en que esa foto deje de afectarme estaré encallecido más de la cuenta. Yo qué sé. Lo cierto es que hay imágenes que simbolizan cosas, y ésta retrata uno de los aspectos más viles de la condición humana. La tomó Robert Capa en Chartres, julio de 1944, cuando la ciudad fue liberada de los alemanes. En el centro de la imagen camina una mujer joven con el pelo recién rapado, vestida con una bata y con un niño de pocas semanas en brazos. Ella es francesa, y el bebé, hijo de un soldado alemán. La lleva detenida un gendarme. Pero lo peor no es esa escena, sino la muchedumbre que camina alrededor: señoras de aspecto respetable, hombres que podrían ser considerados caballeros, niños, curiosos que miran o engrosan el tumulto. Y todos, absolutamente todos, ríen y se burlan de la joven que aprieta al niño contra su pecho y lo mira muda de vergüenza y de miedo. Debe de haber un centenar de rostros en la foto, y ninguno muestra compasión, pesar o disgusto por lo que sucede ante sus ojos. Ni uno.

Cada cual tiene sus ideas sobre la gente. En lo que a mí se refiere, con los años he llegado a la conclusión de que lo peor del hombre no es su crueldad, su violencia, su ambición o los otros impulsos que lo mueven. Siendo todo eso tan malo como es, cuando miras de cerca y le das vueltas y te mojas donde te tienes que mojar, siempre terminas encontrando motivos, cadenas de causas y efectos que, sin justificar en absoluto tal o cual hecho, a veces al menos lo explican, que ya es algo. Pero hay una infamia a la que no consigo encontrarle el mecanismo, y tal vez por eso me parece la peor de todas; la más injustificable expresión de la mucha vileza que alberga el ser humano. Hablo de la falta de caridad. De la ausencia de compasión del verdugo -y el verdugo es la parte fácil del asunto- hacia la víctima. Hablo del ensañamiento, la humillación, la burla despiadada. Y eso, que ya es muy bellaco cuando corresponde al individuo con nombre y apellidos, se vuelve todavía más nauseabundo cuando adopta la forma popular. Me refiero a las Fuenteovejunas en su aspecto miserable; a la gente que pretende demostrar públicamente su adhesión o rechazo a tal o cual causa -cuando esa causa está indefensa y triunfa la opción opuesta, naturalmente- prestando su celo y su presencia y su risa al linchamiento fácil, sin riesgos. Los mirones que jalean y se descojonan del caído, y de esta forma pretenden avalarse, disimular, borrar sus propias claudicaciones y su propia vergüenza. Porque -y esa es otra- observando la foto de Robert Capa uno se pregunta cuántas de las honradas mujeres que ríen escoltando a la joven rapada y a su hijo no agacharon la cabeza ante soldados alemanes con los que se habrían acostado tal vez, si hubieran podido, a cambio de comida o de privilegios. Cuántos hombres no les cedieron el paso en la acera o la silla en el despacho, o les lamieron las botas, o pusieron sus niñas a tiro cuando los otros eran vencedores, y pretenden ahora, en el escarnio fácil de esa pobre mujer y de su hijo, lavar su cobardía y su vergüenza.

Los he visto a todos ellos muchas veces en demasiados sitios. Los veo todavía, no hay que ir a guerras lejanas para topárselos. Los veo aquí mismo, en las historias de la guerra civil que contaban mis abuelos o en la memoria de mi amigo el pintor Pepe Díaz, en cuyo pueblo fusilaron a su padre por rojo en el año 39, y a su madre la obligaron a barrer las calles después de raparle la cabeza; y Pepe, que es un buenazo, ha dejado que le pongan ahora su nombre a una calle, en vez de pegarle fuego al puto pueblo hasta los cimientos, como habrían -habríamos- hecho otros. Sigo viendo a los de la tijera de rapar y la risa por todas partes, oportunistas, viles, esperando la ocasión de acompañar el cortejo con una carcajada grande y estruendosa, propia de buenos ciudadanos libres de toda sospecha. Porque todos esos canallas que se ríen de la pobre mujer de la foto siguen entre nosotros. Algunos de verdad, físicamente, venerables ancianitos respetados por sus nietos y sus vecinos, supongo. Otros sólo aguardan una oportunidad: son los cobardes, que miran hacia otro lado y agachan la cabeza cuando el soldado alemán, o el heroico gudari, o el político de turno, o el jefe de personal, o el vecino del tercero izquierda, les escupe en la cara. Y sólo cuando éste se declare vencido, o lo maten, o pierda poder, o se vaya, saldrán del agujero para buscar a su mujer y su hijo, arrastrarlos por las calles y salir riéndose en la foto.

30 de septiembre de 2001

domingo, 23 de septiembre de 2001

Pelmazos sin fronteras


Hoy vengo a la tecla con animus citandi. Decía uno de los hermanos Goncourt –si no lo dijo uno lo dijo el otro- que en sociedad se reconoce a la gente educada por algo muy sencillo: te hablan siempre de lo que te interesa. Eso coincide con aquel comentario de Heine, don Enrique, que utilicé hace dieciséis años como epígrafe para una novela: “Soy el hombre más cortés del mundo. Me precio de no haber sido grosero nunca, en esta tierra donde hay tantos insoportables bellacos que vienen a sentarse junto a uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos”. Y eso que en tiempos de Heine y de los Goncourt la gente procuraba parecer educada, aunque no lo fuera. Ahora se procura alardear de lo contrario: de naturalidad, de franqueza y de falta de educación. Cuando alguien dice que me vas a perdonar, oye, pero soy muy sincero, es para echarse a temblar; sobre todo cuando nadie le ha pedido que lo sea, y a veces ni siquiera que abra la boca. No es ya que estés sentado en un café o un restaurante y los vecinos de mesa te informen a gritos de tu vitae, o que un tonto del culo con teléfono móvil te ponga al corriente en el tren o en mitad de la calle de los apasionantes pormenores de su vida laboral o sentimental. Es que hay prójimos que a las primeras de cambio te endilgan directamente, sin ningún pudor, monografías personales que maldito te importan.

Verdean de muchos tonos, claro. Ustedes tendrán los suyos y yo tengo los míos. Los que mandan, por ejemplo, novelas inéditas que nadie ha pedido –hay semanas que recibo cinco-, y luego cartas indignadas porque no dedicas dos o tres días de tu vida a leer cada una, y después otra hora de tu tiempo a aconsejar al autor sobre su futuro literario. O quienes, en una conferencia sobre el capitán Alatriste, piden palabra y disertan quince minutos sobre lo que opinan ellos del último Harry Potter. También está el pelmazo no cualificado: el que no aspira a ser escritor, ni conferenciante, ni otra cosa que el pelmazo a secas. Estás sentado en el café Gijón leyendo o cambiando miradas con Alfonso el cerillero cada vez que entra una señora estupenda, y de pronto se esclafa en tu mesa un tío al que no has visto en tu puta vida, que te dice, sin que le preguntes, que no ha leído nada tuyo –es del género franco, adviertes aterrado- pero considera que Javier Marías sí es un novelista brillante a quien su mujer, muy lectora, sigue mucho; y a continuación se pone a contarte su vida a quemarropa. La suya, ojo, no la de Marías, ni la de su mujer, ni la de su mujer y Marías. O se pone a opinar sobre esto y aquello, pese a que tú, a estas alturas de la vida, cuando quieres opiniones vas y las buscas. A mí, para que se hagan a una idea, me han contado la guerra de los Balcanes de pe a pa en la sala de espera de un aeropuerto, justo cuando yo regresaba de pasar varios meses en Zagreb o Sarajevo –mi tema favorito de conversación en ese momento, imagínense-. También miles de taxistas me han informado con detalles primorosos de lo mucho que nos jugamos todos en tal o cual partido del domingo, pese a que no soporto el fútbol ni a los taxistas parlanchines. Y locuaces matronas me han contado hasta la náusea lo que estudian sus hijos, lo que hace o no hace su digno esposo, y dónde pasaron las últimas vacaciones. Aderezado todo ello, a menudo, con guiños para implicarte en el ajo. Yo también escribo, dicen, o mi niña quiere ser periodista como usted, o yo es que en el fondo soy un aventurero, o tengo un cuñado en Murcia. Pretextos, en realidad, para hablar de sí mismos.

Uno comprende todo eso, claro. La gente anda bien sola y bien jodida, y es normal que procure desahogarse cuando puede, contando lo que sea. Esta misma página semanal tiene, a veces, mucho de desahogo o ajuste de cuentas; lo que pasa es que cualquiera puede saltársela, si quiere, e ir directamente al perro inglés, o a donde le salga; y además mi caso se justifica porque vivo de contar cosas y encima de desahogarme trinco viruta. Otra cosa es la gente que larga el rollo por la cara, acorralándote sin preocuparle si interrumpe algo: una lectura, una reflexión, un recuerdo, un dolor. Es descorazonadora esa impertinencia incapaz de considerar el momento idóneo para cada cosa, y que no distingue entre la atención cortés y el verdadero interés por la brasa que te están dando. Asusta comprobar lo mal que el pelmazo contumaz capta las señales de hastío e indiferencia de sus víctimas: esos asentimientos de cabeza que no comprometen, esos monosílabos mirando el reloj -ajá, no me diga, vaya, caspita-, que intercalamos en mitad del martirio macabeo. Al contrario. Ni siquiera lo de caspita los mosquea. Algunos se sienten animados, incluso, y redoblan su entusiasmo. Te cuentan lo de aquel sargento en la mili o la metástasis de su tía Merche, los miras, dices “no jodas” y contestan: “¿Verdad que sí?. Pues no sabes lo mejor, etcétera”. Y piden otra caña mientras tú piensas: así se te vaya por la glotis. Cabrón.

23 de septiembre de 2010

domingo, 16 de septiembre de 2001

Trescientas pesetas


Pues resulta que estoy en la puerta de la catedral de Segovia, que la han dejado estupenda y es un pedazo de catedral gótica de toda la vida, de esas que echas un vistazo y piensas, oye, el ser humano será un cabrón con pintas y todo lo que quieras, colega, pero la verdad es que hizo cosas que justifican su paso -nuestro paso- por la tierra. Cosas como ésta; que miras las bóvedas donde se cruzan los nervios de piedra, y hasta parece que exista Dios. Pero es que aquéllos eran arquitectos; y cuando estás ahí debajo y miras, al cubo de Moneo y a Le Corbusier y al fulano del Guggenheim, que no recuerdo ahora cómo se llama, les pueden ir -con todo respeto- dando mucho por el saco. En ésas estoy, digo, en Segovia, cuando oigo a un tío muy cabreado que dice hay que joderse, hombre, que no, que yo no pago trescientas pesetas para ver una catedral ni una iglesia. Hasta ahí podíamos llegar, y a mí no me roba nadie. Y el hombre agarra la mano de su legítima y se larga pregonando su indignación a voces, sin ver la catedral y sin ver nada. Satisfecho, supongo, porque acaba de ahorrarse seis chocolatinas.

Ya les conté hace tiempo, creo, que en cada uno de esos expolios anuales que nos hace Hacienda pongo siempre la crucecita para que el tanto por ciento se destine a la iglesia católica y tal. No porque practique, sino porque esa institución forma parte de mi historia y mi cultura; y poco de este lugar llamado España, sobre todo en sus detalles más reaccionarios y miserables, podría entenderse sin esa iglesia católica: sin su fanatismo y oportunismo aliados con monarquías infames, con generales sin escrúpulos y con millones de borregos aficionados a gritar vivan las caenas. Cada vez que se cae el techo de una iglesia rural o el pináculo de una catedral se destruyen claves para entender la triste mierda que los españoles hemos sido casi siempre; aunque ahora, en vez de una sola mierda, seamos una pintoresca suma de mierdecillas autonómicas. Ante eso, la esperanza es comprender que nada -salvo esas Historias recién acuñadas de la España Que Nunca Existió- nace por generación espontánea. Por eso es necesario conservar, para su estudio y reflexión, las huellas del pasado. Y así, un español y mediterráneo que niegue el peso -a menudo lastre- de la Iglesia Católica al explicarse a sí mismo, es un ignorante o un fatuo. Ahí es exactamente donde sitúo mi crucecita anual.

Eso lleva, claro, a lo de Gescartera. Y la verdad: a mí me parece de perlas que la Santa Madre multiplique sus euros, que para eso hay jurisprudencia en los Evangelios (Mateo 25,14 y Lucas 29,12) con la parábola aquella del señor y los siervos y los talentos, y se financie con sus medios y las aportaciones voluntarias de la peña, en vez de trincar del Estado. Tiene curas ancianos a los que jubilar, catedrales que rehabilitar. Chachi. Lo repugnante no es que Roma y sus filiales jueguen a la bolsa y manejen viruta, sino toda esa parafernalia de la hermana influyente de uno y el obispo de lo otro, el pasteleo a la hora del chocolate con bizcochos, la comunión diaria preferente a los que detentan el poder y el dinero, los cuchicheos de confesionario, este dinerito, señora tal, no faltaría más, ilustrísima, trato preferencial y todo eso. Ese viejo enjuague de beata y sacristía que tanto daño ha hecho y sigue haciéndolo en sus versiones aggiornatas, o como se diga, y del que no hay forma de librarse nunca. Y menos ahora, crecidos como están mis primos -escribí quinientas páginas de novela sobre la materia, así que ahórrenme las putas cartas y léansela, si quieren- con estos píos chavales del club de Quintanilla de Enésimo que mean agua bendita entre golpes de pecho, ora et labora, y no me tiren de la lengua. Sin admitir que el mundo se mueve desde hace siglos en dirección opuesta, y que pasaron los tiempos en que, con una palabra al oído de un rey o un ministro, o de la mujer de un ministro, un cura Escóiquiz fanático y cerril podía dejar a España en la cuneta de la Historia. Pero ahí siguen, como si nada: la Iglesia real, la que lucha por los humildes y los desheredados, por una parte, y la otra, la oficial. La del despido de la profesora de religión que se casa con un divorciado, la del párroco alavés que niega su iglesia para que Fernando Savater haga un pregón sobre el vino, la del obispo que, olvidando Pentecostés y el don de las lenguas, afirma que los buenos cristianos sólo hablan catalán. Toda esa bazofia reaccionaria y casposa -para Roma problema aplazado sigue siendo problema resuelto- en torno al aborto, la homosexualidad, la castidad, con que la mafia polaca del Vaticano y sus amigas Josefinas y Catalinas, du-duá, todavía pretenden tener al mundo agarrado por los cojones. Soberbia, se llama ese pecado. Ambición, falta de escrúpulos y soberbia. Amén de gilipollez. Ellos, que patentaron la moral de Occidente, deberían saberlo mejor que nadie.

Lo que no es obstáculo, u óbice, para que el fulano de las trescientas pesetas me siga pareciendo un perfecto imbécil.

16 de septiembre de 2001

domingo, 9 de septiembre de 2001

Mi amigo el narco


Tiene sus reglas no escritas esto de Culiacán, estado de Sinaloa, Méjico, donde vas por la calle y oyes en cada tienda y automóvil corridos narcos igual que en España oyes a Sabina o al Fary. En el ambiente local, el amigo que te presenta es quien responde de ti. Y si algo se tuerce gacho, como dicen aquí, pagáis tú, el amigo que te avala y a lo mejor hasta la familia del amigo. Son las reglas, repito, y nadie se extraña. Pero es como para sentirse raro en plena barbacoa en la colonia Las Quintas -narcos de clase media alta- con una Pacífico en una mano y un plato de carne demasiado asada en la otra, rodeado de bigotazos norteños, cinturones piteados, botas de avestruz o de iguana, cadenas de oro al cuello, relojes de cinco mil dólares. Todo sin mujeres a la vista, con guardaespaldas en la puerta, coches Grand Marquis, Suburban del año y todoterrenos Bronco y Ram aparcados en la calle. Y bajo la palapa de la barbacoa, los Tigres del Norte cantando a todo volumen Pacas de a kilo.

Escribe novelas, dice mi amigo, preocupado porque no me confundan con una madrina o un cabrón de la DEA. Un tipo padrísimo, añade. Intelectual. Lo de intelectual lo dice enarcando las cejas, muy serio, y los de los bigotazos me miran raro, preguntándose para qué pierde uno el tiempo escribiendo novelas, o leyéndolas, en vez de meter cargas de doña Blanca en la Unión Americana, que ahí los ves, con padres y abuelos campesinos que iban descalzos por la sierra, y ellos hechos unos señores, con casas en Las Quintas o en San Miguel, que algunos hasta tienen corridos de los Tucanes o los Leones o los Incomparables: corridos personales, escritos para ellos con nombres, apodos y apellidos, que oyes cantar en las cantinas y en las casetes de los autos. Es lo que quedará de ellos, dice mi amigo. De nosotros. Quedarán corridos. Aquí, el que más y el que menos sabe cómo va a terminar y lo que le queda. Pero mientras tanto vives, carnal. Te metes la vida por la nariz y por los ojos y la boca y por donde tú requetesabes. Chale.

¿Crees que todo esto cabrá en tu novela?, pregunta mi amigo dándome otra Pacífico bien fría. y yo le digo que no, que claro que no cabe. Pero que conocerlo bien la hará creíble, o casi. Y además, como decimos en España, aquí me lo paso de puta madre. Por eso me lleva de un lado para otro, me cuenta cómo se dice cada cosa en la jerga culichi, comemos jaiba rellena en Los Arcos, pisteamos por el Malecón, miramos a las morras, que en Culiacán son guapísimas, o como dice mi amigo, un cuero de viejas. Y es que los amigos se hacen de esa manera, o no se hacen. Un día conoces a un fulano, y él o tú decís: este tío me gusta, me lo quedo, lo hago compadre mío. Así que traigan una botella y tiren el corcho. Así ha ocurrido esta vez. Llegué de la mano del amigo de un amigo, como siempre ocurre, y una noche con la segunda botella de Herradura Reposado recién abierta sobre la mesa, después del circuito habitual que nos llevó de La Ballena al Don Quijote y de allí al téibol Osiris, con Eva y con Jackie bailándonos completamente desnudas a dos palmos de la nariz -ciento setenta pesos cada baile privado de cinco minutos detrás de las cortinas -, el hombre que ya era mi amigo dijo árale, compadre. Pues me late que te voy a ayudar. Y aquí estamos. Invitados a la barbacoa de un chaca sinaloense -hemos descubierto que su esposa fue maestra y me lee, lo que consagra mi prestigio local-, con los patrulleros que pasan por delante de la casa en sus coches, despacito, y saludan, buenos días, cómo le va, ahí nos vemos. Éstos deben de ser los que cobran cada semana y cumplen sus compromisos; porque a otros los saludan de otra manera, como al jefe de policía a quien hace una semana le pegaron cuarenta y seis tiros de Kalashnikov a la hora del desayuno, sentado en su coche y a la puerta de su casa, a tres cuadras de mi hotel.

Mi amigo me mira sonriendo, entre dos tragos de cerveza. Hay fecha de caducidad, explica muy tranquilo. Aquí, si eres muy perrón te matan pronto, o te la juegan. Pero si eres buena onda, carnal para los tuyos y todo eso, cumplidor como el que más, tus propios pinches compadres te hacen chupar Faros porque la gente viene a ti y no a ellos, y les quitas clientes. Así que cuanto menos destacas, más duras. En esta chamba te puede matar mucha gente: los gringos, los guachos, los federales, los sicarios. Pero lo que más mata es la envidia. De cada diez, uno podrá con suerte retirarse, si Dios lo deja. De los otros, un tercio irán a prisión y a los demás tarde o temprano les darán piso. Nos darán, añade al cabo de un instante, riéndose con todo menos con los ojos. Lo malo es que aún no tuve tiempo de encargar un corrido. Entonces, ¿por qué estás en esto?, le pregunto. ¿Por qué no te sales, ahora que tienes una casa, y coche, y una mujer guapa, y algo de lana en el banco? Porque son las reglas, responde. Porque más vale vivir cinco años como rey, que cincuenta como buey.

9 de septiembre de 2001

domingo, 2 de septiembre de 2001

La mujer del vestido blanco


Es curioso cómo algunas cosas se parecen a otras. Aquélla me recordaba una escena de Sarajevo, o de Beirut en los viejos tiempos, y resulta que estábamos en mitad de La Mancha. El caso es que el otro día iba al volante por donde les cuento, autovía A-3 pasada la venta de San José, por esas rectas donde la gente arrea, zuaaas, zuaaas, de manera que sorprende que no palmen de diez en diez, cuando al llegar a una curva vi una nube de polvo, coches que paraban, etcétera. Leñazo habemus, me dije. Di las luces intermitentes y aflojé la marcha, y al otro lado de la polvareda vi una escena idéntica a ciertas imágenes que uno tiene en la memoria: un coche patas arriba en la cuneta y una mujer con un vestido blanco que salía tambaleándose, los brazos extendidos, el rostro fuera de sí y la boca abierta en un grito, supongo, porque yo llevaba las ventanillas cerradas y la escena era muda. La mujer se dirigía a un hombre que había salido antes y que estaba de pie, inmóvil, como si estuviera medio torrija y no se diera cuenta de lo que ocurría. Y ese hombre se tocaba la cabeza con las manos y miraba el suelo, el aire incrédulo, de reflexionar mucho o contemplar algo, o a alguien, tirado allí.

Ya había iniciado yo los movimientos para detenerme; pero vi que había varios coches en el arcén, y que paraban más, una veintena de personas corriendo hacia los accidentados, otros hablando por teléfono móvil y dos coches junto al poste de teléfono SOS que por suerte se levantaba algo más lejos. Así que me dije: bueno, chaval, eso está controlado y ahí sobras. Y seguí camino. Lo curioso es que, de toda la escena, la imagen que me quedó en la cabeza, y que aún estuvo presente unos kilómetros, fue la de la mujer: su expresión aterrada y sorprendida, el desgarro del grito silencioso ante el horror que acababa de golpearla de aquella manera inesperada y brutal. Y yo la he visto antes, pensé. Los he visto a los dos, y también al que estaba tirado en el suelo, si es que de veras había allí alguien a quien miraba el hombre que se tocaba estupefacto la cabeza. Porque la escena era idéntica a las que vi muchas veces cuando me ganaba la vida en el otro oficio; cuando después de caer una bomba, raaaaca, bum, y tras el estampido, entre el polvo, asomaban hombres aturdidos que se tocaban la cabeza como aquel de la A-3, y mujeres con los brazos abiertos y la cara desencajada y la boca abierta en un grito de horror, a veces ensangrentadas, a veces con un niño reventado en los brazos, a veces increpando absurdamente -o quizás no era tan absurdo del todo- al hombre aturdido que había sido incapaz de rnantenerlos a salvo del dolor y de la muerte. Y es que, en realidad es lo mismo, concluí una vez más, al ver las luces de una ambulancia pasar a toda velocidad por el carril contrario. Vivimos tiempos en los que el hombre ha conseguido rodearse de barreras que le permiten disimular la existencia del dolor y de la muerte. Nuestros abuelos sabían todo eso; pero a los abuelos los encerramos y amordazamos en asilos y en hospitales para que murieran detrás de biombos, y no nos lo recordaran. Ahora tenemos residencias de ancianos, sanatorios y eufemismos. El truco es no miro, luego ignoro. Ignoro, luego no existe. Y nos movemos por la vida con una seguridad suicida, basada en la absurda certeza, o esperanza, de que nunca vamos a sufrir, de que la enfermedad y el dolor son cosa de otros, y que nosotros no vamos a cascar jamás. Y así nos va. Porque el hecho de que no pensemos en ello, de que nuestra actual forma de vida tan funcional y tan moderna -guapos e inmortales como somos ahora-, mantenga al Horror en ese distante segundo plano, ámbito de lo posible pero improbable, no impide que ese Horror siga estando donde siempre estuvo: al acecho, en espera de la oportunidad para manifestarse en toda su violencia y su crudeza. Y de pronto, camino de las vacaciones, cuando acabas de enamorarte, justo al terminar la carrera, recién nacido o al día siguiente de conseguir la anhelada jubilación, ese Horror llega y dice hola buenas, familia. Alehop. Y cae la bomba en el comedor de la casa, o el imbécil de Manolo hace ese adelantamiento que no debía, o el azar te pone en el sitio justo a la hora precisa. Entonces, paf, todo vuelve a ser como antes. Como siempre fue y nunca dejó de ser, aunque lo hayamos olvidado. Y, ya sin estar preparado para ello, el ser humano vuelve a verse enfrentado a su propia fragilidad, a su condición mortal y a su miseria.

Todo eso es natural, y son las reglas. Fue siempre así, desde hace siglos, y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. Lo único que a estas alturas resulta injustificable es la sorpresa, el gesto incrédulo del hombre que se toca la cabeza mientras suena el grito de la mujer del vestido blanco. Imperdonable la estúpida expresión de quien se pregunta cómo es posible que esto haya podido ocurrirme a mí.

2 de septiembre de 2001