domingo, 28 de enero de 2001

Mordidas de chocolate


Ya les he contado alguna vez que me gusta Méjico. Me gustan el paisaje, la comida, el tequila y la gente. Allí te atracan, por ejemplo, y, con la Colt 45 apuntándote al entrecejo, un fulano con bigotazos va y te dice, muy suavecito: "Amigo, deme el reloj las tarjetas de crédito o se muere ahorita". No dice lo mato, o le pego un tiro, no. Dice se muere. O sea, que te mueres tú solo, y él no se hace responsable de nada. Incluso esos peligrosos policías que te dan el sablazo en un callejón oscuro con la cazadora cerrada hasta el cuello para que no veas el número de la placa-por ahí dice usté no mas cómo quiere salir del problemas-, y no aflojan hasta que sueltas de mordida el diez por ciento de la multa que nunca se propusieron ponerte, pueden llegar a tener su relativa gracia si lo cuentas luego ante una botella. La otra noche, en la esquina de Paquita la del Barrio, Antonio -el chofer que mi compadre Sealtiel Alatriste me presta a veces para callejear el DF sin que me atraque un taxista- pidió al estacionar el coche "veinte pesos, patrón, para la policía". Se los di, resignado a contribuir a las necesidades particulares de la madera capitalina. Y a la salida, cuando cinco tequilas más tarde regresé haciendo eses y canturreando Mujeres divinas seguido por dos fulanos que me pisaban la huella con evidentes intenciones, comprobé que la mentada policía no era el cuerpo de policía local, sino una policía concreta, o sea, una uniformada gorda con pistola enorme al cinto, que me sonrió y detuvo el tráfico para que nuestro coche pudiera salir, tras dirigir una mirada disuasoria a mis dos sombras, diciéndoles: busquen a otro, cuates, que este gachupín rumboso ya dio el cachuchazo y está en regla.

Quiero decir con todo eso que Méjico, si uno tiene el aplomo razonable y tiene suerte, es una aventura apasionante. Porque como dice otro amigo mío, el escritor y periodista Xavier Velasco -empedernido noctámbulo y golfo de cojones-, “comparado con esto, Kafka era un costumbrista provinciano”. Que se lo pregunten al fotógrafo de Reforma al que encañonó un atracador, y al decirle que trabajaba para ese diario, el otro lo pensó y dijo " pues tírame una foto, no más". Y entonces, en mitad de la calle y con la gente pasando por allí, el caco posó tranquilamente con la 44 magnum en alto y una pose chulesca, la otra mano en la cadera y sonrisa de oreja a oreja. "Si no la publican, te bajo a plomazos" advirtió antes de irse. La foto se publicó, por supuesto. Yo la he visto. En primera. Y a estas horas, el de la 44 es la estrella de su barrio. Méjico también es otras cosas. Es, sobre todo, la forma singular en que coexisten la crueldad la pobreza y el orgullo, a menudo en la misma gente.

Me encanta el relámpago que encabrita los ojos del camarero cuando un gringo imbécil -y no siempre los imbéciles son gringos- confunde su cortesía con sumisión. O como cambia el ambiente cuando, en un tugurio, unos tipos hasta arriba de pulque, y con más peligro que un sicario majara, meten mano a las navajas a los fierros para abrirte ojales suplementarios: "usted dijo o no dijo, señor, y en estas mismas lo trueno", etcétera. Y en ésas les ponen una botella de tequila sobre la mesa después que tú, con mucha mili mejicana en las conchas, pronuncies la fórmula que aquí nunca falla "soy extranjero y no conozco las costumbres, pero tengo mucho gusto en invitar a una copa a los señores". Y al final sales de allí vivo y a las tantas, con una castaña de órdago y media docena de nombres más -alias incluidos- en tu vieja agenda de viaje.

Fascina, sobre todo, la dignidad de los humildes, que de pronto surge incluso entre la violencia y la miseria. Hace unos días estaba a la puerta de una cantina de la plaza de Santo Domingo, mirando lo más infame y lo más noble que España trajo a América: el palacio de la Inquisición y las imprentas que ya funcionaban en el siglo XVII. En ésas se acercó una pobre mujer con una cesta. Vendía chocolate, y antes de que abriera la boca le di cinco pesos. Me miró muy seria "no estoy pidiendo, señor. Yo vendo mi chocolate". Me disculpé en el acto. Claro, respondí. Y con mucho agrado se lo compro. Pero ahora me incomoda llevarlo, así que guárdemelo para luego. Eso la convenció, y se fue toda digna con sus cinco pesos. Y me quedé pensando que quizá, de tener ocasión, esa mujer me habría robado la cartera a la vuelta de la esquina. Pero en Méjico, cada momento tiene su momento, y cada cosa es cada cosa. Y es bueno que así sea. A veces hay que cruzar un océano, sentarse a la puerta de una cantina en invertir la módica suma de cinco pesos para recobrar palabras y actitudes que en la madre patria -también los hijos de puta tienen madre; y las putas, hijos- parecen haberse esfumado hace mucho tiempo.

28 de enero de 2001

domingo, 21 de enero de 2001

Seréis como dioses


Pues no sé lo que pensarán ustedes, pero llevamos casi un mes del nuevo milenio y no lo veo nada claro. Igual es que me precipito un poco, y hay que dar un margen de confianza de cien o trescientos años, o qué sé yo. Pero lo cierto es que después de encajar hasta la náusea todos los buenos augurios y etcétera, salgo a la calle, miro el careto de cierta gente y el mío propio, y concluyo que, bueno, pasado el momento de euforia de las fechas redondas y demás, no hay motivo para tirar cohetes. Así que no me vendan motos con eso de que en los siglos venideros el hombre, tras abastecerse de capacidad técnica, va a dedicarse a ensanchar sus proyectos humanos. Porque el hombre —no hay más que vernos— va a ensanchar una puñetera mierda.

A ver si consigo explicarme. Hoy le he mirado la cara a un policía. Un careto normal, con un ligero toque agropecuario, estólido y profesional como todos los policías del mundo: esperando órdenes de ayudar a la gente, incluso a costa de su vida, o esperando orden de molerla a palos y que el coste de la vida lo pongan otros. Todo según respire quien paga el jornal. Y por una extraña asociación de ideas —o no tan extraña—, me he puesto a pensar que en el siglo XX los hombres hicimos realidad, o casi, viejos sueños e ideales: el reconocimiento de la democracia como forma menos mala de gobierno, los derechos humanos, la condición de la mujer, el avance de la ciencia y la tecnología, el acceso a la cultura, y cosas así. Conseguimos —ustedes, porque yo sólo miraba— que las democracias liberales derrotaran, o al menos recortaran las alas, a tres de los cuatro peores enemigos de la libertad; el fascionazismo racista, el comunismo de gulag planteado como negocio de Stalines y mangantes, y la multinacional oportunista, reaccionaria, nefasta cuando se la considera en un contexto histórico, que preside el Papa de Roma (cuyos pastores españoles, por cierto, mojan otra vez en todas las salsas y subvenciones, con la tranquilidad de quien tiene pías ovejas en los ministerios y seguras las espaldas. Por eso derrotar lo escribo con las debidas reservas).

Al cuarto jinete —el dinero aliado con la infame condición humana—, a ése no lo derrotó nadie. Por eso, agotadas las utopías y las revoluciones impulsadas por ideologías, la única revolución que ahora parece posible es la del rencor y la desesperación: la de los parados, los hambrientos, los infelices que se asoman al perverso escaparate de la tele, soñando con participar de un mundo artificial e injusto que ya no pretenden cambiar, sino gozar. Parias de la tierra que se han ganado el derecho a ser crueles cuando afilen el machete; y a los que, cuando al fin su rencor estalle en devastadora intifada, no bastarán para contener todas las policías del mundo. Creíamos que el progreso abriría otra clase de caminos; pero ahora sabemos que la ciencia y la facilidad de acceso a la cultura no garantizan nada. Incluso pueden pervertirse y coexistir con el mal o la barbarie, y fomentarlos: había científicos en Auschwitz y melómanos en el Kremlin. En un mundo consciente de su capacidad de destruirse a sí mismo, el ser humano sigue sin aprender la lección terrible de su experiencia. El lema sigue siendo ahí me las den todas. En mis biznietos.

Y sobre todo está la divisa de este tiempo: la ambición. El afán del hombre por ser más de lo que razonablemente puede llegar a ser. Esa locura desmedida es la que convierte cualquier experimento cultural o científico, cualquier clave de progreso, en arma de doble filo. No hay tanta diferencia entre el bodeguero golfo que arruina una marca de prestigio añadiendo uva bastarda, o el que atiborra las carnicerías de basura mortal por usar piensos baratos, con el científico que aspira a donar al ser humano y juega al doctor majareta bajo el pretexto de que así podremos prevenir las enfermedades, el dolor y la muerte. En el fondo, el móvil es el mismo: las vacas locas, la contaminación, la capa de ozono, la lluvia ácida, las leyes que se aprueban para donar bichos, embriones o lo que se tercie, so pretexto de que así se prevendrá el cáncer, el Alzheimer o la gonorrea, los transgénicos sospechosos que justificamos con el pretexto de comida a los hambrientos, mientras quemamos las cosechas para mantener los precios. Todo responde a la ambición: queremos ganar dinero rápido, y además no morirnos nunca. Y somos tan arrogantes, tan irresponsables, que para conseguirlo osamos alterar las leyes de la Naturaleza. Por la soberbia y el capricho de vivir más a cualquier precio, abrimos peligrosas cajas de Pandora, apelando a la ética y al sentido común del ser humano —unas garantías que manda huevos— para establecer los frenos y los límites. Por eso, en lo que a mí se refiere, prefiero que el doctor Frankenstein vaya y done a la vaca loca de su puta madre. Adoro mi incógnita fecha de caducidad. Y prefiero no estar aquí cuando este laboratorio imbécil se vaya a tomar por saco.

21 de enero de 2001

domingo, 14 de enero de 2001

El bar de Lola


Hoy van a permitir ustedes que vuelva a tomar unas cervezas con un amigo, esta vez en el bar de Lola. Ese bar es imaginario sólo hasta cierto punto. Tiene antiguos azulejos en las paredes, un par de barricas de roble que huelen a vino añejo, y dos viejos carteles: anís del Mono y Fundador. Hay otro anuncio en la fachada, también de azulejos, que dice: Nitrato de Chile. En cuanto a Lola, es una belleza morena, cuarentona, ajada pero reteniendo mucho poderío, con esa callada lucidez que dan la vida y los años en la barra de un bar. La clientela es fundamental: borrachines que desayunan vasos de vino o carajillos de Magno a las nueve de la mañana, alcohólicos anónimos sin complejos, trabajadores del puerto, albañiles y fontaneros con bocatas y botellines, y tipos así. Hasta el Piloto asoma de vez en cuando, enciende un pitillo y se toma su caña, silencioso, en un rincón. Por las noches, los fines de semana, el sitio se anima con jóvenes que van de vinos y coexisten pacíficamente con la parroquia de diario. Ese es el bar de Lola.

La cerveza de hoy la paga Antonio, Toni para los amigos. Y yo soy su amigo. Antonio tiene veintisiete tacos, y es un pegahierros, o sea, un soldador sin más estudios que los justos, con todas las pasiones oportunas, y todavía capaz de soltar la lágrima, cuatro copas por encima de la línea de flotación, con el Canto a la libertad de su paisano Labordeta. Aunque conviene precisar que, por lo general, las lágrimas de Antonio son lágrimas de rabia. Porque hay lloros y lloros, y cada cual llora según como es y se siente. Antonio es y se siente lancero del cuadro de Velázquez, pero de los del fondo. De los que sólo se ve la lanza. Antonio le mira las tetas a Lola entre tiento y tiento a las cañas.

Las tetas de Lola, dicho sea de paso, son espléndidas, y según los escotes de sus blusas, morenas y sabias. Todos se las miramos ya ella no le importa porque lo hacemos con respeto, de forma objetiva, igual que contemplas una hermosa puesta de solo a un crío jugando en un parque. El caso es que Antonio mira lo que mira, pide otras dos cañas, y me dice: fíjate, colega, el problema es que ni yo ni mis alrededores existimos en este puto país. Llevo currando desde los dieciséis como un cabrón. He leído encuestas, estudios demográficos y otras murgas, y la verdad es que no sé de qué país de Walt Disney hablan cuando nos hablan. Cada vez que llego a casa reventado y pongo la tele, me salen niñatos guapos, listos, con buen rollito, o sea, unos pijos de diseño que te cagas. Y al loro cantimploro, tío, nunca se les ve trabajar –mucho menos como yo, con mono-, porque eso sí, estudian siempre aunque tengan treinta tacos, y con unos problemas trascendentales que te descojonas de risa. Y la gente va y se lo cree y encima termina pareciéndose a ellos, fíjate. Se lo tragan todo con patatas y España va bien, y somos europeos y la pera limonera, porque luego te encuentras a sus clones como ovejas Dolly, guapitos de cara que salen en las encuestas y en los telediarios, todos super-realizados, con curros súper-súper, que resulta que ahora todos los que veo en el metro a las siete de la mañana con cara de zombis, camino del andamio o del taller, son alucinaciones mías. Así que cuéntame qué coño pasa, tú que tienes estudios.

Porque o la gente no es gente y son marcianos, o yo soy gilipollas, o el marciano y gilipollas soy yo, y lo que veo todos los días es mentira. Lola nos ha puesto otras dos cervezas, y por un momento he pensado en pedirle que ponga también algo de lñaki Askunze, que me gusta tenerlo de fondo cuando me las tomo con los amigos; pero al fin medito y decido que Antonio no está para músicas. Así que me calzo media caña, asintiendo de vez en cuando porque comprendo que mi amigo no busca respuestas sino desahogo. Y así lo sigo oyendo decir, colega, que en este país tan europeo y que va tan de puta madre, hasta los principitos y las principitas tienen dieciséis carreras y la del galgo, y les gusta esquiar y montar a caballo e ir en yate de lujo, no te jode, y a mi mujer y a mí también -Antonio está casado con una morenita de pelo que le quita el sentido-; pero ella y yo tenemos la mala costumbre de comer todos los días y pagar el piso. Ya ves. De manera que, bueno, quizás lo mejor es manifestarse pacíficamente cuando hay ocasión, reclamar por los cauces legales y demás, ya sabes. Pero siempre te pegas con el muro de los golfos y los aprovechados y los mangantes, y lloras de rabia y de impotencia ante las perrerías que te hacen, y encima acojonado por si te echan del curro y te quedas mojama, mirándote la parienta. ¿Cómo lo ves?... Y yo, en lugar de decirle cómo lo veo, que maldito lo que necesita que lo diga, le pido a Lola otras dos cañas. Y Antonio termina así: «Hay días en que oyes eso de que España va bien, y te dan ganas de hacerte maquis, echarte al monte, y el que más chifle, capador». Eso es lo que me dice Antonio mientras tomamos cañas en el bar de Lola.

14 de enero de 2001

domingo, 7 de enero de 2001

Sobre ingleses y perros


Me escribe un lector inglés, con afecto y buen humor, tirándome de las orejas con mucha gracia -tanta que no parece inglés- mientras se interesa por mi afición a llamar perros ingleses a los hijos de la Gran Bretaña. Por qué, pregunta, no trago a los chuchos de sus compatriotas. Así que intentaré explicárselo: los perros ingleses son respetabilísimos. Me refiero a los que hacen guau, guau. Esos, sean ingleses o no, merecen todo mi respeto: como varias veces he tecleado en esta página, más respeto que los humanos. Que ya me gustaría tuvieran tuviéramos la misma lealtad y la misma inteligencia. En cuanto a los cánidos estrictamente ingleses, mi afecto por ellos lo abona el hecho de que mi perro pertenece a la raza labrador, que es una raza inglesa. Los mismos que posan acompañando al Orejas cuando se hace fotos.

En cuanto a los bípedos británicos, ése es otro cantar. Pero no quisiera que mi amigo inglés lo atribuyese a razones patrióticas o sentimentales. La patria, a estas alturas y tal como se ha puesto el kilo, me importa un huevo de pato. Al menos la patria tal y como la entienden los fanáticos, los soplapollas, los mercachifles y los asesinos. Lo que pasa es que uno tiene sus lecturas, y su criterio. Y hasta su personal sentido del humor. Y ahí es donde situamos el asunto. A fin de cuentas nací en una ciudad vinculada al mar y a la Historia, donde el inglés fue siempre la amenaza y el enemigo. En los libros, en los relatos de mi abuelo y de mi padre, aprendí a respetar a esos cabrones arrogantes como políticos, diplomáticos, guerreros y sobre todo marinos; y también a despreciar su hipocresía y su crueldad. A desconfiar sobre todo de su manera de reescribir la Historia a su conveniencia, y de su soberbia frente a los otros pueblos. En cada libro sobre la guerra de la Independencia española, la guerra en el mar o la piratería en América que me eché al cuerpo, toda mención a mis compatriotas se basó siempre en la descalificación y el insulto. Si uno lee las memorias de cualquier militar inglés en la campaña peninsular, concluye que Inglaterra venció a Bonaparte en España a pesar de los propios españoles, siempre sucios, perezosos, viles, cobardes, aún más fastidiosos y ruines como aliados que el enemigo francés. Cosa, por otra parte, que es perfectamente posible, porque quien conoce a mis paisanos conoce el paño. Pero de ahí a decir que Wellington liberó a España de Napoleón media un abismo. Luego está la perfidia histórica, real y documentada, que no fue moco de pavo: los golpes de mano contra posesiones españolas, siempre disfrazando con razones humanitarias lo que fue rivalidad colonial o simple piratería. La canallada de las cuatro fragatas atacadas sin declaración de guerra en 1804. Los asaltos contra Gibraltar, La Habana, Manila, Cartagena de Indias. El silencio sobre los fracasos y el trompeteo sobre las victorias. Recuerdo a un profesor inglés afirmando en clase que Nelson no había sido derrotado nunca. Pero yo sé desde niño que Nelson fue derrotado dos veces por españoles: en 1796, cuando con la Minerve y la Blanche tuvo que abandonar una presa y huir de dos fragatas y un navío de línea, y cuando un año después quiso desembarcar en Tenerife por las bravas y perdió un brazo y trescientos hombres.

No hablo, y espero que lo entienda el amigo inglés, de patrioterismo ni peras en vino tinto, sino de simple memoria. Conozco mi Historia tan bien como algunos conocen la suya, y sé que si España tuvo Trafalgares otros tuvieron Singapures. Del mismo modo puedo afirmar que honrados hispanistas británicos llamados Parker, Kamen o Elliot, me ayudaron a comprender mejor mi propia Historia. Gracias a todo eso, cuando miro atrás no tengo orejeras ni complejos, pero sí buenas referencias. Eso me permite, entre broma y broma, poner un par de puntos sobre las íes, cuando las íes me las escriben hijos de puta con letra bastardilla. Por supuesto que no me siento enemigo de los ingleses, que además leen mis novelas. Vivo en mi tiempo y a mi aire, y sé que la memoria es una cosa, y la guasa al teclear esta página, otra. En lo de la guasa, por cierto, el culpable es mi vecino el rey de Redonda -a quien agradezco la caballerosidad con que se condujo hace unas semanas, tras mi arrebato acuchillador y sanguinario-, que hace tiempo me regaló un grabado antiguo titulado Perros ingleses. Y como él si es anglófilo de pata negra, buena parte de nuestras murgas suelo arrimárselas por esa banda. También puntualizaré que la mentada referencia canina tiene solera: entre el XVI y el XIX era expresión habitual: simple toma y daca para quienes, como dije, dispensaron siempre motes despectivos a todo enemigo o vecino, reservándonos a los españoles lo de grasientos moros -Turner nos dibujó con turbantes en Trafalgar, quizás a mucha honra-, fanáticos papistas, demonios del Mediodía y cosas así. Algo que, con las obligadas actualizaciones, sigue haciendo la prensa amarilla de Su Majestad.

7 de enero de 2001