domingo, 30 de septiembre de 2001

La risa de las ratas


La he vuelto a ver por casualidad, buscando otra cosa, en un viejo libro sobre los fotógrafos de Life. Y fíjense. Tengo mi propio álbum de fotos infames: fotos que a veces hasta son de verdad, que hice yo mismo. Y resulta que una imagen que conozco desde niño, tomada por otro en una guerra que ni siquiera viví, sigue impresionándome. A lo mejor es bueno que así sea, y el día en que esa foto deje de afectarme estaré encallecido más de la cuenta. Yo qué sé. Lo cierto es que hay imágenes que simbolizan cosas, y ésta retrata uno de los aspectos más viles de la condición humana. La tomó Robert Capa en Chartres, julio de 1944, cuando la ciudad fue liberada de los alemanes. En el centro de la imagen camina una mujer joven con el pelo recién rapado, vestida con una bata y con un niño de pocas semanas en brazos. Ella es francesa, y el bebé, hijo de un soldado alemán. La lleva detenida un gendarme. Pero lo peor no es esa escena, sino la muchedumbre que camina alrededor: señoras de aspecto respetable, hombres que podrían ser considerados caballeros, niños, curiosos que miran o engrosan el tumulto. Y todos, absolutamente todos, ríen y se burlan de la joven que aprieta al niño contra su pecho y lo mira muda de vergüenza y de miedo. Debe de haber un centenar de rostros en la foto, y ninguno muestra compasión, pesar o disgusto por lo que sucede ante sus ojos. Ni uno.

Cada cual tiene sus ideas sobre la gente. En lo que a mí se refiere, con los años he llegado a la conclusión de que lo peor del hombre no es su crueldad, su violencia, su ambición o los otros impulsos que lo mueven. Siendo todo eso tan malo como es, cuando miras de cerca y le das vueltas y te mojas donde te tienes que mojar, siempre terminas encontrando motivos, cadenas de causas y efectos que, sin justificar en absoluto tal o cual hecho, a veces al menos lo explican, que ya es algo. Pero hay una infamia a la que no consigo encontrarle el mecanismo, y tal vez por eso me parece la peor de todas; la más injustificable expresión de la mucha vileza que alberga el ser humano. Hablo de la falta de caridad. De la ausencia de compasión del verdugo -y el verdugo es la parte fácil del asunto- hacia la víctima. Hablo del ensañamiento, la humillación, la burla despiadada. Y eso, que ya es muy bellaco cuando corresponde al individuo con nombre y apellidos, se vuelve todavía más nauseabundo cuando adopta la forma popular. Me refiero a las Fuenteovejunas en su aspecto miserable; a la gente que pretende demostrar públicamente su adhesión o rechazo a tal o cual causa -cuando esa causa está indefensa y triunfa la opción opuesta, naturalmente- prestando su celo y su presencia y su risa al linchamiento fácil, sin riesgos. Los mirones que jalean y se descojonan del caído, y de esta forma pretenden avalarse, disimular, borrar sus propias claudicaciones y su propia vergüenza. Porque -y esa es otra- observando la foto de Robert Capa uno se pregunta cuántas de las honradas mujeres que ríen escoltando a la joven rapada y a su hijo no agacharon la cabeza ante soldados alemanes con los que se habrían acostado tal vez, si hubieran podido, a cambio de comida o de privilegios. Cuántos hombres no les cedieron el paso en la acera o la silla en el despacho, o les lamieron las botas, o pusieron sus niñas a tiro cuando los otros eran vencedores, y pretenden ahora, en el escarnio fácil de esa pobre mujer y de su hijo, lavar su cobardía y su vergüenza.

Los he visto a todos ellos muchas veces en demasiados sitios. Los veo todavía, no hay que ir a guerras lejanas para topárselos. Los veo aquí mismo, en las historias de la guerra civil que contaban mis abuelos o en la memoria de mi amigo el pintor Pepe Díaz, en cuyo pueblo fusilaron a su padre por rojo en el año 39, y a su madre la obligaron a barrer las calles después de raparle la cabeza; y Pepe, que es un buenazo, ha dejado que le pongan ahora su nombre a una calle, en vez de pegarle fuego al puto pueblo hasta los cimientos, como habrían -habríamos- hecho otros. Sigo viendo a los de la tijera de rapar y la risa por todas partes, oportunistas, viles, esperando la ocasión de acompañar el cortejo con una carcajada grande y estruendosa, propia de buenos ciudadanos libres de toda sospecha. Porque todos esos canallas que se ríen de la pobre mujer de la foto siguen entre nosotros. Algunos de verdad, físicamente, venerables ancianitos respetados por sus nietos y sus vecinos, supongo. Otros sólo aguardan una oportunidad: son los cobardes, que miran hacia otro lado y agachan la cabeza cuando el soldado alemán, o el heroico gudari, o el político de turno, o el jefe de personal, o el vecino del tercero izquierda, les escupe en la cara. Y sólo cuando éste se declare vencido, o lo maten, o pierda poder, o se vaya, saldrán del agujero para buscar a su mujer y su hijo, arrastrarlos por las calles y salir riéndose en la foto.

30 de septiembre de 2001

domingo, 23 de septiembre de 2001

Pelmazos sin fronteras


Hoy vengo a la tecla con animus citandi. Decía uno de los hermanos Goncourt –si no lo dijo uno lo dijo el otro- que en sociedad se reconoce a la gente educada por algo muy sencillo: te hablan siempre de lo que te interesa. Eso coincide con aquel comentario de Heine, don Enrique, que utilicé hace dieciséis años como epígrafe para una novela: “Soy el hombre más cortés del mundo. Me precio de no haber sido grosero nunca, en esta tierra donde hay tantos insoportables bellacos que vienen a sentarse junto a uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos”. Y eso que en tiempos de Heine y de los Goncourt la gente procuraba parecer educada, aunque no lo fuera. Ahora se procura alardear de lo contrario: de naturalidad, de franqueza y de falta de educación. Cuando alguien dice que me vas a perdonar, oye, pero soy muy sincero, es para echarse a temblar; sobre todo cuando nadie le ha pedido que lo sea, y a veces ni siquiera que abra la boca. No es ya que estés sentado en un café o un restaurante y los vecinos de mesa te informen a gritos de tu vitae, o que un tonto del culo con teléfono móvil te ponga al corriente en el tren o en mitad de la calle de los apasionantes pormenores de su vida laboral o sentimental. Es que hay prójimos que a las primeras de cambio te endilgan directamente, sin ningún pudor, monografías personales que maldito te importan.

Verdean de muchos tonos, claro. Ustedes tendrán los suyos y yo tengo los míos. Los que mandan, por ejemplo, novelas inéditas que nadie ha pedido –hay semanas que recibo cinco-, y luego cartas indignadas porque no dedicas dos o tres días de tu vida a leer cada una, y después otra hora de tu tiempo a aconsejar al autor sobre su futuro literario. O quienes, en una conferencia sobre el capitán Alatriste, piden palabra y disertan quince minutos sobre lo que opinan ellos del último Harry Potter. También está el pelmazo no cualificado: el que no aspira a ser escritor, ni conferenciante, ni otra cosa que el pelmazo a secas. Estás sentado en el café Gijón leyendo o cambiando miradas con Alfonso el cerillero cada vez que entra una señora estupenda, y de pronto se esclafa en tu mesa un tío al que no has visto en tu puta vida, que te dice, sin que le preguntes, que no ha leído nada tuyo –es del género franco, adviertes aterrado- pero considera que Javier Marías sí es un novelista brillante a quien su mujer, muy lectora, sigue mucho; y a continuación se pone a contarte su vida a quemarropa. La suya, ojo, no la de Marías, ni la de su mujer, ni la de su mujer y Marías. O se pone a opinar sobre esto y aquello, pese a que tú, a estas alturas de la vida, cuando quieres opiniones vas y las buscas. A mí, para que se hagan a una idea, me han contado la guerra de los Balcanes de pe a pa en la sala de espera de un aeropuerto, justo cuando yo regresaba de pasar varios meses en Zagreb o Sarajevo –mi tema favorito de conversación en ese momento, imagínense-. También miles de taxistas me han informado con detalles primorosos de lo mucho que nos jugamos todos en tal o cual partido del domingo, pese a que no soporto el fútbol ni a los taxistas parlanchines. Y locuaces matronas me han contado hasta la náusea lo que estudian sus hijos, lo que hace o no hace su digno esposo, y dónde pasaron las últimas vacaciones. Aderezado todo ello, a menudo, con guiños para implicarte en el ajo. Yo también escribo, dicen, o mi niña quiere ser periodista como usted, o yo es que en el fondo soy un aventurero, o tengo un cuñado en Murcia. Pretextos, en realidad, para hablar de sí mismos.

Uno comprende todo eso, claro. La gente anda bien sola y bien jodida, y es normal que procure desahogarse cuando puede, contando lo que sea. Esta misma página semanal tiene, a veces, mucho de desahogo o ajuste de cuentas; lo que pasa es que cualquiera puede saltársela, si quiere, e ir directamente al perro inglés, o a donde le salga; y además mi caso se justifica porque vivo de contar cosas y encima de desahogarme trinco viruta. Otra cosa es la gente que larga el rollo por la cara, acorralándote sin preocuparle si interrumpe algo: una lectura, una reflexión, un recuerdo, un dolor. Es descorazonadora esa impertinencia incapaz de considerar el momento idóneo para cada cosa, y que no distingue entre la atención cortés y el verdadero interés por la brasa que te están dando. Asusta comprobar lo mal que el pelmazo contumaz capta las señales de hastío e indiferencia de sus víctimas: esos asentimientos de cabeza que no comprometen, esos monosílabos mirando el reloj -ajá, no me diga, vaya, caspita-, que intercalamos en mitad del martirio macabeo. Al contrario. Ni siquiera lo de caspita los mosquea. Algunos se sienten animados, incluso, y redoblan su entusiasmo. Te cuentan lo de aquel sargento en la mili o la metástasis de su tía Merche, los miras, dices “no jodas” y contestan: “¿Verdad que sí?. Pues no sabes lo mejor, etcétera”. Y piden otra caña mientras tú piensas: así se te vaya por la glotis. Cabrón.

23 de septiembre de 2010

domingo, 16 de septiembre de 2001

Trescientas pesetas


Pues resulta que estoy en la puerta de la catedral de Segovia, que la han dejado estupenda y es un pedazo de catedral gótica de toda la vida, de esas que echas un vistazo y piensas, oye, el ser humano será un cabrón con pintas y todo lo que quieras, colega, pero la verdad es que hizo cosas que justifican su paso -nuestro paso- por la tierra. Cosas como ésta; que miras las bóvedas donde se cruzan los nervios de piedra, y hasta parece que exista Dios. Pero es que aquéllos eran arquitectos; y cuando estás ahí debajo y miras, al cubo de Moneo y a Le Corbusier y al fulano del Guggenheim, que no recuerdo ahora cómo se llama, les pueden ir -con todo respeto- dando mucho por el saco. En ésas estoy, digo, en Segovia, cuando oigo a un tío muy cabreado que dice hay que joderse, hombre, que no, que yo no pago trescientas pesetas para ver una catedral ni una iglesia. Hasta ahí podíamos llegar, y a mí no me roba nadie. Y el hombre agarra la mano de su legítima y se larga pregonando su indignación a voces, sin ver la catedral y sin ver nada. Satisfecho, supongo, porque acaba de ahorrarse seis chocolatinas.

Ya les conté hace tiempo, creo, que en cada uno de esos expolios anuales que nos hace Hacienda pongo siempre la crucecita para que el tanto por ciento se destine a la iglesia católica y tal. No porque practique, sino porque esa institución forma parte de mi historia y mi cultura; y poco de este lugar llamado España, sobre todo en sus detalles más reaccionarios y miserables, podría entenderse sin esa iglesia católica: sin su fanatismo y oportunismo aliados con monarquías infames, con generales sin escrúpulos y con millones de borregos aficionados a gritar vivan las caenas. Cada vez que se cae el techo de una iglesia rural o el pináculo de una catedral se destruyen claves para entender la triste mierda que los españoles hemos sido casi siempre; aunque ahora, en vez de una sola mierda, seamos una pintoresca suma de mierdecillas autonómicas. Ante eso, la esperanza es comprender que nada -salvo esas Historias recién acuñadas de la España Que Nunca Existió- nace por generación espontánea. Por eso es necesario conservar, para su estudio y reflexión, las huellas del pasado. Y así, un español y mediterráneo que niegue el peso -a menudo lastre- de la Iglesia Católica al explicarse a sí mismo, es un ignorante o un fatuo. Ahí es exactamente donde sitúo mi crucecita anual.

Eso lleva, claro, a lo de Gescartera. Y la verdad: a mí me parece de perlas que la Santa Madre multiplique sus euros, que para eso hay jurisprudencia en los Evangelios (Mateo 25,14 y Lucas 29,12) con la parábola aquella del señor y los siervos y los talentos, y se financie con sus medios y las aportaciones voluntarias de la peña, en vez de trincar del Estado. Tiene curas ancianos a los que jubilar, catedrales que rehabilitar. Chachi. Lo repugnante no es que Roma y sus filiales jueguen a la bolsa y manejen viruta, sino toda esa parafernalia de la hermana influyente de uno y el obispo de lo otro, el pasteleo a la hora del chocolate con bizcochos, la comunión diaria preferente a los que detentan el poder y el dinero, los cuchicheos de confesionario, este dinerito, señora tal, no faltaría más, ilustrísima, trato preferencial y todo eso. Ese viejo enjuague de beata y sacristía que tanto daño ha hecho y sigue haciéndolo en sus versiones aggiornatas, o como se diga, y del que no hay forma de librarse nunca. Y menos ahora, crecidos como están mis primos -escribí quinientas páginas de novela sobre la materia, así que ahórrenme las putas cartas y léansela, si quieren- con estos píos chavales del club de Quintanilla de Enésimo que mean agua bendita entre golpes de pecho, ora et labora, y no me tiren de la lengua. Sin admitir que el mundo se mueve desde hace siglos en dirección opuesta, y que pasaron los tiempos en que, con una palabra al oído de un rey o un ministro, o de la mujer de un ministro, un cura Escóiquiz fanático y cerril podía dejar a España en la cuneta de la Historia. Pero ahí siguen, como si nada: la Iglesia real, la que lucha por los humildes y los desheredados, por una parte, y la otra, la oficial. La del despido de la profesora de religión que se casa con un divorciado, la del párroco alavés que niega su iglesia para que Fernando Savater haga un pregón sobre el vino, la del obispo que, olvidando Pentecostés y el don de las lenguas, afirma que los buenos cristianos sólo hablan catalán. Toda esa bazofia reaccionaria y casposa -para Roma problema aplazado sigue siendo problema resuelto- en torno al aborto, la homosexualidad, la castidad, con que la mafia polaca del Vaticano y sus amigas Josefinas y Catalinas, du-duá, todavía pretenden tener al mundo agarrado por los cojones. Soberbia, se llama ese pecado. Ambición, falta de escrúpulos y soberbia. Amén de gilipollez. Ellos, que patentaron la moral de Occidente, deberían saberlo mejor que nadie.

Lo que no es obstáculo, u óbice, para que el fulano de las trescientas pesetas me siga pareciendo un perfecto imbécil.

16 de septiembre de 2001

domingo, 9 de septiembre de 2001

Mi amigo el narco


Tiene sus reglas no escritas esto de Culiacán, estado de Sinaloa, Méjico, donde vas por la calle y oyes en cada tienda y automóvil corridos narcos igual que en España oyes a Sabina o al Fary. En el ambiente local, el amigo que te presenta es quien responde de ti. Y si algo se tuerce gacho, como dicen aquí, pagáis tú, el amigo que te avala y a lo mejor hasta la familia del amigo. Son las reglas, repito, y nadie se extraña. Pero es como para sentirse raro en plena barbacoa en la colonia Las Quintas -narcos de clase media alta- con una Pacífico en una mano y un plato de carne demasiado asada en la otra, rodeado de bigotazos norteños, cinturones piteados, botas de avestruz o de iguana, cadenas de oro al cuello, relojes de cinco mil dólares. Todo sin mujeres a la vista, con guardaespaldas en la puerta, coches Grand Marquis, Suburban del año y todoterrenos Bronco y Ram aparcados en la calle. Y bajo la palapa de la barbacoa, los Tigres del Norte cantando a todo volumen Pacas de a kilo.

Escribe novelas, dice mi amigo, preocupado porque no me confundan con una madrina o un cabrón de la DEA. Un tipo padrísimo, añade. Intelectual. Lo de intelectual lo dice enarcando las cejas, muy serio, y los de los bigotazos me miran raro, preguntándose para qué pierde uno el tiempo escribiendo novelas, o leyéndolas, en vez de meter cargas de doña Blanca en la Unión Americana, que ahí los ves, con padres y abuelos campesinos que iban descalzos por la sierra, y ellos hechos unos señores, con casas en Las Quintas o en San Miguel, que algunos hasta tienen corridos de los Tucanes o los Leones o los Incomparables: corridos personales, escritos para ellos con nombres, apodos y apellidos, que oyes cantar en las cantinas y en las casetes de los autos. Es lo que quedará de ellos, dice mi amigo. De nosotros. Quedarán corridos. Aquí, el que más y el que menos sabe cómo va a terminar y lo que le queda. Pero mientras tanto vives, carnal. Te metes la vida por la nariz y por los ojos y la boca y por donde tú requetesabes. Chale.

¿Crees que todo esto cabrá en tu novela?, pregunta mi amigo dándome otra Pacífico bien fría. y yo le digo que no, que claro que no cabe. Pero que conocerlo bien la hará creíble, o casi. Y además, como decimos en España, aquí me lo paso de puta madre. Por eso me lleva de un lado para otro, me cuenta cómo se dice cada cosa en la jerga culichi, comemos jaiba rellena en Los Arcos, pisteamos por el Malecón, miramos a las morras, que en Culiacán son guapísimas, o como dice mi amigo, un cuero de viejas. Y es que los amigos se hacen de esa manera, o no se hacen. Un día conoces a un fulano, y él o tú decís: este tío me gusta, me lo quedo, lo hago compadre mío. Así que traigan una botella y tiren el corcho. Así ha ocurrido esta vez. Llegué de la mano del amigo de un amigo, como siempre ocurre, y una noche con la segunda botella de Herradura Reposado recién abierta sobre la mesa, después del circuito habitual que nos llevó de La Ballena al Don Quijote y de allí al téibol Osiris, con Eva y con Jackie bailándonos completamente desnudas a dos palmos de la nariz -ciento setenta pesos cada baile privado de cinco minutos detrás de las cortinas -, el hombre que ya era mi amigo dijo árale, compadre. Pues me late que te voy a ayudar. Y aquí estamos. Invitados a la barbacoa de un chaca sinaloense -hemos descubierto que su esposa fue maestra y me lee, lo que consagra mi prestigio local-, con los patrulleros que pasan por delante de la casa en sus coches, despacito, y saludan, buenos días, cómo le va, ahí nos vemos. Éstos deben de ser los que cobran cada semana y cumplen sus compromisos; porque a otros los saludan de otra manera, como al jefe de policía a quien hace una semana le pegaron cuarenta y seis tiros de Kalashnikov a la hora del desayuno, sentado en su coche y a la puerta de su casa, a tres cuadras de mi hotel.

Mi amigo me mira sonriendo, entre dos tragos de cerveza. Hay fecha de caducidad, explica muy tranquilo. Aquí, si eres muy perrón te matan pronto, o te la juegan. Pero si eres buena onda, carnal para los tuyos y todo eso, cumplidor como el que más, tus propios pinches compadres te hacen chupar Faros porque la gente viene a ti y no a ellos, y les quitas clientes. Así que cuanto menos destacas, más duras. En esta chamba te puede matar mucha gente: los gringos, los guachos, los federales, los sicarios. Pero lo que más mata es la envidia. De cada diez, uno podrá con suerte retirarse, si Dios lo deja. De los otros, un tercio irán a prisión y a los demás tarde o temprano les darán piso. Nos darán, añade al cabo de un instante, riéndose con todo menos con los ojos. Lo malo es que aún no tuve tiempo de encargar un corrido. Entonces, ¿por qué estás en esto?, le pregunto. ¿Por qué no te sales, ahora que tienes una casa, y coche, y una mujer guapa, y algo de lana en el banco? Porque son las reglas, responde. Porque más vale vivir cinco años como rey, que cincuenta como buey.

9 de septiembre de 2001

domingo, 2 de septiembre de 2001

La mujer del vestido blanco


Es curioso cómo algunas cosas se parecen a otras. Aquélla me recordaba una escena de Sarajevo, o de Beirut en los viejos tiempos, y resulta que estábamos en mitad de La Mancha. El caso es que el otro día iba al volante por donde les cuento, autovía A-3 pasada la venta de San José, por esas rectas donde la gente arrea, zuaaas, zuaaas, de manera que sorprende que no palmen de diez en diez, cuando al llegar a una curva vi una nube de polvo, coches que paraban, etcétera. Leñazo habemus, me dije. Di las luces intermitentes y aflojé la marcha, y al otro lado de la polvareda vi una escena idéntica a ciertas imágenes que uno tiene en la memoria: un coche patas arriba en la cuneta y una mujer con un vestido blanco que salía tambaleándose, los brazos extendidos, el rostro fuera de sí y la boca abierta en un grito, supongo, porque yo llevaba las ventanillas cerradas y la escena era muda. La mujer se dirigía a un hombre que había salido antes y que estaba de pie, inmóvil, como si estuviera medio torrija y no se diera cuenta de lo que ocurría. Y ese hombre se tocaba la cabeza con las manos y miraba el suelo, el aire incrédulo, de reflexionar mucho o contemplar algo, o a alguien, tirado allí.

Ya había iniciado yo los movimientos para detenerme; pero vi que había varios coches en el arcén, y que paraban más, una veintena de personas corriendo hacia los accidentados, otros hablando por teléfono móvil y dos coches junto al poste de teléfono SOS que por suerte se levantaba algo más lejos. Así que me dije: bueno, chaval, eso está controlado y ahí sobras. Y seguí camino. Lo curioso es que, de toda la escena, la imagen que me quedó en la cabeza, y que aún estuvo presente unos kilómetros, fue la de la mujer: su expresión aterrada y sorprendida, el desgarro del grito silencioso ante el horror que acababa de golpearla de aquella manera inesperada y brutal. Y yo la he visto antes, pensé. Los he visto a los dos, y también al que estaba tirado en el suelo, si es que de veras había allí alguien a quien miraba el hombre que se tocaba estupefacto la cabeza. Porque la escena era idéntica a las que vi muchas veces cuando me ganaba la vida en el otro oficio; cuando después de caer una bomba, raaaaca, bum, y tras el estampido, entre el polvo, asomaban hombres aturdidos que se tocaban la cabeza como aquel de la A-3, y mujeres con los brazos abiertos y la cara desencajada y la boca abierta en un grito de horror, a veces ensangrentadas, a veces con un niño reventado en los brazos, a veces increpando absurdamente -o quizás no era tan absurdo del todo- al hombre aturdido que había sido incapaz de rnantenerlos a salvo del dolor y de la muerte. Y es que, en realidad es lo mismo, concluí una vez más, al ver las luces de una ambulancia pasar a toda velocidad por el carril contrario. Vivimos tiempos en los que el hombre ha conseguido rodearse de barreras que le permiten disimular la existencia del dolor y de la muerte. Nuestros abuelos sabían todo eso; pero a los abuelos los encerramos y amordazamos en asilos y en hospitales para que murieran detrás de biombos, y no nos lo recordaran. Ahora tenemos residencias de ancianos, sanatorios y eufemismos. El truco es no miro, luego ignoro. Ignoro, luego no existe. Y nos movemos por la vida con una seguridad suicida, basada en la absurda certeza, o esperanza, de que nunca vamos a sufrir, de que la enfermedad y el dolor son cosa de otros, y que nosotros no vamos a cascar jamás. Y así nos va. Porque el hecho de que no pensemos en ello, de que nuestra actual forma de vida tan funcional y tan moderna -guapos e inmortales como somos ahora-, mantenga al Horror en ese distante segundo plano, ámbito de lo posible pero improbable, no impide que ese Horror siga estando donde siempre estuvo: al acecho, en espera de la oportunidad para manifestarse en toda su violencia y su crudeza. Y de pronto, camino de las vacaciones, cuando acabas de enamorarte, justo al terminar la carrera, recién nacido o al día siguiente de conseguir la anhelada jubilación, ese Horror llega y dice hola buenas, familia. Alehop. Y cae la bomba en el comedor de la casa, o el imbécil de Manolo hace ese adelantamiento que no debía, o el azar te pone en el sitio justo a la hora precisa. Entonces, paf, todo vuelve a ser como antes. Como siempre fue y nunca dejó de ser, aunque lo hayamos olvidado. Y, ya sin estar preparado para ello, el ser humano vuelve a verse enfrentado a su propia fragilidad, a su condición mortal y a su miseria.

Todo eso es natural, y son las reglas. Fue siempre así, desde hace siglos, y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. Lo único que a estas alturas resulta injustificable es la sorpresa, el gesto incrédulo del hombre que se toca la cabeza mientras suena el grito de la mujer del vestido blanco. Imperdonable la estúpida expresión de quien se pregunta cómo es posible que esto haya podido ocurrirme a mí.

2 de septiembre de 2001