domingo, 30 de diciembre de 2001

Feliz año nuevo


Era guapísima, pensó. La mujer más guapa del mundo. Un vestido negro, escotado por detrás, el pelo recogido en la nuca. Unos ojos grandes e inteligentes que lo miraron de esa manera singular con que miran algunas mujeres, como si se pasearan por dentro de ti, escudriñándote cada rincón, y esa certeza te erizara la piel. No sabía cómo se llamaba, ni quién era. Ni siquiera si estaba con otro. Pero comprendió que era ella. Así que venció el nudo que se le había hecho en la garganta y dijo aquí te la juegas, chaval, te juegas el resto de tu vida, y a lo mejor haces el ridículo más espantoso; pero sería peor no intentarlo. Así que se fue derecho hacia ella, recorriendo esos cinco últimos metros que ningún hombre inteligente franquea si no son los ojos de la mujer los que invitan a recorrerlos. Hola, me llamo tal, dijo, y no me perdonaría nunca dejarte salir de mi vida sin intentarlo. Ella lo miró despacio, evaluando su sonrisa algo tímida, la manera sencilla que tenía de estar de pie ante ella, encogiendo un poco los hombros como diciéndole ya sé que lo hemos visto muchas veces en el cine y por ahí, pero no puedo evitarlo. Te pareces a esas cosas que uno sueña cuando es niño.

Lo consiguió. La felicidad le estallaba dentro y el mundo y la vida eran una aventura maravillosa. Bailaron, rieron. Compartieron sus mundos e hicieron que éstos empezaran a fundirse el uno con el otro. Música, cine, viajes, libros. Tiene cosas que yo necesito, pensó. Cosas que a mí me faltan. A veces se quedaban callados, mirándose un rato largo, y ella sonreía un poco, casi enigmática. Quizá se sienta como yo me siento, pensó él. Tocó su piel, rozándola con precaución al principio. Acercaron los rostros para conversar entre la música, acarició su cabello, respiró su aroma, asimiló cada registro de su voz. Algo hice para merecerla, pensó de pronto. Los años de colegio, la facultad, el trabajo, la lucha por la vida. Sentía que era un premio especial; que una mujer así no caía del cielo a cambio de nada. Eso lo hizo sentirse más seguro, más cuajado y adulto. Y en sólo unas horas, maduró. Se hizo lúcido y se dispuso a merecerla.

Llegaron las campanadas. Ding, dang. Todos bailaban y reían, brindaban, chocaban las copas salpicándose de champaña. Feliz 2001. Feliz año nuevo. Él nunca había sido muy sociable; tenía sus ideas sobre las fiestas de año nuevo en general y sobre la Humanidad en particular, y no eran ingenuas en absoluto. Sin embargo, aquella vez amó a sus semejantes. Los habría abrazado a todos. Con la última campanada ella se quedó mirándolo en silencio, la copa en la mano, la boca entreabierta, y él se inclinó sobre sus labios. Sabían a champaña y a carne tibia, ya futuro. Alrededor los amigos aplaudían y bromeaban sobre el flechazo. Ellos seguían mirándose a los ojos y se besaron de nuevo, ajenos a todo. Y más tarde, rozando el alba, la acompañó a su casa. Se besaron de nuevo en el portal, mucho rato, y él regresó a casa caminando en la luz gris del amanecer, las manos en los bolsillos, sintiendo deseos de dar pasos de baile, como en las películas. Estaba enamorado.

Pasaron los meses y se amaron con locura. Ella estaba en el último año de carrera; él, a punto de conseguir el trabajo soñado durante muchos años. Viajaron juntos y hubo un verano maravilloso, el mar, los paseos por la playa, las noches cálidas. Cuando estaban juntos apenas necesitaban otra cosa. Ella se le aferraba, jadeante, sus ojos muy abiertos cerquísima de los suyos, abrazándolo como si pretendiera hundírselo para siempre en las entrañas. Te amaré toda mi vida, dijo él. Me parece que deseo un hijo dijo ella. Que se parezca a ti. Que se nos parezca. El mundo era una trampa hostil, pero podía ser habitable después de todo. Era posible, descubrieron sorprendidos, construir un lugar donde abrigarse del frío que hacía allá afuera: un refugio de piel cálida, de besos y de palabras. A veces se imaginaban de viejos, con nietos, libros, un pequeño velero con el que navegar juntos por un mar de atardeceres rojos y de memoria serena.

Aquel año consiguió el trabajo por el que había luchado toda su vida. Un puesto de responsabilidad en una multinacional importante. El primer día que fue al despacho, al llegar a su mesa situada junto a la ventana con una vista maravillosa de la ciudad, pensó que había llegado a algún sitio importante, y que el triunfo también era de ella. Tenía que compartir ese momento, así que descolgó el teléfono y marcó el número de la casa donde ahora vivían juntos. Estoy aquí, lo he conseguido. Estoy en la cima del mundo, dijo, y te quiero. Mientras hablaba sus ojos se posaron, distraídos, en el calendario que estaba sobre la mesa: martes 11 de septiembre. Luego se volvió a mirar por la ventana. El día era hermoso, los cristales de la otra torre gemela reflejaban el sol de la mañana, y un avión enorme se acercaba volando muy bajo.

30 de diciembre de 2001

domingo, 23 de diciembre de 2001

Ding, dong señores clientes


Pues no sé si es cosa temporal, a causa de la Navidad de los cojones, o norma fija de la casa; pero lo del otro día en el Talgo Cádiz-Madrid estuvo a punto de hacer que me abalanzara sobre el freno de emergencia, tirase de él y dijera oigan, paren esto, pardiez, que necesito bajarme a echar la pota. El caso es que, fiel a mi táctica de supervivencia psíquica de evitar los aeropuertos españoles siempre que pueda -hasta la barba me ha encanecido volando con Iberia-, el arriba firmante iba tranquilamente sentado en su tren y sin meterse con nadie, leyendo Isla África, que es una novela sobre reporteros de mi colega y amigo Ramón Lobo, cuando de pronto suena la megafonía, ding, dong, o como se diga eso que suena en los trenes y en los aviones antes de contarte algo, y una voz femenina espeta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Jeeerez». No puede ser, me digo. Clientes. Acabo de subir al tren y esto es un viaje de los de toda la vida; y si me hubiera equivocado y en vez de subirme en el Talgo hubiera entrado en unos grandes almacenes me habría dado cuenta, supongo, porque habría en la puerta un papá Noel diciéndome felicidades, el hijoputa, y sonarían villancicos animándome a querer a todo cristo y a ser dichoso acarreando paquetes y machacando la tarjeta de crédito por amor al prójimo, y una chica Revlon o Estée Lauder, o como se llamen esas top models maquilladísimas que acechan en los pasillos, me habría fumigado al pasar con esas muestras de perfume que luego, a los maridos, les cuestan un disgusto cuando llegan a casa y tienen que explicarle a la legítima por qué hueles a torda fresca, so cabrón, de dónde vienes, y el otro jurando por sus muertos te juro que fue la dependienta, Maruja, y yo sólo pasaba por ahí, etcétera.

El caso, como decía, es que oigo eso de señores clientes y pienso: no puede ser. He oído mal, seguro, porque esto es un tren y viajo en la Renfe, que dentro de lo que cabe es una cosa muy eficaz y correcta, de las que mejor funcionan en España, y aquí no hay clientes como en las tiendas y en los prostíbulos, sino viajeros, o sea, pasajeros de toda la vida. Lo mismo la chica de quiere usted café o té, caballero, es nueva y ha metido la gamba, me digo; o igual trabajó antes en la sección de charcutería de un supermercado y se le quedó el latiguillo. Así que sigo leyendo, y de vez en cuando miro el paisaje y pienso menos mal, desde que se pide a los pasajeros que no usen el teléfono móvil más que en las plataformas de los vagones, la gente, aunque no hace ni puto caso, por lo menos se corta un poquito y baja la voz cuando dice estoy en el tren, Manoli, y Ilego a Atocha a las nueve, en vez de contar su vida a gritos, aunque todavía quede algún subnormal recalcitrante. Algo es algo. Estoy en eso, como digo, a mi rollo, cuando de pronto el altavoz hace otra vez ding, dong, y la misma pava suelta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Seeevilla». Y entonces empiezo a mosquearme un poquito más, y pienso que alguien, no sé, el revisor o quien mande algo, debería decirle a la chica que no, oye, que en los trenes y en los aviones y en los barcos no viajan clientes sino pasajeros, que es una palabra muy respetable y muy antigua, y nada tiene que ver con el que entra en una tienda o en un restaurante o pide un crédito en un banco. Pero en fin, concluyo. De un momento a otro la pobre chica se dará cuenta y rectificará, que es cosa de sabios y sabias.

Pero no. Al rato, la megafonía vuelve a la carga. «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Córdoba». Y entonces pienso no puede ser. Aquí no hay error. Como le decía Auric Goldfinger a James Bond, una vez es casualidad, dos coincidencia, y tres enemigo en acción. Así que empiezo a mosquearme, porque está claro que lo de señores clientes va por mí y por el resto de la peña que ocupamos el vagón, y que algún tonto del culo del departamento de relaciones públicas de la Renfe confunde las churras con las merinas. Así que, cuando pasa el revisor, le pregunto oiga, jefe, eso de clientes ¿va por mí? y el buen hombre me mira primero con recelo y luego cae en la cuenta de lo que digo, y entonces encoge los hombros y suspira, avergonzado y solidario, como diciendo si yo le contara, amigo. Y se va el hombre a lo suyo, sin decir ni pío porque, supongo, no quiere arriesgar el pan de sus hijos. Y yo me quedo pensando.

Hay que joderse: ahora ya no somos pasajeros, ni viajeros, ni votantes, ni nada, sino que todos nos hemos convertido en eso, en clientes; y así se nos trata y se nos menciona sin el menor empacho. Sin ningún respeto. Ya verán cómo, de aquí a nada, en vez de dirigirse a nosotros como ciudadanos, empezarán a Ilamarnos clientes. Clientes españoles, dirá José María Aznar en sus discursos. Clientes y clientas vascos y vascas, matizará el lehendakari Ibarretxe. Porque en eso nos han -nos hemos- convertido: en clientela políticamente correcta, salida de la mesa de diseño de cuatro soplapollas que confunden la modernidad con el mercado y con la estupidez. Y en Renfe, por lo visto, de esos imbéciles también hay unos cuantos.

23 de diciembre de 2001

domingo, 16 de diciembre de 2001

Esa verborrea policial


Tiene huevos. La madera, los picoletos y las fuerzas políticas correspondientes se pasan la vida pidiendo colaboración ciudadana en la cosa del terrorismo y la delincuencia, denuncie, oiga, persiga, telefonee, no se corte y eche una mano, y después, cuando uno va y lo hace, los primeros que se derrotan del asunto son ellos mismos, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que cuando salen bien las cosas tienen la lengua demasiado larga. Y el abnegado colaborador ciudadano termina, a menudo, apareciendo en los periódicos. Uno, verbigracia, va por la calle y ve a unos etarras o a unos atracadores, y coge su coche y los persigue telefoneando a la policía -la ventaja es que nadie te multa por conducir con el teléfono en la oreja, algo es algo-, y al cabo trincan a los malos, y para agradecértelo te sacan en los periódicos y en la tele durante tres o cuatro días, a fin de que la sociedad, incluidos aquellos cuya detención facilitaste, pueda agradecértelo. Casi nunca ponen tu nombre y apellidos, claro; pero dan pistas suficientes: vecino de la calle Fulano a bordo de su coche modelo tal, mediana edad, empresario, socio del Athletic. El otro día, sin ir más lejos, un pastor le contó a la guardia civil que se había encontrado a un etarra fugitivo por el monte, etcétera. Y a la media hora al pobre pastor lo conocía toda España y parte del extranjero, con lo que, de encontrarme en el pellejo del infeliz, yo ahora estaría considerando seriamente la posibilidad de cuidar ovejas en Australia.

En ese aspecto, como en otros, las autoridades y la mayor parte de los medios informativos españoles hacen gala de una irresponsabilidad abrumadora. Hay que ser muy torpe y muy bocazas para, pretendiendo alentar la colaboración ciudadana, disuadirla de ese modo en el mismo envite. A ver con qué ánimo para colaborar se siente uno si sabe que arriesga verse al día siguiente en los periódicos, después de que el director general de la policía o el ministro del Interior lo elogien calurosamente en rueda de prensa, o el gabinete de tal comisaría o comandancia filtre a los medios, sobre el héroe anónimo, detalles que al héroe anónimo maldita la puta gracia que le hacen. Aunque la verdad es que en eso de filtrar, en España hay solera. Hasta hace nada, semanarios y diarios de aquí se descolgaban con interesantes reportajes en los que salían, con apellidos y fotos incluidas, los topos que la policía infiltraba en ETA, o los agentes del CESID que andaban por el extranjero espiando como buenamente podían. Y luego se quejan los responsables del asunto de que cada vez resulta más difícil infiltrar bueno en las organizaciones de los malos. Nos ha jodido. A ver quién se va a infiltrar, jugándose el pellejo para que un día, mientras desayunas croissants con los colegas en Francia, te encuentres en Le Monde o en Sud-Ouest tu foto de la primera comunión. O para que te llamen de Madrid a las cuatro de la mañana -caso real- y te digan: chaval, ábrete de ahí cagando leches que mañana sales en portada.

Y claro. Uno se explica que casi todos los etarras se derroten en cuanto les dicen estás servido -también es pasmosa la locuacidad de esos mendas, que cuentan hasta lo que no se les pregunta-, por aquello de que van muy mental izados con eso de las salvajes torturas y toda la parafernalia franquista con la que les comen el tarro sus jefes; y aunque lo más eléctrico que tengan cerca sea la linterna del policía que les apunta con el fusko, se van por la pata abajo y largan nombres, direcciones, y hasta dicen quienes les ayudaron a escaparse o los escondieron. Hay casos en los que, sin tocarles un pelo de la ropa, los gudaris empiezan a largar a los cinco minutos, y ya no paran. Derrumbe psicológico, me parece que lo llaman; que una cosa es dar tiros en la nuca y poner coches bomba, y otra verse esposado y con una ruina encima que te cagas. Pero oigan, el acojono es libre, y cada cual se cuida y se desmorona psicológicamente como puede. Lo que ya no me cabe en la cabeza es que también la policía, a la que nadie alumbra con linternas ni amenaza con dar de hostias, largue por esa boquita con tanta alegría y tanta incontinencia. Porque ya me dirán ustedes qué utilidad pública tiene, en vez de decir que se ha cogido a siete terroristas y punto, explicar con todo detalle cómo se ha hecho el seguimiento de Fulano o la captura de Mengana, que ésta cometió tal error, o aquel fue seguido de aquí para allá pegándole en el guardabarros o en el culo una chicharra de modelo japonés. Todo eso, aparte de la presuntuosa memez de demostrar lo eficaz y lo lista que es la madera, sólo sirve para que los malos, que también leen periódicos y ven la tele, tomen buena nota de todo, a fin de no repetir más tarde los mismos errores. La próxima vez, se dicen, os vais a enterar. Y claro. Nos enteramos. Aterra pensar que nos protegen semejantes gilipollas.

16 de diciembre de 2001

domingo, 9 de diciembre de 2001

Esos refugiados promiscuos


Es que tienen razón. Vaya si la tienen, porque las cosas ya están pasando de castaño oscuro. La jerarquía vaticana acaba de echarle un chorreo de padre y muy señor mío a las Naciones Unidas, y en concreto al Alto Comisionado para los Refugiados, alias ACNUR, por promover la confusión moral, el sida y el aborto químico. Fíjense ustedes cómo estará el patio que, en estos tiempos de inmoralidad y libertinaje galopante, a los canallas del ACNUR no se les ocurre, para rematar el gorrino, otra cosa que distribuir un folleto en los campos de refugiados, que son unos cuantos y los que te rondaré morena, recomendando el preservativo, la píldora del día siguiente para quien la tenga, y distinguiendo muy clarito entre sexo y procreación. Tela. Todo eso, cuidadín, en vez de plantear valerosamente el indisoluble y sagrado vínculo entre sexo y preñez. O sea: nunca pólvora en salvas, sino ponerla bala donde se pone el ojo, e ir a la legítima -nunca a la zorra que no lo es- no con torpes ganas de arreglarle el cuerpo con un selecto homenaje, sino dispuestos a incrementar los índices de natalidad, asumiendo con responsabilidad y alegría -du, duá, fondo de guitarras de amigas Catalinas y Josefinas, qué alegría cuando me dijeron- la paternidad consciente e inevitable, a razón de una criaturita por cada disparo, y que sea lo que dios quiera. Condición sine qua non, según el magisterio de la Santa Madre, para que la humanidad progrese y luego, además, vaya directamente al cielo. Ese es el verdadero amor. La verdadera entrega de templo a templo, etcétera.

“Por eso son del todo inaceptables -reza el texto eclesiástico que gloso y aplaudo- los medios de control de natalidad que indica el manual de ACNUR. En vez de ser educados en el verdadero amor, en la perspectiva del matrimonio y en el porvenir de una familia, los refugiados son introducidos en un mundo de placer sexual”... Y es que ahí está la madre del agnus. El quid de la cuestión. Porque imagínense ustedes ese caos social, ese marasmo promiscuo de los campos de refugiados, con todos esos hombres y mujeres disfrutando sueltos por el monte o durmiendo juntos en tiendas de campaña con el pretexto de que huyen de algo. Esos hacinamientos humanos tan proclives a las bajas pasiones y a los sucios instintos, hala, todos revueltos, sin freno, sin control, sin pudor. Esas mujeres haciendo sus necesidades de cualquier manera, a la vista de todos. Esas copulaciones incontroladas. Esas viudas, trasuntos de Jezabel, a las que ya dan igual ocho que ochenta. Y para poner coto a las espantosas consecuencias que tal paisaje facilita, en vez de una vigilancia rigurosa que preserve el orden moral, de un control férreo y un adoctrinamiento cristiano que los mantenga a todos alejados de la tentación, obligándolos a emplear sus meses, años y vidas de ocio a estéril en fortalecer el alma disciplinando el cuerpo, a ACNUR no le ocurre otra cosa que atizar las bajas pasiones repartiendo preservativos, esterilizando, facilitando -me tiembla la tecla solo de escribirlo- el aborto no ya sólo a mujeres violadas, que ya es perverso de suyo, y algo habrán hecho esas individuas para verse en tal coyuntura, sino al aborto en general. Con medidas que atentan contra la ley divina en dos órdenes, o categorías: primero, porque “impiden la procreación y facilitan el sexo irresponsable”; y segundo porque ese reclamo del placer, vía desenfreno carnal, “aumenta el riesgo de que se extienda el sida”. Con dos cojones. Por eso la Iglesia -Dios aprieta, pero no ahoga- propone, apurando mucho la casuística y como máximo, “los métodos naturales que respetan el cuerpo y la relación de la pareja, así como favorecen el diálogo y el comportamiento responsable de los cónyuges”. Como debe ser. Es decir: que una refugiada afgana, kosovar o mozambiqueña sea analfabeta y viva hambrienta y en la miseria no debe ser obstáculo, u óbice, para que, in extremis, consulte las tablas de Ogino -que eso sí puede bajo especiales condiciones- o, lo que es más hermoso, en caso de duda se abstenga de conocer varón, incluido el suyo; todo en el marco del diálogo y el comportamiento responsable con su legítimo cónyuge Ibrahim, o Bongo, o Marianoski. Y si su legítimo cónyuge u otros la violan sin animus procreandi, que aplique entonces el infalible método anticonceptivo natural de Santa María Goretti: antes morir que pecar. Eso incluye, supongo, a las monjas negras violadas por sacerdotes africanos, que luego, claro, cuando las echan del convento con su vergonzosa panza a cuestas, tienen que meterse a putas. Por puro vicio.

Me tranquiliza mucho, como ven, que el Vaticano restablezca el orden de prioridades, incluso en medio del la pobreza, el hambre y la vorágine bélica. Ni siquiera en tiempo de guerras y catástrofes es tolerable que cada hoyo se convierta en trinchera. Ojito. De alegrías, las justas. El orden moral, que emana del natural, no puede vulnerarse bajo ningún pretexto. Y a los refugiados, amén de jodidos, los quieren castos.

9 de diciembre de 2001

domingo, 2 de diciembre de 2001

La leyenda de Julio Fuentes


Se habría partido de risa, el muy cabrón, si hubiera sabido de antemano lo que se iba a decir y a escribir sobre su fiambre. Hasta los tertulianos de radio y los periodistas del corazón estuvieron, los días que siguieron a su muerte, llamándolo compañero -nuestro compañero Julio Fuentes, decían sin el menor rubor- y glosando con toda la demagogia del mundo su compromiso moral con la información y su sacrificio casi apostólico en aras de la humanidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. De haber estado al loro sobre tanto panegírico -me lo imagino, como siempre, revisando las pilas del sonotone y acercando la oreja para oír mejor-, Julio se habría carcajeado hasta echar la pota. Ni puñetera idea, habría dicho. Esos cantamañanas no tienen ni puñetera idea. Pero déjalos. A estas alturas me da lo mismo. Y además, qué coño. Suena bonito.

Los de la Tribu, los que siguen en activo y los jubilados como yo, le hemos hecho nuestro propio funeral entre nosotros, más íntimo, a base de llamadas telefónicas, conversaciones en voz baja, miradas y silencios, juntándonos como los soldados veteranos que cuentan los huecos que el tiempo va dejando en las filas: tantos hasta tal fecha, Miguel Gil hace un año, Julio ahora. Suma y sigue. Y lo hemos hecho sonriendo pese a las lágrimas y a las blasfemias -Alfonso Rojo, Gerva Sánchez y Ramón Lobo lloraban y Márquez blasfemaba, cada uno es como es-, porque recordar a Julio, incluso muerto, te obliga tarde o temprano a sonreír: su ternura, su sordera, su camaradería, su absoluta falta de sentido del humor, el miedo que siempre sabía convertir en extrema valentía, su ingenuidad adobada con el cinismo del oficio. Su concepto personal de la vida como leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Al día siguiente de su muerte, en el periódico donde había publicado su última crónica, escribí -repetí- que Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado. Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.

Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda.» Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.

2 de diciembre de 2001