lunes, 30 de diciembre de 2002

El niño de la bufanda


Días de Navidad. Esa publicidad de la tele. Villancicos y mucho ding, dong. Mientras aguardo a que el pistolero de la cicatriz diga: "Sólo conozco a tres hombres que disparen así. Uno está muerto. Otro soy yo. El otro se llama Cole Thorton”, y John Wayne responda: "Yo soy Thorton”, me calzo, resignado, quince minutos largos de mermelada televisiva a base de banqueros sonrientes porque realizan el sueño de su vida, que es darte un crédito para la cuesta de enero. Luego vienen jóvenes modernos y felices abrazándose con espontánea camaradería en torno a un teléfono móvil, papás Noel que se lo montan en plan amiguete con los Reyes Magos, Gepetos que bailan con la decrépita legítima mientras los hijos, nietos y yernos sonríen comprensivos trinchando el pavo, honrados maestros turroneros eligiendo cuidadosamente, una por una, cada almendra y cada avellana. Etcétera. Y la verdad es que todos se quieren un huevo. Y me quieren. Los veo moverse de anuncio a anuncio, mecidos por la música ad hoc, mientras cae la nieve al otro lado de la ventana y los abetos decorados iluminan las esquinas, y ganas me dan de dejar que Wayne, Mitchum y Caan se las arreglen solos frente a los malos, apagar la tele y salir a la calle en busca de la gente, la buena gente, como dice algún anuncio, moviéndome al pegadizo ritmo del du-duá navideño mientras estampo sonoros besos en sus bocas. Smuac. Smuac. Smuac. Estoy a punto de hacerlo, como digo, convencido de que amo a mis semejantes y viceversa, cuando sale un anuncio de lotería, con un fulano calvo y un niño con bufanda. Entonces me paro en seco. Un momento, pienso. Quieto, chaval, y no seas pazguato. Resérvate los besos, que aquí falla algo.

Como todos los anuncios se repiten, me quedo al acecho hasta que lo veo de nuevo. Voilá. Blanco y negro. Ambiente fraternal. Gente encantadora que irradia amor y solidaridad. Música que remite a mesas de camilla, braseros, charlas de familia, palabras y miradas de cuando los seres humanos se miraban unos a otros a los ojos, y no como ahora, todos en la misma dirección: una pantalla de televisión. El anuncio, dicho sea de paso, es de una realización técnica perfecta. Buenísimo. De esos que, además, te escarban adentro y remueven cosas viejas que humedecen los ojos y la memoria. Lotería de Navidad. Ilusión. Sueños. Gente que se mueve por la calle entre otra gente a la que desea suerte, y con la que comparte deseos, amor, felicidad. La magia del anuncio te traslada a tiempos de pantalón corto y nariz pegada a escaparates. Frío en las orejas. Zambombas, panderetas, pavos, guardias de tráfico que siempre parecían buenos, con cajas de sidra y turrón a los pies. El basurero le desea felices Pascuas. El cartero le desea felices Pascuas. Abuelos que esperaban en casa. Párpados abiertos en la oscuridad, a la espera del ruido que delatase a Melchor, Gaspar y Baltasar encaramándose al balcón. Y el niño de la bufanda que lo miraba todo con ojos abiertos por la ilusión y el asombro.

Ahí está el fallo, descubro al fin. El truco. Ahí está la falacia del asunto, la nota discordante, lo que hace que todo lo que me cuenta ese anuncio se vuelva, de pronto, falso. El niño de la bufanda y la gorra, vestido anacrónicamente, con la ropa de otro niño que tú recuerdas bien, se pasea por el anuncio de la mano del señor calvo por un mundo cálido en blanco y negro -nada es casual en la puta tele- mirando fascinado el mundo feliz que se extiende a su alrededor. Las sonrisas. La bondad. El calor solidario de gente que parece conocerse de toda la vida. Pero tú sabes, porque recuerdas, porque, pese a todo, no han logrado confundirte por completo la memoria, las sensaciones, el olor de aquella Navidad que el anuncio pretende recrear, apelando a ese niño que conoces mejor que nadie, para hacerte entrar en el juego. Para vender más lotería. Es entonces cuando despiertas. De qué navidades están hablando, te preguntas. Desde luego, no de la del año 2002. No de la que sale en cada telediario, ni oyes en la radio, ni ves en la calle. La gorra y la bufanda del niño encajan mal con las caricaturas de enanos gringos que viste hace dos meses disfrazados de esa memez anglosajona llamada Halloween, o con los que encuentras por la calle, remedos de niños virtuales que nunca existieron hasta que la tele -las series, los anuncios con otros niños en otras épocas del año, cuando el mensaje que conviene calar es diferente-, los hizo existir. Y comprendes que ese niño de la gorra y la bufanda es sólo un fantasma resucitado por el oportunismo comercial de los de siempre. Ya no está. Lo mataron en cualquier guerra civil, o emigró asqueado, o le borraron la memoria en esta España de curas, banqueros y tertulianos de radio, botijera de Occidente, que va tan bien y sale tan guapa -Prestige aparte- en los informativos y en los anuncios de la tele. Así que, al final, vuelves a John Wayne, y decides que pueden meterse el anuncio donde les quepa.

Quieren conmover, y sólo consiguen entristecerte. Y cabrearte.

29 de diciembre de 2002

lunes, 23 de diciembre de 2002

Estas navidades negras


Se acojonaron. Así de sencillo. Fueron cobardes como ratas. O como políticos. Cuando el Prestige amaneció frente a la costa, la gente empezó a ponerse nerviosa. Entonces las autoridades, el gobierno autonómico y el gobierno central se cagaron por la pata abajo. Chof. Está chupao imaginarlo, conociendo a nuestros clásicos. Ese ministro aullando histérico. Fuera. Lejos. Que me lo saquen de allí como sea. Al quinto pino. Y sus sicarios y correveidiles, que siempre sugieren exactamente lo que el jefe espera oír, aplicando el viejo principio de que, en iglesia y política, problema alejado o aplazado es problema resuelto. Tienes razón, ministro. Ni puerto de refugio, ni trasvase de la carga, ni leches. Que se lo lleven a cualquier parte. Que se hunda en mitad del Atlántico o donde sea, pero ni una gota aquí. Por Dios. Con las elecciones a la vuelta de la esquina. Nadie hizo ni puto caso a los marinos, claro. Ni al capitán del Prestige, que intentaba salvar su buque y su carga, ni a los que sugerían que más vale contaminación local, controlable por grave que sea en un refugio o un puerto, que andar paseando por ahí setenta mil toneladas de fuel con la chorra fuera. Pero nones. La idea oficial no era evitar el desastre, sino que éste se produjera lo más lejos posible. En Portugal o en Groenlandia o en cualquier sitio, con tal de que al concejal del Pepé correspondiente no le calentaran las orejas los percebeiros de su pueblo. Ni hablar. Alta mar, bien lejos de momento, y luego a cualquier sitio de negros, donde si se vierten treinta mil toneladas al mar tapas las bocas con unos miles de dólares y a nadie va a importarle un carajo.

Por eso no se buscó un refugio para el barco, concepto reclamado hace tiempo por marinos y armadores, pero al que España y otros países se oponen por razones electoralistas. Por eso se obligó al capitán Maguras a encender máquinas y a alejarse de la de costa, pese a que la vibración de los motores podía aumentar la vía de agua. Por eso los remolcadores lo condujeron a mar abierto, tras el tira y afloja con la compañía holandesa de salvamento, a la que no se dio oportunidad de salvar nada, ni se tuvo en cuenta que en el Atlántico norte, en esta época del año, tiene muy mala leche. Por eso se hizo navegar al Prestige a rumbo de máximo alejamiento, sin permitirle alterar éste para que recibiera el mar por babor, en vez de por dónde estaba la vía de agua. Por eso arrumbaron luego al sur, hacia Cabo Verde o por ahí, metiendo de lleno la futura gran mancha de fuel en la corriente de Navidad. Todo eso ocurrió porque les daba igual.

Lejos y pronto, fue la consigna. Y una vez mar adentro, al que le toque, que se joda. Así no hace falta ni gabinete de crisis ni nada. Cualquier cosa con tal de no alterar el España va bien o la cacería de don Manuel.

Y luego, el otro frente: el informativo. Piratas de los mares, barcos basura, monocascos pérfidos y toda la parafernalia. Barrer para casa movilizando en plan expertos a todos los tertulianos paniaguados de radio y televisión, programas rosas incluidos, bloqueando cuanto contradijese la versión canónica. Ni una palabra de los paquetes de seguridad Erika I y Erika II, teóricamente aprobados desde hace la tira, ni de dónde estaban los limpiadores que decían haberse comprado, ni dónde los planes de contingencia por contaminación marítima, ni por qué nadie tenía almacenado y previsto en Galicia, zona de alto riesgo, el número suficiente de barreras flotantes, y éste tuvo que completarse a toda prisa desguarneciendo otros lugares. Como tampoco se dijo, pues contradecía la demagogia táctica del momento, que lo del doble casco será estupendo en el futuro, pero hoy es una utopía irrealizable, porque buena parte de los buques que transportan crudo y derivados tiene alrededor de veinte años y es monocasco, lo mismo en España que en el resto del mundo. Y a ver quién es el chulo que desguaza de golpe la mitad, o yo qué sé cuántos, de los barcos que navegan. ¿Por qué nadie aclara que España importa por mar trescientos millones de toneladas de productos imprescindibles sin lo que no habría ni luz, ni agua, ni automoción, ni muchas otras cosas?... En vez de explicar eso, todavía siguen con la copla de los barcos basura y las navieras pirata en vinagre. Y claro. En este país de mierdecillas donde todo cristo se la coge con papel de fumar, los muy gilipollas han conseguido que ahora cualquier barco, se llame Prestige o como se llame, se convierta en apestado. Como un inmigrante ilegal.

Por cierto. Puestos a sincerarse, sería bonito y edificante que alguien del ministerio de Fomento, o del que ser tercie, explicara que España, igual que esos rusos y esos griegos piratescos y malévolos tan sobados en los periódicos, también abandera buena parte de su flota mercante afuera, con pabellón de conveniencia. Y podría añadir, de paso, que el Prestige, esa presunta escoria de los mares, estaba matriculado en Bahamas, país al que corresponde bandera blanca. Eso significa nivel de seguridad alto, según las categorías internacionales. Y lo que son las cosas: España tiene bandera gris. Pero esa, claro, es otra historia.

22 de diciembre de 2002

domingo, 15 de diciembre de 2002

Daños colaterales en Farfullos de la Torda


Qué peligroso es este país. Qué contaminable de todo, cuando andan de por medio la estupidez, la ruindad o la demagogia. Gracias a la televisión, se multiplican aquí hasta la náusea las modas chabacanas, la jerga de informadores analfabetos, los latiguillos idiotas de políticos y humoristas. Toda gilipollez arraiga, crece y se hace gorda y lustrosa. Imitadísima. Hay que tener un cuidado de la leche cuando abres la boca; todo se manipula y acaba teniendo efectos secundarios. O, como dicen ahora los miles gloriosus, daños colaterales. Entre esos efectos, el nacionalismo tiene algunos especialmente perversos. No podía ser de otro modo cuando se llevan años en primera página y en tertulias de radio. Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Y al final, hasta el alcalde de Villacantos del Vencejo termina copiando a Xabier Arzalluz en su modalidad más pueblerina, esperpéntica y cutre. En España da lo mismo que se trate de tele rosa, ecologismo, Izquierda Unida del payaso Fofó, líneas aéreas y aeropuertos, fuerzas armadas, nacionalismo radical o lo que sea. Casi todo es caspa, y al final acaba igual: en mucha más caspa. No sé si se han fijado ustedes -imagino que sí-, en esa nueva forma de nacionalismo rampante que se multiplica como setas venenosas. No hablo de los pueblos y las lenguas de toda la vida, que ésa es otra historia, sino de esa fiebre ultranacionalista local, más de andar por casa, que se apropia del mismo discurso para aplicarlo a la fiesta del santo, ala era, a la matanza del gorrino, a la alberca municipal, con el aplauso de docenas de imbéciles e imbéciles. Si uno presta atención a lo que dicen algunos presidentes regionales, consejeros, alcaldes de pueblo, concejales de esto o lo otro, resulta estremecedor detectar ahí, sin rebozo alguno, una adaptación calcada de la insolidaridad periférica más cerril y ultramontana: nosotros y ellos. Ahora todo cristo hace un discurso cantonal, autista. Lo mismo el presidente de la autonomía regional que el alcalde de tal o cual pueblo. Y como no hay Rh a mano, la limpieza de sangre se sustituye por la de opinión: uno es más andaluz, más canario, más gaditano, más burgalés, más de Sangonera la Seca o de Villatocinos, cuanto más ciegamente sigue a los cabestros de su dehesa. Y esa obediencia, que incluye la adopción de símbolos nacionales propios como la Virgen patrona del pueblo, llamar godos a los de afuera o el pañuelo verde que usan las peñas en ferias, está reñida con cualquier crítica.

Cualquier disidencia se convierte en alta traición; en herejía ideológica y casi religiosa. Y a partir de ahí, la eliminación del sujeto -o sujeta, como ya dicen algunos subnormales- se convierte en necesaria. Higiénica. Cualquiera que denuncie los chanchullos de un concejal, la ineficacia de un alcalde, la corrupción de tal o cual ayatolá local, es marcado y proscrito, a fin de que su mal ejemplo no contamine a los ortodoxos, para quienes Farfullos de la Torda -nada que ver con Perales de la Torda, que está al otro lado del río; que cada cánido se lama su pijo- es lo más grande del mundo, con historia, tradiciones e himno propios. Por eso la concejalía de cultura farfullense, por ejemplo, pretende ahora que sea obligatorio estudiar en la escuela la geografía, la historia, los bandos de la huerta y los villancicos locales; y como materia optativa, la lengua propia: el farfullo. Que sería una pena para la cultura occidental que se perdiese; pues los pastores locales han llamado con ella a sus ovejas, que se sepa, al menos desde el siglo III antes de Cristo. A partir de ahí viene la huida hacia adelante y el enloquecimiento. Todo exquisitamente de manual: de una parte, la limpieza étnica de todos los farfullenses que no tragan; de la otra, la instauración de un régimen populista que recurre al clientelismo descarado para crear una trama de adhesiones inquebrantables. Eso incluye comprar el periódico local con publicidad institucional, tapar canalladas ecológicas de compadres, recalificarle terrenos a los constructores leales, etcétera. Cualquier denuncia de estos monipodios irá automáticamente a la cuenta del antifarfullismo traidor al pueblo, que es la última y esencial patria, y como tal deberá atenerse el delincuente a las consecuencias. De esa forma los díscolos pueden verse marginados, vigilados, denunciados, excluidos de licencias municipales y préstamos de las sucursales bancarias locales, entre otras delicadas represalias, hasta que traguen. E incluso, si les gusta escribir, quedar fuera de la magna antología Cien Poetas Farfullenses imprescindibles que, prologada por el alcalde, edita el cuñado del concejal de cultura. El mismo que tiene en preparación, con cargo a los mismos fondos, el Diccionario Farfullo-siete onomatopeyas y un verbo-, y preside el Premio Internacional de Novela Farfullos de la Torda. Cuya edición del año pasado, por cierto, ganó él. Con pseudónimo. Daños colaterales, golfos colaterales.

Al final resulta que el problema no son los nacionalismos. El problema es tanto aprovechado y tanto hijo de la gran puta.

15 de diciembre de 2002

domingo, 8 de diciembre de 2002

Esa chusma del mar


Miro la foto del Prestige hundiéndose en el Atlántico, y la del capitán Apóstolos Maguras en tierra, entre dos picoletos, con una ruina que se va de vareta -ruinakos totalis lakagastis, capitánides-, y me digo que, pese a la modernidad, a los satélites y a todas esas cosas, el mar sigue siendo lo que siempre fue: un mundo hostil, de una maldad despiadada, del que los dioses emigraron hace diez mil años. Un sitio con reglas estrictas, incluido que a partir de cierto punto no hay reglas y todo se vuelve puro azar. Océanos que dan de comer, enriquecen, arruinan y matan a quienes los navegan. Cambian los tiempos y los modos, claro. Ahora todo eso está informatizado, cotiza en bolsa, abre telediarios, y hasta la prensa rosa disparata a título de experta en la materia. Ahora, también, los daños ecológicos, en un planeta gris que se está yendo a tomar por saco sin remedio, son más devastadores e irreparables. Pero al margen de la ecología, la incompetencia gubernamental, la demagogia, la ignorancia, las buenas intenciones, la legislación marítima y otros etcéteras, las cosas son como siempre fueron. El mar siguen navegándolo y explotándolo quienes se buscan el jornal, pasándose a veces por el forro las normas y los principios porque tienen letras que pagar, hijos a los que alimentar, Bemeuves que ambicionar, señoras caras a las que calzarse; y, frente a eso, a muchos el mañana les importa una mierda. Más o menos como quienes se lo montan en tierra. Lo que pasa es que, a veces, en un barco se nota más. Y los marinos golfos quedan bien en las novelas de aventuras, pero fatal en titulares de prensa cuando meten la gamba: contrabandistas, mercenarios, piratas. Qué cosas. Casi nadie ha dicho estos días que el capitán Maguras se arrimó a la costa haciendo lo que muchos marinos harían en un temporal con un buque averiado: proteger los intereses de su armador y buscar un puerto o un refugio para la tripulación, el barco y la carga.

Los conozco un poquito nada más, pero me vale. Primero, cuando joven lector, gracias a novelas como esa de Traven, El barco de la muerte, o el Lord Jim de Conrad, que explican muy bien de qué va la cosa -navegar literariamente a bordo del Yorikke o del Patna enseña mucho-. Más tarde, como cualquiera que frecuente el mar y los puertos, me los topé aquí y allá, con sus viejos cascarones oxidados y el nombre repintado cuatro o cinco veces, luciendo matrículas y pabellones no ya de conveniencia, sino imposibles. Los he visto limpiando sentinas o tanques entre una mancha de petróleo, varados en playas de África y América como buques fantasmas, abandonados en muelles con o sin tripulación, apresados con toneladas de droga dentro. Escucho las charlas de sus tripulantes por radio -Mario, filipino monkey, nazarovia y todo eso-las noches que estoy de guardia en el mar, las velas arriba, vigilando sus putas luces roja y verde que no me maniobran nunca. También hay experiencias más concretas; como el caso del Tintore, mi primer contacto, hace treinta y cuatro años, con un barco raro -igual lo cuento un día si estoy bastante mamado-: O aquello que recordará Paco el Piloto: lo de Juanito Caminador y la isla de Escombreras por el lado de afuera. O lo del bar Sunderland, en Rosario, la noche del barco que se hundió, glub, glub, justo cuando iba a caducarle el seguro, O ese amigo que se forró traficando con crudo nigeriano y una vez me hizo un favor en Malabo. O los pedazos de chatarra flotante cargados con armas y comida, a cuyos armadores y capitanes solté una pasta gansa -dólares del diario Pueblo para que me embarcaran en puertos griegos, turcos y chipriotas rumbo a Sidón, Beirut o Junieh, cuando la guerra del Líbano a finales de los setenta y principios de los ochenta, incluido el capitán Georgos -en La carta esférica aparece bajo el nombre de Sigur Raufoss-, que en la madrugada del 2 de julio de 1982, burlando el bloqueo israelí, le jugó la del chino a una patrullera, conmigo a bordo, sentado sobre mi mochila el cubierta y bastante acojonado por cierto, diez millas a poniente de la farola de Ramkin Islet.

Resumiendo: algunos, una panda de cabrones. Pero el mar es su medio de vida, y seguirán ahí mientras haya algo que flote para subirse encima y sacarle un beneficio. Por muchas vueltas de tuerca que den las leyes, siempre quedarán rendijas por donde cierta chusma y ciertos barcos seguirán colándose en el telediario y en nuestras vidas. Trampeando, contaminando. Pero, entre toda la cuerda de golfos, los tipos como el capitán Apóstolos Magura y sus filipinos -éstos suelen ser buenos marineros: no vayan a creer- me caen mejor que otros. Sobre todo porque son ellos los que se la juegan, pagan el pato y hasta se ahogan cuando se tercia; nunca, o casi nunca, los cerdos de secano atrincherados en despachos de armadores, fletadores y sociedades interpuestas en paraísos fiscales sin olvidar a tantísimas autoridades marítimas funcionarios corruptos, que son quienes de ven retuercen las leyes, hacen negocio sin mojarse, trincan del mar una tela marinera.

8 de diciembre de 2002

domingo, 1 de diciembre de 2002

Zorras de última generación


Hay que ver cómo el tiempo, que todo lo masca, cambia las cosas. No sé si recuerdan mi Manual de la perfecta zorra de hace cosa de tres años, con bonitos y útiles consejos para convertirse en chocholoco de rompe y rasga. Ahora tendría que actualizarlo, porque resulta evidente que se ha producido una mutación en las filas del famoseo vaginal. Me refiero a las nuevas zorras tomboleras que vienen pisando fuerte -lo de pisar es delicada perífrasis- y comen terreno a las veteranas. Así coexisten magisterio y juventud. Y es lo bonito de la vida, ¿verdad? Que todo fluye y nada permanece, como dijo Homero, o Espartaco, o uno de aquellos filósofos de antes. Me refiero a la evolución de las especies. Lo malo es que en ese aspecto las especies no siempre mejoran. La zorra española, verbigracia, evoluciona fatal. O involuciona.

A ver si me explico. Antes, llegar a vulpes-vulpi de revista semanal tenía sus requisitos: famosa por mérito propio, legítima de alguien que lo fuera, o -esto era óptimo- causa de que la legítima dejara de serlo. Además, debías moverte en niveles altos de popularidad, sociedad o dinero. En tan favorable contexto, una pájara con pocos escrúpulos y enamoradiza -o simplemente folladiza-, podía hacer carrera; y, baldosa a baldosa, con suerte y combinando hábilmente matrimonios, divorcios, fotos robadas por Interviú y portadas del Diez minutos, llegar a la envidiada categoría de zorra con la vida resuelta. Pero la maquinaria mediática exige combustible, el público ávido pedía más, y la oferta no cubría la demanda. De modo que esa primera categoría de honestas trabajadoras de su propio coño terminó compartiendo portada con una segunda generación: hijas de famosos de la farándula, amigas, cuñadas, primas segundas, novias, esposas o ex esposas de los respectivos de todas ellas, incluyendo hijas, sobrinas y demás familia. Y, aunque con el tiempo se iba perdiendo el rastro de la zorra inicial o primigenia, cabeza de serie, con memoria y habilidad podía rastrearse el apasionante árbol genealógico que situaba, e interrelacionaba, varios escalones de zorras de diversos niveles en torno al núcleo central de media docena de zorras clásicas. Si quieren probar, háganlo. Aún se puede.

El problema es que el mercado, con el éxito de Tómbola -que sigo viendo de vez en cuando por mi amigo Cucho Farina-, la proliferación de la basura rosa en los programas de la tele -todos con su mariquita que a su lado Karmele Marchante parece Oriana Fallaci, se guían exigiendo más madera; y ni siquiera el segundo escalón de productos cárnicos cubría las necesidades. Así que empezó a recurrirse a la chusma de tercer nivel: marmotas preñada por toreros analfabetos, futbolistas o gente así, desprovistas de otro mérito que el de abrir las piernas con la persona adecuada en el momento justo. A partir de ahí, eso ya daba derecho a desfilar en pases de modelos, a viajes organizados a playas paradisíacas para fotos del ¡Hola¡ y a llevar gafas de sol ante las cámaras que te acosan mientras empujas el carrito de las maletas en el aeropuerto de Málaga.

Pero el mercado es como el monstruo devorador de pan rallado. Creció el negocio, las teles rivalizaron en empaquetar bazofia, y para cubrir la demanda masiva se introdujo un cuarto nivel, que a la larga terminó adueñándose del cotarro: la zorra a palo seco. La pedorra siliconada o sin siliconar que pretendiéndose artista o modelo, cuenta cómo se la tiraron Mengano o Fulano, y trinca por ello. Lo que pasa es que eso no podía terminar ahí. Ya metidos en harina, quedaba un paso muy fácil de dar: el que va del cuarto al quinto nivel. De guarra mediática a simple puta. Y lo sigo stricto sensu: la fulana profesional que cobra el servicio, o espera cobrarlo, y hace el recorrido por las teles exactamente igual que antes hizo la calle, y cuenta, interrogada por auténticas perlas del periodismo audiovisual español, cómo se calzó, no ya famosos o famosillos, sino a chusma de su propia calaña primos segundos de chulos cubanos, conocidos de toreros o de cantantes, macrós de discoteca, etcétera.

Total. Que uno mira atrás y cae en la cuenta de que comparado con el género que ahora pregonan, aquellas zorras que antes se divorciaban de marqueses, se emocionaban en el Rocío o tangaban a millonarios fatuos y sesentones, eran unas señoras; incluso las que, para seguir pagándose las aspirinas algunas son adictas a las aspirinas porque les duele mucho la cabeza- se vieron obligadas a montárselo en plan cada vez más bajuno, codeándose con la chusma de niveles inferiores a fin de que las furcias postmodernas no les quitaran el pan. Por eso apoyo sin reservas la creación de una Fundación para la Defensa de la Zorra Española Clásica (FDZEC). Más que nada para preservar la especie, y no mezclar las churras con las merinas, o las meretrices. Que cada cuala es cada cuala, Pascuala.

1 de diciembre de 2002

domingo, 24 de noviembre de 2002

Notificación urgente


Pues nada. Que estoy dándole a la tecla, y suena la campana de la puerta: ding, dong. Así que dejo al capitán Alatriste a media estocada y salgo afuera, donde llueve a mares. Camino de la verja, el cabroncete de mi labrador se restriega moviendo el rabo y poniéndome hasta arriba de agua. "No te la dejo en el buzón, porque pone urgente", dice el cartero, que es colega. Así que cojo la carta, vuelvo empapado -el perro aprovecha para colarse y encharcar media casa-, abro la capadora y corto el sobre. Notificación urgente, pone con letras muy gordas. Trago saliva. Glups. En España, por vía urgente sólo llegan demandas judiciales, puñaladas traperas de Hacienda y cosas así. Y el remite no tranquiliza: Garantía jurídica de Fulanez S.L. Angustiado, imagino posibles delitos: una señal de stop, mi cánido le mojó la puerta al alcalde del Pepé, el banco olvidó pagar el impuesto de actividades económicas -en mi pueblo figuro en el extravagante gremio de pintores, ceramistas y escultores-. Cualquiera sabe. El caso es que desdoblo el papel con mucho acojono, y en el interior viene un impreso con apariencia oficial. Garantía jurídica, etcétera, repite el membrete. Delegación de Madrid. Y debajo está mi nombre acompañado por un aterrador: Código y n° personal SPD-28133-5. A esas alturas no me atrevo a seguir leyendo sin telefonear a mi abogado. A saber en qué ando metido. Por fin tomo aire, me siento con cautela y leo:

¿Por qué renuncia a su premio?

¿Por qué renuncia a un televisor o a un premio valorado en 1.724 euros? Usted es la única persona a la que todavía no hemos entregado su televisor.

Leo esas líneas tres veces. Sin dar crédito. Me froto los ojos y las leo otra vez. Al cabo hago memoria, y entonces me pongo a blasfemar en arameo. Gracias a Telefónica y al tío marrano que vendió los datos de los abonados a empresas de buzoneo, con frecuencia recibo en mi casa publicidad que maldito lo que me interesa. A veces hasta llaman por teléfono para informarme de tal o cual oferta de música o de cremas depilatorias. Y entre la abundante basura que llega a mi buzón, hace meses vino una de esas notificaciones-trampa típicas: le ha correspondido tal premio, enhorabuena, para recogerlo vaya a tal sitio tal día a tal hora. Ni se me ocurrió ir, claro. En tal sitio y a tal hora lo que siempre hay es una promoción de cremas de belleza, o de electrodomésticos, o de apartamentos en La Manga. Y aunque regalaran de verdad televisores, me importa un huevo porque ya tengo uno. Así que pasé mucho. Pero al cabo de quince días llegó otra notificación, y luego otra: Le ha correspondido un premio; para recogerlo preséntese con su cónyuge, si son pareja estable y con unos ingresos conjuntos anuales de 12.000 euros, en la dirección tal. Es su última oportunidad. Luego otra más, y al cabo de un tiempo, otra. Todas fueron a la basura, claro. Con la última, harto, llamé al teléfono de contacto. Paso de su premio, dije. Bórrenme. Tomo nota, caballero, me dijo la prójima que se puso al aparato. Pero la nota la tomó mal, por lo visto; pues sigo adelante con la carta de ahora, y leo:

Hace tiempo, nuestro departamento le comunicó que le había correspondido un premio. Esta comunicación se le ha repetido en varias ocasiones, y no hemos recibido todavía respuesta suya. ¿No recibió usted nuestras anteriores cartas, o se le olvidó llamarnos?

¡Pero aún está a tiempo! Llame al teléfono tal y cual. Con mi más cordial saludo: Fulano de Tal. Me abalanzo al teléfono. Marco el número. Pregunto por Fulano de Tal. Está reunido, dice una sicaria, impertérrita. ¿En qué puedo ayudarle? Puede ayudarme, respondo, diciéndole al señor Tal o a quien sea que me olvide para siempre jamás. Ah, bueno, responde -se nota que tiene costumbre-. Si no está conforme con recibir nuestra correspondencia, póngase en contacto con la empresa que figura en la letra pequeña, al dorso. Y cuelga. Me voy al dorso. Un teléfono. Marco. Un contestador: Si desea cancelar sus datos, grábelos. Gracias. Llamo cinco veces, y sale siempre el mismo contestador. Al fin deduzco que hay truco. De modo que me resigno, digo mis datos, y al terminar la voz enlatada anuncia: No se ha grabado nada. Vuelva a intentarlo. Lo intento seis veces más y comprendo que, amén de haber truco, éste es maquiavélico. Te gastas una pasta, y nadie graba ni cancela nada. Miro otra vez el dorso de los cojones, donde figura otra empresa y una dirección de Bilbao como responsable última del fichero, pero sin teléfono. Llamo al 1003. Un joven encantador intenta localizar el número. Imposible, concluye. Es restringido. Me quedo con cara de idiota. Llamo otra vez al primer teléfono, y pregunto si Fulano de Tal sigue reunido. "Efectivamente", responde la de antes. "Lo suponía", digo. Y a continuación explico con detalle todas las cosas que el señor Tal puede hacer con el televisor, con el buzoneo y con la puta que lo parió.

"Grosero", responde la torda. Y me cuelga.

24 de noviembre de 2002

lunes, 18 de noviembre de 2002

Tres amigos en el agua


Hace un par de semanas, tres amigos míos se estrellaron persiguiendo una planeadora, y salvaron el pellejo de milagro. Volaban de noche, a cincuenta nudos sobre el mar a bordo de 'Argos IV', el helicóptero de Vigilancia Aduanera de Algeciras, detrás de una goma, tripulada por tres marroquíes, que había salido del economato cargada de chocolate. Pegaba fuerte oleaje, con viento de fuerza siete, y la velocidad de la planeadora la hacía brincar sobre el agua, iluminada por el foco del helicóptero. Rutina. Una situación vivida y resuelta miles de veces. Y de pronto, el molinillo se fue abajo. Chof. Al agua. Son cosas que pasan: unas veces se gana y otras se pierde, y otras se va uno a tomar por saco. Esa vez, mis amigos casi se fueron. Piloto, copiloto y observador: magullados y heridos pudieron salir del aparato antes de que se hundiera. Luego -son profesionales- se mantuvieron agarrados unos a otros, flotando en sus chalecos salvavidas, en la noche, la oscuridad y el oleaje. Las radiobalizas resultaron ser una puñetera mierda. No se activaron, o la señal no llegó a ninguna parte. Pasaban luces de mercantes a lo lejos. Tiraron bengalas, pero, o a bordo de los barcos no las vieron, o pasaron mucho. Por suerte, uno de los náufragos llevaba un teléfono móvil en una bolsa estanca; y antes de que éste también se fuera al carajo pudieron decir que estaban en el agua. Después aguantaron luchando contra la hipotermia, economizando fuerzas, agarrados para no separarse, durante más de dos horas. Y al fin, los compañeros que habían salido en su busca, los encontraron y los llevaron a casa.

No tenía previsto escribir nada sobre eso. En los últimos tiempos he hablado mucho de esos tipos y de su curro, y sé que no les gusta. Además, caerse al agua es gaje del oficio. Más les duele la pérdida del molinillo: sé que le tenían cariño al viejo y fiel 'Argos IV'. Además, cuando se publique esta página ya estarán de nuevo ahí arriba, en la noche, persiguiendo a los malos porque es su obligación y su oficio. Pero resulta que, después del accidente, entre las informaciones de prensa y las declaraciones y todas esas cosas, leí algo que no me gustó: el comentario de un miembro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que por lo visto no considera a los de Vigilancia Aduanera compañeros, sino competencia. Y el hombre, o el portavoz, o lo que sea mi primo, en vez de manifestar solidaridad y admiración por su trabajo, se descolgó manifestando que no le extrañaba demasiado el accidente, porque “arriesgan mucho y a veces son unos kamikazes”.

Así que me van a disculpar si hoy puntualizo. Primero: porque, repito, se trata de amigos míos. Segundo: porque hacen un trabajo admirable y peligroso por cuatro duros al mes. Y tercero: porque si alguien está en las antípodas de la palabra kamikaze es la gente con la que yo he volado en los helicópteros Argos y navegado en las turbolanchas Hachejota. El piloto que se remojó hace dos semanas lleva trece mil horas de vuelo acumuladas en quince años volando casi siempre de noche, y sus tácticas de vigilancia y persecución, fruto de una larga experiencia -éste es su primer accidente, y todos los tripulantes salieron vivos-, son escuela para servicios similares de otros países, cuyos pilotos se confiesan admirados por la profesionalidad y eficacia de Vigilancia Aduanera. Y no estaría de más recordar, por cierto, que si a otros servicios de seguridad del Estado español no se les caen al mar helicópteros en misiones nocturnas, es porque esos servicios -que tienen, por supuesto, muchos notables méritos propios- no vuelan de noche, ni aterrizan a oscuras en playas diminutas, ni saltan a bordo de planeadoras cargadas de hachis en alta mar, jugándose la vida, para liarse a hostias con los malos mientras la goma pega pantocazos a cincuenta nudos. Todo eso no me lo ha contado nadie, porque lo he visto; y alguna vez la turbina de la Hachejota se tragó una piedra de la playa planeando en cuatro palmos de agua, o las olas que ahora dieron con Argos IV en el agua rozaron los patines del helicóptero desde el que veía lo que cuento. Pues quien no se moja, no saca peces. Y a cambio de ese peligro calculado y profesional que corren, pese a ser pocos, y a que no les renuevan la plantilla con el personal joven que necesitan, y a que su servicio de prensa y relaciones públicas es de una incompetencia extrema, y pese a que a veces parezca que lo que se pretende es liquidar vigilancia Aduanera por recorte de presupuestos, vejez y aburrimiento de sus funcionarios, el Ministerio de Hacienda y el Estado español pueden presumir, y lo hacen, de unas cifras asombrosas de resultados en la lucha contra el narcotráfico en Europa.

Así que no les toquen los huevos, háganme el favor. Ni kamikazes, ni zumbados de la adrenalina, ni boquerones en vinagre. Al contrario: eficacísimos profesionales que se juegan la vida porque así se ganan con decencia el jornal. Hombres honrados, tranquilos y valientes, a los que tengo el privilegio de llamar amigos.

17 de noviembre de 2002

domingo, 10 de noviembre de 2002

La carta de Iker II


Te están volviendo loco, lker. Como a esos pobres perros a los que se apalea hasta que sólo ven enemigos. Te están fundiendo los plomos con esa milonga de la patria oprimida y el nosotros y ellos, unos con el chegüevarismo trasnochado de su discurso criminal, y otros con la vileza xenófoba y racista, capaz de afirmar por boca de su lehendakari -en tu carta lo citas aterradoramente satisfecho- que el tuyo es «un pueblo prehistórico». Pues fíjate: mienten como bellacos quienes aseguran que memoria y nacionalismo son la misma cosa, y que éste último equivale a progreso. La Revolución Francesa estableció hace doscientos años que lo importante son los individuos y no los pueblos, y que todos los hombres son iguales ante la ley. Hoy, acorralado por la democracia y la razón, todo nacionalismo necesita apelar a lo más reaccionario que anida en el corazón del hombre, pervirtiendo culturas, ideas y sentimientos. De esa forma, la lengua, la tradición, la memoria de cada pueblo -la patria, en el sentido noble de la palabra- se convierten en armas arrojadizas y excluyentes. Que no te engañen: Astérix es un tebeo. Estudia la Historia. Detrás de cada aventura nacionalista hubo siempre un visionario majara, dos curas fanáticos que necesitaban tener a la parroquia agarrada por los huevos, media docena de burgueses que pretendían pagar menos impuestos, y un pueblo inculto y manipulado que terminó creyéndose distinto, elegido o superior. Y así, tanto importa el qué dirán, que al final cada vecino vigila al otro o teme que lo vigilen. Llegan la delación y el miedo. Y a la gente, insolidaria, egoísta, se le acaba pudriendo el alma. Se convierte en un rebaño de borregos chivatos y cobardes.

Dices también, en tu carta, que «nadie tiene interés en que España siga siendo una, sino muchas distintas»; y añades que la prefieres «fraccionada, y no bajo un centralismo monopolista, incapaz de una diversidad política que cubra las necesidades de todos». Pero te equivocas, Iker. O te equivocan. No es verdad que haya muchas Españas. Hay una sola, llamada así hace ya veinte siglos por los romanos. Que eran unos invasores y unos cabrones, vale. Pero que, por suerte para los invadidos, nos hicieron pasar de la tiniebla prehistórica -ésa que añoran ciertos imbéciles- al progreso y al futuro. Tu confusión, amigo, viene de que nadie te explicó nunca que España no es comprensible sino como plaza pública, escenario geográfico, encrucijada con la natural acumulación mestiza de lenguas, razas y culturas diferentes, donde se relacionan, de forma documentada desde hace tres mil años, pueblos que a veces se mataron y a veces se ayudaron entre sí. Pueblos a los que, si negáramos ese ámbito geográfico-histórico de hazañas y sufrimientos compartidos, sólo quedaría la memoria peligrosa de los agravios. Por eso, junto a la historia de cada cual, es necesario conocer, asumir y respetar la historia común. No la contaminada por el franquismo imperial, que le puso camisa azul a Carlos V y a los almogávares, sino la de verdad. La que nos explica y nos relaciona. En lo que a la historia de España se refiere, te asombraría -si lo permitieran quienes te educan-, conocer la cantidad de nombres de paisanos tuyos vinculados al esfuerzo común en lo bueno y lo malo, junto a catalanes, castellanos, aragoneses o andaluces... ¿De veras no te intriga que, pese al secular centralismo opresor y monopolista, haya tantos monumentos y calles dedicados a vascos fuera de tu tierra, en el resto de España? Lo mismo ocurre con la raza y la lengua. Nadie te las niega; y si gozas del privilegio -para mí dudoso, pero tengo derecho a opinar- de que tu sangre nunca se haya mezclado con la de otros pueblos, ése es asunto tuyo. Yo creo que la gente más guapa, lista e interesante -date una vuelta por Cádiz o por Río de Janeiro, chaval, viaja un poco- es la mestiza; pero se trata de una apreciación personal. En cuanto a tu idioma, ahí lo tienes. Nadie te lo discute ya. Y es así porque el conjunto de los españoles, votando en democracia, hizo posible que lo aprendas y disfrutes, con otras libertades autonómicas que nadie -ni corsos, ni irlandeses, ni bretones, ni escoceses, ni vascos franceses- posee en toda Europa. Pero, por mucho que ames esa lengua, recuerda que también son precisas la referencia o el dominio de otras. Como el latín, que fue la primera lengua común española y clave de la cultura occidental. O como el castellano: patrimonio colectivo de esta plaza pública pudieron serlo el árabe, el euskera, el gallego o el catalán, pero la Historia les negó ese privilegio, y además herramienta hermosa, moderna y potente, que permite comunicarse con cuatrocientos millones de seres humanos repartidos por el mundo.

En fin, amigo. No sé si he respondido a tu carta, pero así lo veo yo. En última instancia, apelo al sentido común y a los viejos libros: ahí comprobarás que en ese lugar del que hablo cabemos todos. Pregúntate cuántos caben en la mezquina patria que quieren fabricarte los oportunistas, los visionarios y los psicópatas.

10 de noviembre de 2011

domingo, 3 de noviembre de 2002

La carta de Iker I


Sé que es inútil, amigo mío. Que nada de lo que te escriba hoy va a cambiar esa forma de ver el mundo con la que los caciques de tu aldea llevan veinte años -tus veinte de vida- comiéndote el tarro. Si en vez de veinte tuvieras cincuenta, diría: para qué gastar tiempo y tinta. Quien a esa edad no tiene claras las cosas, ojos para ver y leer, oídos para escuchar, sentido común para razonar, ya no tiene remedio. Seguirá siendo un simple y un cenutrio toda su vida. Que le vayan dando. Pero no es el caso. Por tu carta deduzco que eres joven. Mucho. Y no me hago ilusiones: tienes todas las papeletas para militar en ese grupo de paletos voluntarios al que me refería antes. Quienes te educaron -por calificar de algún modo la canallada que han hecho contigo- llevan tiempo procurando que así sea; necesitan tu complicidad, tu sumisión, tu voto, para seguir medrando y trincar. Como todos los políticos, claro. O al menos -seamos justos-nueve de cada diez. Lo que pasa es que en los pueblos sin horizonte se nota más. Los estragos son mayores. Los daños generacionales, irreversibles. Hay un párrafo significativo en tu carta: «No es lo mismo el hijo del padre que disparó a bocajarro que el hijo de la víctima que recibió el balazo». ¿Y sabes qué significa que afirmes eso? Pues que alguien te convenció de dos mentiras peligrosas: que en tiempo de tus padres, o de tus abuelos, se disparaba en una sola dirección, y que sigue ocurriendo lo mismo. Esto último es terrible, porque significa que alguien logró su objetivo: que tu generación ignore, olvide, disculpe o aplauda a dos clases de hijos de puta perfectamente definidos: el que practica ahora el tiro a bocajarro en rigurosa exclusiva, y el otro; la rata de moqueta, más cobarde y despreciable aún. El que, cómodamente emboscado, sin riesgo, propone aventuras irresponsables, soborna o amedrenta a la clientela, y recoge las nueces, farisaicamente compungido, mientras estúpidos criminales, fabricados en laboratorio sin un gramo de cerebro ni de conciencia, sacuden el árbol jugándose la libertad y la vida. En lo que a ti se refiere, además de joven, tu carta es inteligente y está escrita con buena voluntad. Te caigo bien, dices; pero crees que estoy equivocado. Lees mis novelas y te cabrean algunos de mis artículos. Te duele que no comprenda a tu nación ni a tu cultura. Que ignore la represión, los ultrajes, el asfixiante centralismo franquista. Etcétera. Crees sinceramente que a los españoles sin otra lengua nacional que el castellano y con RH convencional nunca nos ultrajó nadie, y por eso quieres hacerme reflexionar. Convencerme. Y eso es lo que me enternece y hace que te llame amigo. Que eres un buen tío y lo intentas. Por eso intento darte una respuesta. No sé si tengo talento para eso. Tal vez necesite más de una página. Tal vez haría falta toda una vida. Te cuento.

El otro día estuve en tu tierra. En tu patria. Harto de que la gente me hablara en voz baja y mirando por encima del hombro -qué sombrío y triste han conseguido que sea todo, pardiez-, fui a mi hotel. Puse la tele un rato. Canal autonómico. Y lo que vi fue un documental histórico en blanco y negro, con el suelo lleno de muertos y ruinas humeantes y aviones nazis bombardeando en picado. No sé qué decía el texto. No controlo la lengua, y lo siento. Pero el asunto estaba claro: banderas españolas, cañones, pelotones de fusilamiento. Por el amor de dios, pensé. Han pasado sesenta años. Sesenta largos años, la mitad en democracia. Y lo plantean como si hubiera ocurrido ayer. Como si nada hubiera cambiado. Infectando el presente, y el futuro, con métodos idénticos a los que usó el franquismo para contaminarnos a todos la memoria. Luego vi el informativo -ése en castellano-, y allí salió un anciano que escupía rencor y odio por el colmillo, asegurando que, a poco que se baje la guardia, esos aviones del documental volverán a destrozar ciudades, libertades, vidas. Había otros ancianos aplaudiendo. Momificados, como él, en el pasado que nunca existió: en una utopía inventada ayer por la tarde. O pasando lista, como clientes ante un patrono que da de comer. Apenas vi jóvenes. Estaban, quizás, sacudiendo el árbol. Luego salió un presidente autonómico con cara de buen chico, dirigiéndose a los ciudadanos y ciudadanas. Me fascinó su discurso. Un marciano autista glosando a Tomás Moro. Y de pronto me dije: atiza. Tal vez sea eso. Tendemos a creer que quienes nos gobiernan son inteligentes. Por eso votamos. Por eso los seguimos ciegamente. Y qué pasa si no, me pregunté. Qué pasa si al final resultan ser mediocres, y estúpidos. Como el retrasado mental de George Bush, que para desgracia de la Humanidad gobierna el país más poderoso de la tierra. Qué pasa cuando la incompetencia la camuflan con el lloriqueo y la huida hacia delante, prisioneros de la propia imbecilidad. Y al final se pierden, y nos pierden a todos, en el bosque donde crecen las cruces de madera. Se acaba el espacio de hoy, amigo. Lo siento. De “esa España que usted defiende, una, grande y libre, que prohíbe nuestra lengua, cultura e identidad”, hablaremos el próximo domingo.

3 de noviembre de 2002

domingo, 27 de octubre de 2002

Las piernas de mi vecino


Oye, tonto del haba. Soy yo, en efecto, el mismo que iba sentado a tu vera en el vuelo de Iberia. Madrid-Málaga, ya sabes. Asiento 2 D. Bisnes. Te lo digo por si no te fijaste bien en mi careto cuando te tiré encima medio vaso de agua mineral sin gas. ¿Tacuerdas, chaval? El mismo. Ese hijoputa que te metía el codo en los riñones cada vez que se movía con cualquier pretexto, desplegar el periódico, cerrar el libro, abrirlo, sacar las gafas. Meterlas. Sacarlas otra vez. El que se desperezaba -yo, que nunca hago eso en público- sin venir a cuento. El que de vez en cuando te miraba medio raro. ¿Ya caes? Pues eso. Oui, c'est moi. Como Lulú. Pedazo de soplapollas. Te lo explico. En la cola de embarque ya te eché el ojo. Yo aún estaba sentado, leyendo, cuando vi pasar unas sandalias y unas piernas masculinas y peludas que asomaban de un pantalón corto, tipo safari. Por un momento tuve la sensación de que en lugar de la sala de embarque del aeropuerto de Barajas estaba en un chiringuito playero. Hay que joderse, me dije. En octubre. Dónde se creerá que está este cenutrio. Así que te hice un reconocimiento visual. Treinta y tantos. El polo tenía buen aspecto, el reloj era bueno. La cara de animal -lamento comunicarte que la tienes, colega- no aportaba un dato básico, porque hay fulanos con jeta de mala bestia que luego resultan muy correctos y educados en distancias cortas. La cintita brasileña en la muñeca derecha ya me mosqueó un poco más. Un globetroter, me dije. No sólo viaja vestido así porque se siente más fresco y cómodo, el cabrón. Niet. Se indumenta de esta guisa para reflejar un estado de espíritu. Cosmopolita, aventurero, directamente llegado, sin tiempo para ponerse un pantalón correcto, de la selva tropical. Tal vez venga de salvar a la Humanidad en el Amazonas, o de cruzar el Atlántico en moto de agua, o de mayor quiera ser Mendiluce -hay gente para todo-, y en la mochila lleve el borrador de un libro armado de amor donde también nos cuente lo humanitario que es y lo mucho que las afiliadas a Solidarios sin Fronteras, entre polvo y polvo, le dicen guapo. Luego comprobé que erraba. Ya en la cola, sacaste el teléfono móvil y comprendí que de Amazonia, nada. Que eras un modesto empresario de Burgos, con negocios de tuberías en San Pedro de Alcántara. Y mientras entregabas la tarjeta de embarque, pensé: apuesto un billete de cien euromortadelos a que -LCSCNL: Ley de la Chusma Siempre Cerca y Nunca Lejos- me toca de vecino en el puto avión.

Y ahí me caíste, en el 2 E. Con tus patas desnuditas y peludas a un palmo de mi rodilla. Fue entonces cuando le pregunté a la azafata, lo bastante alto para que oyeras, si no había otro asiento libre, y ella contestó muy amable que no, que íbamos a tope. Resignación, me dije. Seamos estoicos. Pero luego, cuando el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo y Álvarez de Castro dijo lo de buenos días, etcétera, y despegamos, y te pusiste a rascarte una corva -ris, ras, hacían tus pelillos entre las uñas-, el estoicismo se me fue al carajo. Además, lamento comunicarte que no eres Brad Pitt. Tienes unas piernas feas de cojones. Peludas, torcidas en las tibias. Pa qué te digo que no, si sí. Si yo tuviera esas piernas, te juro que no iría por el mundo exhibiéndolas como si tal cosa. Es más. Normales como las tengo, me las guardo para la playa, y la intimidad; y todo eso. Ya sabes. Total. Que empecé a cabrearme. Mira que si se cae el avión, pensé. Tendría delito que la última imagen de mi vida fueran las patas peludas de este tío. Y luego, cuando vino la azafata con los bocadillos aeronáuticos y empecé el de jamón, la visión de tus extremidades me quitó el hambre. Mascaba, te miraba los pelos de las piernas -tampoco tus rodillas son para una exposición veneciana, tío- y el jamón se me hacía una pelota en la glotis. De manera que dejé el bocata y pensé: pues vamos a jodernos todos. Fue entonces cuando empecé a moverme, y a clavarte un codo en los riñones y a pedirte perdón con mucha cortesía y cara muy afligida, y darte por saco cuanto pude, y a quitarte el brazo del asiento. La venganza del Coyote, colega. De vez en cuando me mirabas, pero yo ponía cara de tolai. Perdone, decía -¿te acuerdas, gilipollas?-, pero con estas apreturas, etcétera. La clase bisnes de los huevos. Y está feo que me ponga flores; pero el golpe maestro fue cuando hice que se me escapara el vaso de agua y chorreó por un lado de la mesilla, exactamente sobre tu rodilla peluda. Chof. Oh, perdón, dije. Ahí te mosqueaste un poquito, la verdad. Pero yo ponía tal cara de hipócrita y sonreía tanto reconoce que lo de secarte yo mismo con la servilleta fue un toque selecto-que no hubo otra que decirme: no importa, gracias. No pasa nada. Y ya ves. Al cabo, lo que son las cosas: disfruté como un cochino en un maizal. Pero estos lances son como lo de aquel torero que se lo hizo con Ava Gardner. Si luego no lo cuentas, sólo disfrutas a medias. Por eso te lo cuento ahora. Imbécil.

27 de octubre de 2002

domingo, 20 de octubre de 2002

El suicidio de Manolo


Mi amigo Manolo es un poco gilipollas. Él dice que esnob; pero no. Háganme caso. Gilipollas. Debe de andar por los cincuenta y algo, pero se quedó anclado a finales de los sesenta. Se considera miembro de una difusa élite intelectual que, de puro elitista, nunca hizo nada de nada. Lo desprecia todo. Para qué trabajar, para qué escribir, para qué vivir. Tenía y tiene, por supuesto, un cómodo puesto de funcionario; así que siempre pudo permitirse posturitas. Es todo tan mediocre, dice. Es tanto el hastío. Se lía un canuto, agarra el vaso de whisky y filosofa hora y media. Un pelmazo. De vez en cuando le da la vena creativa y hace poemas imitando a Kavafis, pero en cutre. Y haikús, el hijoputa. Malísimos. Mirando el mar/pienso/luego existo. O algo así. Todo eso pegado a la barra de un bar. Lo único serio, decía antes, es ir al Sáhara como los personajes de Paul Bowles. Al fin se fue al Sáhara. Semana y media con viajes Marsans. A la vuelta escribió un poema infame sobre el vacío y la nada, y se hizo una foto en el café Hafa. Ése fue su momento de gloria. Prefiero Tánger a Estambul, dijo. Cosa extraña, pues no ha estado en Estambul en su puta vida. En fin. Como ven, ninguna soplapollez le era ajena. Le es.

Además de gilipollas, Manolo es algo bocazas. O muy. El otro día se quejaba en el bar del pueblo -la farmacéutica, el concejal del Pesoe, el médico, el arriba firmante que pasaba por allí- de haber hecho ya cuanto ambiciona en esta vida. He vivido en el desierto, dijo. Me he tirado a la tía a la que siempre me quise tirar, añadió, y acto seguido pregonó con detalle nombre, apellidos, domicilio, NIF y estado civil -casada, por cierto- de la afortunada. Ya me diréis, concluyó, qué me queda de excitante en esta vida. De modo que pienso con detalle en el suicidio. Lo expuso tal cual, con ese tonillo hastiado de quien vive más allá de todos los límites. Y lo hizo, además, mirando a la farmacéutica, que se llama Rosa y está bastante buena. Porque Manolo sigue colgado de cuando a las tordas se las trajinaba uno a base de Leonard Cohen y angustia vital, y antes de que te suicidaras eran capaces de pasarse la noche convenciéndote de que no hicieras esa tontería, con lo hermosa que es la vida, oye. Y tal. Y así, a lo tonto y como quien no quiere la cosa, al final, zaca. Siempre caía alguna subnormal. Y como Manolo no ha evolucionado desde entonces, cree que el rollito melodramático aún funciona. Suicidio, insistía. Lo tengo claro. Y será algo exquisitamente clásico: Petronio, Sócrates. Del hastío a la nada. Este mundo me aburre, oh muerte, zarpemos. Etcétera. Además de estar buenísima, Rosa es lista. Cuarentona mediada pero de excelente ver, cuajada, eriza, guapa. Y cuando Manolo llegó a Sócrates, ella se lo quedó mirando. Le va a mentar a la madre, pensé. Pero erraba. Se limitó a asentir, comprensiva. Me hago cargo, dijo. Es lógico que quieras terminar. Mírate -señalaba la imagen de Manolo en el espejo del bar- estás hecho una mierda, envejeces fatal, tu barriga da náuseas, y encima te estás quedando calvo, aunque quieras disimularlo con el mechoncito de pelo que te subes desde la oreja. Siguió así un rato, enumerando implacable, mientras Manolo, al principio repantigado en su silla, se erguía poco a poco, acercándose al borde, las rodillas juntas y los dedos crispados en torno al vaso. ¿Y sabes qué te digo?, remató Rosa. Que estoy segura de que cuando decidas dar el salto -del hastío a la nada, me parece que has dicho-, lo harás en serio, y no como esas idiotas e idiotos que se toman ocho optalidones para llamar la atención y luego telefonean a su mejor amiga o a su novio, adiós para siempre, estoy en el número tal, piso tal, clic. Así que mira. Como profesional de la farmacopea que soy, te recomiendo cien pastillas de esto mezcladas con cincuenta de aquello, en ayunas para que haya mejor absorción. Si prefieres agonía larga, purificadora, compra esto en la droguería, que con un litro a palo seco vomitas las asaduras durante seis o siete horas de espumarajos. Y si tarda mucho, siempre puedes chinarte así, ¿ves?, de aquí hasta aquí, no con la puntita nada más, sino de esta otra manera, raaaas, que no te para la hemorragia ni Dios. ¿Tomas nota, Petronio? Mano de santo. Y el hastío, oye, a tomar por saco.

Lamento no poder enseñarles una foto de la cara de Manolo. Porque es el tío más hipocondríaco del mundo. Y a medida que la otra añadía consejos técnicos, él cambiaba de color. La piel se le puso amarilla, dejó el vaso y empezó a rascarse la cara. Bueno, farfulló. En realidad. Miraba a Rosa con ojos desorbitados que iban de ella a la puerta, como si temiera ver aparecer allí a un mensaka con kilo y medio de pastillas y una Gillette. Tampoco, apuntó al fin con voz temblorosa, es para tanto. Joder. Entonces Rosa se lo quedó mirando, callada al fin, los ojos llenos de guasa y desprecio. Y yo pensé: ojalá nunca me mire así una mujer. Esa mirada sí que es una razón para suicidarte.

20 de octubre de 2011

domingo, 13 de octubre de 2002

Perra y triste España


Oigan. Me van ustedes a hacer el favor de irse inmediatamente al cine, a ver Los lunes al sol. Que es una película dirigida por Fernando León de Aranoa, y protagonizada por Javier Bardem y unos cuantos más; que como no son mis amigos, ni mis conocidos, ni nada de nada, puedo permitirme recomendar aquí su peli tal cual, por la patilla y el morreti, sin que esto suene a dar cuartel a los compadres. Y si son ustedes tan primaveras que no se fían de mi palabra y pasan de ir a verla y se escaquean, pues allá cada cual. Aténganse a las consecuencias. Porque entonces se habrán perdido una de las mejores películas españolas que -salvo error u omisión-se han hecho en los últimos diez o quince años. Digo yo. O a lo mejor son más. No sé. Veinte años, tal vez. O treinta.

Y es que el otro día fui al cine y me quedé de pasta de boniato. Excepto la música, que no me gustó, y una escena de karaoke que considero un guiño innecesario a la británica Full Monty -la película de Fernando León es mucho más dura y sólida de aquí a Lima-, Los lunes al sol me pareció casi perfecta. En el casposo panorama de lo que algunos, sin fundamento, llaman industria del cine español, donde los guiones no existen, donde nueve de cada diez actores no saben hablar ni falta que les hace, donde auténticos salteadores de caminos producen con dinero ajeno bazofias de cualquier tipo, a fin de trincar antes del rodaje, y luego les importa un carajo que se estrenen o no, porque ya han cobrado lo suyo, la película de la que hablo resulta especial. Insólita. Rara de narices. La peripecia sombría, vulgar, de unos amigos en paro tras el cierre de los astilleros donde trabajaban, la desesperanza mezclada con el humor negro y la mala leche en un guión impecable -que ya me habría gustado firmar a mí-, la contención con que se narra la historia, triste y amarga sin cruzar nunca el umbral del melodrama y la lágrima fácil, el tiempo interior del relato, la interpretación magnífica de los actores, incluido lo más difícil en cine y literatura, que es dialogar con los silencios, todo eso, en fin, amén de muchas otras cosas, son elementos que convierten Los lunes al sol -tengo dudas sobre si el título no necesitaría una coma en medio- en un ejercicio impecable de cine de altísima calidad.

Y qué cosas. A eso, de la alta calidad iba a añadirle: cine que, por lo antedicho y por desgracia, no parece español. Pero si uno va y lo piensa, afirmar eso sería inexacto. Precisamente porque esta película sólo es posible por ser española hasta la médula. Y ahí está la cosa. El intríngulis. Nadie ajeno a este putiferio nacional podía haber escrito, dirigido o interpretado una historia tan triste y tan perra. Con tanto humor negro. Con tanta ternura. Con tanta dignidad pese a la derrota, a la desesperanza. A la miseria. Cuando desde nuestra butaca de cine seguimos la monótona vida del grupo de parados que encabeza Santa (Javier Bardem), el entrañable y testarudo animalote fiel a sus amigos y a sí mismo, los espectadores sabemos perfectamente de qué nos hablan. Porque Los lunes al sol es una tragedia menuda con humildes nombres y apellidos en los que cualquiera puede reconocerse. Nadie garantiza, en esta España de mierda que sigue siendo más falsa que la sonrisa de Javier Solana, que quien mañana esté con los colegas en el sombrío bar La Naval, junto al astillero cerrado cuyo último barco a medio construir se oxida sin remedio, no seas tú mismo; y la historia de la pantalla no sea tu propia historia; y como Santa y sus compañeros, sus mujeres y sus hijos, no acabes igual. Apoyado cada tarde en la barra del bar donde un viejo compañero, qué remedio, te invita o te fía. Porque ésa es la película soberbia que ha hecho Fernando León: la trampa del trabajo perdido, el paso irremisible del tiempo y la ausencia de futuro. O sea: la otra cara del pelotazo y el éxito y Operación Triunfo y el Hola y la Carmen Ordóñez de los cojones. La realidad negra, sin línea de horizonte, que es rutina en la vida de tanta gente condenada al paro, a la soledad, a la amargura del fracaso. Gente manipulada, engañada, aplastada. Y sin embargo. Ojo. Ahí está la clave: en el sin embargo. En cómo pese a todo, gracias a lo que alberga el corazón de ciertos seres humanos, y simbolizado en esos dos únicos rayos de sol que aparecen, al principio y al final, en una película rodada entre cielos grises, noche y sombras, son todavía posibles la dignidad, la amistad y la desesperada lealtad de quienes compartieron un momento de lucha y ya no esperan salvación alguna. En esta España desmemoriada, envilecida de puro satisfecha e insolidaria, tan ciega y tan miserable, Los lunes al sol es un recordatorio espléndido, necesario, de la tragedia de quienes se quedan atrás, en el camino, sacrificados a la Europa pluscuamperfecta de la madre que nos parió, a las corbatas rosa fosforito y a la autocomplacencia de los presidentes y los ministros en sus putos telediarios.

13 de octubre de 2002

domingo, 6 de octubre de 2002

Son las reglas


Ahora le toca al rey de Redonda. Acaba de marcarse un tocho impreso -primera parte, con continuará incluido- que a estas alturas debe de andar ya por las librerías. No ha caído aún en mis manos, pero lo leeré con mucho cuidado y mucho respeto por diversas razones. La principal es que me gusta ese maldito perro inglés. Somos muy diferentes, pero me gusta. Gracias a nuestras páginas vecinas de El Semanal nos vincula una vieja lealtad de camaradas de armas que no se fundamenta en nada racional, en ninguna ideología ni en la misma forma de ver la literatura o la vida; ni siquiera en los talantes de cada cual -él, por ejemplo, es un caballero, y yo sólo fui educado para serlo-, sino en unas cuantas películas, unos cuantos libros, unos soldaditos de plomo y en el contacto hombro con hombro en las filas cuando granizan las balas sobre los arneses. Que no está nada mal, por cierto, y es algo que une mucho más que otra clase de milongas. Él también vive de su espada. Caza solo, a su aire, desde su humilde y arrogante, a la vez, casilla de peón de ajedrez; y se la traen al fresco las torres, las damas y los alfiles. Aquí estoy, aquí peleo. Aquí palmo. Además, siempre ha sido más generoso conmigo que yo con él. Tiene esa habilidad, el muy cabrón, ducado de Corso incluido. Por eso estoy en deuda. Me fastidia, la verdad. Pero lo estoy.

Tiene reglas. Y supongo que ahí reside la cosa. Alguna vez he dicho que cuando la vida te despoja de las inocencias y de las palabras que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas entre los restos del naufragio. Cuatro o cinco ideas, como mucho. Con minúscula. Y un par de lealtades. El respeto por el valor y la consecuencia -hasta en el error-, que son tal vez las únicas virtudes que no pueden comprarse con dinero. Cuando todo se va al carajo; en mitad del caos en que nos toca vivir, las reglas son lo único que ayuda a mantener la compostura. Convencionales o retorcidas, claras o sombrías, compartidas o personalísimas, son necesarias incluso aunque tú mismo no las practiques. Por lo menos como referencia. Hasta para transgredirlas, llegado el caso, hacen falta las putas reglas. Y eso es lo que más me gusta del perro de Oxford. Que tiene reglas y se atiene a ellas cuando escribe, cuando mira, cuando se comporta. Cuando me manda copias de sus faxes, o los libros de Redonda, o recortes de subastas. Cuando mantiene viva, a su manera, esta amistad semanal, domingo a domingo, de la que ambos gozamos, seguros el uno del otro, espaldas cubiertas por el camarada, pese a que nos hemos visto cuatro o cinco veces en nuestra vida. Pero en él eso es normal. Está lo bastante solo y tiene las suficientes agallas como para poder elegir amigos y enemigos. Ya lo he dicho antes. Son las reglas.

Me acordaba de él y de todo esto el otro día en una cantina mejicana, La Ballena de Culiacán, cuando anduve por allí presentando mi última historia. Y me acordé porque ocurrió algo, una pequeña situación, trivial en apariencia, que el perro inglés habría comprendido tan bien como yo mismo la comprendí; porque, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con lo que hoy les cuento. El caso es que estaba con Julio Bernal, el Batman Güemes y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, mis amigos de allá, bebiendo tequila en una de las mesas del fondo del antro, rodeados de tipos bigotudos y silenciosos, raza pesada que miraba la pared o al vacío ante un caballito de tequila o una media Pacífico mientras en la rockola sonaba Veinte mujeres de negro. Sólo Élmer no bebía. Padece del estómago, y un trago de alcohol le sienta como una patada en los mismísimos epicentros. En ésas estábamos cuando se acercó el camarero y, poniendo ante Élmer un vaso de tequila, dijo que lo traía con los saludos de los ocupantes de una mesa cercana. Miramos en esa dirección: cuatro tipo mostachudos, silenciosos y graves, con sombreros de palma y chamarras que ocultaban cualquier cosa que llevasen -y les aseguro que esos tíos la llevaban- fajada al cinturón. En Sinaloa, Élmer es un escritor muy respetado: la gente lo saluda por la calle. Vi que tomaba la copa sin vacilar y la alzaba en dirección a la mesa, mientras los otros, muy serios, asentían con la cabeza. ¿Te conocen?, le pregunté. Claro que si, fue la respuesta. ¿Y no saben que no bebes alcohol? Lo saben, contestó mi amigo. Pero también saben que aquí, cuando te encuentras con alguien a quien aprecias, le mandas una copa. Y saben que yo lo sé. Y dicho eso, Élmer se echó al cuerpo el tequila sin pestañear. Glub, glub. De un solo trago. Volvieron a asentir los otros allá en su mesa, muy serios, aprobando el gesto en silencio, y cada uno volvió a lo suyo. Yo miraba a mi amigo, viéndolo apretar los dientes mientras el alcohol le raspaba el estómago. Luego me miró con una sonrisa estoica y sonrió de la manera en que él suele hacerlo, así, como muy despacio:

-Ni modo, carnal -resumió, encogiéndose de hombros-... Son las reglas.

6 de octubre de 2002

domingo, 29 de septiembre de 2002

Yoknapatawpha y la madre que los parió


Comentaba hace unas semanas mi vecino el rey de Redonda la pena que le da ver cómo escritores importantes caen en el olvido, o casi. El hecho de que su recuperación no dependa casi nunca de organismos oficiales ni suplementos culturales y revistas del ramo, sino, tristemente, de las adaptaciones para el cine o la tele; y se congratulaba de que, a veces, simples tecleadores de infantería como él o yo mismo podamos manifestar nuestra admiración por tal o cual viejo maestro, y eso ayude a ponerlo de nuevo en circulación para disfrute y felicidad de algunos lectores. Pero el camarada de páginas se dejó algo en el tintero. A la hora de reivindicar a los grandes maestros puede ocurrir algo peor que el semiolvido: su apropiación coyuntural, fraudulenta, por parte de los golfos apandadores de la cultura. Y a menudo me pregunto si no sería mejor dejar a Fulano o a Mengano en su estante polvoriento, como tesoro a conquistar por iniciados y corsarios autodidactas de la letra impresa, que verlos mancillados, desvirtuados, envilecidos, demagógicamente traídos y llevados por oportunistas del capricho, el interés o la moda. El monarca redondil, en el mismo artículo, apuntaba un ejemplo: su volumen-homenaje sobre Faulkner hizo que varios lectores se interesaran por ese gringo, olvidado en los últimos años. Lo que ya no decía mi primo, porque él es educado y olímpico en sus desprecios, es que hace cosa de década y media, cuando ambos empezábamos a publicar cosas -cada uno a su aire y con sus maestros-, todos cuantos manejaban el cotarro literario se pasaban el día con la boca llena de Faulkner; que era entonces, por lo visto, el único modelo del que la novela moderna podía sacar algo en limpio. Si en una entrevista no mencionabas al menos tres veces cuánto habían influido en tu obra el profundo sur americano y el mítico Yoknapatawpha, ni eras escritor ni eras nada. Después pasó la moda, claro. Y los mismos que juraban tener El ruido y la furia bajo la almohada desde su más tierna infancia, se pasaron a otros autores con el mismo íntimo conocimiento e idéntica devoción. Y al maestro de Mississipi le dieron dos duros. Cosa, por cierto, que me importa un carajo; porque a mí, la verdad, Faulkner ni fú ni fá. Lo cito más que nada por la bonita anécdota, y porque el perro inglés es mi hermano de armas. Y si él defiende a Faulkner, yo también. Y punto. Pero lo que son las cosas. Aquella pandilla, que entonces chupaba de la teta cultural sin otro riesgo que atragantarse, sigue ahí: en la tele, en los suplementos, en las tertulias de radio.

La literatura actual no tiene nada que ver con la que ellos imponían; pero siguen administrándola. Desmemoriadísimos. Alguno hasta escribe novelas de las que antes criticaba, con tramas policíacas, de espionaje y cosas así. Pero ojo. No para vender libros ni ganar pasta. Níet. Se trata de un simple divertimento intelectual. Un ejercicio de estilo. El caso es que hay hermosos recortes y páginas enteras en las hemerotecas que dan fe de sus antiguos dichos y hechos. Y lo gracioso es que de pronto, en un artículo, en un programa, uno los lee o los oye, atónito, elogiar como si conocieran, leyeran y admiraran de toda la vida, a viejos autores a quienes en otro tiempo no sólo ignoraban, sino que denostaban públicamente. Por supuesto, siempre coincide con un centenario, una biografía, un homenaje en el extranjero. Entonces se lo apropian sin más, se ponen al día con una rapidez pasmosa, y de la noche a la mañana se manifiestan extrañadísimos de que nadie lea ahora a Fulano, a Mengano, a Zutano y a otros grandes nombres de la literatura universal; a quienes ellos no sólo no leyeron en su puta vida, sino que encima ayudaron a enterrarlos, sosteniendo que lo que de verdad había que leer, Faulkner aparte, era Onán y yo somos así, señora (Anagrama), de Chindasvinto Petisuik, imprescindible minimalista Sildavo.

Llevo años viendo a esos tontos del culo recomendar con la fe del converso, como si acabaran de descubrirlos -y a veces es literalmente cierto- a Conrad, Stendhal, Schnitzler, Lampedusa, Heinrich Mann, Joseph Roth y Víctor Hugo, entre otros, a un público lector que a menudo los conoce mejor que ellos. El penúltimo imprescindible -cómo les gusta esa palabra- ha sido el pobre Stefan Zweig, que justo a partir de la reedición reciente de su autobiografía El mundo de ayer -que otros, humildemente, leímos y conocemos desde 1968- ha pasado, oh milagro, de segundón cuentahistorias a fino observador de la condición humana. Pero lo más descarado ocurrió hace mes y medio, coincidiendo con la actual reivindicación en Francia de Alejandro Dumas; cuando otro antaño pontificador exquisito, gloria de las letras y la cultura de ambas orillas, para quien hasta ayer la novela que contaba cosas siempre fue un deleznable subgénero, terminaba un artículo de suplemento literario con la urgente exhortación: «Es necesario leer a Dumas». Ahí va, me dije al verlo. Pues no había caído. Qué sería de nosotros, pobres lectores, si no tuviéramos para orientarnos a este insigne gilipollas.

29 de septiembre de 2002

lunes, 23 de septiembre de 2002

Resentido, naturalmente


Hay tres asuntos que, cada vez que se plantean en esta página, suscitan una airadísima reacción. Uno es más ambiguo: el gremial del lector que se siente aludido en el todo por la parte. Cuentas, verbigracia, que el camarero de un bar era un guarro, y veinte camareros protestarán porque llamaste guarro a un honrado colectivo de tropecientos mil trabajadores. Por no hablar de las oenegés. O los pescadores. O el personal de vuelo de las compañías aéreas. Y es que eso es muy nuestro: que un fulano te dé palmaditas en la espalda y diga te sigo mucho, colega, hasta que a él también le tocas los cojones. Entonces dice qué desilusión, y que ya no va a leer un artículo ni un libro tuyo en su vida. Y tú concluyes: pues bueno. Mala suerte. Si de ese tipo de cosas depende que éste me lea o no, por mí puede leer a Paulo Coelho, para no salir de de El Semanal. Que muestra el camino y no se mete con nadie. Pero a lo que iba. El otro asunto es el de los nacionalismos periféricos. Y qué curioso. Si digo que España es una tierra de caínes y una puñetera mierda, nadie rechista. Tal vez porque las bestias ultrapatrióticas leen otro periódico, o porque los lectores -llevo diez años aquí- saben a qué me refiero exactamente, y a qué no. Pero basta tocar, aunque sea de refilón, algún aspecto del otro patrioterismo, provinciano y egoísta, que en España ha contaminado tradiciones, historias y culturas muy respetables, para que airados cantamañanas salten acusándote de nostálgico del Imperio y del Santo Oficio. Como si hubiera algo más negro y reaccionario que un cacique que medra a base de manipular a los lameculos y a los paletos de su pueblo. E incluso, a veces, mis primos se descomponen no porque te chotees de algo, sino porque mencionas cosas que ellos identifican con centralismo activo: un autor clásico, un momento de la Historia, la certeza de lo que hay de común en esta compleja encrucijada de razas y culturas que ya los romanos llamaban España. Por no hablar de lenguas. Puedes elogiar el catalán, el euskera, el gallego, el bable, la fabla aragonesa y hasta la de Barbate, enumerando las obras maestras que todas ellas han aportado a la literatura universal, y no pasa nada. Pero si hablas de la necesidad del latín te llaman reaccionario, y si dices que el castellano es una lengua bellísima y magnífica, no te libras de diez o doce cartas llamándote fascista. En fin.

Hablando de latines, el tercer asunto es la Iglesia Católica. Todavía arde el buzón, tras mi comentario del otro día sobre la parafernalia vaticana, con cartas de lectores indignados. Contumaces todos, curiosamente, en no darse por enterados de la distinción que he hecho siempre entre la Iglesia que me parece dignísima, necesaria y respetable -la fiel infantería- de una parte; la Iglesia histórica que es preciso conservar y estudiar como pieza clave de la cultura occidental, de la otra; y la Iglesia reaccionaria y autista instalada en el Vaticano y en las salas de estado mayor donde se mueven los generales: graduación ésta, lleven uniforme, sotana o corbata parlamentaria rosa fosforito, que, salvo contadas excepciones, siempre desprecié profundamente. Porque no sé ustedes; pero yo he visto enterrar a mucha gente a la que entre obispos, políticos y generales llevaron de cabeza a los cementerios. Leo libros. Miro alrededor. Conozco el daño terrible, histórico, que discursos como los que aún colean en boca de santos padres y santos obispos hicieron, directa o indirectamente, a este desgraciado mundo en el que vivo. Daños que no se borran pidiendo disculpas cada tres o cuatro siglos. Alguien, en una de las cartas del otro día, me calificaba de resentido. Y acertaba de pleno: resentido e incapaz de perdonar -porque a veces el perdón conduce a la resignación y al olvido-, que esta España a menudo analfabeta, violenta, cobarde y miserable hasta la náusea, no sería hoy el lamentable espectáculo que es, problema vasco y terrorismo incluidos, de no haber estado siempre la Iglesia Católica en el confesionario de estúpidos reyes o sentada a la mesa de tantos canallas. Manteniendo a un país entero en la superstición, el fanatismo y la ignorancia. Sometiéndolo en la apatía y el miedo. Vinculando el Padrenuestro al vivan las caenas. Esto ya no es una opinión personal. Está en los libros de Historia, al alcance de quien tenga ojos en la puta cara. Así que en vez de tanta carta y tanto soponcio y tanta milonga, vayan a una biblioteca y lean, que allí viene todo. Y si además tienen tiempo, y les apetece, hojeen seiscientas páginas que escribí hace ocho años sobre el asunto. Lo mismo hasta les interesan, fíjense. Hablan de obispos, curas y monjas. De dignidad y de fé. De la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que todavía, pese a todo, resuena la gloria de Dios. Échenle un vistazo, si quieren, y déjenme de cartas y de sandeces beatas. Tengo canas en la barba, mucha mili en la mochila, algunas cuentas que ajustar antes de palmarla, y poco tiempo para perderlo en chorradas.

22 de septiembre de 2002

lunes, 16 de septiembre de 2002

Cuatro calles de Madrid


Llevo siete semanas emborrachándome con Quevedo. No salgo del barrio, calle Francos a calle Cantarranas, mentidero de Representantes al corral del Príncipe y al de la Cruz, donde el otro día vi comedia nueva de Tirso en compañía de Iñigo Balboa y el capitán Alatriste; que, por cierto, llegó tarde porque venía de batirse en la cuesta de la Vega. Hoy me topé con ese autor joven, Calderón, en el figón de La Tenaza, y luego encontré a Alonso de Contreras en el jardincillo de Lope, bebiendo Pedro Ximénez bajo el naranjo, mientras alguien contaba que Góngora agoniza en Córdoba, y Quevedo, despiadado hasta el final, lo despedía con un crudelísimo soneto. Di un paseo hasta la esquina, y estuve parado frente a la casa de don Miguel de Cervantes. Después anduve por el mentidero, entre bellas actrices que salían de misa, estudiantes con manojos de versos asomando de los bolsillos, el zapatero Tabarca y los mosqueteros haciendo tertulia en su zaguán, y el teniente de alguaciles Martín Saldaña con su ronda de corchetes, feliz porque al corregidor Álvarez del Manzano, me contó, lo echan a la calle de una puñetera vez. Y es que ya dije alguna vez que lo mejor de escribir una novela es cuando la inventas: cuando vas por ahí buscando escenarios e imaginando cosas mientras lees, tomas notas, hablas con la gente, miras. Mientras metes más amigos y más aventuras en tu vida y tu memoria. Ahora vuelvo a encontrar a los viejos camaradas cuya historia dejé en suspenso tras el asalto a un galeón cargado con oro de las Indias. Dos años es mucho tiempo, y tuve que buscarlos uno por uno en las tabernas, en la calle del Arcabuz, en las gradas de San Felipe. Por allí andaban, como de costumbre, buscándose la vida entre versos y estocadas. Con el mapa de Texeira sobre la mesa y pilas de libros alrededor, vuelvo a internarme por aquel Madrid peligroso y fascinante. Qué momento, pardiez. Qué siglo y qué barrio. Entre la calle del Prado y la de Huertas, a los pocos pasos quedas abrumado con la huella de quienes allí vivieron, escribieron, odiaron con toda su bilis -eran españoles, naturalmente- y murieron. Ninguna otra lengua tiene un santuario callejero tan preciso y localizado como aquí la nuestra. Nadie conoció nunca otra concentración semejante de talento y de gloria. Ahí está el lugar, esquina con Atocha, donde se hizo la edición príncipe de la primera parte de El Quijote. Y a este lado, la casa de la calle Francos -hoy Cervantes- donde Lope de Vega vivió los últimos años y escribió sus últimas comedias. En la calle del Niño -hoy Quevedo- moró don Francisco de Quevedo; y también su arruinado y culterano enemigo, Góngora, hasta que el otro adquirió la casa para darse el cruel gustazo de echarlo a la calle. En el bar de patatas bravas de la calle de la Cruz uno puede tomarse una caña exactamente en el lugar que ocupó el corral de comedias donde estrenaban Calderón, Lope y Tirso. La calle del León sigue llamándose, cuatro siglos después, igual que cuando paseaban por ella Alarcón, Vélez de Guevara, Guillén de Castro y Quiñones de Benavente; y, a poca imaginación que se le eche, uno puede codearse en cualquier bar con Juan Rana, Jusepa Vaca o La Calderona. En la esquina de esa misma calle con la antigua de Francos, una lápida señala dónde vivió y murió, pobre y olvidado, el buen Cervantes. Y, a pocos pasos de allí, Cantarranas abajo -hoy Lope de Vega-, está el convento de las Trinitarias donde profesaron una hija de Cervantes y otra de Lope: el sitio donde las cenizas del desdichado don Miguel descansan en lugar ignorado, oscuramente, sin apenas homenaje público de una España tan desmemoriada y miserable ahora como entonces. Todos ellos siguen ahí, en pocos metros y unas cuantas calles, al alcance de cualquiera que vaya en su busca. Si ustedes se animan, no esperen itinerarios oficiales, ni muchas placas señalando personajes, ni cosas así. En la del Niño, por ejemplo, donde vivió Quevedo, no hay nada. Sería distinto en Francia, Alemania, Italia o Inglaterra. Pero esto es la puta España. Aquí, Operación Triunfo sale en las páginas de Cultura de los diarios, y a las ministras del ramo Quevedo les cae un poquito lejos, salvo que toque centenario, o milenario, o una de esas mierdas conmemorativas donde se derrocha viruta para salir en el telediario y para que la gente haga colas, y vea o lea amontonada y en una semana lo que puede ver o leer todos los días del año. Pero bueno. El toque francotirador le da más encanto a la cosa, y la ventaja es que no hay quinientos turistas japoneses en cada esquina. Así que pasen de placas y de ministras. Bastan un plano de Madrid, un par de libros, una tarde libre. Y entonces caminen tranquilos, atentos, en busca de tantas vidas geniales y tantas nobles voces. Lean dos líneas de El Quijote frente a la tumba de Cervantes, una jácara de Quevedo en la taberna del León, unos versos de Lope ante unas patatas bravas en la calle de la Cruz. Organicen su propio homenaje centenario privado, por la cara. Y al ministerio de Cultura, que le vayan dando.

15 de septiembre de 2002

lunes, 9 de septiembre de 2002

Sicarios en el país de Bambi


Me telefonea Ángel Ejarque, el rey del trile, mi colega de La ley de la calle, que es también abuelo de mi ahijada Inés -me hizo esa faena el cabrón-: el choro impasible que utilicé de modelo para el Potro del Mantelete, y que hace años cambió de registro y ahora es de honrado y ejemplar, el tío, que aburre a las ovejas. Es como lo de las lumis, dice: si un primavera las quita de la calle, ya nunca vuelven. O casi nunca. El caso es que él no ha vuelto, pero le queda el punto de vista; así que cuando nos vemos o nos llamamos le damos cuartelillo a las cosas de la vida, como en los viejos tiempos, cuando le dedicaba canciones en el arradio los días que no estaba de cuerpo presente porque dormía en Alcalá Meco. Puños de acero, de los Chunguitos. O La mora y el legionario; de javivi, me parece. Todas ésas. Dedicado a mi colega Ángel, que se está comiendo un marrón, etcétera. De noche no duermo, de día no vivo. Bailando un tango en un burdel de Casablanca. Hay que ver cómo pasan los siglos. Ocho o diez años hace de eso, creo. O más. El caso es que me llama Ángel, qué pasa, colega, cómo lo ves y toda la parafernalia. Y como resulta que acaban de darle matarile a un policía, por el morro, cuando iba a decirle estás servido a un sicario colombiano, le pregunto a mi plas cómo lo ve. Estas cosas en tus tiempos no pasaban, ¿verdad?... Y cómo iban a pasar, me dice. Si entonces era al revés; si eran los de la secreta y los picoletos y los grises quienes tenían acojonado a todo el mundo, colega. Impunidad gubernativa, me parece que lo llamaban. O igual no. El caso es que te majaban a hostias o te daban un buchante disparando al aire, tócate los cojones, y encima les ponían una medalla. Todo por la patria. O por la cara. Menudas estibas me llevé yo por la cara. Lo que pasa es que luego, con la democracia, que vino de puta madre, pues pasó al revés. Y ahora, aunque maderos perros siempre los hay mande quien mande -a ver quién, si no, colega, se hace madero-, los cuerpos y fuerzas se andan con mucho ojo antes de tirar de fusko o dar a una hostia, porque a poco que se les vaya la mano se comen una ruina que te cagas. Que está, muy bien y me parece guais del paraguais, oyes. Que se corten un poquito los hijoputas. Lo que pasa es que de tanto cogérsela con papel de fumar, porque los primeros que los venden si meten la gamba son sus propios jefes, se han amariconado mucho. Y ya me dirás quién tiene huevos de coger a un caco con las manos en los bolsillos, pidiéndole que se entregue, oiga, hágame el favor, si no es molestia. Fíjate si no el otro día, los picos esos de un atraco, que el chaval llevaba una pistola de fogueo averígualo, tronco, en mitad del esparrame-, y se dio a la fuga pegando tiros; y cuando los cigüeños lo pusieron mirando a Triana en la persecución, que cuando atracas son cosas que pasan, todo Cristo quiso empapelar a los picolinos diciendo que si era proporcionado o desproporcionado, y los periódicos titularon por lo de menor de edad con pistola de fogueo, que parecía que acababan de cargarse a un niño de la lotería de san Ildefonso. Como si los menores de edad no sean igual de peligrosos, o más, que muchos mayores, y las pistolas se adivinara de lejos si son de fogueo o del nueve parabellum. Venga ya.

¿Y lo de los sudacas malos, colega?, le pregunto. ¿Eso cómo lo ves? Pues de ese palo ni te cuento, plas, me dice. Que al lado de mis primos los colombiatas, de un lado, y de los yugoslavos, los rusos, los rumanos y demás del otro, el moro del chocolate y la navaja resulta más tierno, te lo juro, que el Babalí del Tebeo. De momento se cascan entre ellos, y la gente dice bueno, ahí me las den. Pero con el tiempo impondrán sus cojones, y entonces nos vamos a enterar de lo que vale un peine. Porque ésos no tienen complejos: matan a su madre y se fuman un puro. Y a eso la madera de aquí está poco acostumbrada, y encima nos han convencido, los de las tertulias de la radio, de que en una democracia los policías detienen a los malos con persuasión, psicología y una estampita de San Pancracio; y que un madero que utilice la violencia para detener a un violento se pone a su altura y es un fascista. Así que ya me contarás cómo van a meter mano los de aquí, que andan acojonados sin atreverse a pincharle al teléfono ni a Al Capone, y no te digo a sacar una pipa, no sea que los jueces los empapelen, y encima no tienen presupuesto ni para las balas o la gasolina del zeta. A ver cómo colocas así a un sicario colombiano armado con una tartamuda, o infiltras confites y chusqueles en las bandas, como si esas cosas se hicieran por amor al arte. En plan: como me caes bien, inspector Gagdet, voy a denunciar a mi doble y a mis consortes. No, por Dios. A cambio no quiero viruta de un fondo de reptiles, ni parte del cargamento de droga, ni nada. A cambio sólo quiero un besito. Muá, muá. No te jode. Y con el terrorismo, igual. Parece mentira que todavía haya gente que, tal y como está el patio, se tome la vida como si esto fuera Bambi.

8 de septiembre de 2002

lunes, 2 de septiembre de 2002

El crio del salabre


He vuelto a verlo. Ocurrió hace tres semanas, en un atardecer de ésos que justifican o confirman un día, un verano o una vida: muy lento y tranquilo, el sol entre una franja de nubes bajas, y toda esa luz rojiza reflejándose con millones de pequeños destellos en el agua. Había fondeado en una pequeña cala, la cadena vertical sobre el fondo de arena limpia. Había un par de veleros más hacia tierra, un chiringuito de tablas en la playa y algunos bañistas de última hora a remojo en la orilla. El sol recortaba la punta de rocas cercana y la rompiente suave sobre una restinga traidora que desde allí se mete en el mar, al acecho de navegantes incautos. Y a contraluz, en la distancia, un barco de vela de dos palos, un queche con todo el trapo arriba, navegaba despacio de norte a sur, sin prisas, aprovechando la brisa suave de la tarde.

Fue entonces cuando lo vi. Tendría ocho o diez años y caminaba entre las rocas de la punta, por la orilla: moreno, flacucho, descalzo, vestido con un bañador y con un salabre en la mano, esa especie de red al extremo de un palo que sirve para coger peces y bichos. Estaba solo, y avanzaba con precaución para no resbalar o lastimarse en las piedras húmedas y erosionadas por el mar. A veces se detenía a hurgar con el palo. Aquella figura y sus movimientos me resultaron tan familiares que dejé el libro -una vieja edición de El motín del Caine- y cogí los prismáticos. El crío se movía con agilidad de experto; tal vez buscaba cangrejos en las lagunillas que cubre y descubre el oleaje. Y casi pude sentir, observándolo, las piedras calientes, el olor de las madejas de algas muertas y el verdín resbaladizo. Todo regresó de golpe: olores, sensaciones, imágenes. Una puerta abierta en el tiempo, y yo mismo otra vez allí, la piel quemada de sol, revuelto de salitre el pelo corto, el salabre en la mano y buscando cangrejos junto al mar.

Fue asombroso. Oía de nuevo el rumor en las rocas y me agachaba buscando entre e vaivén del oleaje. Otra vez el silencio sólo roto por el mar, el viento, el crepitar del fuego en una hoguera hecha con madera de deriva, los juegos sin gestos ni palabras. La impecable soledad de un territorio diferente, ahora inconcebible. No se conocía la televisión, y un niño podía vagar tranquilo por los campos y las playas: el mundo no estaba desquiciado como ahora. Otros tiempos. Otra gente. Veranos interminables jalonados de libros, tebeos, horizontes azules, noches con rumor de oleaje o de grillos cantando tierra adentro, entre las higueras y las encañizadas de las ramblas sin agua. La luna llena recortaba tu silueta en los senderos o en la arena de la playa, y al levantar el rostro veías miles de estrellas girando despacio en torno a la Polar. Y así, los días y las noches se sucedían junto al mar, sin otro objeto que leer sobre viajes y aventuras y vagar por los acantilados y las playas soñando ser un héroe perdido en lugares inhóspitos entre cíclopes, y piratas, y brujas que volvían locos a los hombres, y doncellas que se enamoraban hasta traicionar a su patria y a sus dioses. Era fácil soñar con los ojos abiertos. Muy fácil. Bastaba sentarse frente al mar, y nada impedía arponear a la ballena blanca antes de flotar agarrado a ataúd de Quequeg. Volver exhausto de una ciudad incendiada, tras aguardar espada en mano y cubierto de bronce en el vientre de un caballo de madera. Verse arrojado a una playa por el temporal que desarboló tu navío de setenta y cuatro cañones. Buscar el sitio, marcado con una calavera, donde aguardaba un cofre de relucientes doblones españoles. Tumbarse boca arriba, inmóvil, agonizante, en una isla desierta, y que las gaviotas fueran buitres que acechaban tu último aliento para dejar los huesos mondos en la orilla, a modo de advertencia para futuros héroes náufragos. Y cada vez que un velero cruzaba el horizonte, permanecer quieto mirándolo, una mano sobre los ojos a modo de visera, preguntándote si sería el Pequod, La Hispaniola o el Arabella. Soñando con ir a bordo, atento al viento en la jarcia y las velas, viajando a sitios adivinados en libros cuyas páginas abiertas amarilleaban al sol; allí donde las fronteras del mundo se volvían difusas para mezclarse con los sueños. Lugares donde, en la fría luz gris del alba, una mujer hermosa, con pistolas y sable al cinto y una cicatriz en la comisura de la boca, te despertaría con un beso antes del combate. Todo eso recordé mientras observaba al chiquillo con su salabre en el contraluz rojizo de poniente. Y sonreí conmovido y triste, supongo que por él, o por mí. Por los dos. Después de un largo camino de cuarenta años, de nuevo creía verme allí, en las mismas rocas frente al mar. Pero las manos que sostenían los prismáticos tenían ahora sangre de ballena en las uñas. Nadie navega impunemente por las bibliotecas ni por la vida. El sol estaba a punto de desaparecer cuando el crío fue a detenerse en la punta, sobre la restinga. Luego se llevó los dedos a los ojos a modo de visera y estuvo un rato así, inmóvil, recortado en la última luz de la tarde. Mirando el velero que navegaba despacio, a lo lejos, rumbo a la tierra de Nunca jamás.

1 de septiembre de 2002