domingo, 27 de octubre de 2002

Las piernas de mi vecino


Oye, tonto del haba. Soy yo, en efecto, el mismo que iba sentado a tu vera en el vuelo de Iberia. Madrid-Málaga, ya sabes. Asiento 2 D. Bisnes. Te lo digo por si no te fijaste bien en mi careto cuando te tiré encima medio vaso de agua mineral sin gas. ¿Tacuerdas, chaval? El mismo. Ese hijoputa que te metía el codo en los riñones cada vez que se movía con cualquier pretexto, desplegar el periódico, cerrar el libro, abrirlo, sacar las gafas. Meterlas. Sacarlas otra vez. El que se desperezaba -yo, que nunca hago eso en público- sin venir a cuento. El que de vez en cuando te miraba medio raro. ¿Ya caes? Pues eso. Oui, c'est moi. Como Lulú. Pedazo de soplapollas. Te lo explico. En la cola de embarque ya te eché el ojo. Yo aún estaba sentado, leyendo, cuando vi pasar unas sandalias y unas piernas masculinas y peludas que asomaban de un pantalón corto, tipo safari. Por un momento tuve la sensación de que en lugar de la sala de embarque del aeropuerto de Barajas estaba en un chiringuito playero. Hay que joderse, me dije. En octubre. Dónde se creerá que está este cenutrio. Así que te hice un reconocimiento visual. Treinta y tantos. El polo tenía buen aspecto, el reloj era bueno. La cara de animal -lamento comunicarte que la tienes, colega- no aportaba un dato básico, porque hay fulanos con jeta de mala bestia que luego resultan muy correctos y educados en distancias cortas. La cintita brasileña en la muñeca derecha ya me mosqueó un poco más. Un globetroter, me dije. No sólo viaja vestido así porque se siente más fresco y cómodo, el cabrón. Niet. Se indumenta de esta guisa para reflejar un estado de espíritu. Cosmopolita, aventurero, directamente llegado, sin tiempo para ponerse un pantalón correcto, de la selva tropical. Tal vez venga de salvar a la Humanidad en el Amazonas, o de cruzar el Atlántico en moto de agua, o de mayor quiera ser Mendiluce -hay gente para todo-, y en la mochila lleve el borrador de un libro armado de amor donde también nos cuente lo humanitario que es y lo mucho que las afiliadas a Solidarios sin Fronteras, entre polvo y polvo, le dicen guapo. Luego comprobé que erraba. Ya en la cola, sacaste el teléfono móvil y comprendí que de Amazonia, nada. Que eras un modesto empresario de Burgos, con negocios de tuberías en San Pedro de Alcántara. Y mientras entregabas la tarjeta de embarque, pensé: apuesto un billete de cien euromortadelos a que -LCSCNL: Ley de la Chusma Siempre Cerca y Nunca Lejos- me toca de vecino en el puto avión.

Y ahí me caíste, en el 2 E. Con tus patas desnuditas y peludas a un palmo de mi rodilla. Fue entonces cuando le pregunté a la azafata, lo bastante alto para que oyeras, si no había otro asiento libre, y ella contestó muy amable que no, que íbamos a tope. Resignación, me dije. Seamos estoicos. Pero luego, cuando el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo y Álvarez de Castro dijo lo de buenos días, etcétera, y despegamos, y te pusiste a rascarte una corva -ris, ras, hacían tus pelillos entre las uñas-, el estoicismo se me fue al carajo. Además, lamento comunicarte que no eres Brad Pitt. Tienes unas piernas feas de cojones. Peludas, torcidas en las tibias. Pa qué te digo que no, si sí. Si yo tuviera esas piernas, te juro que no iría por el mundo exhibiéndolas como si tal cosa. Es más. Normales como las tengo, me las guardo para la playa, y la intimidad; y todo eso. Ya sabes. Total. Que empecé a cabrearme. Mira que si se cae el avión, pensé. Tendría delito que la última imagen de mi vida fueran las patas peludas de este tío. Y luego, cuando vino la azafata con los bocadillos aeronáuticos y empecé el de jamón, la visión de tus extremidades me quitó el hambre. Mascaba, te miraba los pelos de las piernas -tampoco tus rodillas son para una exposición veneciana, tío- y el jamón se me hacía una pelota en la glotis. De manera que dejé el bocata y pensé: pues vamos a jodernos todos. Fue entonces cuando empecé a moverme, y a clavarte un codo en los riñones y a pedirte perdón con mucha cortesía y cara muy afligida, y darte por saco cuanto pude, y a quitarte el brazo del asiento. La venganza del Coyote, colega. De vez en cuando me mirabas, pero yo ponía cara de tolai. Perdone, decía -¿te acuerdas, gilipollas?-, pero con estas apreturas, etcétera. La clase bisnes de los huevos. Y está feo que me ponga flores; pero el golpe maestro fue cuando hice que se me escapara el vaso de agua y chorreó por un lado de la mesilla, exactamente sobre tu rodilla peluda. Chof. Oh, perdón, dije. Ahí te mosqueaste un poquito, la verdad. Pero yo ponía tal cara de hipócrita y sonreía tanto reconoce que lo de secarte yo mismo con la servilleta fue un toque selecto-que no hubo otra que decirme: no importa, gracias. No pasa nada. Y ya ves. Al cabo, lo que son las cosas: disfruté como un cochino en un maizal. Pero estos lances son como lo de aquel torero que se lo hizo con Ava Gardner. Si luego no lo cuentas, sólo disfrutas a medias. Por eso te lo cuento ahora. Imbécil.

27 de octubre de 2002

domingo, 20 de octubre de 2002

El suicidio de Manolo


Mi amigo Manolo es un poco gilipollas. Él dice que esnob; pero no. Háganme caso. Gilipollas. Debe de andar por los cincuenta y algo, pero se quedó anclado a finales de los sesenta. Se considera miembro de una difusa élite intelectual que, de puro elitista, nunca hizo nada de nada. Lo desprecia todo. Para qué trabajar, para qué escribir, para qué vivir. Tenía y tiene, por supuesto, un cómodo puesto de funcionario; así que siempre pudo permitirse posturitas. Es todo tan mediocre, dice. Es tanto el hastío. Se lía un canuto, agarra el vaso de whisky y filosofa hora y media. Un pelmazo. De vez en cuando le da la vena creativa y hace poemas imitando a Kavafis, pero en cutre. Y haikús, el hijoputa. Malísimos. Mirando el mar/pienso/luego existo. O algo así. Todo eso pegado a la barra de un bar. Lo único serio, decía antes, es ir al Sáhara como los personajes de Paul Bowles. Al fin se fue al Sáhara. Semana y media con viajes Marsans. A la vuelta escribió un poema infame sobre el vacío y la nada, y se hizo una foto en el café Hafa. Ése fue su momento de gloria. Prefiero Tánger a Estambul, dijo. Cosa extraña, pues no ha estado en Estambul en su puta vida. En fin. Como ven, ninguna soplapollez le era ajena. Le es.

Además de gilipollas, Manolo es algo bocazas. O muy. El otro día se quejaba en el bar del pueblo -la farmacéutica, el concejal del Pesoe, el médico, el arriba firmante que pasaba por allí- de haber hecho ya cuanto ambiciona en esta vida. He vivido en el desierto, dijo. Me he tirado a la tía a la que siempre me quise tirar, añadió, y acto seguido pregonó con detalle nombre, apellidos, domicilio, NIF y estado civil -casada, por cierto- de la afortunada. Ya me diréis, concluyó, qué me queda de excitante en esta vida. De modo que pienso con detalle en el suicidio. Lo expuso tal cual, con ese tonillo hastiado de quien vive más allá de todos los límites. Y lo hizo, además, mirando a la farmacéutica, que se llama Rosa y está bastante buena. Porque Manolo sigue colgado de cuando a las tordas se las trajinaba uno a base de Leonard Cohen y angustia vital, y antes de que te suicidaras eran capaces de pasarse la noche convenciéndote de que no hicieras esa tontería, con lo hermosa que es la vida, oye. Y tal. Y así, a lo tonto y como quien no quiere la cosa, al final, zaca. Siempre caía alguna subnormal. Y como Manolo no ha evolucionado desde entonces, cree que el rollito melodramático aún funciona. Suicidio, insistía. Lo tengo claro. Y será algo exquisitamente clásico: Petronio, Sócrates. Del hastío a la nada. Este mundo me aburre, oh muerte, zarpemos. Etcétera. Además de estar buenísima, Rosa es lista. Cuarentona mediada pero de excelente ver, cuajada, eriza, guapa. Y cuando Manolo llegó a Sócrates, ella se lo quedó mirando. Le va a mentar a la madre, pensé. Pero erraba. Se limitó a asentir, comprensiva. Me hago cargo, dijo. Es lógico que quieras terminar. Mírate -señalaba la imagen de Manolo en el espejo del bar- estás hecho una mierda, envejeces fatal, tu barriga da náuseas, y encima te estás quedando calvo, aunque quieras disimularlo con el mechoncito de pelo que te subes desde la oreja. Siguió así un rato, enumerando implacable, mientras Manolo, al principio repantigado en su silla, se erguía poco a poco, acercándose al borde, las rodillas juntas y los dedos crispados en torno al vaso. ¿Y sabes qué te digo?, remató Rosa. Que estoy segura de que cuando decidas dar el salto -del hastío a la nada, me parece que has dicho-, lo harás en serio, y no como esas idiotas e idiotos que se toman ocho optalidones para llamar la atención y luego telefonean a su mejor amiga o a su novio, adiós para siempre, estoy en el número tal, piso tal, clic. Así que mira. Como profesional de la farmacopea que soy, te recomiendo cien pastillas de esto mezcladas con cincuenta de aquello, en ayunas para que haya mejor absorción. Si prefieres agonía larga, purificadora, compra esto en la droguería, que con un litro a palo seco vomitas las asaduras durante seis o siete horas de espumarajos. Y si tarda mucho, siempre puedes chinarte así, ¿ves?, de aquí hasta aquí, no con la puntita nada más, sino de esta otra manera, raaaas, que no te para la hemorragia ni Dios. ¿Tomas nota, Petronio? Mano de santo. Y el hastío, oye, a tomar por saco.

Lamento no poder enseñarles una foto de la cara de Manolo. Porque es el tío más hipocondríaco del mundo. Y a medida que la otra añadía consejos técnicos, él cambiaba de color. La piel se le puso amarilla, dejó el vaso y empezó a rascarse la cara. Bueno, farfulló. En realidad. Miraba a Rosa con ojos desorbitados que iban de ella a la puerta, como si temiera ver aparecer allí a un mensaka con kilo y medio de pastillas y una Gillette. Tampoco, apuntó al fin con voz temblorosa, es para tanto. Joder. Entonces Rosa se lo quedó mirando, callada al fin, los ojos llenos de guasa y desprecio. Y yo pensé: ojalá nunca me mire así una mujer. Esa mirada sí que es una razón para suicidarte.

20 de octubre de 2011

domingo, 13 de octubre de 2002

Perra y triste España


Oigan. Me van ustedes a hacer el favor de irse inmediatamente al cine, a ver Los lunes al sol. Que es una película dirigida por Fernando León de Aranoa, y protagonizada por Javier Bardem y unos cuantos más; que como no son mis amigos, ni mis conocidos, ni nada de nada, puedo permitirme recomendar aquí su peli tal cual, por la patilla y el morreti, sin que esto suene a dar cuartel a los compadres. Y si son ustedes tan primaveras que no se fían de mi palabra y pasan de ir a verla y se escaquean, pues allá cada cual. Aténganse a las consecuencias. Porque entonces se habrán perdido una de las mejores películas españolas que -salvo error u omisión-se han hecho en los últimos diez o quince años. Digo yo. O a lo mejor son más. No sé. Veinte años, tal vez. O treinta.

Y es que el otro día fui al cine y me quedé de pasta de boniato. Excepto la música, que no me gustó, y una escena de karaoke que considero un guiño innecesario a la británica Full Monty -la película de Fernando León es mucho más dura y sólida de aquí a Lima-, Los lunes al sol me pareció casi perfecta. En el casposo panorama de lo que algunos, sin fundamento, llaman industria del cine español, donde los guiones no existen, donde nueve de cada diez actores no saben hablar ni falta que les hace, donde auténticos salteadores de caminos producen con dinero ajeno bazofias de cualquier tipo, a fin de trincar antes del rodaje, y luego les importa un carajo que se estrenen o no, porque ya han cobrado lo suyo, la película de la que hablo resulta especial. Insólita. Rara de narices. La peripecia sombría, vulgar, de unos amigos en paro tras el cierre de los astilleros donde trabajaban, la desesperanza mezclada con el humor negro y la mala leche en un guión impecable -que ya me habría gustado firmar a mí-, la contención con que se narra la historia, triste y amarga sin cruzar nunca el umbral del melodrama y la lágrima fácil, el tiempo interior del relato, la interpretación magnífica de los actores, incluido lo más difícil en cine y literatura, que es dialogar con los silencios, todo eso, en fin, amén de muchas otras cosas, son elementos que convierten Los lunes al sol -tengo dudas sobre si el título no necesitaría una coma en medio- en un ejercicio impecable de cine de altísima calidad.

Y qué cosas. A eso, de la alta calidad iba a añadirle: cine que, por lo antedicho y por desgracia, no parece español. Pero si uno va y lo piensa, afirmar eso sería inexacto. Precisamente porque esta película sólo es posible por ser española hasta la médula. Y ahí está la cosa. El intríngulis. Nadie ajeno a este putiferio nacional podía haber escrito, dirigido o interpretado una historia tan triste y tan perra. Con tanto humor negro. Con tanta ternura. Con tanta dignidad pese a la derrota, a la desesperanza. A la miseria. Cuando desde nuestra butaca de cine seguimos la monótona vida del grupo de parados que encabeza Santa (Javier Bardem), el entrañable y testarudo animalote fiel a sus amigos y a sí mismo, los espectadores sabemos perfectamente de qué nos hablan. Porque Los lunes al sol es una tragedia menuda con humildes nombres y apellidos en los que cualquiera puede reconocerse. Nadie garantiza, en esta España de mierda que sigue siendo más falsa que la sonrisa de Javier Solana, que quien mañana esté con los colegas en el sombrío bar La Naval, junto al astillero cerrado cuyo último barco a medio construir se oxida sin remedio, no seas tú mismo; y la historia de la pantalla no sea tu propia historia; y como Santa y sus compañeros, sus mujeres y sus hijos, no acabes igual. Apoyado cada tarde en la barra del bar donde un viejo compañero, qué remedio, te invita o te fía. Porque ésa es la película soberbia que ha hecho Fernando León: la trampa del trabajo perdido, el paso irremisible del tiempo y la ausencia de futuro. O sea: la otra cara del pelotazo y el éxito y Operación Triunfo y el Hola y la Carmen Ordóñez de los cojones. La realidad negra, sin línea de horizonte, que es rutina en la vida de tanta gente condenada al paro, a la soledad, a la amargura del fracaso. Gente manipulada, engañada, aplastada. Y sin embargo. Ojo. Ahí está la clave: en el sin embargo. En cómo pese a todo, gracias a lo que alberga el corazón de ciertos seres humanos, y simbolizado en esos dos únicos rayos de sol que aparecen, al principio y al final, en una película rodada entre cielos grises, noche y sombras, son todavía posibles la dignidad, la amistad y la desesperada lealtad de quienes compartieron un momento de lucha y ya no esperan salvación alguna. En esta España desmemoriada, envilecida de puro satisfecha e insolidaria, tan ciega y tan miserable, Los lunes al sol es un recordatorio espléndido, necesario, de la tragedia de quienes se quedan atrás, en el camino, sacrificados a la Europa pluscuamperfecta de la madre que nos parió, a las corbatas rosa fosforito y a la autocomplacencia de los presidentes y los ministros en sus putos telediarios.

13 de octubre de 2002

domingo, 6 de octubre de 2002

Son las reglas


Ahora le toca al rey de Redonda. Acaba de marcarse un tocho impreso -primera parte, con continuará incluido- que a estas alturas debe de andar ya por las librerías. No ha caído aún en mis manos, pero lo leeré con mucho cuidado y mucho respeto por diversas razones. La principal es que me gusta ese maldito perro inglés. Somos muy diferentes, pero me gusta. Gracias a nuestras páginas vecinas de El Semanal nos vincula una vieja lealtad de camaradas de armas que no se fundamenta en nada racional, en ninguna ideología ni en la misma forma de ver la literatura o la vida; ni siquiera en los talantes de cada cual -él, por ejemplo, es un caballero, y yo sólo fui educado para serlo-, sino en unas cuantas películas, unos cuantos libros, unos soldaditos de plomo y en el contacto hombro con hombro en las filas cuando granizan las balas sobre los arneses. Que no está nada mal, por cierto, y es algo que une mucho más que otra clase de milongas. Él también vive de su espada. Caza solo, a su aire, desde su humilde y arrogante, a la vez, casilla de peón de ajedrez; y se la traen al fresco las torres, las damas y los alfiles. Aquí estoy, aquí peleo. Aquí palmo. Además, siempre ha sido más generoso conmigo que yo con él. Tiene esa habilidad, el muy cabrón, ducado de Corso incluido. Por eso estoy en deuda. Me fastidia, la verdad. Pero lo estoy.

Tiene reglas. Y supongo que ahí reside la cosa. Alguna vez he dicho que cuando la vida te despoja de las inocencias y de las palabras que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas entre los restos del naufragio. Cuatro o cinco ideas, como mucho. Con minúscula. Y un par de lealtades. El respeto por el valor y la consecuencia -hasta en el error-, que son tal vez las únicas virtudes que no pueden comprarse con dinero. Cuando todo se va al carajo; en mitad del caos en que nos toca vivir, las reglas son lo único que ayuda a mantener la compostura. Convencionales o retorcidas, claras o sombrías, compartidas o personalísimas, son necesarias incluso aunque tú mismo no las practiques. Por lo menos como referencia. Hasta para transgredirlas, llegado el caso, hacen falta las putas reglas. Y eso es lo que más me gusta del perro de Oxford. Que tiene reglas y se atiene a ellas cuando escribe, cuando mira, cuando se comporta. Cuando me manda copias de sus faxes, o los libros de Redonda, o recortes de subastas. Cuando mantiene viva, a su manera, esta amistad semanal, domingo a domingo, de la que ambos gozamos, seguros el uno del otro, espaldas cubiertas por el camarada, pese a que nos hemos visto cuatro o cinco veces en nuestra vida. Pero en él eso es normal. Está lo bastante solo y tiene las suficientes agallas como para poder elegir amigos y enemigos. Ya lo he dicho antes. Son las reglas.

Me acordaba de él y de todo esto el otro día en una cantina mejicana, La Ballena de Culiacán, cuando anduve por allí presentando mi última historia. Y me acordé porque ocurrió algo, una pequeña situación, trivial en apariencia, que el perro inglés habría comprendido tan bien como yo mismo la comprendí; porque, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con lo que hoy les cuento. El caso es que estaba con Julio Bernal, el Batman Güemes y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, mis amigos de allá, bebiendo tequila en una de las mesas del fondo del antro, rodeados de tipos bigotudos y silenciosos, raza pesada que miraba la pared o al vacío ante un caballito de tequila o una media Pacífico mientras en la rockola sonaba Veinte mujeres de negro. Sólo Élmer no bebía. Padece del estómago, y un trago de alcohol le sienta como una patada en los mismísimos epicentros. En ésas estábamos cuando se acercó el camarero y, poniendo ante Élmer un vaso de tequila, dijo que lo traía con los saludos de los ocupantes de una mesa cercana. Miramos en esa dirección: cuatro tipo mostachudos, silenciosos y graves, con sombreros de palma y chamarras que ocultaban cualquier cosa que llevasen -y les aseguro que esos tíos la llevaban- fajada al cinturón. En Sinaloa, Élmer es un escritor muy respetado: la gente lo saluda por la calle. Vi que tomaba la copa sin vacilar y la alzaba en dirección a la mesa, mientras los otros, muy serios, asentían con la cabeza. ¿Te conocen?, le pregunté. Claro que si, fue la respuesta. ¿Y no saben que no bebes alcohol? Lo saben, contestó mi amigo. Pero también saben que aquí, cuando te encuentras con alguien a quien aprecias, le mandas una copa. Y saben que yo lo sé. Y dicho eso, Élmer se echó al cuerpo el tequila sin pestañear. Glub, glub. De un solo trago. Volvieron a asentir los otros allá en su mesa, muy serios, aprobando el gesto en silencio, y cada uno volvió a lo suyo. Yo miraba a mi amigo, viéndolo apretar los dientes mientras el alcohol le raspaba el estómago. Luego me miró con una sonrisa estoica y sonrió de la manera en que él suele hacerlo, así, como muy despacio:

-Ni modo, carnal -resumió, encogiéndose de hombros-... Son las reglas.

6 de octubre de 2002