lunes, 27 de mayo de 2002

Al fin sólo


Acabo de separarme de una mujer con la que conviví durante dos años y medio. Las últimas semanas han sido grises y tristes, porque ambos sabíamos que todo terminaba entre nosotros de forma anunciada e irremediable. El final llegaba sin estridencias, sin señales espectaculares, callado como una enfermedad o una sentencia sin apelación. Todo moría poquito a poco, en la rutina final de cada día. Despacio. Y parece mentira. Al principio, cuando esa mujer entró en mi vida, todo era deslumbramiento, expectación. Ansiaba conocerlo todo de ella, tocar su piel y oler su cabello, vivir como propios su infancia, sus sueños, su memoria. Oír su voz y el rumor de sus pensamientos. Y así lo hice. Durante todo este tiempo anduve sumergido en ella sin reservas. Dormí, comí, viajé, viví con ella. Y ahora, justo cuando se va, la conozco mejor que a mí mismo. Sé cómo pelea, cómo sufre, cómo ama. Identifico sus heridas, porque fui yo quien se las infligió deliberadamente, una por una. Sé cómo ve el mundo, la vida y la muerte. Cómo ve a los hombres. Cómo me ve a mí. No podía ser de otro modo porque, aunque ella siempre estuvo ahí, en alguna parte, esperando que se cruzaran nuestras vidas, fui yo quien en cierto modo la convirtió en lo que ahora es. Nadie pone lo que no tiene. Y de ese modo llegué a reconocerme en sus gestos, palabras y silencios como si contemplara mi imagen en un espejo.

Ahora todo terminó. Hemos estado por última vez frente a frente, mirándonos a los ojos, y al fin la he visto fuera, lejos. Completamente extraña, como si su vida y la mía discurrieran por caminos distintos. Y lo singular es que al advertir eso no experimenté dolor, ni melancolía. Sólo una precisa sensación de alivio infinito, e indeferencia. Eso es tal vez lo más singular de todo: la indiferencia. Después de haber ocupado durante veintinueve meses la totalidad de mis días y noches, la miro y no siento absolutamente nada. Qué raro es todo. Cuando al cabo lo sé todo de ella, y tras consagrarle mi trabajo, mi tiempo y mi salud la conozco mejor que a ninguna otra mujer en el mundo, resulta que ya no me importa. Es como si se quedara de pronto atrás, a la deriva, o se alejase por caminos que me son ajenos, y me diese igual lo que sufra, a quién ame, con quién viva, cómo sienta o cómo muera. Esa mujer ya no es asunto mío, y eso me hace sentir egoístamente limpio y libre. Es bueno, decido, poder desprenderse de esa forma de pedazos de tu vida, dejándolos atrás como quien se desembaraza de algo viejo e inútil. Una automutilación práctica. Higiénica.

Sé que el mundo es un pañuelo, y que voy a tropezarme muchas veces con su fantasma en las próximas semanas. Amigos y desconocidos me hablarán de ella y tendré, a mi vez, que dar explicaciones al respecto. Esto y aquello. La quise. Me quiso. Etcétera. Nuestros caminos se cruzarán sin duda en librerías, aeropuertos, páginas de diarios. Intentaré dejarla lo mejor posible, claro. Hablaré de nosotros como si todavía me importara, o como si mi vida girase todavía en torno a sus palabras, sus pensamientos, sus odios y sus amores. Lo haré echándole buena voluntad, lo mejor que sepa. Y casi todos pensarán: hay que ver cómo la quería. Cómo la quiere. Contaré sobre todo la parte fácil: los primeros días, los primeros tiempos, cuando todo era perfecto y era posible porque aun estaba todo por vivir. Cuando cada momento era una hoja en blanco, y ella un enigma que parecía indescifrable. Callaré el resto: la soledad, el hastío, la indiferencia del final, cuando ya nada quedaba por descubrir, por vivir, por imaginar. Cuando todo estaba consumado, y nos situábamos cada día y cada noche uno frente a otro con la intención, el deseo, de terminar de una vez. De agotarnos y olvidarnos.

Ahora, al fin, esa mujer me ha dejado para siempre. Hizo la maleta en su último amanecer gris y acaba de irse sin mirar atrás, el pelo recogido en la nuca, muy tirante y con la raya en medio, su semanario de plata mejicana tintineándole en la muñeca derecha. No la echo de menos, y tampoco creo que ella lamente perderme de vista. Es hora de que viva su propia vida, y lo sabe. Durante todo este tiempo me esmeré en prepararla para eso. Y en el fondo tiene gracia: me rifé en ella el talento, la piel y la vida, y ahora la veo irse y no siento emoción ninguna. Sin duda pronto la encontraré en manos de otros, y la verdad es que no me importa. Antes de marcharse entornando despacio la puerta para no hacer ruido —yo estaba inmóvil, fingiendo que dormía—, dejó sobre la mesa una raya de coca, una botellita de tequila y una copa a medio vaciar, y en el estéreo una canción de José Alfredo Jiménez. Cuando estaba en las cantinas, dice la letra, no sentía ningún dolor. Ahora termino de teclear estas líneas, me levanto y apago la música. Qué cosas. Por qué diablos tendré un nudo en la garganta. A fin de cuentas, sólo se trataba de una novela más.

26 de mayo de 2002

lunes, 20 de mayo de 2002

Los perros del pepé


Una vez, cuando era niño, un pastor tiró delante de mí un perro al pozo de una mina. Le ató una cuerda al cuello, amarró un trozo de hierro viejo de las vías del ferrocarril, lo llevó hasta el agujero -el pobre animal trotaba alegremente a su lado, sin saber lo que le esperaba- y allá se fue el perro, arrastrado por el peso. Lo oí aullar al caer, y todavía, mientras tecleo estas palabras, sigo oyéndolos. Se estaba volviendo loco, me dijo el pastor, y zanjó el asunto. Hasta ese día el pastor, un hombre joven y rubio con el que yo charlaba a menudo cuando iba a jugar al monte y me lo encontraba, había sido amigo mío. Me enseñó algunas cosas que todavía recuerdo sobre hierbas, cabras, ovejas y perros ovejeros, y tengo en la cabeza el chasquido de su navaja cuando, a la sombra de una higuera, compartía conmigo rodajas de pan, queso y un vino muy áspero de la bota que siempre llevaba. Nunca supe su nombre, o tal vez lo olvidé a partir de ese día. Tampoco volví a acercarme a él. Después de aquello, cuando lo veía de lejos, él levantaba la mano, y yo levantaba también la mano. Pero seguía mi propio camino. Recuerdo que correteaba junto a él un perro nuevo, y que me pregunté si cuando también se volviera loco lo tiraría al mismo pozo. Supongo que sí, que lo hizo. Ahora, con los años, después de haber visto hacer cosas peores lo mismo con perros que con seres humanos, comprendo que el pastor no era un mal tipo, o al menos no peor que el resto de nosotros. Sólo era algo más elemental, quizás. Más bruto. Con ese duro sentido práctico de la gente de memoria campesina, que sabe lo que cuesta una boca más por alimentar, aunque sea la de un perro. Gente a la que curas fanáticos, ministros canallas y reyes imbéciles hicieron, durante siglos, analfabeta, despiadada y miserable. En cualquier parte del mundo, la infame condición humana sólo necesita pretextos para manifestarse en cuanto a pretextos, la España que hizo a ese pastor siempre los tuvo de sobra.

Ahora, cuarenta años más tarde, tengo delante una foto que recuerda aquello: dos perros galgos ahorcados por sus dueños en un pinar de Ávila. La foto tiene actualidad porque el partido del Gobierno, o sea el Pepé de esta España que dicen que va de cojón de pato, se pasó el otro día por el forro de los huevos un documento con más de 600.000 firmas exigiendo que se castigue con más dureza el maltrato cruel a los animales. La cosa venía a cuento de los quince perros a los que hace unos meses serraron las patas delanteras en Tarragona, y al hecho de que los hijos de la grandísima puta que hicieron aquello sigan tan campantes -ojalá sepan ellos mismos un día lo que es morir como perros- mientras mozos de escuadra, o la guardia civil, o quien puñetas tenga la competencia de esclarecer el asunto, anda tocándose la flor sin que nadie se le caiga la cara de vergüenza. Pero resulta que el Pepé no ve la cosa tan grave. Para qué dramatizar, dicen. Abandonar a un animal doméstico o maltratado sólo es, para el Código Penal y para ellos, una falta contra los intereses generales que se castiga con una multita de nada. Un pescozón. Ya saben: vete, hijo y no peques más. Y la mayoría parlamentaria de esa peña de gilipollas impidió que el pasado abril prosperaran cuatro proposiciones de ley para que el maltrato a los animales se considere delito, y se castigue con arrestos de fin de semana y penas de prisión cuando medie la muerte del animal. Tampoco se trataba de silla eléctrica, como ven. Pero no. El Pepé dijo nones. El Peneuve, por cierto, se abstuvo, fiel a esa equidistancia política exquisita que mantiene lo mismo cuando alguien mata perros que cuando alguien mata concejales. Y al final salió en la tele un tiñalpa repeinado y con corbata rosa fosforito, para decir que bueno, oigan, que tampoco hay que precipitarse que un hecho concreto en Tarragona no justifica la modificación de un texto legal.

Olvidando que en esta ruin España se tortura y se mata animales impunemente y a diario, que sigue habiendo peleas de perros, que se ahoga a los cachorros, que se ahorca a los perros de caza que no satisfacen a sus dueños, que hay animales que son apaleados a la vista de todo el mundo sin que nadie intervenga, o que miles de ellos son abandonados cada año -abuelos al asilo, perro a la carretera- cuando a sus propietarios les incordian para las vacaciones o se les mean en la alfombra. Y que todo eso ocurre porque la presunta autoridad competente ni siquiera intenta hacer cumplir las ridículas normas mínimas que ya existen. Y también porque nadie agarra por el cogote a uno de esos animales bípedos cuando se le pilla con las manos en la masa, y le sacude, a falta de legislación adecuada, media docena de hostias. Pues al final resulta que cualquiera puede torturar gratis a un perro; pero darle una buena estiba a un hijo de la gran puta no es civilizado ni europeo, y a quien detienen y multan y empapelan es a ti. Hay que joderse. Me pregunto en qué se fundarán esos imbéciles para creer que vale más un ser humano -embriones incluidos- que la lealtad, la honradez y los sentimientos de un buen perro.

19 de mayo de 2002

lunes, 13 de mayo de 2002

La tecla maldita


Hay pesadillas domésticas para las que basta un simple teléfono. Verbigracia: hotel español, once de la noche, lucecita roja de aviso, mensaje telefónico. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo, dice una de esas Barbies enlatadas que ahora salen en todas partes: en la gasolinera, en la autopista, en el teléfono móvil, en las centralitas, en los contestadores automáticos. Para escuchar pulse Uno. Pulso, obediente. Voz de mi editora Amaya Elezcano: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Cuelgo apenas termina el mensaje, y voy a cepillarme los dientes. Al regreso, veo que la luz del aparato sigue roja. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo. Para escuchar, pulse Uno. Obedezco y escucho lo mismo de antes: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Vaya por Dios. Algo hice mal, me digo. Así que esta vez aguardo con el auricular en la oreja, y a los tres segundos de acabar Amaya lo de las pruebas, la Barbie interviene y dice: No tiene más mensajes. Pues ya está, concluyo. Resuelto. Cuelgo, pero la luz roja sigue encendida. Empiezo a mosquearme. Descuelgo por tercera vez. Tiene usted un mensaje nuevo. Para escuchar, pulse Uno. Y si no quiero escuchar, pregunto algo cabreado. No hay respuesta. No hay tu tía. Decido hacer de tripas corazón. Pulso Uno. Arturo te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Aguardo, paciente cual franciscano. Por fin suena la voz enlatada: Para escuchar de nuevo el mensaje, pulse Uno. Para conservar el mensaje, pulse Dos. Para borrar pulse la tecla de servicio. Ahí está la madre del cordero, me digo. Busco alegremente la tecla de servicio; pero el teléfono es de esos de hotel llenos de teclas complementarias y de signos cabalísticos, y me pierdo. Además está en inglés, y mi inglés es como el de Caballo Loco en Murieron con las botas puestas. Mientras, en mi oreja, la voz concluye: No ha elegido usted ninguna opción. Y luego me suelta de nuevo, íntegro, el mensaje de Amaya Elezcano, a la que ya odio con toda mi alma. Arturo, soy Amaya, te mando, etcétera. Mientras acaba el mensaje sigo buscando, angustiado. En ninguna tecla pone servicio ni nada que se le parezca. Al final Amaya cierra el pico y vuelve la Barbie: Para escuchar de nuevo el mensaje, pulse Uno. Para conservar el mensaje, pulse Dos. Para borrar pulse la tecla de servicio. Pulso una tecla donde pone algo parecido a Servicio, y nada. Hay que joderse. Pulso la de asterisco, y después de comunicarme que tengo un nuevo mensaje, me endilgan otra vez: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Blasfemo ya sin rebozo, en voz alta y clara. Sigo largando por esta boca pecadora mientras estudio el teclado maldito. Cuando voy entre el Copon de Bullas y las bragas de María Magdalena recuerdo que hay otro teléfono en el baño. Acudo allí y no veo luz roja. Chachi. Pulso la tecla de Servicio, a ver qué pasa. Me sale el servicio de habitaciones: Habla Luis ¿en qué puedo servirle, señor Pérez?...Aprovecho para pedir un agua mineral sin gas. ¿No desea nada más? ¿un sandwichito, una ensaladita?. No gracias, Luis, de verdad, respondo. Sólo agua. Pulso el 9. Biiip. Biiip. Clic. Operadora, habla Maite, ¿en qué puedo ayudarle, señor Pérez? Pues mire, Maite. Puede ayudarme diciéndome cual es la puta tecla de servicio. Le paso, responde la torda, sin darme tiempo a intervenir. Biiip. Biiip. Clic. Servicio de habitaciones, habla Luis ¿en qué puedo servirle, señor Pérez? En nada Luis, gracias. Viejo amigo. Sólo el agua sin gas de antes. ¿No quiere un sandwichito, una ensaladita? No quiero una maldita mierda, respondo. ¿Vale? Cuelgo. Marco el 9. Operadora, habla Maite, ¿en qué puedo ayudarle, señor Pérez? Borrar mensajes, digo atropelladamente, antes de que me pase con Luis y su servicio de sandwichitos y ensaladitas. Busco la tecla de borrar, la tecla de servicio o como cojones se llame. Descríbamela con detalle, Maite, por la gloria de su madre. Es la del cuadrado, responde con cierta frialdad. Una con un cuadradito dentro. Le pregunto si tiene dos rayas verticales que cruzan otras dos horizontales. Esa misma señor Pérez. Antes la llamaban almohadilla, apunto. Ah, pues aquí la llamamos cuadrado. Es igual, Maite, me vale, gracias. Cuadrado. Clic. Cuelgo. Vuelvo al otro teléfono. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo. Rediós. Me cisco en los muertos de Graham Bell y de San Apapucio y en los de quien inventó los contestadores automáticos. Lo hago a gritos, y eso me desahoga un poco. Ya más sereno, pulso cuadrado. Ni caso. Me sale Amaya otra vez: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas. Llaman a la puerta. Dejo el teléfono, abro precipitadamente, y aparece Luis con el agua mineral en una bandeja. Aquí tiene, señor Pérez. Su agüita mineral. Que tenga feliz noche. Cierro la puerta, vuelvo al teléfono a toda leche, me llevo el auricular a la oreja: Demasiado tarde. No ha elegido usted ninguna opción, dice la Barbie. Y luego: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos.

12 de mayo de 2002

domingo, 5 de mayo de 2002

Atando corto a los gringos


Nuevo éxito diplomático. Según los últimos acuerdos entre los Estados Unidos de América y -a tenor de las declaraciones oficiales que se hacen por aquí- su aliado predilecto, la joya de la corona, la madre de todos sus ojitos derechos, o sea, Spain, los servicios de investigación criminal norteamericanos, amplio término que desde el 11 de septiembre de 2001 engloba a maderos, espías y fuerzas especiales de la cosa bélica, podrán seguir actuando en España. Pero, cuidadín, ya nunca más por su cuenta, y siempre bajo estrecha supervisión de las fuerzas de seguridad del Estado español y/o sus eficaces servicios de inteligencia, antes conocidos por Cesid de Perote, Manglano y otros ejemplares de alto valor ecológico, y ahora todavía en fase de definición, y de reestructuración, y de todo. De existir, incluso.

Para entendernos: que a partir de ahora, dicen, los agentes gringos ya no pastarán por suelo español al modo de antes -como les salía de los cojones-, sino que darán cumplida cuenta de sus movimientos a las autoridades españolas. Coordinación operativa, llaman a esa bonita figura tástica. Porque una cosa es llevarle el botijo a George Bush en la OTAN y donde haga falta, compitiendo con la Gran Bretaña de Tony Blair por el privilegiado puesto de succionadores europeos oficiales del Imperio, y otra no poner a salvo, con acuerdos escritos y letra pequeña, los principios de la soberanía nacional. Así que imaginen la cosa, a partir de ahora. El escenario, como le ha dado por decir últimamente -a fin de cuentas viene en el diccionario de la RAE- a todos los soplapollas de la política y las tertulias de radio. Y el escenario, o la situación, o lo que sea, arranca de esa llamada telefónica, ring, ring, oye, Manolo, soy Flanagan y voy a realizar un operativo con seguimientos electrónicos y toda la parafernalia en territorio español, porque olfateo una malvada red terrorista islámica en Matalascañas. Así que autorízame, please, que tengo los satélites y los aviones espía esperando, y sin tu visto bueno no me atrevo ni a pinchar un teléfono, pues vuestra proverbial firmeza diplomática nos tiene tan asustados que no nos cabe un cañamón en el ojete. Y Manolo diciendo pues no sé, Flanagan, la verdad, si autorizarte o no, porque luego los jueces ya sabes, esto no es como allí, aquí sueltan a narcotraficantes y todo eso y luego enchiqueran a un psicólogo y ya nadie habla del asunto para nada; pero en eso de las libertades y los derechos la dura lex española es muy europea y muy suya, y aunque allí desde lo de las torres gemelas os paséis todo eso por el forro de los huevos, igual aquí ponen pegas y salimos en Le Monde. Así que oye, mejor no. Y el americano, dócil y comprensivo, diciendo claro, Manolo, tienes razón, antes que nada están las buenas relaciones y la soberanía de los aliados y todo eso. Olé tus huevos. No queremos enojar a vuestro gobierno, y en especial al Ministerio de Exteriores, porque las consecuencias serían funestas para nuestra política internacional. Seguro que Washington y el Pentágono lo van a comprender en cuanto se lo explique. Un suponer.

Y para considerar otra variante, imaginemos que a los quince días llama otra vez Flanagan: ring, ring, cómo lo llevas, Manolo, mira, resulta que a una sargento nuestra de la base de Rota, una tal O'Connor, se la está beneficiando un albañil marroquí con papeles legales en España, un tal Mohamed. Y como a lo mejor es de Al Qaida, o como mínimo un moro cabrón sí que es, hemos pensado pediros permiso para que un comando de los Navy Seals eche un vistazo y, si se tercia, lo invite a Guantánamo con gastos pagados para charlar un rato, ya me captas, siempre, por supuesto, en la más estricta observancia de los derechos humanos, como solemos. Eso es lo que pregunta respetuoso el gringo antes de atreverse a dar ningún paso operativo, por si las moscas. Y Manolo, muy consciente de la soberanía nacional y de la letra de los acuerdos España USA, responde: pues la verdad es que no lo veo claro, chaval, porque el tal Mohamed está en suelo español y con papeles españoles, y además nos pueden llamar racistas; así que en vez de tus Navy Seals ve a mandar a dos vigilantes jurados nuestros para investigar porque mientras se organiza el nuevo Cesid las necesidades operativas de contraespionaje e inteligencia nos las cubre Prosegur. Y mientras, colega, puedes desquitarte con esa perra viciosa de la sargento, que para algo es súbdita vuestra, y me la refanfinfla que lo Navy Seals la interroguen en Rota, en Guantánamo o en casa de su puta madre. Y me refiero a la puta madre de los Navy Seals. Y Flanagan haciéndose cargo, okey, Manolo, lo comprendo, los españoles sois muy puntillosos en eso de la dignidad, nación y la soberanía, no pretendía ofenderte. Te lo juro por mis muertos más frescos, que por cierto son todos de Arkansas. Y Manolo, magnánimo: vale tío, no pasa nada, pero que sea la última vez.

Seguro que a partir de ahora va a ser así. Por lo menos.

5 de mayo de 2002