domingo, 29 de septiembre de 2002

Yoknapatawpha y la madre que los parió


Comentaba hace unas semanas mi vecino el rey de Redonda la pena que le da ver cómo escritores importantes caen en el olvido, o casi. El hecho de que su recuperación no dependa casi nunca de organismos oficiales ni suplementos culturales y revistas del ramo, sino, tristemente, de las adaptaciones para el cine o la tele; y se congratulaba de que, a veces, simples tecleadores de infantería como él o yo mismo podamos manifestar nuestra admiración por tal o cual viejo maestro, y eso ayude a ponerlo de nuevo en circulación para disfrute y felicidad de algunos lectores. Pero el camarada de páginas se dejó algo en el tintero. A la hora de reivindicar a los grandes maestros puede ocurrir algo peor que el semiolvido: su apropiación coyuntural, fraudulenta, por parte de los golfos apandadores de la cultura. Y a menudo me pregunto si no sería mejor dejar a Fulano o a Mengano en su estante polvoriento, como tesoro a conquistar por iniciados y corsarios autodidactas de la letra impresa, que verlos mancillados, desvirtuados, envilecidos, demagógicamente traídos y llevados por oportunistas del capricho, el interés o la moda. El monarca redondil, en el mismo artículo, apuntaba un ejemplo: su volumen-homenaje sobre Faulkner hizo que varios lectores se interesaran por ese gringo, olvidado en los últimos años. Lo que ya no decía mi primo, porque él es educado y olímpico en sus desprecios, es que hace cosa de década y media, cuando ambos empezábamos a publicar cosas -cada uno a su aire y con sus maestros-, todos cuantos manejaban el cotarro literario se pasaban el día con la boca llena de Faulkner; que era entonces, por lo visto, el único modelo del que la novela moderna podía sacar algo en limpio. Si en una entrevista no mencionabas al menos tres veces cuánto habían influido en tu obra el profundo sur americano y el mítico Yoknapatawpha, ni eras escritor ni eras nada. Después pasó la moda, claro. Y los mismos que juraban tener El ruido y la furia bajo la almohada desde su más tierna infancia, se pasaron a otros autores con el mismo íntimo conocimiento e idéntica devoción. Y al maestro de Mississipi le dieron dos duros. Cosa, por cierto, que me importa un carajo; porque a mí, la verdad, Faulkner ni fú ni fá. Lo cito más que nada por la bonita anécdota, y porque el perro inglés es mi hermano de armas. Y si él defiende a Faulkner, yo también. Y punto. Pero lo que son las cosas. Aquella pandilla, que entonces chupaba de la teta cultural sin otro riesgo que atragantarse, sigue ahí: en la tele, en los suplementos, en las tertulias de radio.

La literatura actual no tiene nada que ver con la que ellos imponían; pero siguen administrándola. Desmemoriadísimos. Alguno hasta escribe novelas de las que antes criticaba, con tramas policíacas, de espionaje y cosas así. Pero ojo. No para vender libros ni ganar pasta. Níet. Se trata de un simple divertimento intelectual. Un ejercicio de estilo. El caso es que hay hermosos recortes y páginas enteras en las hemerotecas que dan fe de sus antiguos dichos y hechos. Y lo gracioso es que de pronto, en un artículo, en un programa, uno los lee o los oye, atónito, elogiar como si conocieran, leyeran y admiraran de toda la vida, a viejos autores a quienes en otro tiempo no sólo ignoraban, sino que denostaban públicamente. Por supuesto, siempre coincide con un centenario, una biografía, un homenaje en el extranjero. Entonces se lo apropian sin más, se ponen al día con una rapidez pasmosa, y de la noche a la mañana se manifiestan extrañadísimos de que nadie lea ahora a Fulano, a Mengano, a Zutano y a otros grandes nombres de la literatura universal; a quienes ellos no sólo no leyeron en su puta vida, sino que encima ayudaron a enterrarlos, sosteniendo que lo que de verdad había que leer, Faulkner aparte, era Onán y yo somos así, señora (Anagrama), de Chindasvinto Petisuik, imprescindible minimalista Sildavo.

Llevo años viendo a esos tontos del culo recomendar con la fe del converso, como si acabaran de descubrirlos -y a veces es literalmente cierto- a Conrad, Stendhal, Schnitzler, Lampedusa, Heinrich Mann, Joseph Roth y Víctor Hugo, entre otros, a un público lector que a menudo los conoce mejor que ellos. El penúltimo imprescindible -cómo les gusta esa palabra- ha sido el pobre Stefan Zweig, que justo a partir de la reedición reciente de su autobiografía El mundo de ayer -que otros, humildemente, leímos y conocemos desde 1968- ha pasado, oh milagro, de segundón cuentahistorias a fino observador de la condición humana. Pero lo más descarado ocurrió hace mes y medio, coincidiendo con la actual reivindicación en Francia de Alejandro Dumas; cuando otro antaño pontificador exquisito, gloria de las letras y la cultura de ambas orillas, para quien hasta ayer la novela que contaba cosas siempre fue un deleznable subgénero, terminaba un artículo de suplemento literario con la urgente exhortación: «Es necesario leer a Dumas». Ahí va, me dije al verlo. Pues no había caído. Qué sería de nosotros, pobres lectores, si no tuviéramos para orientarnos a este insigne gilipollas.

29 de septiembre de 2002

lunes, 23 de septiembre de 2002

Resentido, naturalmente


Hay tres asuntos que, cada vez que se plantean en esta página, suscitan una airadísima reacción. Uno es más ambiguo: el gremial del lector que se siente aludido en el todo por la parte. Cuentas, verbigracia, que el camarero de un bar era un guarro, y veinte camareros protestarán porque llamaste guarro a un honrado colectivo de tropecientos mil trabajadores. Por no hablar de las oenegés. O los pescadores. O el personal de vuelo de las compañías aéreas. Y es que eso es muy nuestro: que un fulano te dé palmaditas en la espalda y diga te sigo mucho, colega, hasta que a él también le tocas los cojones. Entonces dice qué desilusión, y que ya no va a leer un artículo ni un libro tuyo en su vida. Y tú concluyes: pues bueno. Mala suerte. Si de ese tipo de cosas depende que éste me lea o no, por mí puede leer a Paulo Coelho, para no salir de de El Semanal. Que muestra el camino y no se mete con nadie. Pero a lo que iba. El otro asunto es el de los nacionalismos periféricos. Y qué curioso. Si digo que España es una tierra de caínes y una puñetera mierda, nadie rechista. Tal vez porque las bestias ultrapatrióticas leen otro periódico, o porque los lectores -llevo diez años aquí- saben a qué me refiero exactamente, y a qué no. Pero basta tocar, aunque sea de refilón, algún aspecto del otro patrioterismo, provinciano y egoísta, que en España ha contaminado tradiciones, historias y culturas muy respetables, para que airados cantamañanas salten acusándote de nostálgico del Imperio y del Santo Oficio. Como si hubiera algo más negro y reaccionario que un cacique que medra a base de manipular a los lameculos y a los paletos de su pueblo. E incluso, a veces, mis primos se descomponen no porque te chotees de algo, sino porque mencionas cosas que ellos identifican con centralismo activo: un autor clásico, un momento de la Historia, la certeza de lo que hay de común en esta compleja encrucijada de razas y culturas que ya los romanos llamaban España. Por no hablar de lenguas. Puedes elogiar el catalán, el euskera, el gallego, el bable, la fabla aragonesa y hasta la de Barbate, enumerando las obras maestras que todas ellas han aportado a la literatura universal, y no pasa nada. Pero si hablas de la necesidad del latín te llaman reaccionario, y si dices que el castellano es una lengua bellísima y magnífica, no te libras de diez o doce cartas llamándote fascista. En fin.

Hablando de latines, el tercer asunto es la Iglesia Católica. Todavía arde el buzón, tras mi comentario del otro día sobre la parafernalia vaticana, con cartas de lectores indignados. Contumaces todos, curiosamente, en no darse por enterados de la distinción que he hecho siempre entre la Iglesia que me parece dignísima, necesaria y respetable -la fiel infantería- de una parte; la Iglesia histórica que es preciso conservar y estudiar como pieza clave de la cultura occidental, de la otra; y la Iglesia reaccionaria y autista instalada en el Vaticano y en las salas de estado mayor donde se mueven los generales: graduación ésta, lleven uniforme, sotana o corbata parlamentaria rosa fosforito, que, salvo contadas excepciones, siempre desprecié profundamente. Porque no sé ustedes; pero yo he visto enterrar a mucha gente a la que entre obispos, políticos y generales llevaron de cabeza a los cementerios. Leo libros. Miro alrededor. Conozco el daño terrible, histórico, que discursos como los que aún colean en boca de santos padres y santos obispos hicieron, directa o indirectamente, a este desgraciado mundo en el que vivo. Daños que no se borran pidiendo disculpas cada tres o cuatro siglos. Alguien, en una de las cartas del otro día, me calificaba de resentido. Y acertaba de pleno: resentido e incapaz de perdonar -porque a veces el perdón conduce a la resignación y al olvido-, que esta España a menudo analfabeta, violenta, cobarde y miserable hasta la náusea, no sería hoy el lamentable espectáculo que es, problema vasco y terrorismo incluidos, de no haber estado siempre la Iglesia Católica en el confesionario de estúpidos reyes o sentada a la mesa de tantos canallas. Manteniendo a un país entero en la superstición, el fanatismo y la ignorancia. Sometiéndolo en la apatía y el miedo. Vinculando el Padrenuestro al vivan las caenas. Esto ya no es una opinión personal. Está en los libros de Historia, al alcance de quien tenga ojos en la puta cara. Así que en vez de tanta carta y tanto soponcio y tanta milonga, vayan a una biblioteca y lean, que allí viene todo. Y si además tienen tiempo, y les apetece, hojeen seiscientas páginas que escribí hace ocho años sobre el asunto. Lo mismo hasta les interesan, fíjense. Hablan de obispos, curas y monjas. De dignidad y de fé. De la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que todavía, pese a todo, resuena la gloria de Dios. Échenle un vistazo, si quieren, y déjenme de cartas y de sandeces beatas. Tengo canas en la barba, mucha mili en la mochila, algunas cuentas que ajustar antes de palmarla, y poco tiempo para perderlo en chorradas.

22 de septiembre de 2002

lunes, 16 de septiembre de 2002

Cuatro calles de Madrid


Llevo siete semanas emborrachándome con Quevedo. No salgo del barrio, calle Francos a calle Cantarranas, mentidero de Representantes al corral del Príncipe y al de la Cruz, donde el otro día vi comedia nueva de Tirso en compañía de Iñigo Balboa y el capitán Alatriste; que, por cierto, llegó tarde porque venía de batirse en la cuesta de la Vega. Hoy me topé con ese autor joven, Calderón, en el figón de La Tenaza, y luego encontré a Alonso de Contreras en el jardincillo de Lope, bebiendo Pedro Ximénez bajo el naranjo, mientras alguien contaba que Góngora agoniza en Córdoba, y Quevedo, despiadado hasta el final, lo despedía con un crudelísimo soneto. Di un paseo hasta la esquina, y estuve parado frente a la casa de don Miguel de Cervantes. Después anduve por el mentidero, entre bellas actrices que salían de misa, estudiantes con manojos de versos asomando de los bolsillos, el zapatero Tabarca y los mosqueteros haciendo tertulia en su zaguán, y el teniente de alguaciles Martín Saldaña con su ronda de corchetes, feliz porque al corregidor Álvarez del Manzano, me contó, lo echan a la calle de una puñetera vez. Y es que ya dije alguna vez que lo mejor de escribir una novela es cuando la inventas: cuando vas por ahí buscando escenarios e imaginando cosas mientras lees, tomas notas, hablas con la gente, miras. Mientras metes más amigos y más aventuras en tu vida y tu memoria. Ahora vuelvo a encontrar a los viejos camaradas cuya historia dejé en suspenso tras el asalto a un galeón cargado con oro de las Indias. Dos años es mucho tiempo, y tuve que buscarlos uno por uno en las tabernas, en la calle del Arcabuz, en las gradas de San Felipe. Por allí andaban, como de costumbre, buscándose la vida entre versos y estocadas. Con el mapa de Texeira sobre la mesa y pilas de libros alrededor, vuelvo a internarme por aquel Madrid peligroso y fascinante. Qué momento, pardiez. Qué siglo y qué barrio. Entre la calle del Prado y la de Huertas, a los pocos pasos quedas abrumado con la huella de quienes allí vivieron, escribieron, odiaron con toda su bilis -eran españoles, naturalmente- y murieron. Ninguna otra lengua tiene un santuario callejero tan preciso y localizado como aquí la nuestra. Nadie conoció nunca otra concentración semejante de talento y de gloria. Ahí está el lugar, esquina con Atocha, donde se hizo la edición príncipe de la primera parte de El Quijote. Y a este lado, la casa de la calle Francos -hoy Cervantes- donde Lope de Vega vivió los últimos años y escribió sus últimas comedias. En la calle del Niño -hoy Quevedo- moró don Francisco de Quevedo; y también su arruinado y culterano enemigo, Góngora, hasta que el otro adquirió la casa para darse el cruel gustazo de echarlo a la calle. En el bar de patatas bravas de la calle de la Cruz uno puede tomarse una caña exactamente en el lugar que ocupó el corral de comedias donde estrenaban Calderón, Lope y Tirso. La calle del León sigue llamándose, cuatro siglos después, igual que cuando paseaban por ella Alarcón, Vélez de Guevara, Guillén de Castro y Quiñones de Benavente; y, a poca imaginación que se le eche, uno puede codearse en cualquier bar con Juan Rana, Jusepa Vaca o La Calderona. En la esquina de esa misma calle con la antigua de Francos, una lápida señala dónde vivió y murió, pobre y olvidado, el buen Cervantes. Y, a pocos pasos de allí, Cantarranas abajo -hoy Lope de Vega-, está el convento de las Trinitarias donde profesaron una hija de Cervantes y otra de Lope: el sitio donde las cenizas del desdichado don Miguel descansan en lugar ignorado, oscuramente, sin apenas homenaje público de una España tan desmemoriada y miserable ahora como entonces. Todos ellos siguen ahí, en pocos metros y unas cuantas calles, al alcance de cualquiera que vaya en su busca. Si ustedes se animan, no esperen itinerarios oficiales, ni muchas placas señalando personajes, ni cosas así. En la del Niño, por ejemplo, donde vivió Quevedo, no hay nada. Sería distinto en Francia, Alemania, Italia o Inglaterra. Pero esto es la puta España. Aquí, Operación Triunfo sale en las páginas de Cultura de los diarios, y a las ministras del ramo Quevedo les cae un poquito lejos, salvo que toque centenario, o milenario, o una de esas mierdas conmemorativas donde se derrocha viruta para salir en el telediario y para que la gente haga colas, y vea o lea amontonada y en una semana lo que puede ver o leer todos los días del año. Pero bueno. El toque francotirador le da más encanto a la cosa, y la ventaja es que no hay quinientos turistas japoneses en cada esquina. Así que pasen de placas y de ministras. Bastan un plano de Madrid, un par de libros, una tarde libre. Y entonces caminen tranquilos, atentos, en busca de tantas vidas geniales y tantas nobles voces. Lean dos líneas de El Quijote frente a la tumba de Cervantes, una jácara de Quevedo en la taberna del León, unos versos de Lope ante unas patatas bravas en la calle de la Cruz. Organicen su propio homenaje centenario privado, por la cara. Y al ministerio de Cultura, que le vayan dando.

15 de septiembre de 2002

lunes, 9 de septiembre de 2002

Sicarios en el país de Bambi


Me telefonea Ángel Ejarque, el rey del trile, mi colega de La ley de la calle, que es también abuelo de mi ahijada Inés -me hizo esa faena el cabrón-: el choro impasible que utilicé de modelo para el Potro del Mantelete, y que hace años cambió de registro y ahora es de honrado y ejemplar, el tío, que aburre a las ovejas. Es como lo de las lumis, dice: si un primavera las quita de la calle, ya nunca vuelven. O casi nunca. El caso es que él no ha vuelto, pero le queda el punto de vista; así que cuando nos vemos o nos llamamos le damos cuartelillo a las cosas de la vida, como en los viejos tiempos, cuando le dedicaba canciones en el arradio los días que no estaba de cuerpo presente porque dormía en Alcalá Meco. Puños de acero, de los Chunguitos. O La mora y el legionario; de javivi, me parece. Todas ésas. Dedicado a mi colega Ángel, que se está comiendo un marrón, etcétera. De noche no duermo, de día no vivo. Bailando un tango en un burdel de Casablanca. Hay que ver cómo pasan los siglos. Ocho o diez años hace de eso, creo. O más. El caso es que me llama Ángel, qué pasa, colega, cómo lo ves y toda la parafernalia. Y como resulta que acaban de darle matarile a un policía, por el morro, cuando iba a decirle estás servido a un sicario colombiano, le pregunto a mi plas cómo lo ve. Estas cosas en tus tiempos no pasaban, ¿verdad?... Y cómo iban a pasar, me dice. Si entonces era al revés; si eran los de la secreta y los picoletos y los grises quienes tenían acojonado a todo el mundo, colega. Impunidad gubernativa, me parece que lo llamaban. O igual no. El caso es que te majaban a hostias o te daban un buchante disparando al aire, tócate los cojones, y encima les ponían una medalla. Todo por la patria. O por la cara. Menudas estibas me llevé yo por la cara. Lo que pasa es que luego, con la democracia, que vino de puta madre, pues pasó al revés. Y ahora, aunque maderos perros siempre los hay mande quien mande -a ver quién, si no, colega, se hace madero-, los cuerpos y fuerzas se andan con mucho ojo antes de tirar de fusko o dar a una hostia, porque a poco que se les vaya la mano se comen una ruina que te cagas. Que está, muy bien y me parece guais del paraguais, oyes. Que se corten un poquito los hijoputas. Lo que pasa es que de tanto cogérsela con papel de fumar, porque los primeros que los venden si meten la gamba son sus propios jefes, se han amariconado mucho. Y ya me dirás quién tiene huevos de coger a un caco con las manos en los bolsillos, pidiéndole que se entregue, oiga, hágame el favor, si no es molestia. Fíjate si no el otro día, los picos esos de un atraco, que el chaval llevaba una pistola de fogueo averígualo, tronco, en mitad del esparrame-, y se dio a la fuga pegando tiros; y cuando los cigüeños lo pusieron mirando a Triana en la persecución, que cuando atracas son cosas que pasan, todo Cristo quiso empapelar a los picolinos diciendo que si era proporcionado o desproporcionado, y los periódicos titularon por lo de menor de edad con pistola de fogueo, que parecía que acababan de cargarse a un niño de la lotería de san Ildefonso. Como si los menores de edad no sean igual de peligrosos, o más, que muchos mayores, y las pistolas se adivinara de lejos si son de fogueo o del nueve parabellum. Venga ya.

¿Y lo de los sudacas malos, colega?, le pregunto. ¿Eso cómo lo ves? Pues de ese palo ni te cuento, plas, me dice. Que al lado de mis primos los colombiatas, de un lado, y de los yugoslavos, los rusos, los rumanos y demás del otro, el moro del chocolate y la navaja resulta más tierno, te lo juro, que el Babalí del Tebeo. De momento se cascan entre ellos, y la gente dice bueno, ahí me las den. Pero con el tiempo impondrán sus cojones, y entonces nos vamos a enterar de lo que vale un peine. Porque ésos no tienen complejos: matan a su madre y se fuman un puro. Y a eso la madera de aquí está poco acostumbrada, y encima nos han convencido, los de las tertulias de la radio, de que en una democracia los policías detienen a los malos con persuasión, psicología y una estampita de San Pancracio; y que un madero que utilice la violencia para detener a un violento se pone a su altura y es un fascista. Así que ya me contarás cómo van a meter mano los de aquí, que andan acojonados sin atreverse a pincharle al teléfono ni a Al Capone, y no te digo a sacar una pipa, no sea que los jueces los empapelen, y encima no tienen presupuesto ni para las balas o la gasolina del zeta. A ver cómo colocas así a un sicario colombiano armado con una tartamuda, o infiltras confites y chusqueles en las bandas, como si esas cosas se hicieran por amor al arte. En plan: como me caes bien, inspector Gagdet, voy a denunciar a mi doble y a mis consortes. No, por Dios. A cambio no quiero viruta de un fondo de reptiles, ni parte del cargamento de droga, ni nada. A cambio sólo quiero un besito. Muá, muá. No te jode. Y con el terrorismo, igual. Parece mentira que todavía haya gente que, tal y como está el patio, se tome la vida como si esto fuera Bambi.

8 de septiembre de 2002

lunes, 2 de septiembre de 2002

El crio del salabre


He vuelto a verlo. Ocurrió hace tres semanas, en un atardecer de ésos que justifican o confirman un día, un verano o una vida: muy lento y tranquilo, el sol entre una franja de nubes bajas, y toda esa luz rojiza reflejándose con millones de pequeños destellos en el agua. Había fondeado en una pequeña cala, la cadena vertical sobre el fondo de arena limpia. Había un par de veleros más hacia tierra, un chiringuito de tablas en la playa y algunos bañistas de última hora a remojo en la orilla. El sol recortaba la punta de rocas cercana y la rompiente suave sobre una restinga traidora que desde allí se mete en el mar, al acecho de navegantes incautos. Y a contraluz, en la distancia, un barco de vela de dos palos, un queche con todo el trapo arriba, navegaba despacio de norte a sur, sin prisas, aprovechando la brisa suave de la tarde.

Fue entonces cuando lo vi. Tendría ocho o diez años y caminaba entre las rocas de la punta, por la orilla: moreno, flacucho, descalzo, vestido con un bañador y con un salabre en la mano, esa especie de red al extremo de un palo que sirve para coger peces y bichos. Estaba solo, y avanzaba con precaución para no resbalar o lastimarse en las piedras húmedas y erosionadas por el mar. A veces se detenía a hurgar con el palo. Aquella figura y sus movimientos me resultaron tan familiares que dejé el libro -una vieja edición de El motín del Caine- y cogí los prismáticos. El crío se movía con agilidad de experto; tal vez buscaba cangrejos en las lagunillas que cubre y descubre el oleaje. Y casi pude sentir, observándolo, las piedras calientes, el olor de las madejas de algas muertas y el verdín resbaladizo. Todo regresó de golpe: olores, sensaciones, imágenes. Una puerta abierta en el tiempo, y yo mismo otra vez allí, la piel quemada de sol, revuelto de salitre el pelo corto, el salabre en la mano y buscando cangrejos junto al mar.

Fue asombroso. Oía de nuevo el rumor en las rocas y me agachaba buscando entre e vaivén del oleaje. Otra vez el silencio sólo roto por el mar, el viento, el crepitar del fuego en una hoguera hecha con madera de deriva, los juegos sin gestos ni palabras. La impecable soledad de un territorio diferente, ahora inconcebible. No se conocía la televisión, y un niño podía vagar tranquilo por los campos y las playas: el mundo no estaba desquiciado como ahora. Otros tiempos. Otra gente. Veranos interminables jalonados de libros, tebeos, horizontes azules, noches con rumor de oleaje o de grillos cantando tierra adentro, entre las higueras y las encañizadas de las ramblas sin agua. La luna llena recortaba tu silueta en los senderos o en la arena de la playa, y al levantar el rostro veías miles de estrellas girando despacio en torno a la Polar. Y así, los días y las noches se sucedían junto al mar, sin otro objeto que leer sobre viajes y aventuras y vagar por los acantilados y las playas soñando ser un héroe perdido en lugares inhóspitos entre cíclopes, y piratas, y brujas que volvían locos a los hombres, y doncellas que se enamoraban hasta traicionar a su patria y a sus dioses. Era fácil soñar con los ojos abiertos. Muy fácil. Bastaba sentarse frente al mar, y nada impedía arponear a la ballena blanca antes de flotar agarrado a ataúd de Quequeg. Volver exhausto de una ciudad incendiada, tras aguardar espada en mano y cubierto de bronce en el vientre de un caballo de madera. Verse arrojado a una playa por el temporal que desarboló tu navío de setenta y cuatro cañones. Buscar el sitio, marcado con una calavera, donde aguardaba un cofre de relucientes doblones españoles. Tumbarse boca arriba, inmóvil, agonizante, en una isla desierta, y que las gaviotas fueran buitres que acechaban tu último aliento para dejar los huesos mondos en la orilla, a modo de advertencia para futuros héroes náufragos. Y cada vez que un velero cruzaba el horizonte, permanecer quieto mirándolo, una mano sobre los ojos a modo de visera, preguntándote si sería el Pequod, La Hispaniola o el Arabella. Soñando con ir a bordo, atento al viento en la jarcia y las velas, viajando a sitios adivinados en libros cuyas páginas abiertas amarilleaban al sol; allí donde las fronteras del mundo se volvían difusas para mezclarse con los sueños. Lugares donde, en la fría luz gris del alba, una mujer hermosa, con pistolas y sable al cinto y una cicatriz en la comisura de la boca, te despertaría con un beso antes del combate. Todo eso recordé mientras observaba al chiquillo con su salabre en el contraluz rojizo de poniente. Y sonreí conmovido y triste, supongo que por él, o por mí. Por los dos. Después de un largo camino de cuarenta años, de nuevo creía verme allí, en las mismas rocas frente al mar. Pero las manos que sostenían los prismáticos tenían ahora sangre de ballena en las uñas. Nadie navega impunemente por las bibliotecas ni por la vida. El sol estaba a punto de desaparecer cuando el crío fue a detenerse en la punta, sobre la restinga. Luego se llevó los dedos a los ojos a modo de visera y estuvo un rato así, inmóvil, recortado en la última luz de la tarde. Mirando el velero que navegaba despacio, a lo lejos, rumbo a la tierra de Nunca jamás.

1 de septiembre de 2002