domingo, 30 de marzo de 2003

Matando periodistas


Qué país. Abrir la boca es moverte por un campo de minas. El otro día fui a Córdoba y a Huelva a hablar del capitán Alatriste con chicos de colegios de allí; y de paso planteé un asunto que me preocupa, con lo de Iraq y toda la parafernalia bélica: la manipulación infame a que están siendo sometidos los medios de comunicación en todo el mundo. En un tiempo como éste -dije- en que la gente es cada vez más vulnerable, por menos culta, el poder recurre cada vez más al periodista y al periodismo como arma de manipulación y arma de guerra. Eso ocurrió siempre; pero nunca tan descarada e intensamente como ahora. Han contaminado la profesión y han convertido al reportero en un soldado más de la guerra moderna. Ahora hasta el combatiente más analfabeto sabe que una cámara de televisión puede ser usada en su contra. Que el periodista puede trabajar para su enemigo. Por eso, si yo fuera soldado -añadí- ahora mataría periodistas. Y eso es terrible, porque de informadores objetivos han convertido ahora a los periodistas en soldados forzosos. En víctimas potenciales de guerras que no son suyas.

Eso fue lo que dije; y después de veintiún años de oficio y de haber enterrado a unos cuantos amigos, nadie puede decir que no sé de qué carajo estoy hablando. O sea, que lo dije y lo sostengo. El comentario fue recogido por muy pocos periódicos y agencias -tampoco era noticia relevante, ni mucho menos-, y en casi todos los casos salió bastante ajustado a su sentido. Excepto en ABC. Allí, esa noche, un redactor de guardia, o un redactor jefe, o quien fuera, decidió ser fiel al viejo principio periodístico de que nunca hay que permitir que la verdad estricta estropee un buen titular. Así que en la sección de las frases del día, figuró a palo seco: «Pérez-Reverte: Si fuera soldado, mataría periodistas». Sin nada más. Sin contexto ni más información. Pero eso sí, con un breve comentario editorial anónimo -opinión del diario, según los usos y costumbres del oficio- diciendo que, claro, como ahora el fulano es académico y ya no va a la guerra, y la ve desde el café Gijón, pues se ha olvidado de los sufrimientos y penalidades de cuando era reportero, y le da igual que maten a sus antiguos camaradas, el hijoputa.

Y luego, lo de siempre. Esos tertulianos de radio que viven de comentar titulares de periódicos y de todo saben y todo lo captan. Esa lectura de la prensa de la mañana. Esa frase del cabrón del Reverte. Esa glosa del asunto, sin que nadie se moleste en averiguar, mirando un teletipo, qué más ha dicho, aparte de la frase a palo seco., Yo iba oyendo la radio, de vuelta del viaje, y alucinaba en colores. Algo más habrá dicho, decía uno, con cierta sensatez. Igual está fuera de contexto. Nada, nada, decía otro. Como ahora ya no va a la guerra, le da lo mismo que maten periodistas o no. Los odia. Parece mentira, apuntaba un tercero. Qué aburguesado y qué traidor. Cómo se le ha subido la Real Academia a la cabeza. Yo siempre pensé, apostillaba un cuarto, que ese tío nunca fue trigo limpio.

Me cabreé, lo confieso. No demasiado, porque son muchos años y mucha mili, y conozco a mis clásicos. Al principio pensé en llamar a alguien de ABC, para ciscarme en su puta madre. Pero qué más da, dije. En dos días no se acuerda nadie. Se olvidan cosas peores en España -ahí sigue Álvarez Chapapote Cascos, por ejemplo: de ministro de Fomento, con dos cojones-. Sin embargo, fastidia que, pese a que cuando abres la boca lo haces con mucho tiento, porque sabes dónde te la juegas, toda esa cautela se vaya al carajo porque a un imbécil le apetece un titular con garra. Así que me dije: qué diablos. Yo también tengo dónde poner cosas en su sitio. Y del mismo modo que ocurrió hace exactamente ciento siete patentes de corso -cómo pasa el tiempo, rediós-, cuando dije que, a veces, puedes terminar respetando más a un terrorista que mata que al político tramposo y sin escrúpulos que se aprovecha de ello, y un cretino gallego tituló: «Pérez-Reverte prefiere a un terrorista que a un político» (El Semanal, 18-2-01), decidí dedicar la patente de hoy a este pequeño ajuste privado de cuentas. Dos veces en diez años no es mucho, así que confío en que me disculpen. Además, hasta puede ser útil como referencia. No se fíen siempre -y si pueden, no se fíen nunca- de los titulares de los periódicos, de las radios o de los telediarios. Aparte la estupidez, la torpeza o la ignorancia del redactor o tertuliano de turnó, también a ustedes -como a los periodistas en general, como a mí mismo- nos utilizan de soldados en guerras ajenas.

30 de marzo de 2003

domingo, 23 de marzo de 2003

Devastados por el tiempo


Estaba el otro día en Roma, por asuntos de trabajo. Como hacía buen tiempo, fui a dar una vuelta por los foros imperiales, que tienen su cosita. Estaban llenos de españoles, lo que me parece bien; pues al fin y al cabo, para un español, ir a Roma no es otra cosa que tomarse un café con los parientes. Algo así como ir de visita -esas visitas que se hacían antes- a casa de las tías abuelas de uno, o de las primas de la familia, solteronas, viudas y a menudo enlutadas y vetustas, y ver en las paredes fotos de tu padre y de tu abuelo vestidos de marinerito o muy apuestos y juveniles, bailando un tango. Quiero decir que en Roma uno reconoce su propia historia. A lo mejor por eso ningún español que se haya metido dos libros en el cuerpo y tenga un poco de sentido común se siente extranjero en Italia, como tampoco en Grecia, ni en Portugal. Algunos ni siquiera se sienten del todo extranjeros en Marruecos. Por lo menos yo no me siento.

Pero a lo que iba. Les contaba que estaba en el foro, justo bajo el arco de Tito, mirando el bajorrelieve donde los romanos trincan el candelabro de los siete brazos de Jerusalén. Me acordaba de mi compadre Daniel Sherr, que es judío, alérgico y vegetariano -«ya sólo me falta ser negro», dice él con mucha guasa-, y el pobre desgraciado no puede comer más que fruta y arroz hervido. En ésas estaba, pensando en Dani, y en lo que hacen ahora sus socios del candelabro con los filisteos, y en cómo cambia el mundo aunque sea siempre la misma murga, cuando se me para al lado un grupo de españoles; y uno de ellos, el que parece llevar la voz cantante, mira despacio alrededor. Luego, muy serio, abarca con un docto ademán las ruinas que nos rodean, y suelta la siguiente gilipollez: «Se nota que es una ciudad devastada por el paso del tiempo».

Me vuelvo, interesado por el concepto. Éste, me digo, no necesita guías, ni textos, ni Salustios, ni grabados de Piranesi, ni Goethes en adobo. Y compruebo que, al escucharlo, sus secuaces miran alrededor, los restos de los templos, las columnas que sostienen el cielo, los capiteles caídos por tierra, los trozos de mármol con inscripciones latinas, y asienten con la cabeza, impresionados y convencidos. Vaya si se nota la devastación, supongo que piensan mientras se hacen afotos. Nadie habría podido definirlo mejor. Devastado por el paso de tiempo. Se nota que el cicerone es de los que tienen estudios y mundo. De los que, cuando en una película sale la torre Eiffel, dicen en voz alta: «París». Podía haber sido peor, reflexiono. Como aquella anécdota -apócrifa, supongo- del general norteamericano Clark, al ver los foros cuando la liberación aliada de Roma: «Nuestros bombarderos han hecho un buen trabajo». Pero nada de eso. El fulano a quien acabo de escuchar no es un gringo analfabeto. En tal caso habría dicho que es una ciudad con muchas ruinas. Pero él no carece de un toque culto. Devastada está bien. Tiene su puntito. Suena a ostrogodos borrachos derribando templos y violando a respetables matronas de la familia Julia. Y lo del paso del tiempo lo redondea: hilando fino, remite a dignos sucesores de Pedro llevándose los mármoles de los templos para hacer fuentes con su Benedictus fecit en letras de cuatro palmos, o para construir ese cenobio franciscano -pura imitación de Cristo- que se llama San Pedro de Roma. Quiero decir que, tal y como está el patio, podría haber sido peor. Imagínense que el pájaro hubiera dicho: «Se nota que es una ciudad vieja que te cagas».

Casualmente -o no tanto, después de todo- esa misma tarde abro un diario español, y leo que un artista y un dirigente asturiano de Izquierda Unida pasan unos días en el talego por pintar en edificios públicos: Globalización = lladronociu + represión. En su descargo, ambos reos argumentan que las pintadas, hechas en el paseo marítimo de Gijón durante una manifa antiglobalización, no pueden considerarse tales, sino «acciones artísticas de intervención en espacio público», y que su objeto era establecer «un itinerario situacionista basado en la deriva urbana del arte». Rematando mis primos, imperturbables: «Si el arte está preso, toda la sociedad está presa». Así que, en fin. Qué quieren que les diga. Me parece que el fulano del foro no andaba descaminado. Para qué complicar la vida metiéndonos en honduras. En este mundo de comida rápida y de cultura rápida -se nota que vivimos en una casa de putas devastada por el paso del tiempo-, treinta siglos de arte o de historia pueden resumirse perfectamente con cualquier imbecilidad.

23 de marzo de 2003

domingo, 16 de marzo de 2003

El Piloto largó amarras


Se ha muerto Paco el Piloto, y yo no estaba. No pude ir. No pude verlo. No lo sabía. Me telefonearon lejos, a Italia, para contarme que estaba listo de papeles. «Muy malico», resumió la hija. Cáncer. Cuando los médicos le abrieron el asunto, se lo volvieron a cerrar y se fumaron un pitillo. Nada que rascar, Paco. Así que lo metieron en un hospital de Cartagena, a esperar. Entonces lo supe. Estaba en Milán mientras el Piloto agonizaba, y no podía volver hasta una semana más tarde. «No me llama ni se acuerda de mí», fueron sus palabras. Y se murió creyéndolo. Cuando telefoneé y pude hablar con su mujer, él estaba en la cama con la mascarilla de oxígeno, y ya no se enteró de nada. Se fue al desguace pensando que no me acordaba de él. Al enterarme, llamé a Paco Escudero, de la tele local, que es un periodista respetado y mi hermano de toda la vida, desde que traducíamos juntos Arma virumque cano. Está palmando el Piloto, dije. No tiene remedio y no sé si aguantará hasta que yo vuelva; pero quiero que la gente sepa que ha muerto un tío como Dios manda. Un hombre de bien, un marino y una leyenda. Y a él le habría gustado saber que no casca ignorado como un perro. Que lo recuerdo y que lo recordamos. Tranquilo, dijo Paco, que es un señor. Yo me encargo.

Ahora Telecartagena me ha mandado la cinta que emitió en el informativo, y en ella veo al Piloto con su piel atezada, los ojos azules y el pelo rizado y blanco, algo más gordo que en los años de mi adolescencia, pasear conmigo por el puerto, beber cerveza en el bar Sol, en la Obrera y en el Valencia, o pararse ante el gran bar de la calle Mayor cuando acababa de salir La carta esférica, aquella novela sobre el mar y sobre los marinos donde al Piloto lo llamé Pedro en vez de Paco, pero donde todo Cristo pudo reconocerlo en los gestos, palabras y silencios. Aunque eso de los silencios ya era relativo; porque en los últimos tiempos el Piloto se había vuelto más hablador que de costumbre. Los años, quizá: saber que te vas poco a poco, y hay cosas que no has soltado nunca y quisieras no llevártelas dentro. El Piloto era uno de los últimos supervivientes de otra época: cuando los hombres se ganaban la vida en los puertos trabajando en lo que podían, trampeando, contrabandeando un poquito si era preciso, viviendo siempre, además de sobre una movediza cubierta de barco, en el foso margen exterior de la legalidad vigente.

No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos. Sabía de mar y de la vida; que, como él decía, son iguales uno que otra. Quizá en los últimos años se había vuelto más hablador para echar afuera los diablos que le dejaron dentro las autoridades portuarias, y el ayuntamiento, y las normas legales la madre que parió a todos quienes lo obligaron malvender el barco con el que se ganaba la vida dejándolo a él en tierra, jubilado forzoso a veinticuatro mil cochinas pesetas de pensión al puto mes. Ahí reconozco a cierta gente de mi tierra. Hace un par de años propuse a las personas adecuadas comprar yo mismo el barco del Piloto y restaurarlo -costaba sólo cuatro duros- y que ellos lo colocaran en algún sitio, con el compromiso de conservarlo para que no se perdiera ese modesto trocito de la historia portuaria de Cartagena. Pero les importó un carajo, y pasaron del barco igual que habían pasado de su patrón; y El Piloto, que así se llamaba en realidad el otro barco que aparece con el nombre de Carpanta en mi novela -el Piloto era hijo de un marinero también apodado Piloto y nieto de Paca la Pilota- se pudrió al sol varado en el muelle comercial, y nunca más de él se supo.

Por eso hoy escribo estas líneas para recordar a mi amigo. Al navegante de piel atezada y ojos azules que parecía recién desembarcado del Argo, que me llamaba zagal y que me guió por el mar color de vino. El hombre con quien saqué ánforas romanas que llevaban dos mil años abajo. El zorro mediterráneo que me enseñó a pescar calamares al atardecer, frente a la Podadera, con la misma naturalidad que a contrabandear tabaco rubio y whisky. El marinero que en el Cementerio de los Barcos sin Nombre me dio el primer cigarrillo y dijo que los hombres y los barcos deberían hundirse en el mar antes que verse desguazados en tierra. Hoy escribo para atenuar el remordimiento de no haber estado allí para ayudarlo a largar amarras en su último viaje y gritarle mientras se alejaba del muelle, lo que nunca le dije: que era el amigo leal, valiente y silencioso que todo niño desea tener mientras pasa las páginas de libros del mar y de la aventura.

16 de marzo de 2003

domingo, 9 de marzo de 2003

El oso maricón


No es precisamente una fábula de Esopo, pero puede valer. Y es la cosa que estos días, con el ambiente prebélico, o bélico, o el que sea a la hora de publicarse esto, he recordado la bonita historia del cazador y el oso. Cada uno asocia las cosas a su modo, claro. Y a mí me da por ahí cuando considero el papel del Gobierno español en la crisis de Irak, su alineamiento con Estados Unidos y con Gran Bretaña -esa amiga y aliada nuestra de toda la vida-, y demás parafernalia. Total. Que, como les decía, la historia del cazador y el oso me ronda la testa. Así que se la cuento:

Va un cazador por el bosque proceloso, armado con su escopeta de un solo tiro. Viste en plan Rambo: camuflaje, gorro verde y demás. Nacido para matar, como dicen los lejías. Avanza así por la foresta, cauto, el arma dispuesta, cuando ve a un oso que está al pie de un árbol, roncando la siesta: un oso adulto, normal, pardo. De infantería. Al verlo, nuestro cazador se acerca de puntillas como el gato Silvestre, apunta el chopo y desde tres o cuatro metros de distancia le arrea un escopetazo. Y le falla. Al oír el tiro, el plantígrado abre un ojo, mira al cazador, abre el otro ojo, se levanta sacudiéndose las ramitas de pino y las hojas secas de la pelambre, y le dice: «Chaval, has tenido mala suerte. Soy un oso gay, o sea, maricón. Y no me gusta que me disparen a la hora de la siesta. Así que, para escarmentarte, ven aquí, que te voy a poner los pavos a la sombra». Y dicho y hecho; el oso agarra al cazador, y zaca. Lo sodomiza.

El cazador se toma el asunto con muy poca deportividad. «¡Venganza!», grita cuando corre al pueblo más cercano, que casualmente es Eibar. Llega, entra en una armería y pide un fusil mataosos de cinco tiros. Echa atrás el cerrojo y con mano airada mete los cartuchos. Clac, clac, clac, clac, clac. Se va a enterar, piensa tomando de nuevo el camino del bosque. Se va enterar. Avanza así nuestro intrépido y vengativo cazador entre los árboles, el fusil dispuesto para la sarracina, los ojos inyectados en sangre. Y al fin divisa al oso maricón que está de espaldas, entretenido con un panal de rica miel al que da golosos lengüetazos, ajeno a la tragedia que se cierne sobre su vida, y a lo peligroso que se ha vuelto el planeta azul. El caso es que se aproxima con sumo tiento el cazador, apuntando a la osuna cabeza. No quiere fallar, así que se acerca más, y más más. Está a un metro, y el oso sigue a lo suyo. Entonces, con una risa locuela, resuelto al escabeche, el cazador grita de nuevo «¡Venganza!» aprieta cinco veces el gatillo. Bang, bang, bang, bang, bang. Le pega cinco tiros como cinco sartenazos al oso. Y el muy gilipollas falla los cinco. Entonces el oso se vuelve despacio, con mucha flema, y se lo queda mirando. «Hombre -dice- pero si es mi amigo el escopetero». Luego se le acerca, sonriente. «Pues ya sabes, chaval -dice-. Yo Tarzán, tú Jane. Cinco tiros son cinco ñaca-ñacas. Ven, mi vida». El cazador intenta largarse, pero el oso, que es muy ágil aunque no lo parezca, da una especie de salto de ballet y lo trinca. Luego se lo calza cinco veces, una detrás de otra. Cling, cling, cling, cling, cling.

Imagínense ahora a ese cazador volviendo al pueblo -esta vez camina ya con cierta dificultad camino de la armería. Ese cazador que entra en la tienda gritando «venganza» como un descosido. Esa ametralladora que compra. “¿Cuántos tiros le pongo?”, pregunta el armero. «Doscientos», responde. Imagínense luego a ese cazador camino del bosque con la ametralladora colgada, poniéndose alrededor de los hombros y del cuello, con manos temblorosas por la cólera, las cintas de reluciente munición. «¡Venganza!». Y ahora imagínense ese bosque donde canta el mirlo, o lo que cante, y donde las ardillas, asustadas y tímidas en sus ramas, ven pasar al cazador con cara de jinete del Apocalipsis. «¡Venganza!», grita de nuevo el Rambo. Llega así hasta el oso; que es un oso maricón, sí, pero culto, y en ese preciso instante se encuentra leyendo una autobiografía de José María Mendiluce. Y sin más, a un palmo de su cabeza, le dispara la cinta entera. Ratatatatatat. Doscientos tiros uno detrás de otro, sin respirar. Y le falla los doscientos. Entonces el oso lo mira chasquea la lengua, cierra el libro y se levanta despacio, como con desgana. Luego se acerca un poco más al cazador, que se ha quedado de pasta de boniato, le pasa un brazo peludo por los hombros y le pregunta, en tono de confidencia: «Venga, colega. Sé sincero... ¿Tú aquí no has venido cazar, ¿verdad?».

9 de marzo de 2003

domingo, 2 de marzo de 2003

Vieja Europa, joven América


Como esta página hay que escribirla con un par de semanas de antelación, es posible que, cuando se publique, los Estados Unidos de América se encuentren en plena tarea de salvar la civilización occidental con el apoyo palanganero de España, la pérfida Albión y otros guitarristas finos, incluidos los que se hacen los estrechos al principio para quedar bien, luego se suben al carro, y al final parece que estuvieron ahí toda la vida; mientras las marmotas de plantilla quedan -quedamos- como putas baratas. En cualquier caso, con o sin guerra, la carta manifiesto que acabo de recibir seguirá teniendo vigencia. Así que la transcribo tal cual. La firman algunos nombres que, pese a no salir en Gran Hermano ni en Crónicas Marcianas, también tienen su puntito:

«Nosotros, los abajo firmantes, vieja Europa ante la vigorosa y joven Norteamérica, tenemos la certeza de que este decrépito y caduco continente orillado al Mediterráneo, donde durante treinta siglos se hicieron con inteligencia y con sangre los derechos y libertades del hombre, sigue en la obligación de ser referencia moral del mundo. Por desgracia, tal y como está el patio, eso es imposible. Las venerables ideas que forjaron al hombre moderno se han vuelto un obstáculo para la libre circulación del dinero y el comercio. Los listos lo advierten, y se espabilan: Al diablo las ideas: mejor ser rabo espantamoscas de león que cabeza de ratón. Europa ya no es más que un asilo de ancianos egoístas e insolidarios, incapaz de ofrecer alternativas ante una Norteamérica poderosa, paranoica, autista y arrogante en su ignorancia, convertida, sin oposición, en paradigma irrevocable de la lúgubre juventud que se avecina. Así que hemos decidido quedarnos al margen de toda esta mierda, refugiados en nuestras bibliotecas, en nuestros museos y en nuestras viejas piedras (Recibimos de lunes a domingo, veinticuatro horas al día, sin cita previa). Les deseamos a todos ustedes un feliz siglo XXI. Y que lo disfruten como merecen.

Firman: Homero (rapsoda), Arrigo Beyle (milanés), Platón (filósofo de anchas espaldas), Beethoven (músico), Herodoto (historiador), Bernini (arquitecto), Jorge Manrique (huérfano), Sófocles (dramaturgo), Virgilio (poeta), Vivaldi (profesor de música), Tofiño (cartógrafo), Séneca (preceptor), Leonardo (inventor), Aristóteles (filósofo), Diego Velázquez (aposentador real), Avempace (filósofo más bien solitario), Juan (evangelista apocaliptico), Baltasar Gracián (jesuita), Averroes (moro aristotélico), Sócrates (preceptor), Diderot (enciclopedista), Verdi (músico), Darwin (naturalista), Abentofail (médico), Goethe (olímpico), Eurípides (escritor), Alfonso X (rey con inquietudes), Plutarco (biógrafo), Shakespeare (dramaturgo), Pascal (matemático), Petrarca (poeta), Ramón Llull (artista magno), Eratóstenes (sabio), Abén Ezra (neplatónico), Ibn Jaldún (historiador), Luis de Góngora (garitero), René Descartes (dualista), Baruch Spinoza (monista), Miguel de Cervantes (soldado), Bellini (veneciano), Horacio (poeta), Voltaire (filósofo), Haendel (compositor), Francisco de Goya (pintor sordo), Vasari (arquitecto), Euclides (matemático): Ausias March (poeta), Moratín (exiliado), Galileo Galilei (astrónomo), Marco Aurelio (emperador culto), Jenofonte (mercenario), Gibbon (historiador), Jorge Juan (marino), Fidias (escultor), Saint-Simon (aristócrata), Erasmo de Rotterdam (humanista), Lope de Vega (pecador), Schubert (compositor), Antonio de Nebrija (gramático), Suetonio (historiador), Alberto Durero (grabador), Schopenhauer (filósofo), Antonio Stradivarius (violero), Miguel Servet (carbonilla suiza), Bartolomé de la Casas (fraile escrupuloso), Maimónides (guía de indecisos), Francisco de Quevedo (espadachín), Soren Kierkegaard (existencialista), Nicolás Maquiavelo (maquiavélico), Rembrandt (pintor), Thomas Malthus (perspicaz), Gustavo Doré (dibujante), Mozart (niño prodigio), Charles Louis de Secondat (ilustrado), Luis de Camoens (poeta), Fiodor Mijailovich (novelista), Moliére (actor), Joseph Perónides (maestro de gramática), Martín Lutero (ex cura), Rodin escultor), Dickens (novelista), Tiziano (pintor), Sebastián de Covarrubias (lexicógrafo), Vincen Van Gogh (suicida), Sem Tob (poeta), Tocqueville (politólogo), Ramón Muntaner (almogávar), Nietzsche (pensador), Tolomeo (geógrafo), Tomás Moro (utópico), León Tolstoi (novelista), Bernal Díaz de tillo (conquistador), Robert Louis Stevenson (tísico), Cayo Salustio (historiador), Montaigne (ensayista), Tácito (historiador), Dante Alighieri (poeta), Giordano Bruno (hereje), Benvenuto Cellini (orfrebe con arcabuz), Enrique Schliemann (troyano), Paul Cezanne (pintor), Ludovico Ariosto (poeta), Palladio (arquitecto), Miguel Angel Buonarotti (artista gay), Cayo Valerio Catulo (poeta)...».

2 de marzo de 2003