domingo, 27 de abril de 2003

Una ventana a la guerra


Murieron en Iraq hace unas semanas. No sé si cuando esto se publique habrá alguno más. En cualquier caso, españoles o no, seguirán muriendo; en ésta o en la siguiente guerra. Eso nada tiene que ver con la ingenuidad de quienes sueñan con un mundo perfecto, ni con la obscena demagogia de quienes convierten en votos cada niño quemado y cada muerte. Ninguna guerra es la última, porque el ser humano es un perfecto canalla. Y para contar lo más brutal de esa infame condición humana, seguirán muriendo periodistas.

No conocía a Julio Anguita Parrado ni a José Couso. Eran jóvenes, y yo me jubilé después de los Balcanes; donde, por cierto, enterramos a cincuenta y seis colegas. No sé qué llevó a Julio y José hasta el misil o la granada que los mató, aunque puedo imaginarlo. En cuanto a por qué murieron, debo decir lo que creo: que murieron porque querían estar allí. Fueron voluntarios a un lugar peligroso, y el padre de Julio Anguita lo resumió con una entereza admirable: "Mi hijo murió cumpliendo con su deber". Punto. Hacían un trabajo duro, y salió su número. En la lotería donde se combinan el azar y las leyes de la balística, les tocó a ellos. Suma y sigue. El resto es demagogia y literatura.

Por qué estaban allí, supongo que es la pregunta. Por qué cerca de la línea de fuego, como Julio, o filmando asomado a una ventana en plena batalla, como José. No por dinero, desde luego. Ni por amor desaforado a la información y a la verdad. Tampoco, como he oído decir estos días, por amor a la humanidad, para detener con su testimonio las guerras. La milonga del periodista buen samaritano es una tontería. Ni siquiera Miguel Gil Moreno, a quien han estado a punto de beatificar desde que cascó en Sierra Leona, iba por eso. Uno ayuda, claro. Lo hace cuando puede. Incluso a veces piensa que su trabajo puede cambiar algo. Pero de ahí a que un reportero sea un filántropo media un abismo. En veintiún años de oficio no encontré ninguno así. Al contrario. Nunca conocí a un reportero que al sonar el primer cañonazo no sintiera la excitación, el hormigueo, de quien empieza una aventura peligrosa y fascinante. Luego vienen los años, la reflexión y la experiencia. Te asustas y no vuelves; lo sigues, y te matan o te haces una reputación. Mientras, en tu corazón cambian algunas cosas. Descubres responsabilidades y remordimientos. Pero eso ocurre después. Digan lo que digan quienes no tienen ni idea del asunto, lo que lleva a un periodista a sus primeros campos de batalla es poder decir: estuve allí. Pasé la más dura reválida de mi perro oficio.

Hablar de asesinatos particulares en una guerra donde mueren miles de personas es una incongruencia. Montar el número de la cabra en torno a la muerte de un reportero -aparte el respetable dolor de familia y amigos-, es insultar la memoria de un profesional valiente que ha hecho su oficio con impecable dignidad, pagándolo con su pellejo. Por supuesto, cuando un tanque lo mata hay que procurar reventar al cabrón del tanque, si se puede. Pero con realismo, no con retórica idiota. Un combate, una batalla, son un caos de miedo, incertidumbre y bombazos, y nadie puede esperar que la gente se comporte con humanidad o cordura. Quien se asoma a una ventana a filmar, lo sabe. Y si no lo sabe, no debería estar allí. El problema con toda esta demagogia es que al final la gente termina creyéndose eso de la guerra limitada y las bombas inteligentes, y de tanto oír tonterías a los políticos y a la prensa del corazón -que esa es otra, el periodismo basura hablando de compañeros muertos-, al final existe el riesgo de que los periodistas crean que los ejércitos son oenegés y la guerra un juego virtual con reglas y principios, y se metan allí creyendo que alguien va a garantizarles la piel o la vida, que cuando se vaya todo al carajo detendrán los combates para evacuarlos, o se pedirán responsabilidades morales y económicas al marine con fatiga de combate y gatillo fácil, o al negro que te rebane los huevos con un machete. Por eso me inquietó que el otro día un telediario anunciase que el Ministerio de Defensa español comunicaba que no garantizaba la seguridad de los periodistas españoles en Bagdad. Naturalmente. Ni el español, ni el norteamericano, ni nadie. Claro que no. Ni en Bagdad, ni en Sarajevo, ni en Saigón, ni en el saco de Roma, ni saliendo del caballo de madera, en Troya. Las guerras son, a ver si nos enteramos, peligrosas y putas guerras. Nos ha vuelto tan estúpidos que de semejante obviedad hacemos una noticia.

27 de abril de 2003

domingo, 20 de abril de 2003

No me cogeréis vivo


Lo apuntaba el otro día: no estoy dispuesto a caer vivo en manos de los españoles, cuando sea anciano e indefenso. Porque vaya país peligroso, rediós. Cómo nos odiamos. He vuelto a comprobarlo estos días, con lo de Iraq. Observando a unos y a otros. Porque aquí, al final, todo acaba planteándose en términos de unos y otros. Pero es mentira eso de las dos Españas, la derecha y la izquierda. No hay dos, sino infinitas Españas; cada una de su padre y de su madre, egoístas, envidiosas, violentas, destilando bilis y cuyo programa político es el exterminio del adversario. Que me salten un ojo, es la única ideología cierta, si le saltan los dos a mi vecino. A mi enemigo. Pues quien no está conmigo, incluso quien no está con nadie, está contra mí. Y cogida en medio, entre múltiples fuegos, está la pobre y buena gente -buena hasta que deja de serlo- que sólo quiere trabajar y vivir. Que sale a la calle con la mejor voluntad, dispuesta a defender con mesura y dignidad aquello en lo que cree; y que a los cuatro pasos ve -aunque nunca lo ve a tiempo- cómo una panda de oportunistas demagogos se apropia del grito y la pancarta. Cómo salta el ansia de degüello en cuanto hay oportunidad, y más si el tumulto facilita la impunidad, el navajazo sin riesgo, la agresión cobarde, el linchamiento. Dudo que otro país europeo albergue tanta rabia y tanta violencia. Tal cantidad de hijos de puta por metro cuadrado.

Qué cosas. Aquí nadie gana elecciones por su programa político ni por la bondad de sus líderes, sino que quien gobierna, al cabo, cae en la arrogancia del caudillismo, pierde el sentido de la realidad y se destruye a sí mismo. Entonces el otro partido emergente y el resto de la oposición se suman con entusiasmo a la tarea de apuntillarlo, en una pedrea donde vale todo; incluso ensuciar y destrozar, no sólo el respeto a este viejo y desgraciado lugar llamado España, sino también, con irresponsabilidad suicida, los mecanismos que hacen posible la esencia misma del juego democrático. Así ocurrió durante el desmoronamiento de aquel Pesoe víctima de su corrupción, de la soberbia y cobardía de un gerifalte y del silencio abyecto de las cabezas lúcidas que no osaron discrepar, renovar, adecentar. Y en la agonía de ese partido, del que tantos esperábamos que a España no la conociera ni la madre que la parió, entraron gozosos, a saco y con maneras bajunas que hicieron escuela, todos los buitres de la oposición, encabezados por quienes hoy gobiernan: a la degollina fácil, y maricón el último. Poniendo las instituciones, las reglas del juego y el sentido común en el cubo de la basura; dispuestos a llevárselo todo por delante con tal de derribar al enemigo, e infligiéndole a España incluso a la idea que de España tiene la derecha un daño irreparable del que todavía cojea, y cuyo precio paga ahora el Pepé en sus carnes morenas.

No puede extrañar que hoy se hayan invertido los papeles. En un lugar donde no hace falta programa político para ganar elecciones, sino que basta con esperar el suicidio del contrincante -o dejar que te lo acosen y maten otros, como hace el Peneuve-, la guerra de Iraq le ha venido al Pesoe de perlas para ajustar viejas cuentas y prepararse el futuro; y también a otras agrupaciones políticas, que habían perdido crédito por el signo de los tiempos o por su incompetencia o estupidez, y ahora disfrutan como un cochino en un maizal saliendo otra vez en los telediarios. Sin olvidar, por supuesto, la mala fe histórica de varios partidos periféricos, encantados de que les dinamiten gratis y por la cara esa España que no es la suya. Pero los comprendo. Ya me dirán ustedes de quién cojones van a proclamarse solidarios, en este paisaje. Recuerden aquella siniestra broma de cuando el franquismo: España, una; porque si hubiera dos, todos nos iríamos a la otra.

No importa que las pancartas o las banderas tengan razón o carezcan de ella. Aquí, razón, cultura, instituciones, no cuentan. Lo que importa es que llega el degüello, suena el clarín, y lo mismo que nadie se atreve solo con el toro de la Vega, y es la chusma enloquecida y cobarde que, armada con lanzas y hierros acuchilla mientras grita adivina quién te dio, ahora todo cristo empalma la chaira al olor de la sangre; díspuesto, una vez más, a llevarse por delante lo que sea, con tal de enterrar al enemigo. Todo vale, todo es presa legítima. Y el día que al fin esto se vaya a lápida grabarán tomar por saco, sobre nuestra: akí, tio, murio Sansón con tos los finisteos. Suponiendo -ésa es otra- que a quien le toque poner esa lápida todavía sepa quién era Sansón. Y que sepa escribir.

20 de abril de 2003

domingo, 13 de abril de 2003

Pendientes de un hilo


Pues eso. Que en menudo berenjenal nos estamos metiendo, a cambio de calentar un vaso de leche en el microondas. Me refiero a que cada día dependemos más de la informática y del satélite de turno. Y como resulta verdad probada que el ser humano es capaz de superar su magnífica inteligencia con su propia y desaforada estupidez, cada paso hacia el bienestar nos acerca también a nuestra ruina. Resolver la vida apretando un botón es algo estupendo, pero sólo mientras ese botón no se vaya al carajo. Y más cuando somos tan imbéciles y tan suicidas que eliminamos, por creerlas innecesarias, todas las alternativas. Verbigracia. El arriba firmante vive en una casa dotada de las comodidades habituales. Y todo funciona, o casi, hasta que se ponen negras las montañas y las tormentas hacen saltar, indefectiblemente, la central eléctrica cercana. Entonces todo se va al carajo, los vídeos se desprograman, la cocina no funciona, la calefacción de gasóleo se apaga, el teléfono borra los mensajes, y durante horas, a la luz de linternas y de velas encendidas, el lugar se convierte en una perfecta casa de lenocinio.

Otro ejemplo. A ver qué calle con dispositivo de alumbrado fotoelectrónico, o como se diga, no se queda con frecuencia más a oscuras que José Feliciano porque fallan los sensores correspondientes. O que levante la mano quien no pase de vez en cuando media hora larga en la cola de la caja del súper porque hay sobrecarga y la tarjeta de crédito no pirula; o en la ventanilla del banco, sin cobrar el cheque porque «se ha caído el sistema». Por no mencionar cuando, pese a la certeza de tener al menos mil mortadelos en Cajamurcia, ves impotente cómo el aparato de la tienda dice nones -«tarjeta rechazada», clama el artilugio con todo el cinismo del mundo- mientras el dependiente te mira con cara de sospecha y tú farfullas excusas como un gilipollas.

Yo mismo acabo de tener jornada de confort a tutiplén. Para empezar, me llama un amigo, cuyo número queda registrado en mi teléfono. Marco el número para responderle, y una voz enlatada me dice que el número marcado no existe. Llamo a información de Telefónica, donde una joven amabilísima hace gestiones y me comunica, caballero, que ese número no figura en el ordenador central de no sé dónde, luego no existe. Pero es que me acaban de llamar de él, arguyo. Nuevas gestiones, y lo mismo. El número no consta. Cuelgo el teléfono, lo descuelgo, llamo otra vez a información, digo el nombre de mi amigo y me dan ese mismo número. Pego dos cabezazos contra la pared para desahogarme, vuelvo al teléfono, marco y sale la misma voz: «El número marcado no existe».

Segunda puntata. Oficina de Correos de mi pueblo. Buenos días, deme un sello para esta carta. Pues no puede ser, me informan. Se ha roto el ordenador, y no salen los sellos autoadhesivos de la máquina. Bueno, digo. Démelo de los del rey que se pegan con un lengüetazo. No hay, es la respuesta. Como estamos informatizados, sólo tenemos los de la máquina informática. ¿Y qué pasa cuando se rompe?, inquiero. Entonces el funcionario de Correos se encoge de hombros y dice: «Vaya usted a comprar un sello a un estanco que ésos no están informatizados todavía».

Tercer acto. Nocturno. Se dispara la alarma de mi coche. Salgo, le doy con la llave electrónica, pero sigue sonando. Meto la llave en la cerradura para ver si abriendo deja de aullar; pero no sólo no deja, sino que el panel dice: «Error electrónico, programar llave». Miro el manual, programo la llave, dos a la derecha uno a la izquierda, y el panel responde: «Operación errónea, motor inmovilizado», y no se jiña en mis muertos de milagro. La alarma, dale que te pego. Abro, cierro, programo, y al fin el panel dice algo así como «fallo general, desconexión general, todo a tomar por saco», el motor arranque deja de responder y el coche se queda muerto, excepto la alarma, que sigue a lo suyo. Desesperado, abro el capó y le quito los cables a la batería, ignorando que las alarmas tienen alimentación autónoma. Y así sigue, el coche fiambre y la alarma berreando toda la noche; y yo, al lado, la llave inglesa en una mano y la linterna en la otra, blasfemando del copón de Bullas en arameo. A oscuras, porque esta noche el sensor las farolas de la calle no sensa. Y al día siguiente, además de la grúa y lo demás, el taller me cobra una pasta: al desconectar la batería desprogramé toda la electrónica del coche, y han tenido que programarla de nuevo.

13 de abril de 2003

domingo, 6 de abril de 2003

Mis daños colaterales


Pues a mí, fíjense, la guerra de Iraq me ha dejado daños colaterales. Y mientras escribo esto, aún no sé cómo va a terminar la cosa. Lo mismo los malvados terroristas de Saddam Hussein han volado ya el Big Ben, o un piloto suicida le ha hecho la mastectomía a la estatua de la Libertad, o han metido el virus de las vacas locas en el metro de Madrid y se están forrando los taxistas. Pero esos daños podrían considerarse de interés general. Egoísta que es uno, me preocupan más los daños colaterales personales. Y de esos llevo ya unos cuantos. El primero es que ahora, cuando me miro el careto en el espejo, veo a un aliado de Estados Unidos y de Gran Bretaña. Y en fin. Se me ocurren ocupaciones más dignas para un individuo de mi nacionalidad y aficiones. Lo malo de la educación reaccionaria de antes es que en el colegio nos hacían estudiar Historia; y entonces uno se enteraba de que, precisamente, Norteamérica y la Pérfida Albión fueron quienes más nos reventaron en el pasado. Y claro, comprobar que ahora llevas el botijo de esos cabrones, traumatiza. Por lo menos a mí, que siempre preferí Stendhal a Faulkner.

El segundo efecto colateral es que toda esta jarana me prueba, otra vez, que los gobiernos de aquí, sean los que sean, gustan de colocárnosla doblada, sin explicaciones, con una arrogancia que, desde Viriato o así, no entiende de ideologías. A lo mejor es que este país de mierda da caudillos en vez de presidentes. Me sentí igual cuando la Ucedé me metió en la OTAN, cuando el Pesoe no me sacó, y, encima, mis amigos Maravall y Solana, sin preguntarle a nadie, nos encasquetaron la LOGSE y convirtieron esto en un yermo de huérfanos analfabetos, poniéndoselo todo a punto de nieve a Bush Junior y a la madre que lo parió.

Tercer daño: me ha salido una úlcera de escuchar a tanto tertuliano de radio y tele barriendo para su pesebre. Y en especial a ciertos paniaguados del Pepé algunos de ellos también fueron succionadores de plantilla con el Pesoe y con la Ucedé -y con quien haga falta- que, a propósito de si los del Washington Post y la CNN hacen bien al apoyar a su gobierno y por enseñar imágenes de la guerra o no enseñarlas, han tenido los santos huevos de pasarse días debatiendo entre ellos mismos sobre ética periodística. Tomándonos a todos por idiotas, y olvidando lo difícil que resulta justificarse cuando hablas con la boca llena.

Otro daño colateral notorio es la impresión de repugnancia que me deja la infame clase política española; que, aunque a veces se apropiara de las pancartas, no estuvo ni de refilón a la altura de la ciudadanía que protestaba en la calle. Apenas he oído argumentos a favor o en contra de la guerra que no sean lugares comunes, sacudidas de caspa o simplezas; y más a esos fulanos del Pepé -Gustavo de Arístegui es una rara y digna excepción en el putiferio- cuya incultura los hace incapaces no ya de debatir sobre una guerra, sino de articular sujeto, verbo y predicado, acojonadísimos por las próximas elecciones, cerrando filas sin que nadie les explique en torno a qué las cierran, mientras el jefe pasa lista. O esos otros grupos parlamentarios de idéntica chatura intelectual, demagogos, ignorantes y sin argumentos excepto lo de que la guerra es mala; cosa que se le ocurre a cualquier imbécil. O, como guinda del pastel, este Pesoe oportunista, repeinado y sin cafeína: «Exigimos enérgicamente esto y lo otro». Qué miedo. Esos argumentos definitivos. Esos razonamientos geoestratégicos de Bambi Zapatero, experto el afirmar lo obvio; como el otro día, cuando dijo que su posición era «no a la guerra, no, no, no y no», y se quedó encantado de su propia finura política. Rediós. Tiemblo de imaginar una España gobernada por esos mantequitas blandas.

Menos mal que hubo una parte jocosa, que me alivia un poco las pesadumbres. Ibarretxe chivándose a la ONU me encantó. Y qué me dicen de Llamazares y su dialéctica. Lo mismo que cuando yo era niño y en el circo esperaba que salieran los hermanos Tonetti, estos días esperaba siempre que apareciera el líder de Izquierda Unida en el telediario. Me encantaba sobre todo cuando se ponía a hacer comparaciones con Milosevic y con Hitler, o así, amenazando con acudir al Supremo, o al tribunal de la Haya, o alga por el estilo. Recuerdo que el día que atacaron los gringos a Iraq, su elaborado y realista argumento político fue: «Señor Aznar, pida a Estados Unidos que pare inmediatamente esa guerra». Joder, qué país. Qué tropa.

6 de abril de 2003