lunes, 24 de noviembre de 2003

Últimos años con Marsé


No había nadie, rediós. O casi nadie. Estaba allí Juan Marsé en persona, y se habían juntado cuatro gatos: medio centenar de alumnos de la universidad de Barcelona, algún profesor y dos o tres periodistas. Hacíamos más bulto los invitados, los amigos del escritor y los estudiosos europeos y norteamericanos especialistas en la obra del homenajeado. Y al contar cabezas me quedé de pasta de boniato. Anda la leche, pregunté. Dónde carajo están todos. Profesores, catedráticos, concejales de cultura. Gente así. Hasta ese momento había creído que un simposio internacional de tres días y quince conferencias y mesas redondas, una detrás de otra, sobre la obra del autor de Últimas tardes con Teresa, en la ciudad que tiene el privilegio de contarlo entre sus vecinos, sería un tumulto de gente dándose de hostias en la puerta para conseguir un asiento desde el que asistir al despiece minucioso de la obra de quien, con el buen abuelo Delibes, es uno de los dos grandes novelistas españoles vivos de la segunda mitad del siglo XX. Pero nasti de plasti. A pocos metros de allí, por los pasillos de la universidad, me había cruzado con profesores y alumnos que salían de clase. Algunos de esos profesores, pensé, enseñarán Literatura. Supongo. Cobrarán un sueldo por eso. Y en vez de estar ahora sentados aquí con sus alumnos, zascandilean por ahí tomando un café o rascándose los académicos huevos. Imbéciles.

Marsé, por supuesto, estaba a lo suyo. Impasible, con su cara de tipo duro, que a mí me gusta asociar con la de un viejo boxeador marcado por la vida, respondía a las preguntas de los conferenciantes y del público con la cachaza tranquila de quien lo tiene todo muy claro. Oyéndolo hablar de su personalísimo territorio novelesco, de cómo sus voces narrativas, hijos, sobrinos o nietos de héroes cansados cuentan el ocaso de hombres curtidos en cien batallas que terminan llorando como niños por las tabernas, no pude menos que recordar unas palabras de Rafael Chirbes aplicando a Marsé lo que el poeta Cernuda dijo en cierta ocasión del novelista Galdós: es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus personajes, incluso de los más abyectos, poniéndose con ellos tan a ras del suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño.

Y nada más cierto, oigan. Que de tontos y pedantes Marsé sabe un rato largo. A estas alturas nadie discute ya su talla literaria, ni el peso decisivo que su obra tiene en la literatura española contemporánea –mis favoritas son Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse y el cuento Teniente Bravo–. Pero no siempre fue así. En las hemerotecas hay pruebas clamorosas del ninguneo al que lo sometieron, en su día, los mandarines de la alta literatura y las bellas letras. Pero, claro. En otro tiempo comunista –del Pecé francés de Francia, ojo, un sitio serio– incómodo para los pijos de la alta burguesía catalana y las chochitos locos que jugaban a ser izquierda de barra de bar, Marsé tuvo y tiene, encima, el descaro de escribir en español y de seguir ejerciendo de mosca cojonera para el nacionalismo pujolista, sus epígonos y derivados; que, en la obsesión por tener a toda costa un Nobel que escriba en catalán, llevan años promocionando a un paniaguado mediocre llamado Baltasar Porcel. Que no tiene nada que decir, y a quien, además, nadie hace ni puñetero caso.

Lo cierto es que Marsé dejó atrás hace tiempo la línea de sombra a partir de la cual la envidia y la mala fe ajenas dejan de hacer daño a un novelista, sometido ya al juicio inapelable de sus lectores. Por eso llama tanto la atención que los presuntos responsables culturales de la ciudad donde vive –una ciudad que siempre hizo de la cultura su emblema– miren hacia otro lado en momentos como éste. Y claro. Te preguntas si saben lo que tienen. O si lo merecen. Me refiero al lujo de decir a los jóvenes estudiantes: mirad, en esta calle, en esa casa, vive Juan Marsé. Un escritor grande con quien todavía se puede hablar, porque está vivo. Pero no. Esperan, como siempre, a que palme. Entonces se volcarán en incienso al novelista ausente e imprescindible. Gran pérdida, etcétera. Lo que ignoran esos oportunistas es que Marsé y yo hemos discutido ya el asunto, entre uno y otro vaso de vino. Si le sobrevivo –aunque nunca se sabe– he prometido escribir un largo y detallado artículo, aquí o en donde toque. Se titulará: «A buenas horas, hijos de la gran puta».

23 de noviembre de 2003

domingo, 16 de noviembre de 2003

Más imbéciles que malvados


A veces me acuerdo de ese diálogo en el que, conversando dos amigos, comenta uno: «Somos gilipollas», y al decir el otro «No pluralices», responde «Vale. Eres gilipollas». Quiero decir con eso que en esta página suelo asumir sin demasiados complejos mi cuota de gilipollez. Cuando juro en arameo procuro recordar que soy tan culpable como cualquiera. Ya no hay nadie inocente, y nos dividimos en general, salvo excepciones dignas del National Geographic, en dos categorías: los malvados y los imbéciles. Que no sólo son categorías compatibles, sino que a veces una lleva a la otra. George Bush es una muestra de cómo la imbecilidad puede convertirte en malvado. Y en España, para qué hablar. Recuerden al imbécil de Roldán, el ex director de la Guardia Civil, que terminó en malvado de película casposa de Pajares y Esteso. Pero también se da el proceso inverso. Javier Arzalluz, por ejemplo: un hombre lúcido e inteligentísimo que ha terminado escupiendo odio por el colmillo cada vez que abre la boca. A eso me refería. A veces, con su ejercicio continuado, la maldad o la mala fe pueden convertirte en un imbécil.

Lo que sí creo es que, en conjunto, somos más imbéciles que malvados. De momento. En España y en otros sitios. Lo que pasa es que aquí, claro, se nota más. Alguna vez he dicho que nunca en la historia de la Humanidad hubo, como ahora, tanto gilipollas gobernando, haciendo política, dictando leyes y normas, estableciendo lo socialmente correcto, controlando la cultura, la moda, el feminismo, el cine, las tertulias, el periodismo, creando opinión pública, influyendo en lo que vemos, comemos, vestimos, leemos, soñamos. Basta escuchar la radio, ver la tele, hojear un diario, oír hablar de delincuencia, de inmigración, de jóvenes, de religión, de automóviles, de lo que sea. Los imbéciles están en todas partes. Lo curioso, cuando miras alrededor, es que en realidad la gente no es así. Pero poquito a poco, como una enfermedad taimada que se va infiltrando a la manera de las películas aquellas de marcianos ladrones de cuerpos y cosas por el estilo, cada día que pasa todos nos parecemos cada vez más a esos ciudadanos virtuales que los imbéciles y los malvados se empeñan en fabricar. Los medios de comunicación masiva se han convertido en inmensos catálogos de publicidad, tendencias y reclamos. En tiranuelos de la imbecilidad de turno que se debe hacer, leer, decir, llevar. Ser. Algo imposible, desde luego, sin la complicidad de los receptores del mensaje; sin el aplauso y refocile de las víctimas, incapaces del menor sentido crítico ante el modo en que se deforma la realidad para adaptarla a las tendencias impuestas o por imponer.

De los últimos tiempos conservo, entre muchas, dos perlas ad hoc. Hace un par de meses me quedé de piedra pómez viendo un programa de la tele sobre la vuelta al cole y la moda juvenil para el nuevo curso. Ilustrando las tendencias de este año salían unas nínfulas uniformadas de colegio, con libros y mochilas, vestidas con escuetas minifaldas escocesas, calcetines, zapatos de tacón de aguja y camisas abiertas hasta el piercing del ombligo, maquilladísimas con cara de lobas agresivas y una pinta de putas que tiraba de espaldas. Y lo más gordo es que después he visto por la calle colegialas vestidas así. O casi. Pero la mejor es la otra perla. Mi premio Reverte Malegra Verte a la imbecilidad del año 2003 se lo lleva un recorte de suplemento dominical –menos mal que no es éste– titulado La dignidad que esconde una chabola, donde el asunto consiste en demostrar que la pobreza no significa falta de imaginación a la hora de buscar soluciones que hagan acogedor un entorno. Nada de eso. Por Dios. También los pobres tienen su puntito. Y más ahora, cuando a los poblados chabolistas se les llama, hay que joderse, barrios de tipología especial. Así que, para demostrar que una chabola puede ser tan imaginativa y de diseño como un chalet de Ibiza, se muestran diversas fotografías de casas gitanas cutres, imagínense el paisaje, con relamidos textos estilo Architectural Digest: “Los materiales predominantes elegidos son la chapa, la madera y el cartón”, dice un pie de foto, para añadir que la chabola «cuenta con un solo espacio funcional que sirve como cocina, sala de televisión, baño y dormitorio». Y remata: «La solución para sostener el techo es una viga apoyada en un divertido bidón relleno de hormigón». Lo juro. Tengo el recorte. Y somos imbéciles. No me pidan que no pluralice.

16 de noviembre de 2003

lunes, 10 de noviembre de 2003

Soldados perdidos de Dios


El otro día volví a ver La misión, esa película extraordinaria que cuenta la rebelión de los jesuitas contra las autoridades coloniales y eclesiásticas a mediados del siglo XVIII, cuando las poblaciones ignacianas del Paraguay fueron entregadas por España a Portugal. En la guerra que aplastó a los pobres indios sublevados, algunos padres de la Compañía de Jesús tomaron partido, combatiendo como leones para defender a quienes llamaban sus hijos. Eso ocurrió diecisiete años antes de la expulsión de los jesuitas de España por Carlos III, y veintitrés antes de que el papa Clemente XIV decretara la supresión, que duraría casi medio siglo, de la orden aprobada a san Ignacio en 1540.

Aquella rebelión me fascinó de jovencito, cuando leí unas relaciones en las que padres de la Compañía contaban cómo dirigieron, con disciplina y tácticas militares, la lucha contra los portugueses. Tal vez por eso, por el desgraciado destino posterior de la orden, su carácter español y el detalle, importante para un lector mozo, de que Alejandro Dumas convirtiese al mosquetero Aramis en superior de la Compañía en El vizconde de Bragelonne, atribuí siempre a los jesuitas un carácter romántico, orgulloso, duro. Después supe que aparte de misioneros, científicos y educadores, también fueron, a ratos, nocivos para la libertad y el progreso, y que la ruina les vino de su propia arrogancia. Mas, pese a todo –incluido el rencor que, como español, profeso a la Iglesia católica desde el concilio de Trento por el vivan las caenas que cargo a su cuenta–, mi simpatía por la milicia de san Ignacio no llegó a extinguirse nunca. Más bien se renovó cuando, siendo reportero, anduve por ahí con jesuitas de mucha talla intelectual que no predicaban mansedumbre y sumisión, sino que se batían el cobre: unos con la teología de la liberación en la boca y otros con un fusil en las manos. Pidiendo que esta vez los dejaran equivocarse a favor de los pobres, pues durante mucho tiempo la Iglesia se estuvo equivocando a favor de los ricos.

En los últimos veinticinco años los han vuelto a machacar. Empezando por el padre Arrupe, superior de la orden, que después de haber sido ojito derecho de Juan XXIII y Pablo VI, apuntándose con su tropa a los aires renovadores, acabó en Roma como furcia por rastrojos, hasta que lo hicieron dimitir y se acabó la primavera romana de la señora Stone. Aquella apertura apoyada por los jesuitas, el compromiso activo del concilio Vaticano II con los infelices y oprimidos de la tierra, hizo mutis con el cerrojazo polaco de Karol Wojtila, para quien la piedad, el dogma y la ortodoxia cuentan más que el debate libre y la justicia social directa. Apenas elegido, Juan Pablo II cambió la teología de la liberación y los curas obreros por el freno y marcha atrás, la parafernalia viajero-mediática, el dú-duá de las amigas Catalinas y el arrinconamiento del ala progresista de la Iglesia, incluso de las órdenes religiosas tradicionales, en beneficio del Opus Dei, los Legionarios de Cristo y otros movimientos ultraconservadores que han florecido en el mundo al socaire de Roma. Y en España, para qué les voy a contar.

Y ahí están, los chicos de san Ignacio. Puteadísimos. Su actual prepósito, el padre Kolvenbach, intenta templar gaitas. Las heridas y recelos, dice, se han superado. Quizá sea verdad, en parte; pero el precio fue alto, y lo sigue siendo. En las dos últimas décadas, el atrevido movimiento misionero de los jesuitas, su compromiso intelectual y su orgullosa independencia, los ha hecho clientes habituales de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Inquisición. Como antaño, aunque más suave de modales, Roma disciplina a las ovejas que no marcan el paso. Ad tuendam fidem. Y así, muchos jesuitas castigados, amordazados o hartos, cayeron por el camino: 10.000 bajas en veinte años, y sólo 929 seminaristas, hoy. Casi una limpieza étnica.

Tal vez por eso me siguen gustando esos tíos. Aunque sus jefes de ahora no tengan otra que envainársela y doblar el pescuezo, mucha tropa sigue fiel al compromiso radical con los pobres y la liberación de los pueblos, pese a la que está cayendo. Y a la que va a caer. Supongo que hay mucho de novelesco en mi punto de vista, pero ya ven. Subjetivo que es uno. De algún modo sigo viéndolos como herederos de los arrogantes jesuitas que, con un par de huevos, pelearon junto a sus hijos indios, vendiendo cara la piel. Sin rendirse. Como soldados perdidos de Dios.

9 de noviembre de 2003

domingo, 2 de noviembre de 2003

Huérfano de peluquero


Hay que joderse. Ayer también me quedé sin peluquero. Cuando fui a mi peluquería habitual, La Prensa, esquina a la plaza del Callao de Madrid, la encontré cerrada. Recristo, pensé. Presa de oscuros presentimientos acudí al portero de la casa vecina, y éste confirmó mis temores. Nano se ha jubilado, dijo. El dueño vende el local. ¿Y qué hago?, pregunté. El tipo se encogió de hombros como diciendo: búsquese la vida. Salí a la calle mirando alrededor con cara de no creérmelo. Desamparado como un huerfanito al que se abandona en mitad del bosque.

Nano era el último superviviente. Un peluquero sesentón, veterano. Un artista seguro, infalible. Un clásico. Un día de estos me jubilo, comentó la última vez, mientras me esquilaba con su habilidad de siempre. Quería retirarse a su pueblo, a plantar tomates y criar gallinas. Pero no creí que fuera tan pronto. Después de la jubilación de Andrés, su compañero, sólo quedaba él. No había que darle explicaciones: máquina a tope, como a los soldados, y unos retoques de tijera. La charla y la propina habitual. Con Andrés y con él estaba seguro. La primera vez que entré allí, hace veintiocho años, y me adoptaron como cliente para toda la vida, llevaban tiempo cortándole el pelo a la gente. Solía darles pie para que me contaran recuerdos de cuando Madrid aún era Madrid, y se podía aparcar en la Gran Vía, y tenían por clientes a Antonio Machín, Pedro Chicote, Boby Deglané, Alfredo Mayo y gente así. Cuando las lumis de lujo, con su pelo teñido y el abrigo de pieles pagado por don Fulano o don Mengano, tomaban un café en la esquina, en Fuyma, antes de irse a bailar enfrente, a echar el anzuelo en Pasapoga.

También estaba La Señorita. Había sido un bellezón en los años cincuenta, y todavía lo era. Soltera, guapísima, educada, trabajaba de manicura en la peluquería, y te dejaba las manos como las de un pianista. Siempre le sospeché una antigua historia de amor de las que terminan mal. Solía piropearla suavemente, con tacto. Ya he dicho que seguía siendo hermosa y encantadora. La Señorita fue la primera en jubilarse, allá por finales de los ochenta, por la misma época en que Fuyma se convirtió en un Cajamadrid. Nano y Andrés la echaban mucho de menos. Creo que en el fondo siempre estuvieron algo enamorados de ella. Nunca supe su nombre. Siempre la llamaron La Señorita.

Después se jubiló Andrés. Era flaco y elegante. Hablaba mucho de un hijo del que estaba orgulloso, y cuando empecé a escribir novelas solía darle para él libros dedicados. Andrés era tranquilo, fumaba con mucha clase y siempre pedía perdón y daba las gracias cada vez que te hacía mover la cabeza para un repaso de tijera o navaja. Sus manos olían a loción Floïd y a Guante Blanco. Andrés se tomó la jubilación anticipada, y Nano anduvo mosqueado, porque aquello le parecía una pequeña traición. Pero Andrés siguió yendo por allí, a cortarle el pelo a su antiguo compañero.

Al fin sólo quedó Nano. Bajito, activo, filósofo. Igual que con Andrés y con La Señorita, siempre nos tratábamos de usted. Como una premonición, las últimas veces hablamos de los tiempos que se fueron, cuando había carteles en la puerta de las peluquerías anunciando: Se corta el pelo a navaja. Ya no hay artistas, apuntaba Nano. La gente tiene lo que se merece. Se acaban los viejos profesionales del peine y la tijera. Ahora todo son centros capilares, estilistas y mariconadas. Eso decía, y yo le daba la razón. Supongo que de alguna forma intuíamos que cualquiera de aquellos cortes de pelo sería el último.

El caso es que ayer deambulé angustiado por Madrid, con cara de gilipollas, buscando una peluquería de las de siempre. Pasé en ello toda la mañana, asomándome a las pocas que quedan abiertas. No me convencieron: peluqueros demasiado jóvenes. Por fin, en la calle de la Bolsa, descubrí una donde dos viejos profesionales de pelo gris leían el periódico. Entré como quien busca refugio. Me he quedado sin peluquero, dije sentándome. Uno de ellos apagó su cigarrillo en el cenicero, me puso el peinador por encima y preguntó, impasible: «¿Cómo lo quiere el señor?». Militar, dije. Cuando sentí el chas-chas de las tijeras en el cogote cerré los ojos, confortado. En la radio sonaba, lo juro, el pasodoble Suspiros de España. Con suerte, pensé, tengo para cinco o seis años más. Después, que el diablo nos lleve a todos.

2 de noviembre de 2003