martes, 28 de diciembre de 2004

Ecoturismo y pluricultura quijotil

Guau. Dos mil actividades culturales programadas en la Mancha para el cuarto centenario del Quijote. Un empacho de cultura, van a tener los manchegos. La idea consiste, sobre todo, en poner a punto la Ruta de don Quijote, que nacerá de un día para otro con la pretensión «de ser el mayor corredor ecoturístico y cultural de Europa». Tela. De momento, pese a los esfuerzos de humildes héroes locales con más entusiasmo que fortuna, y salvo excepciones como Campo de Criptana, El Toboso, Almagro y algún sitio más –lean la guía magistral Por los caminos del Quijote, de Guerrero Martín, editada por la Junta–, la única ruta quijotil que uno encuentra allí son carteles asegurando que ésa es la ruta de don Quijote, estatuas infames, azulejos espantosos y anuncios de quesos y chorizos con los nombres de Dulcinea, Sancho y demás. Cultura popular, ya saben. Es paradigmático el cartel que hasta hace poco campeaba en la nacional 301: «En un lugar de la Mancha / don Quijote una meá echó / y salieron unos ajos gordos. / Por eso, vayas parriba o pabajo / de Las Pedroñeras son los ajos». Después de leerlo, claro, la gente se abalanzaba a las librerías pidiendo Quijotes como loca. Pero eso no es suficiente. A partir del año que viene, y de un día para otro, se intensifican esfuerzos. Lo del mayor corredor ecoturístico y cultural de Europa no es guasa. Que se den por jodidas Florencia y la Toscana, Salzburgo, Provenza, el valle del Loira o Stratford-on-Avon. Llevan siglos currándoselo, vale. Y quizá tengan el puntito cultural. Pero son lugares demasiado elitistas, obsesionados por el buen gusto. Reaccionarios, si me permiten el término. Les falta el concepto ecoturístico popular de la España plural. Nuestra pluricultura. 

Menos mal que los medios informativos han sabido captar el nervio del asunto, resaltando lo que hay que resaltar. Los actos del cuarto centenario incluyen consolidar la red de bibliotecas en todas las localidades manchegas, publicaciones y exposiciones. Vale. Todo eso está muy bien. Pero lo de publicar y exponer a secas suena demasiado convencional, estrecho, apolillado, sin gancho que arrastre a las masas masivas. Así que se ha proclamado, astutamente, que la cosa irá trufadita de espectáculos populares. Sin espectáculo popular no hay político que se gaste un duro. Eso es lo que sitúa las cosas en su sitio, democratiza la cultura, la acerca a la gente y demás. Así que, para intensificar el aspecto ecoturístico cervantino, hay previstos conciertos de rock y música pop en plazas mayores, claustros de conventos y patios y corrales antiguos –los pocos que quedan, dicho sea de paso–, a fin de que la juventud manchega y forastera, elemento básico en estas cosas, capte las esencias del Quijote y profundice en ellas entre litrona y litrona. Pero no todo va a ser chundarata. Niet. También la música intelectual tiene su papelito. El proyecto incluye la actuación inaugural, prevista para estos días, de Woody Allen y su banda de jazz. Y mucho ojo. Que el gran cineasta y músico diletante no tenga nada que ver, ni de refilón, con el Quijote, es lo de menos. Las fotos, los titulares y el público están asegurados. Qué sería de Cervantes a estas alturas, sin Woody Allen. 

En esa línea, puestos a popularizar más la cosa y adecuarla a la España pluriplural del buen rollito, permítanme alguna sugerencia extra. El año cervantino manchego podría empezar, por ejemplo, con una solemne petición de perdón a las lenguas autonómicas por la brutal represión cultural a la que Cervantes no fue ajeno en absoluto. Luego, ya en otro orden de cosas, daría mucho de sí un especial de Gran Hermano o de Crónicas Marcianas en Argamasilla de Alba. Tampoco sería moco de pavo un dueto de Bisbal y Chenoa en Puerto Lápice, leyendo fragmentos del Quijote. ¿Y qué me dicen de un pase de modelos con Belén Esteban, o un concurso de miss Dulcinea 2005 retransmitido por Eurovisión desde El Toboso? ¿Ein? ¿Y qué tal un concierto de Boyzone en Campo de Criptana? O un partido de fúmbol amistoso entre el Ciudad Real y el Manchester. Imagínense a todos esos hooligans ecoturísticos bailando agarrados a las aspas de los molinos y echando la pota mientras ahondan en el espíritu cervantino, con todas las cajas de los bares de la Mancha haciendo cling. Y, por supuesto, no puede faltar un anuncio institucional en televisión donde salga Isabel Preysler diciendo: «Desde que vivo en la alta sociedad, no concibo la vida sin un Quijote alicatado hasta el techo»

27 de diciembre de 2004

martes, 21 de diciembre de 2004

Esa plaga de langosta

Estaba el otro día viendo la tele y salió lo de la langosta en Canarias, con los bichos posándose en un sembrado y dejándolo hecho cisco al largarse. Entonces me puse a hacer analogías. Igualito que los políticos de aquí, concluí. Lo que tocan lo hacen polvo. Todo vale para ese estómago voraz que pone cuanto existe al servicio de su ambición, de sus ajustes de cuentas, de su bajeza moral. De esa España virtual que se han inventado, ajenísima a nada que tenga que ver con la España real, pero que nos imponen día tras día, porque ése es su miserable oficio y su negocio. Y claro: asunto que pasa por tales manos, asunto deslegitimado, sin crédito, sucio para siempre. Y como la política se alimenta de sí misma, el apetito es insaciable. Queman cartuchos sin respetar nada ni a nadie, dispuestos a cargarse lo que sea con tal de aguantar una semana más. Y cómo se odian, oigan. No se mandan pistoleros unos a otros porque no pueden. Y encima se creen originales, los malas bestias. Si fueran capaces de leer, sabrían que todo cuanto hacen se hizo ya. Desde Viriato, o así. Pero es que, excepto dos o tres, no saben ni quién fue Viriato. Y así nos va. Ésa es nuestra desgracia: los políticos. La plaga de langosta. La perra historia de España. 

Échenle un vistazo al patio. Lo que tocan lo ensucian, lo desmantelan, lo aniquilan. Cómo lo han puesto todo en los últimos diez o quince años, y cómo lo siguen dejando, impasible el ademán, según las necesidades del enjuague puntual, pan para hoy y hambre para mañana, yo me quedo tuerto pero a ti te dejo ciego por la gloria de mi madre. Todo sirve como arma política arrojadiza. Su injerencia en la Justicia, por ejemplo. Tela. Toda esa manipulación partidista. Toda esa infamia. Han conseguido que ahora veas una toga y unas puñetas y te hagas cruces. En cuanto a la Educación, o Enseñanza, o como se llame, qué les voy a contar. Con el concurso de ministros y consejeros autonómicos de toda condición y pelaje, entre Logses, Lous, Locus y puta que las parió, esos irresponsables aprendices de brujo han metido a las últimas generaciones de españoles en una maraña de frustración pseudoeducativa, en un callejón de donde ya no los saca ni Cristo que baje y se haga cargo. 

Y qué me dicen del deporte: las selecciones de mis huevos, con todo político periférico echando carreras para hacerse una foto con la que arañar media docena de votos guarros. O fíjense en la Constitución, convertida en bebedero de patos. O en las Fuerzas Armadas, ahora llamadas de Paz y Buen Rollito, porque a ver de qué otra forma se las puede llamar tal como están, desmanteladas como no se habían visto desde el día siguiente a la batalla de Guadalete. De servicios de información, para qué hablar: los del Ceneí van por ahí con máscaras del pato Donald. Interior, ya ven: convertido en Exterior, de puro diáfano y transparente. Y como la necesidad de algo para roer es vital en política, ahora le toca el turno a la Guardia Civil dinamitera, y todos se apresuran a llenarla de mierda, unos por vocación y otros por precaución, sin que a los de abajo se les deje hablar, y sin que los de arriba, generales beneméritos que trincan estrellas del pesebre, abran la boca para defender a su gente. 

Podríamos seguir enumerando hasta la náusea: el toro de Osborne, las lenguas autonómicas, la idea de nación documentada en Cervantes, la bandera del siglo XVIII, la palabra España. Todo es materia depredable. Como la monarquía, que ahora tiene más flancos jugosos para hincar el diente. O la república, si la hubiera: ya se cargaron dos. O la política exterior, que pasa de mamársela a George Bush por una palmadita en la espalda, a hacer el payaso gratis y por la cara. Hasta el Diccionario de la Real Academia, obra magna sin igual en las otras lenguas cultas, imperfecto precisamente por su rica grandeza, es insultado ahora porque las feministas radicales, alentadas por políticos tiñalpas que se acojonan ante la dictadura de las minorías, pretenden cambiar en dos días, ajustándola a su demagogia imbécil, una lengua que lleva fraguándose, desde el latín y el griego, casi treinta siglos. Pero lo peor es cuando los ves en el Congreso y la Congresa expresándose con ese verbo inculto, esa ausencia de sintaxis y esa desabrida poca vergüenza, y te preguntas cómo se atreven. Cómo es posible que estas langostas bajunas, analfabetas, se atrevan a devastar una España que ni aman, ni comprenden. 

20 de diciembre de 2004 

martes, 14 de diciembre de 2004

Las púas de la eriza

Me quedé dándole vueltas a la cosa el otro día, después de que aquella individua me pasara a ciento ochenta en la carretera de La Coruña. Yo acababa de cambiar de carril para adelantar a otro automóvil, cuando en el retrovisor advertí furiosos destellos. Un coche venía de lejos, a toda leche, exigiendo que le dejara paso libre. Así que hice lo que suelo en tales lances: seguir imperturbable con la maniobra y ejecutarla con más parsimonia de la que tenía prevista, sin prisas, vista al frente, intermitente a la izquierda y luego a la derecha, con el de atrás que frena y se cabrea, un Ibiza pegado al parachoques y dándome pantallazos con los faros, su conductor al borde de la apoplejía. Al fin, cuando ya me apartaba, eché un vistazo por el retrovisor y vi a una torda cuarentona, cigarrillo en la mano del volante y móvil pegado a una oreja, descompuesta de gesto y maneras, que debía de estar ciscándose en mis muertos con tal desafuero que echaba espumarajos por la boca. Y pensé: hay que ver cómo vienen esta temporada, oyes, desquiciadas que se van de vareta, con una agresividad y una mala leche de concurso. Hace cinco años esto no pasaba; iban por la carretera acojonadas y casi pidiendo perdón, mujer tenías que ser y toda esa murga. Y ahora, fíjate. Que no te atreves a parar en las gasolineras por si la tía a la que le has hecho una pirula coincide allí contigo, se baja del coche y te sacude un par de hostias. 

Luego uno hojea los periódicos y lee que las pavas fuman más que los hombres, y le pegan al trinque más que los hombres, y andan por ahí más agresivas y descompuestas que los hombres. Y ata cabos y piensa: es verdad, colega. En los últimos tiempos, las erizas se han puesto de punta que da miedo verlas. Pero claro. Hasta hace muy poco, una generación tan sólo, una hembra se resignaba fácil, por educación y por otras cosas, y asumía con pía mansedumbre el papel impuesto por el macho durante siglos de biología, historia y vida social. En lo de pía, dicho sea de paso, cooperaban mucho esos confesores que durante varios siglos guiaron las conciencias femeninas católicas, en plan aguanta, procrea y reza, hija, y cumple con tu deber de madre y esposa, etcétera. 

Lo que pasa es que las cosas caen por su peso, el tiempo no pasa en vano, hasta las más tontas ven la tele, y la milonga, poquito a poco, empezó a irse a tomar por saco. Y ahí están ellas, en tierra de nadie, conscientes, las más despiertas, de que su cambio social ha ido más rápido que su cambio biológico y su propia mentalidad. Y así, esa generación de mujeres que aún fueron educadas para ser santas madres y ejemplares amas de casa se ve forzada a pelear ahora en un mundo de hombres, a hacer vida laboral de tú a tú, pero sin poder renunciar todavía, porque no las dejan o porque no quieren, al tradicional rol –o maldición, según se mire– de mujeres responsables de que el nido esté reluciente y los polluelos limpios, sanos y cebaditos. La vieja y eterna trampa. A ver por qué, si no, las únicas mujeres trabajadoras que no están desquiciadas, o no van por la vida con un cuchillo entre los dientes buscando a quién capar, son las que no tienen hijos, las que se libraron al fin de ellos, o las que cuentan con una madre o una suegra que se haga cargo. Es imposible estar en misa y repicando; y mucho menos con maridos que creen compartir tareas domésticas porque quitan la mesa, lavan los platos por la noche y compran el pan sábados y domingos, o sea, modernos y enrollados que te rilas. A eso hay que añadir, también, impulsos más físicos y atávicos, resignaciones y gustos que aún colean del tiempo de la cueva, la caza y la guerra. Como el hecho, probado estadísticamente, de que Hugh Grant, Johnny Depp, los niños monos de tú a tú, el buen rollito socialmente correcto y el tanto monta, están bien para salir en la foto; pero, a la hora de la verdad, quien sigue humedeciéndole las reconditeces a buena parte del mujerío cuajado –no todas analfabetas, por cierto– es Rusell Crowe cuando les pone la zarpa encima. O tíos de ese perfil. Esto explica también algunas cosas. A veces, de ahí al moro Muza hay poco trecho. Y ciertos verdugos son imposibles sin la complicidad de las víctimas. 

Así que no me extraña que las erizas anden erizadas. En el mundo actual sólo hay algo peor que la cabronada de ser mujer: ser mujer lúcida, consciente de la cabronada que supone ser mujer. 

13 de diciembre de 2004 

martes, 7 de diciembre de 2004

Caspa y glamour exóticos

Hay tres clases de reportaje viajero de las revistas del corazón, o como se llamen ahora, que me fascinan los higadillos: los solidarios, los de convivencia exótica y los de vacaciones aventureras. Los protagoniza el famoseo de variopinto pelaje, que a su vez se parcela en dos categorías: famosos caspa y famosos pijolandios. Pero, básicamente, el patrón es el mismo: una revista, conchabada con una agencia de viajes, o viceversa, invita a un careto conocido –suelen ser tías, a veces con novio o marido–, por la patilla total, a un viaje a cualquier sitio, que incluye estilista, maquilladora, fotógrafo y demás parafernalia. Exclusiva en las paradisíacas islas Fidji. Luna de miel en la Pampa. Etcétera. A veces hay una variante humanitaria o así, que es cuando una oenegé corre con los gastos. La cantante, preocupadísima por la deforestación de la Amazonia. Todo muy conmovedor, ya saben. Conmovedor que te rilas. En cualquier caso, las fotos del viaje se publican después en forma de reportaje con mucho despliegue, según la categoría social del sujeto o sujeta –no es lo mismo una pedorra de Gran Hermano que un soplapollas emparentado con la casa real de Syldavia–, con portada, o sin. Luego uno hojea las revistas durante el desayuno, mientras se toma el colacao con crispis, y claro. Normal. Enganchan. 

La primera categoría, la de los reportajes solidarios, suele reservarse a féminas: modelos, cantantes, actrices, que en las fotos alternan camisetas de la oenegé correspondiente con ropa de marca. La imagen clásica consiste en la individua arrodillada, cariacontecida, junto a niños escuálidos o mujeres harapientas, ante una choza africana o chabola sudamericana. Al titular nunca le falta un toque intelectual: «No comprendo cómo la gente puede vivir de esta manera», suele comentar la pava. A veces, las fotos nos la muestran con un niño en brazos, negro por lo general, espantándole abnegadamente las moscas o dándole un biberón. La moza –nos aclara el pie de foto– pasó cuatro o cinco horas implicada hasta las cachas. En esa clase de reportajes, mi imagen predilecta es cuando la abnegada visitante se fotografía sonriente junto a los indígenas del lugar, pasándoles los brazos sobre los hombros, con la teta izquierda situada exactamente en la mejilla del indio bajito o el joven africano de turno, que la mira como pensando: si en vez de hacerme posar así por un poco de harina me dieran un Kalashnikov AK-47, te ibas a enterar. Subnormal. 

Otra modalidad interesante del viaje de papel couché es la del turismo en plan convivencia exótica con los indígenas. Ahí los famosos suelen ir con la legítima, o el legítimo, o quien esté de guardia en la garita. A convivir a tope, como su propio nombre indica. Cuando lees la letra pequeña, averiguas que la convivencia que justifica el reportaje ha consistido en un viaje chárter y día y medio para hacerse las fotos; pero los titulares, eso sí, impresionan un huevo: Zutana y Mengano conviven con los pigmeos de la selva Macabea… La torda y su novio compartieron la frugal comida de los tuareg… Tras su dolorosa separación, Fulanita se busca a sí misma conviviendo con monjes budistas en un monasterio tibetano. Estos reportajes suelen tener una secuela semanas más tarde, cuando, en otra entrevista, el individuo o la individua en cuestión afirman: «Convivir con los pastores lapones de renos cambió mi vida»

De cualquier modo, mis favoritos son los reportajes de vacaciones exótico-aventureras en plan lujo y glamour a tutiplén. Quizá porque casi siempre sale Carmen Martínez-Bordiú, con o sin arquitecto, vestida de Lorenzo de Arabia encima de un camello durante un fascinante viaje por Siria, o en Marrakech, o trajeada de Indiana Jones en Machu Pichu. Cada foto, con indumento típico del lugar en cuestión y distinto al de las otras fotos –me pregunto cómo hace para cambiarse de turbante y de ropa diez veces al día, en los áridos secarrales o en la jungla procelosa–. Pero lo que más me pone es que, además, suele aprovechar para hacer declaraciones interesantes: me pongo velo en estos sitios para respetar las costumbres, me halaga que digan que me he operado, si hubiera tenido una pala en lo del Prestige me habría ido allí a recoger chapapote, etcétera. Todo eso mientras posa así y asá, sofisticada y chic. Guau. Pagándoselo todo, estoy seguro, de su bolsillo. No es lo mismo Yola Berrocal con el chichi puesto a remojo en Ibiza, oigan. Todavía hay clases. 

6 de diciembre de 2004 

lunes, 29 de noviembre de 2004

La cancerbera del museo

Museo arqueológico de Madrid, a media mañana. Acabas de echarle un vistazo a la estupenda exposición sobre el faraón Tutmosis III y te dispones a dar una vuelta por las salas del museo. Delante de ti camina una pareja de jóvenes con buen aspecto: diecinueve o veinte años, barbita y gafas él, morena y guapa ella, con el catálogo de Tutmosis bajo el brazo. Hasta el más obtuso comprende que son estudiantes. Ya los viste antes, en la cámara funeraria y frente a las piezas expuestas. Salta a la vista que su visita no se debe a obligaciones académicas, sino a que les apetece estar allí. Se los ve muy interesados. A fin de cuentas, el catálogo que han comprado entre los dos –los viste compartir el gasto– vale 25 euros. Un esfuerzo. Para dos estudiantes jovencitos, una pasta. 

Caminas detrás, observándolos. Lo de Tutmosis es gratuito, pero visitar el museo cuesta tres mortadelos. Uno y medio si eres estudiante. Los dos jóvenes se dirigen a la mesa de la taquilla, donde la funcionaria los recibe con inexplicable hosquedad. Es una individua cincuentona, pelo teñido de color caoba, ligeramente entrada en carnes. Su rostro poco agraciado se avinagra con una rancia mala leche. El chico saca un carnet universitario, de facultad, con su foto, y la chica un carnet de biblioteca, de facultad –que no lleva foto–, y su documento nacional de identidad. La taquillera apenas mira lo que exhibe la chica. «Eso no me vale», dice desabrida, con tono malhumorado, insultante. Los chicos se miran entre sí. «Disculpe –dice la chica con mucha corrección– pero he perdido el carnet de la facultad. Como verá, el nombre del carnet de la biblioteca corresponde con el de mi Deneí.» La taquillera la mira de arriba abajo, despectiva. Muy despectiva. Tal vez ello se deba, piensas, a que la chica es guapilla y educada. Por algún oscuro motivo, esa educación y la calma con la que habla parecen irritar a la taquillera. «¿Y cómo sé yo que eres estudiante?», pregunta, aviesa. La chica le muestra otra vez el carnet de la biblioteca. «Porque si se fija en el carnet –dice– verá que pone: Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, y nunca me lo habrían dado si yo no estuviera matriculada allí.» La taquillera mira al chico de las gafas, que asiente con la cabeza. Mira el catálogo de Tutmosis que la chica lleva bajo el brazo. Comprueba, como lo has comprobado tú mismo y todo el que anda cerca, que los dos tienen un aspecto de estudiantes inequívoco. Comprueba de nuevo el carnet de facultad, el de la biblioteca, el de identidad. Y después, con una mueca antipática y triunfal, niega y casi escupe: «A mí eso no me vale». 

Los chicos se la quedan mirando. Tú te la quedas mirando. Algún otro visitante se la queda mirando. La individua, además, no ha dicho que al museo no le vale. No. Ha dicho a mí no me vale. O sea, a ella. A la guardiana de la puerta del Saber, puesta allí por la superioridad para impedir que nadie indigno la franquee, y que ningún jovencito de los millones que a diario visitan el museo arqueológico de Madrid, en estos tiempos en que la juventud está ávida de cultura, se pase de listo. Con la funcionaria modelo habéis dado, chavales. Aquí estamos yo y mis ovarios. Cuidadín. Nadie entrará que no sea geómetra. 

Entonces tú mismo, que estás allí cerca, te dispones a meter mano al bolsillo y decirle a la pájara aquella algo así como vale, no se preocupe, ahí tiene su puerco euro y medio de diferencia, yo lo pago. Deje a esos chicos en paz, estúpida. Aunque no tuvieran carnet de nada, qué diablos. Parece mentira que, en vez de facilitar las cosas y aplaudir que, en los tiempos que corren, dos jovencitos vengan por su cuenta al museo, y hasta hagan el esfuerzo económico de comprarse el catálogo, salga ahora una funcionaria rácana, maldita sea su sangre, a ponerles pegas con ese estilo bajuno y miserable, pagando con ellos sus frustraciones, su mala fe y su mala índole. Cuántas ilusiones de jóvenes como éstos no ahogará, cada día, la gente como usted con su dejadez, con su incompetencia, con su mala baba. Cacho perra. Estás a punto de decir todo eso, cuando la chica se encoge de hombros, pone tres euros sobre la mesa, y mira a la taquillera como si mirase lo que a veces uno pisa en la calle. «Gracias», dice al recibir el ticket, clavándole los ojos. Y luego, mientras la taquillera aparta la mirada, la chica le da la espalda y se va con su amigo, camino de las salas del museo. Como una señora. 

29 de noviembre de 2004 

lunes, 22 de noviembre de 2004

Fascismo musical de género

Es que a veces te dan el artículo hecho. Hoy, por ejemplo, me siento a darle a la tecla mientras me gotea el colmillo, glop, glop, de gusto. Porque resulta que, apenas extinguidos los ecos del escándalo de las modelos recogepelotas, o tocapelotas, o como se diga en tenis, que vendieron sus cuerpos en el campeonato del mes pasado ejerciendo una intolerable violencia sexista contra los indignados espectadores, resulta, digo, que otro nuevo escándalo podría atizar la justa cólera del pélida Aquiles. Y no me refiero a Brad Pitt, sino a los diversos organismos, instituciones, consejerías, institutos y observatorios que vigilan que la mujer sea lo que debe ser y no lo que los malvados hombres queremos que sea. Metáfora, se llama a eso. Me refiero a lo del pélida. O se llamaba. 

El nuevo zipizape está servido, señoras y caballeros. Un estudio reciente, encargado por la Confederación de Consumidores y Usuarios y que anda por los despachos adecuados, denuncia que el sexismo perverso no funciona sólo en el mundo de la publicidad, la moda o el deporte, sino, oído al parche, también en el de la música. La canción, para ser más exactos. La industria discográfica. Y como resulta, además, que desde hace tiempo buena parte de los periódicos españoles, sensibles a la realidad nacional, quitan eso de las páginas de Espectáculos para meterlo en las de Cultura –Paulina Rubio, Andrés Pajares, García Márquez y un desfile de lencería en Cultura, tal cual–, el asunto tiene, aparte de la vertiente sexista, un preocupante aspecto cultural de mucha enjundia. Porque resulta, cielo santo, que las canciones más escuchadas en España trasladan a la sociedad una imagen de la mujer muy cercana «a un cuerpo capaz de hacer perder el sueño al hombre». Literal. Nuestra música es sexista que te rilas, denuncia el informe. Pero es que además, prosigue, en esas canciones sólo se habla del amor y de los besitos y demás, y en ningún momento de la capacidad, inteligencia u otros valores sociales de la mujer. Intolerable. Eso está pidiendo a gritos que el Gobierno, previa consulta con la Real Academia Española y con las feministas adecuadas, lo llame fascismo musical de género. 

Tengo entendido que la secretaría general de Políticas de Igualdad del Ministerio de Asuntos Sociales, que con diligencia y vigor denunció el perverso reclamo sexual de las modelos en lo del tenis, va a tomar cartas en el asunto. De momento, mis topos y topas en los organismos oficiales pertinentes acaban de filtrarme –no todo va a ser filtrar a la prensa nombres, direcciones y fotos de testigos protegidos del 11-M, oigan– las medidas de choque, previstas en cuatro fases, o escalones. La primera y más urgente será prohibir la difusión en medios públicos nacionales y autonómicos de canciones que no resalten los valores intelectuales de la mujer. Eso irá seguido de una ley que penalice a las casas discográficas, cantantes y medios de difusión que aireen canciones cuyo objeto sea el amor físico, el cuerpo femenino, el aquí te pillo aquí te mato, mirarse a los ojos, cogerse de la manita y cosas así. Ópera y zarzuela incluidas, por supuesto. A ver si van a irse de rositas esa Traviata, esa Butterfly o esa Revoltosa sexistas. La ley contempla, después, incentivar y subvencionar con cargo al Estado la sustitución de todos esos asuntos superficiales y machistas por otros que destaquen la belleza moral e intelectual de la mujer, sus nuevos roles sociales, sus relaciones laborales, etcétera, con especial hincapié en la mujer inmigrante y la mujer de la tercera edad. Pero la cosa no quedará sólo en música. Como cuarta fase y culminación espléndida del asunto, y ya que el sexismo empieza en la infancia y en la escuela, los ministerios de Educación y Cultura retirarán de los libros escolares y de la vida pública en general todo poema, novela o texto –Garcilaso, Lope, Quevedo, Neruda y gente así– donde la mujer aparezca como objeto de deseo carnal y no como compañera laboral en un mundo asexual, asexuado y paritario. Fíjense cómo irá de seria la cosa, que han convencido a Julio Iglesias para que grabe una canción nueva que dice: No te quiero por guapa / ni porque te adhieres como una lapa / ni me atrae la costumbre / del volumen de tus ubres / Du-duá / Te quiero por inteligente / trabajadora y consecuente / Me enloquece que seas lista / funcionaria y feminista / Du-duá / Que seas militara o jueza / y te duela la cabeza / Que yo tiemble como azogue / porque posas en el Vogue /Du-duá. Etcétera. Ya verán como arrasa, oigan. Y Julio se forra. 

22 de noviembre de 2004 

martes, 16 de noviembre de 2004

Adiós a Humphrey Bogart

Tranquiliza mucho comprobar que no todos los tontos del haba están aquí, que el resto de Europa también goza de su correspondiente y nutrida cuota, y que ciertos ejemplares foráneos pueden llegar a serlo más que los nuestros. Cosa difícil, porque, en España, algunos tontos del haba y tontas del habo lo son hasta el punto de que, si se presentaran a un concurso de imbéciles, los descalificarían por imbéciles. Y por imbécilas. Pero también el resto de Europa está apañado, y eso consuela mucho. El último de tales consuelos se lo debo a don Markos Kyprianou, que mientras tecleo esto es futuro comisario de Sanidad del Parlamento Europeo. Y resulta que, en el contexto de una agresiva campaña contra el tabaco –que en líneas generales me parece chachi–, el señor Kyprianou quiere que se prohíba a los menores ver películas donde los protagonistas fumen. Hay que presionar a la industria cinematográfica, dice, y conseguir que las comisiones de clasificación impidan proyectar películas donde salga gente quemando tabaco. 

Así que los enanos lo tienen crudo. Yo mismo, que de zagal me inflé a ver películas de guerra, policíacas y del oeste, ahora no podría comerme una bolsa de pipas viendo ni la centésima parte de las que vi; porque en ellas, como en la vida real, fumaba todo cristo. Supongo, además, que las medidas que se propone aplicar el señor Kyprianou afectarán no sólo a las películas que se rueden en el futuro, sino también al cine clásico que a veces ponen en la tele. Así que los menores, y de rebote los mayores en horario infantil y juvenil, no podrían ver, en nombre de la salud pulmonar de Europa, a Humphrey Bogart en su bar de Casablanca, a Rita Hayworth a dos dedos de Orson Welles en La dama de Shangai, a John Wayne a punto de volar el puente en Misión de audaces, a los señoritos de casino en Calle Mayor de Bardem, a los caínes mataconejos en La caza de Saura, a Lauren Bacall pidiendo fuego en Tener o no tener, a Burt Lancaster encendiendo un lampedusiano veguero en El gatopardo, a Henry Fonda listo para el OK Corral en Pasión de los fuertes, a los marqueses de La Chesnaye y sus invitados en Las reglas del juego, ni a Edward G. Robinson y Fred MacMurray en la extraordinaria escena final de Perdición. Verbigracia. 

Y en cuanto a las películas con pistolas, cuchillos o donde salga alguna guerra, poco futuro les veo. Si el tabaco es poco sano, figúrense las balas, o las navajas. Descartadas las películas de toda la vida, ¿imaginan una homologada según las recomendaciones de una Europa Sana y Feliz? ¿Qué me dicen de las de vampiros que chupan sangre? ¿O las de psicópatas que se cargan al prójimo?… En cuanto al fumeteo y las películas bélicas, cualquiera que haya vivido una guerra sabe lo que el tabaco significó y significa en situaciones así, y cómo el pitillo fue siempre tan natural en el soldado como las balas y el fusil. Incluso aceptando que la gente fuma menos ahora que hace cincuenta años, si eliminar el tabaco de una película normal supone falsear la realidad de la calle, eliminarlo de una película de guerra privaría a ésta de realismo. La guerra es, sobre todo, esperar que pase algo malo. Quien vivió esperas semejantes conoce el significado de un pitillo apurado de noche con la brasa oculta en el hueco de la mano, el alivio de una calada, lo valioso del paquete que circula para matar el hambre, o los nervios. Yo mismo, en otro tiempo, conseguí reportajes difíciles de conseguir, con gente difícil de tratar, gracias a la oportuna exhibición de un paquete de cigarrillos listo para hacer la ronda de tal búnker, tal choza o tal trinchera. Hasta cuando no fumaba, mi mochila incluía siempre un cartón de tabaco. Y en Beirut, en Sarajevo, en docenas de lugares, vi utilizar los cigarrillos como moneda preferible al dinero. Pero ya ven. Tal como se están poniendo las cosas, entre antitabaquistas, ejércitos a los que ahora llaman fuerzas de paz, buen rollito y demás, una película sobre nuestra Guerra Civil consistirá, supongo, en imágenes donde no aparezcan muertos para no traumatizar a las criaturas ni crispar a los adultos, con legionarios abstemios que salvan a bebés entre las ruinas del Clínico, anarquistas que no fuman, moros de Franco que socorren a viudas y huérfanas republicanas, y falangistas y milicianos que no fusilan a nadie. Y al final conseguirán que no sólo nosotros, sino nuestros padres, abuelos y antepasados, parezcamos todos igual de gilipollas. 

15 de noviembre de 2004 

martes, 9 de noviembre de 2004

El Quijote según Perona

Algunas veces he mencionado aquí a Pepe Perona, lúcido e inteligentísimo catedrático de la Universidad de Murcia –él prefiere que lo llamen maestro de gramática–, que además de personaje de La carta esférica, cascarrabias y gruñón como pocos, es mi amigo. Y como acabo de leer un magnífico texto suyo, que me habría gustado firmar a mí, he decidido pirateárselo por la cara. Los amigos están para esas cosas, entre otras. Estoy seguro de que la mayor parte de ustedes agradecerá que hoy le ceda la tecla en esta página al maestro de gramática. En cuanto a los que no lo agradezcan, pues bueno. Pues vale. Pues me alegro. 

“El libro de Cervantes va a ser materia de lectura y comentario en las escuelas españolas durante el año de su cuarto centenario. También algunos centenares de escuelas e institutos van a llevar a los alumnos por las rutas de Don Quijote y Sancho. ¡Qué error! ¡Qué inmenso error! Todo el aprendizaje cognitivo y significativo, todo el montaje comunicativo, todos los procedimientos y actitudes de los últimos veinte años (…) arramblados por esa insensata lectura de un libro, por lo demás, manchego, ajeno a las reivindicaciones nacionalistas. ¡Qué torpeza proponer a los alumnos de la Play Station y de los lenguajes SMS una lectura española del humanismo! ¡Qué locura proponer la lectura en alta voz de esa lengua de comienzos del seiscientos capaz de todas las finuras, de todos los matices! ¡Qué ridículo leer ese minucioso modo de narrar una batalla, de recrearse en la calma de los diálogos renacentistas, de plantear la existencia de los múltiples modos de ver la realidad y los libros! ¡Qué patético ese recuerdo de una forma espléndida de escribir! ¡Qué reaccionaria esa forma de vivir! ¡Qué antiguo ese discurso de las armas y de las letras! ¡Qué despropósito esa manera de resumir una tradición! ¡Qué afrenta al multiculturalismo ese mamotreto de rancio españolismo escrito desde la Mancha profunda contra la diversidad de Las Españas! ¡Qué pesadez tener que mirar varias veces el diccionario en cada párrafo, en cada página, en cada capítulo! ¡Qué aburrido! ¡Qué tostón! 

Dicen que, a veces, alea en sus páginas una sonrisa culta y cansada, una sosegada actitud ante la vida, una ternura por el personaje o por los personajes. Pero, ¿quién comprenderá las metáforas, las metonimias, el sarcasmo, las referencias precisas o encubiertas si se ha conseguido eliminar el poso del humanismo que lo recorre de principio a fin? ¿Quién entenderá la larga presencia de Erasmo, quién acompañará con risas la risa, con lágrimas el llanto, con mesura el ordenado flujo de los diálogos? (…) ¿Qué es eso de la orden de caballería? ¿Qué es eso de tener ideales con la que está cayendo? ¿Cómo a estas alturas pretender que exista un tiempo largo, silencioso y lento para el aprender leyendo y releyendo? ¿Qué es eso del Renacimiento? (…) Máxime si sabemos que el autor era un judío converso que se atrevió, en el colmo de la desfachatez, a negarse al matrimonio de las civilizaciones y a militar en una batalla infame contra la flota turca que quería, aunque alguien lo dude, profundizar en los principios del humanismo europeo. Como todo el mundo sabe, gracias a Lepanto la Europa cristiana se hundió en una aventura intelectual de cuatro siglos de oscurantismo frente al Humanismo turco. 

Repito. En este mundo multicultural, rápido, posmoderno, es un error promover en las escuelas la lectura y el comentario de El Quijote. (…) ¿Quién librará a los alumnos de las depresiones promovidas por una larga exposición a la lectura y a su meditación? ¿Y si, todavía jóvenes, perpetran la nefasta manía de pensar? ¿Y si se acostumbrar a leer a los clásicos? ¿Y si disfrutan con su lectura? Máxime ahora que los planes de Bolonia, con la impagable ayuda del Ministerio de Educación y Ciencia de España y sus voceros posmodernos, de éste y del anterior y del que venga, han decidido suprimir la carrera de Filología Española de los planes del futuro. Total, ¿para qué dedicar una carrera a una lengua hablada por 400 millones de personas? Por todo ello, propongo que se retire de las aulas la lectura del Quijote, ajeno a los itinerarios educativos, contrario al currículum de los centros, enemigo del conocimiento de los bables y fablas, ayuno del conocimiento del entorno, falto del espíritu de la multiculturalidad. Cargado, en fin, de mil y una frases de sosiego y de humanismo. Y, por si fuera poco, aunque ustedes no lo quieran ver, es una vuelta de tuerca del centralismo españolista. Y de su lengua”

8 de noviembre de 2004 

martes, 2 de noviembre de 2004

Cuánto lo sentimos todos

Como saben los lectores veteranos, esta página hay que escribirla un par de semanas antes de su publicación. Pero arriesgo poco suponiendo que, cuando este ruido de teclas salga a la luz, el asunto de Jokin, el muchacho que se suicidó en Fuenterrabía desesperado por el acoso de sus compañeros de clase, a nadie importará ya un carajo. No puedo tener la certeza de que sea así, claro. Ojalá no. Pero conociendo el paisaje y al paisanaje, imagino que habrá otros sucesos que ocupen la atención de la gente, y que en su instituto ya nadie andará poniendo velitas, ni notitas con mensajitos, ni soltando lagrimitas, ya saben, Jokin, perdónanos, amigo, colega, no supimos defenderte, fuimos cobardes y cobardas, nos morimos de remordimientos, etcétera. Lo bueno de los remordimientos es que tienen fecha de caducidad, como los yogures y las mujeres guapas, y pasado cierto tiempo se diluyen, y la vida sigue. Uno enciende la velita, pone cara solemne y afectada para el telediario, se abraza llorando a la compañera de clase, y listo. El muerto al hoyo, y el vivo al bollo. Lo que sí espero es que la familia haya perdonado lo imprescindible, y que aún esté buscándoles las vueltas a los jóvenes malnacidos que martirizaron a Jokin –que las respectivas madres no se den por aludidas, sólo es una metáfora literaria–, y sobre todo a los no tan jóvenes malnacidos –otra metáfora literaria– profesores, educadores o lo que diablos sean, que debían haber evitado aquello, y no lo hicieron. 

Pero lo de Fuenterrabía ya no tiene remedio, y en realidad yo quería más bien quedarme con la copla. El caso del chico acosado y sometido a vejaciones por sus compañeros, su silencio para que no lo llamasen chivato, su desesperación al no verse defendido por los compañeros o por los profesores, es viejo y se repite cada día, en numerosos centros escolares. Recuerdo bien a otro crío de doce o trece años –ahora debe de tener cincuenta y tres, más o menos– que era solitario e iba a su rollo, y en circunstancias similares pasó un tiempo ganándose con los puños el respeto de ciertos compañeros de clase. Pero eso no siempre es posible, ni aconsejable. No todo el mundo tiene la suerte de poder convertir su soledad en grito de pelea. No todos los jovencitos son duros, ni el colegio es el patio del talego. Para montárselo de autónomo hace falta mucha seguridad en uno mismo, y estar dispuesto a pagar el precio; sobre todo ahora, que esa murga del buen rollito, la integración y la pandilla guay del Paraguay sale en la tele y está de moda. Son otros tiempos, además: el estilo bajuno se impone en todas partes, y a tales padres corresponden tales hijos. Tampoco los profesores tienen medios para mantener la disciplina, y este absurdo sistema educativo en el que nos pudrimos lo pone más difícil todavía. Hasta hace poco, un viejo amigo mío, profesor, antes de encerrarse con un alumno conflictivo lo cacheaba por si llevaba navaja; y luego, cuando le pegaba dos hostias, procuraba hacerlo sin dejarle señales y sin testigos. Ahora ya ni eso vale. No hablo ya, dice, de darles una simple colleja; los miras mal y vas listo. Los pequeños cabroncetes se las saben todas. Y los padres son como el perro del hortelano: ni educan, ni dejan educar. Así que paso mucho, oye. Cada sociedad tiene lo que se gana a pulso. 

Y una última reflexión. No sé ustedes, pero yo empiezo a estar harto de tanta lagrimita, tanto osito de peluche, tanta velita encendida y tanto cuento lagrimeante a toro pasado. Aquí todo lo arreglamos con póstumas mariconadas –otra metáfora, hoy estoy que las vendo–, manifestándonos cogidos de la mano muy compungidos y llorosos, haciendo unos altarcitos iluminados, floridos y primorosos que luego los turistas fotografían mientras dicen: hay que ver qué solidarios son estos españoles de mis huevos. Lo mismo después de la tragedia de un instituto, que con una mujer asesinada por su marido o con la víctima de un atentado terrorista. Perdónanos, Manolo, discúlpanos, Concha, excúsanos, Ceferino. Sabíamos y no hicimos nada, oímos y nos tapamos las orejas, vimos y nos tapamos los ojos, olimos y nos tapamos la nariz. Fuimos amigos, vecinos, profesores, jueces, concejales, alcaldes, y no quisimos complicarnos la vida. Gobernamos y fuimos incapaces de prever. Snif. Nadie es perfecto. Así que lo siento mucho: pancarta, vela encendida al canto, ego me absolvo. Amén. Las lágrimas de cocodrilo siempre fueron baratas. 

1 de noviembre de 2004 

martes, 26 de octubre de 2004

Al final, género

Se veía venir. Ley contra la Violencia de Género, la han llamado. Pese a los argumentos de la Real Academia Española, el Gobierno del talante y el buen rollito, impasible el ademán, se ha pasado por el forro de los huevos y de las huevas los detallados argumentos que se le presentaron, y que podríamos resumir por quincuagésima vez diciendo que ese género, tan caro a las feministas, es un anglicismo que proviene del puritano gender con el que los gringos, tan fariseos ellos, eluden la palabra sex. En España, donde las palabras son viejas y sabias, llamar violencia de género a la ejercida contra la mujer es una incorrección y una imbecilidad; pues en nuestra lengua, género se refiere a los conjuntos de seres, cosas o palabras con caracteres comunes –género humano, género femenino, género literario–, mientras que la condición orgánica de animales y plantas no es el género, sino el sexo. Recuerden que antiguamente los capullos cursis llamaban sexo débil a las mujeres, y que género débil no se ha dicho en la puta vida. 

Todo eso, pero con palabras más finas y académicas, se le explicó hace meses al Gobierno en un documento respaldado por sabios rigurosos como don Francisco Rodríguez Adrados, don Manuel Seco, don Valentín García Yebra y don Gregorio Salvador, entre otros. Ahí se sugerían alternativas –la RAE nunca impone, sólo aconseja–, recomendando el uso de la expresión violencia doméstica, por ejemplo, que es más recta y adecuada. Al Gobierno le pareció de perlas, prometió tenerlo en cuenta, y hasta filtró el informe –que era reservado– a la prensa. De modo que todo cristo empezó a decir violencia doméstica. Por una vez, se congratuló la Docta Casa, los políticos atienden. Hay justos en Gomorra. Etcétera. 

Pero, como decía La Codorniz, tiemble después de haber reído. Ha bastado que algunas feministas fueran a la Moncloa a decir que la Real Academia no tiene ni idea del uso correcto de las palabras, y a exigir que se ignore la opinión de unos tiñalpas sin otra autoridad que ser lingüistas, filólogos o lexicógrafos, para que el Gobierno se baje los calzones, rectifique, deje de decir violencia doméstica, y la expresión violencia de género figure en todo lo alto de la nueva ley, como un par de banderillas negras en el lomo de una lengua maltratada por quienes más deberían respetarla. Aunque tal vez lo que ocurre sea, como asegura la franciscana peña que nos rige, que el mundo se arregla, además de con diálogo entre Occidente y el Islam –Occidente sentado en una silla y el Islam en otra, supongo–, con igualdad de géneros y géneras. El otro día ya oí hablar de la España que nos legaron nuestros padres y madres. Tela. Como ven, esto promete. 

En cualquier caso, el nombre de la nueva ley es un desaire y un insulto a la Real Academia y a la lengua española; y ocurre mientras el español –aquí llamado castellano, para no crispar– se afianza y se reclama en todas partes, cuando en Brasil lo estudian millones de personas y es obligatorio en la escuela, y cuando se estima que en las universidades de Estados Unidos será lengua mayoritaria, sobre el inglés, hacia 2020. Y oigan. Yo no soy filólogo; sólo un académico de infantería que hace lo que puede, y cada jueves habla a sus mayores de usted. Esos doctos señores no van a quejarse, porque son unos caballeros y hay asuntos más importantes, entre ellos seguir haciendo posible el milagro de que veintidós academias asociadas, representando a cuatrocientos millones de hispanohablantes, mantengan la unidad y la fascinante diversidad de la lengua más hermosa del mundo –Quevedo, Góngora, Sor Juana y los otros, ya saben: esos plumíferos opresores y franquistas–, y que un estudiante de Gerona, un médico de Bogotá y un arquitecto de Chicago utilicen el mismo diccionario que, se supone, utilizan en La Moncloa. Pero yo no soy un caballero. Me educaron para serlo, pero no ejerzo. Así que me tomo la libertad de decir, amparado en el magisterio de esa Real Academia que el Gobierno de España acaba de pasarse por la entrepierna, que llamar violencia de género a la violencia doméstica es una tontería y una estupidez. Y que la palabra que corresponde a quien hace eso –página 1.421 del DRAE: persona tonta o estúpida– es, literalmente, soplapollas. Eso sí: el año que viene, a la hora de hacerse fotos en el cuarto centenario del Quijote, se les llenará a todos la boca de Cervantes. Ahí los espero. 

25 de octubre de 2004 

martes, 19 de octubre de 2004

Sobre bufones y payasos

Interesante, pardiez. Resulta que el Reino Unido de la Gran Bretaña tiene de nuevo bufón oficial después de tres siglos y medio con la plaza vacante. Para ser exactos, vacante desde 1649, fecha en la que el titular del asunto, un tal Mukle John, se quedó sin empleo cuando su amo el rey Carlos I -el que siendo príncipe de Gales, como el Orejas, vino a España de incógnito para rondar a la infanta María, hermana de Felipe IV- perdió el reino y la cabeza a manos del verdugo. Un verdugo que, por supuesto, se llamaba Mordaunt y era hijo bastardo del conde de Wardes y de Carlota Backson -más conocida por Milady de Winter, ex legítima de Athos, conde de la Fére-, y primo de Raúl, vizconde de Bragelonne. Pero ése es otro culebrón y es otra historia. Léanse la magnífica trilogía mosqueteril de Alejandro Dumas, y así me ahorran detalles. De lo que quiero hablarles hoy es de que Inglaterra ya tiene otra vez bufón. Se llama Nigel Roder y ha conseguido su trabajo después de que Patrimonio Inglés lo seleccionara entre seis candidatos al puesto, con salario y contrato en regla, que consiste exactamente en eso. En mantener viva la tradición de bufones reales en lugares históricos de allí. 

También España tuvo los suyos, naturalmente. Velázquez pintó a varios, confiriéndoles en el lienzo una conmovedora dignidad. Lo que no fue un acto de piedad sino de justicia; pues muchos bufones del pasado, aunque algunos tenían taras físicas -eran tiempos crueles para todos- y su trabajo consistía en divertir al rey y a su corte, fueron personajes de extrema inteligencia, rápido ingenio y lengua afilada, hasta el punto de que su peculiar situación les permitía transgredir reglas y decir a los monarcas verdades que a otros cortesanos les habrían costado la cabeza. No sé en qué afortunado momento desaparecieron los bufones de los palacios españoles; imagino que, como en el resto de Europa, a finales del XVII fueron poco a poco sustituidos por comediantes y autores satíricos. En cualquier caso, si lo de recuperar la figura de marras puede parecer -a mí me lo parece- una perfecta gilipollez, lo cierto es que en Inglaterra esa clase de gilipolleces encajan mucho con las tradiciones y demás. Quiero decir que a nadie sorprende lo del bufón real inglés, habida cuenta, por ejemplo, de que otras añejas costumbres inglesas, como la de la puta del rey -hay alguna estupenda película sobre eso, creo-, también siguen vivitas y coleando. O casi. 

En España, afortunadamente, no hacen falta concursos ni selecciones bufonescas. Si es cierto que la figura del animador real se extinguió con el tiempo, la de payaso ha tenido mucha fortuna desde entonces, y la sigue teniendo. Y no me refiero a los respetables payasos que hacen reír a los niños, sino a otros que uno se topa cada día, al encender la radio o la tele, o abrir el periódico. Payasos contumaces con escaño y coche oficial, con derecho a voz y a voto, desprovistos, en buena parte, del más elemental sentido del ridículo o la decencia. Payasos de todo tipo y pelaje. En ese registro, las variedades ibéricas son dignas de una serie del National Geographic: payasos de gaviota desplumada, escapulario y corbata fosforito, payasos a los que les tocó la lotería un 11-M y no saben qué hacer con el décimo, payasos de la Izquierda Unida Verde Manzana Federal del Circo Price, payasos que compran votos con chanchullos, subsidios e inmigrantes, payasos periféricos que ya se cargaron una monarquía y dos repúblicas y a quienes sólo importa la caja registradora de su tienda de ultramarinos, payasos que falsifican la Historia según quién les ceba el pesebre, payasos de uniforme, fajín y menudillo de Yak bajo la alfombra, payasos episcopales y casposos incapaces de retener a la clientela, payasos analfabetos que dicen representarme aunque son incapaces de articular de modo inteligible sujeto, verbo y predicado, payasos cuñadísimos con moto de agua y camisa intrépida de General Mandioca, payasos de la demagogia galopante y omnipresente, payasos y payasas de género y de génera. Y de postre, para rematar el circo, todos esos Payasos sin Fronteras, Payasos del Mundo, Payasos Solidarios, Payasos en Acción, que de vez en cuando escriben cartas protestando porque, en legítimo uso de la acepción principal de la voz payaso en el Diccionario de la Real Academia Española -persona de poca seriedad, propensa a hacer reír con dichos o hechos-, llamo payasos a tantos a quienes, en realidad, debería llamar irresponsables hijos de la gran puta. 

18 de octubre de 2004

martes, 12 de octubre de 2004

Ya no hay canallas así

Lo juro por mis muertos más frescos: ayer por la noche pasé hora y media de absoluta felicidad, sentado en una butaca del teatro Bellas Artes de Madrid. Todavía esta mañana, al mirarme al espejo, tenía una sonrisa de bobo en la cara. Porque la obra es magnífica. Se llama La cena, escrita por Jean Claude Brisville e interpretada por Josep María Flotats y Carmelo Gómez. Y me siento a darle a la tecla, impresionado aún. Les debo esta página al autor, a Flotats, a Carmelo. El texto, traducido por Mauro Armiño, es extraordinario; de una inteligencia y elegancia extremas. Y los intérpretes lo bordan. Teatro de verdad. Actores de verdad. El local estaba lleno y lo seguirá estando, supongo. Cualquier espectador, cualquier lector que tenga esa joya a mano y no vaya a verla –soltando, eso sí, la escalofriante suma de veintitantos mortadelos por butaca– merece Salsa rosa, Crónicas marcianas y Gran hermano para el resto de su puta vida. 

El vicio del brazo del crimen, en afortunada y clásica descripción de Chateaubriand: Talleyrand, ex ministro de Exteriores de Napoleón, y Fouché, ex jefe de su policía. Dos animales políticos astutos, implacables, crueles, extraordinarios, que sobrevivieron y prosperaron en aquellos tiempos turbulentos bajo distintos amos y regímenes: la república, el directorio, el consulado, el imperio napoleónico y la restauración borbónica. Dos tenebrosos talentos, dos mentes maestras en la intriga y el chantaje, enfrentadas en una supuesta cena en la noche del 6 al 7 de julio de 1815, en un París ocupado por los vencedores de Waterloo, con una Francia a disposición de quien se apodere de ella. La finura de buena cuna, la ironía y la sutilísima inteligencia de Charles Maurice de Talleyrand, la serpiente diplomática, frente a la astucia perversa, la ambición arribista, la implacable eficacia del lobo carnicero y policial que encarna el sombrío Joseph Fouché. Dos supervivientes natos, dos genios cínicos que desnudan uno ante otro, por necesidad, por supervivencia, los infernales mecanismos del poder de entonces, y de siempre. Y eso, que resulta fascinante para cualquier espectador, intensifica el interés, y el goce, de quien conozca media docena de lecturas útiles para completar personajes y contexto: las Memorias de Talleyrand, las de Fouché, las de Godoy, las de Metternich, y la espléndida biografía talleyrandesca de Louis Madelin, entre otras. Y sobre todo, la reveladora, breve y perfecta Fouché que escribió Stefan Zweig, intuyendo claramente, el pobre, por quién sonaban las campanas. 

Pero sobre todo, viendo hablar y moverse por el escenario a esos dos titanes de la política, el espectador español se ve enfrentado a una reflexión inquietante y sombría: mientras Francia tenía a Fouché y a Talleyrand, Austria a Metternich e Inglaterra a Pitt, España tuvo a Godoy, príncipe de la Paz y ministro universal, cuyo mérito principal –Trafalgar e invasión napoleónica aparte– consistió en hacerle la pelota al rey y calzarse a una reina más golfa que María Martillo. Y a continuación, para rematar el paisaje, vino un vil zurullo llamado Fernando VII, con el canónigo Escóiquiz apuntándole al oído a quién tenía que encarcelar y a quién tenía que fusilar. Quiero decir con esto que, hasta en el reparto de malvados, a los españoles nos tocaron siempre los desechos de tienta y los mierdas sin remedio. Aquí, hasta para mentir, robar, manipular, nuestros hombres públicos fueron –y lo siguen siendo–, salvo contadas e ilustres excepciones, bajunos, mediocres, torpes, y a menudo analfabetos de cultura kleenex sin clase ni luces. Por eso, anoche, sentado en mi butaca, no pude menos que envidiar a quienes, en la nómina de su historia, cuentan con sólidos malvados como Talleyrand y Fouché: monstruos políticos sin escrúpulos, pero con la grandeza de un talento inmenso que les permitió mover los hilos del mundo. Ahora son otros tiempos, otras morales al uso, y ya no hay canallas así. No estoy seguro de si por suerte o por desgracia. Fíjense en el imbécil de Bush. Pero aquellos dos son referencia imprescindible. En cuanto a nosotros, apostaría a que nueve de cada diez políticos españoles no saben quién fue Fouché, o Talleyrand; y encima están convencidos de que ni maldita falta les hace. Si éste fuera un lugar serio, La cena debería representarse en el Parlamento, con asistencia obligatoria de la peña que allí se busca la vida. Para que se les caiga la cara de vergüenza.

11 de octubre de 2004

martes, 5 de octubre de 2004

Víctimas colaterales

No crean. Esta página que escribo desde hace once años también tiene sus fantasmas, y sus remordimientos. Alguna vez dije que todos dejamos atrás cadáveres de gente a la que matamos por ignorancia, por descuido, por estupidez. Cuando te mueves a través del confuso paisaje de la vida, eso es inevitable. Que me disculpen los limpios de corazón y de memoria, pero siempre desconfié de aquellos que, llegados a cierta edad, tienen la conciencia tranquila y no se quedan con los ojos abiertos en la oscuridad, recordando los cadáveres que dejaron en la cuneta. Porque no se puede estar bien con todo el mundo. Vivir significa optar, elegir, moverse. Mojarse. Tomar posición y disparar contra esto o aquello, y también recibir disparos ajenos, por supuesto. Escribir, para qué les cuento.

Como ven, este domingo estoy filosófico. Suelo ponerme así cada tres o cuatro meses, cuando José, el mensajero de El Semanal, me trae a casa el par de cajas llenas con la correspondencia acumulada durante ese tiempo. Son cartas que no contesto –ojalá tuviera tiempo, después de ocho o diez horas diarias dándole a la tecla–, pero que leo siempre cuidadosamente. Hay de todo, claro: lectores que animan a pegarle fuego a todo, gente razonable o inteligente que aporta interesantísimos puntos de vista, cenutrios que no se enteran de nada y para quienes la ironía es tan inasequible como el esperanto, personal que se cisca directamente en mis muertos, y también un notario de Pamplona que echa espumarajos cada vez que menciono a la iglesia católica, apostólica y romana. Porque eso no falla, oigan. En cuanto tocas religión o nacionalismos periféricos, la peña salta como si apretaras un botón. También hay otra clase de cartas, que son las que motivan este artículo. Esas las leo muy despacio. Y al terminar, como dije antes, me quedo siempre con la misma sensación. Melancolía, tal vez sea la palabra. 

A ver si consigo explicarlo. Esta página no puede escribirse con bisturí. Carezco de talento para eso. Los ajustes de cuentas se hacen empalmando la chaira y acuchillando en corto, a lo que salga. En poco más de un folio, y con este panorama, uno pelea y apenas tiene tiempo de mirar a cuántos se la endiña. Sigue adelante, y que el diablo reconozca a los suyos. La justificación es que nadie obliga. Que podría firmar un libro cada dos años y observar la vida desde el escaparate de una librería. Pero ya ven. Unos domingos me divierto horrores, otros me desahogo, y otros digo en voz alta, o lo intento, lo que algunos no tienen medios para decir. Sin embargo, no es posible quedar bien con todos. También hay errores por mi parte, claro. O excesos. Aquí no caben florituras ni sutilezas, si vas a lo que vas. Y menos en esta triste España, donde la gente sólo se da por aludida cuando le pateas los cojones. Pero mochar parejo, que dicen mis carnales de Sinaloa, trae daños colaterales. Víctimas inocentes. La justificación es que uno da la cara y se la juega sin red, sin Dios ni amo, en vez de llevárselo muerto por poner la foto y marear la perdiz, o por hacerle a los demagogos y mangantes que cortan el bacalao –o a quienes pretenden cortarlo– un francés con todas sus letras.

Pero claro. Aun sabiendo todo eso, y sabiendo también que la mayor parte de quienes te leen lo saben, o lo intuyen, resulta imposible sustraerse a la impresión que producen ciertas cartas. Y no hablo de las indignadas, sino de las que envían esas víctimas colaterales que, comprendiendo las reglas del juego, escriben afectuosas, pacientes –el afecto y la paciencia que yo no tuve con ellos–, para recordarte que no siempre es así, que hay tal o cual matiz, que fuiste injusto en esto o en aquello. Y tienen razón. La tienen los jubilados que me afean una palabrota o una exposición demasiado cruda con la ternura que emplearían para dirigirse a sus nietos. La tiene la Robotina que prestó su voz enlatada para un diálogo de besugos, y que me tira de las orejas, con humor y afecto, porque la llamé cacho zorra. La tiene el joven lobo negro que estudió, y luchó, y soñó con una España europea e inteligente, y que ahora, resignado, plancha cada amanecer su traje para meterse dos horas en el tren de cercanías, e ir a ganarse el jornal en condiciones de esclavitud –comes o te comen– explotado por superlobos sin conciencia en una torre de cristal y acero. Que todos ellos y tantos otros comprendan por qué no pude dejarlos al margen, hace mi remordimiento más intenso. Me rodea de fantasmas entrañables a los que me gustaría decir: lo siento. 

4 de octubre de 2004

martes, 28 de septiembre de 2004

Por qué me gustaría ser francés

Hay días en que apetece ser cualquier cosa menos español. Hasta italiano, fíjense, a pesar de Berlusconi, el Vaticano y toda la parafernalia. Por lo menos allí las cosas están claras: un Gobierno que nada tiene que ver con la vida real, una vida real que nada tiene que ver con el Gobierno, y la gente a lo suyo. Más o menos como aquí, con una notable diferencia: los italianos saben perfectamente de dónde vienen. Son escépticos y sabios. Comen pasta, respetan a sus madres, saben sobrevivir en la derrota y en el caos, tienen sentido del humor, practican con riguroso pragmatismo el arte del vive y deja vivir, y aunque tienen, como nosotros, un alto porcentaje de mangantes, demagogos y soplapollas por metro cuadrado, allí la mangancia se practica abiertamente –fíjense en el presidente que gastan mis primos– y uno sabe siempre a qué atenerse. En cuanto a la demagogia y la soplapollez, los políticos, los intelectuales, las feministas de piñón fijo y otras especies socialmente correctas recurren a ellas tanto como aquí, claro. La diferencia es que allí todo el mundo escucha muy serio, luego se guiña un ojo y sigue a lo suyo, sin que de verdad se lo crea nadie. 

Pero si he de serles franco –observen el astuto juego de palabras–, preferiría ser gabacho. Lo que más me gusta de los vecinos es que, cuando la revolución aquella de hace un par de siglos, a base de mucha Enciclopedia, mucho aristócrata y mucho cura guillotinados, y mucha leña al mono hasta que –nunca mejor dicho– habló francés, decidieron que una república es una cosa seria, colectiva y solidaria, y que la verdadera nación es la historia en común y el equilibrio de los derechos y obligaciones de todos y cada uno de los individuos que la componen. Que tonterías, las justas. Que el ejercicio de la autoridad legítima es perfectamente compatible con la democracia. Que la cultura de verdad –no la cateta de cabra de campanario– significa ciudadanía responsable y libertad, y que al imbécil o al malvado que no desea ser culto y libre, o no deja que otros lo sean, hay que hacerlo culto y libre, primero con persuasión y luego, si no traga, dándole hostias hasta en el cielo de la boca. Así lo hicieron los vecinos en su momento, y todo quedó muy claro. Eso es lo que ahora permite, por ejemplo, que en la fachada de cada colegio gabacho ondee con toda naturalidad una bandera francesa. Y mucho ojo. Esa bandera como tal me importa una mierda. Estoy hablando de lo que supone como símbolo y como compromiso. Las verdaderas democracias no tienen complejos. 

Por eso me hubiera gustado ser francés hace unas semanas, el día que entró en vigor la ley prohibiendo el uso del velo en los colegios públicos de allí. En un ejercicio admirable de civismo republicano, los dirigentes musulmanes franceses dijeron a sus correligionarios que, incluso pareciéndoles mal la ley, aquello era Francia, que las leyes estaban para cumplirlas, y que quien se beneficia de una sociedad libre y democrática debe acatar las reglas que permiten a esa sociedad seguir siendo libre y democrática. Así, todo transcurrió con normalidad. Al llegar al cole las chicas se quitaban el velo, o no entraban. Y oigan. No hubo un incidente, ni una declaración pública adversa. Políticos, imanes, alumnos. Ese día, todos de acuerdo: Francia. Y ahora imaginen lo que habría ocurrido aquí en el caso –si hubiese habido cojones para aprobar esa ley, que lo dudo– de prohibirse el velo en las escuelas públicas españolas. Cada autonomía, cada municipio y cada colegio aplicando la norma a su aire, unos sí, otros no, gobierno y oposición mentándose los muertos, policías ante los colegios, demagogia, mala fe, insultos a las niñas con velo, insultos a las niñas sin velo, manifestaciones de padres, de alumnos, de sindicatos y de oenegés lo mismo a favor que en contra, el Pepé clamando Santiago y cierra España, el Pesoe con ochenta y seis posturas distintas según el sitio y la hora del día, los obispos preguntando qué hay de lo mío, ministros, consejeros y presidentes autonómicos compitiendo en decir imbecilidades, Llamazares largando simplezas sobre el federalismo intrínseco del Islam, Maragall afirmando la existencia de un Mahoma catalán soberanista, Ibarretxe diferenciando entre musulmanes a secas y musulmanes y musulmanas vascos y vascas, y los programas rosa de la tele, por supuesto, analizando intelectualmente el asunto. 

Lo dicho, oigan. Francés. 

27 de septiembre de 2004 

martes, 21 de septiembre de 2004

Sexualidad polimorfa y otros pecados

Vaya por Dios. Resulta que al Vaticano no le gusta que actrices y señoras estupendas como Cindy Crawford y Demi Moore, por ejemplo, posen o hayan posado para portadas de revistas mostrando la desnudez de sus espléndidos embarazos. Mónica Bellucci, la última de la lista, lo ha hecho, según confesión propia, para protestar contra la ley italiana que, gracias al veto de la mayoría parlamentaria católica, impide que las solteras puedan acceder a la inseminación artificial. L’Osservatore romano acaba de calificar el asunto como «exhibición morbosa que priva de voz y voto al ser humano que nacerá», y lamenta comprobar que «la maternidad se ha convertido en una exhibición desacralizada». Y la verdad. Tengo delante la foto en cuestión, y debo discrepar de los pastores de mi alma inmortal. No sólo la señora Bellucci y su magnífica preñez me parecen algo digno de reconciliar al más misántropo con la vida, sino que le agradezco infinito que proclame, una vez más, lo bellísima que está cualquier mujer con una barriga llena de vida y de esperanza. No sé qué clase de morbo experimentarán los del Osservatore, mirándola. A mí lo que me entra es gana de darle a la señora Bellucci bocados en el pescuezo, por madre y por guapa. O, para ser más exactos, por lo guapa que está –insisto: que toda mujer está– cuando se convierte en madre. Aparte que no sé qué tiene que ver la palabra desacralizar con esto. La maternidad es hermosa, plena, misteriosa y fascinante. Lo de sagrada no lo columbro. Lo sagrado no apetece comértelo con patatas. 

Mas no para todo ahí. Porque, en la misma onda, la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Santo Oficio –Inquisición para los amigos–, también acaba de proclamarse escandalizada ante lo que se ha visto este pasado verano en esas playas. Y por boca del cardenal Ratzinger invita a las mujeres, entre otras cosas, a mantenerse fieles a su «carácter conyugal», a quedarse en casa «cuidando al otro para el que han sido creadas», a «luchar contra la sexualidad polimorfa» y a «no desear con concupiscencia». Resumiendo: a taparse los ojos, además de las tetas y la barriga. Y en fin. Uno comprende que el cardenal y los obispos, que tienen voto de castidad y toda la parafernalia, desaprueben que las mujeres practiquen con ellos la sexualidad polimorfa y los deseen con concupiscencia, o con lo que sea. Los entiendo y hasta los apruebo, oigan. Meterse a cura es como ser soldado voluntario y que te manden a Afganistán: nadie obliga. Hay reglas y cosas así, uno dice a la orden, y punto. Cumple. Pero alto ahí. Vade retro. Noli me tangere. Que un tío se haga vegetariano no le da derecho a criticar que me guste la ternera. 

Lo de la concupiscencia, por ejemplo. Si nos atenemos al diccionario de la Docta Casa a la que acudo los jueves, la palabra significa, matizada por la moral católica, deseo de bienes terrenos y apetito desordenado de placeres deshonestos. Pero ahí, las cosas como son, el tocho de la RAE se queda un poquito corto. En latín antiguo, no eclesiástico, los tiros van más por apetito en general. Creo. Concupisco significa desear ardientemente, anhelar. O sea, tener muchas ganas de algo. De un señor, por ejemplo, en el caso de una señora. O viceversa. Y, la verdad, no sé por qué tiene que ponerle pegas la Santa Madre Iglesia a que las señoras lo deseen ardientemente a uno. Con lo difícil que es, a veces, despertarles la concupiscencia a las que no arrancan en frío. Así que el cardenal y los obispos protestones me parecen unos pelmazos y unos aguafiestas. No fastidien, eminencia e ilustrísimas. Háganme el favor. Al césar lo que es del césar. Los gustos son libres, y no todos preferimos Santa María Goretti a Salomé, ni Ruth a Putifar. Si una noche me corta el pescuezo una Judith, que por lo menos sea después de habérmelo cobrado en carne. Así que si mis primas quieren ser concupiscentes, con su pan se coman lo que se tengan que comer. A mí, ya ven, me encantaría ser objeto del deseo concupiscente y la sexualidad polimorfa –incluso del carácter extraconyugal, si se tercia– de todas las señoras que toman el sol con las tetas al aire en una playa, estén embarazadas como la señora Bellucci, o no. A mí y a cualquier varón normalmente constituido. Para qué les digo que no, si sí. Además, mejor eso que ir por ahí viéndose obligado a empapelar a obispos y a párrocos por esto y aquello, y a cerrar seminarios por lo de más allá. Así que no me tiren de la lengua. Dejen que esas zorras y yo nos condenemos en paz. Plis. 

20 de septiembre de 2004 

martes, 14 de septiembre de 2004

Párrocos, escobas y batallas

Tenemos por delante una larga temporada de polémica histórica, a base de aniversarios, bicentenarios y cosas así. Que es justo lo que le faltaba a esta nueva España megaplural y ultramoderna que nos están actualizando entre varios compadres. La verdad es que el tricentenario de la ocupación inglesa de Gibraltar habría pasado inadvertido de no ser por la murga que organizaron los guiris, pues aquí nadie pareció acordarse de nada. Pero vienen tiempos difíciles para la amnesia. En 2005 hará doscientos años de lo de Trafalgar. Y entre 2008 y 2014, una docena de ciudades y pueblos españoles tendrá ocasión de conmemorar fechas de batallas decisivas hace dos siglos, como Bailén, La Coruña, Zaragoza, Gerona, Talavera, La Albuera, Cádiz, etcétera. Me refiero a ese período que antes, en los libros del cole, se llamaba guerra de la Independencia, y ahora no sé cómo cojones se llama, si es que aún se llama algo. 

En otros países, conmemorar esas cosas está chupado: acuden los historiadores, los niños de los colegios, las asociaciones, se recorre el campo de batalla, se homenajea a las víctimas de uno y otro bando, y se mantiene viva la memoria de los hombres, sus hazañas y sus miserias. Lo hemos visto en Waterloo, en Gettysburg, en Normandía. Todos lo hacen, como recordatorio de lo grande y lo terrible que hay en el corazón humano. En España no, claro. Somos el único país donde conmemorar batallas no sólo está mal visto, sino que permite, a la panda de mercachifles y payasos de que tan sobrados andamos, sacar fuera la mala leche, el oportunismo, la insolidaridad y la incultura que, precisamente, crearon campos de batalla. Acostumbrados a confundir Historia con reacción, memoria con derechas, pacifismo con izquierda, guerras con militarismo, soldados con fascistas, cualquier iniciativa para rescatar la memoria, el coraje y la dignidad de quienes lucharon y murieron por una idea, por una fe o simplemente arrastrados por el torbellino de la Historia, tropieza siempre con un muro de estupidez y demagogia. 

El último caso tuvo lugar hace poco en Bailén, cuando, en los actos conmemorativos, un párroco local –ignorando que conmemorar no significa celebrar– alzó una escoba mientras leía un texto de San Francisco en defensa de la paz, mostrando así su disconformidad con que la ciudad recuerde que allí, hace ciento noventa y seis años, un ejército de campesinos y patriotas alzados contra la ocupación de su tierra por un ejército extranjero infligió a Napoleón su primera derrota. Y así la demagogia del párroco desplazó, en los titulares de diarios, la que hubiera sido reflexión adecuada: que Vietnam o Iraq, por ejemplo, tuvieron en la batalla de Bailén –en España– un precedente digno de consideración. Que es justo de lo que se trata. La Historia como luz para iluminar el presente.

Conmemorar el aniversario de una batalla no es un acto belicista, ni de derechas, ni de izquierdas. Es un acto de afirmación histórica, de identidad y de memoria. Es homenajear a los abuelos, honrando la tierra que mojaron con la sangre que corre por nuestras venas. Es recordar el sufrimiento, el valor de quienes fueron capaces de levantarse y subir ladera arriba, entre la metralla, porque ese día, en aquel lugar, fueran cuales fuesen la bandera o las ideas que los empujaban, creyeron su deber hacerlo; así que apretaron los dientes y pelearon, en vez de quedarse en un agujero agazapados como ratas, leyendo a san Francisco mientras sus amigos y sus vecinos morían por ellos. Porque a veces, la vida, la Historia, las cosas, son muy perras, y te obligan a luchar y a morir, te guste o no te guste. Por pacífico que seas. Y todo hombre o mujer que cumple esa regla, en cualquier bando, merece recuerdo y respeto, igual que una bandera –aunque en tu fuero interno las desprecies todas– debe ser honrada, no a causa de los políticos de mierda que se aprovechan de ella, sino a causa de quienes murieron por defenderla. He dicho alguna vez en esta página que la Historia no es buena ni mala. Es objetiva. Sólo es Historia. Ocurrió y punto. A las nuevas generaciones corresponde sacar lecciones de ella, en vez de barrerla con una escoba como pretenden el párroco de Bailén y tantos imbéciles más. Escoba que, por cierto, los soldados franceses que en 1808 ocupaban su tierra a los acordes de La Marsellesa, poco amigos de sotanas, no habrían dudado en meterle al señor párroco por el ojete. 

13 de septiembre de 2004 

martes, 7 de septiembre de 2004

Sin perdón

El otro día, oyendo la radio, me estuve riendo un rato largo. Y no porque el asunto fuese cómico. Todo lo contrario. Era la mía una risa atravesada, siniestra. Una risa con muy mala leche. Muy de aquí. La de cualquier español medianamente lúcido que ve enfrentadas la España virtual, oficial, y la España real, en cuanto se asoma un rato a observar la demagogia y la tontería que gastamos en este país de gilipollas. 

La cosa, como digo, no era de risa. Un periodista entrevistaba por teléfono al padre de una joven asesinada. Tardé un rato en enterarme de que la chica asesinada era gitana, porque el entrevistador no mencionó su etnia. Esto, que en el terreno de lo socialmente correcto resulta, supongo, muy loable, informativamente hablando es una imbecilidad notoria; porque, se pongan como se pongan los tontos del haba y los cantamañanas, el hecho de que alguien sea gitano o no lo sea aclara situaciones que en otros casos tendrían difícil explicación. Decir que dos familias se tirotean, por ejemplo, sin matizar que son familias gitanas y hay de por medio un ajuste de cuentas, es escamotear claves necesarias del asunto; tanto como decir que a una joven la mató su hermano por deshonrar a la familia al llegar a casa faldicorta y maquillada, si no se especifica que hermana y hermano eran de origen marroquí, y este último integrista musulmán. Quiero decir lo obvio: no son los mismos mundos, ni las mismas reglas. No siempre. Olvidar esto acarrea la imposibilidad de comprender y solucionar el problema. Cuando hay solución, claro. Que ésa es otra. Porque sólo los cretinos y los que se dedican a la política –una cosa no excluye la otra– son capaces de afirmar que existen soluciones para todo. 

Pero a lo que iba. Cuando al fin me enteré, o deduje, que era un asunto de rapto gitano y asesinato, advertí la parte surrealista del episodio radiofónico: una flagrante confrontación entre la España virtual, encarnada por el entrevistador y su panoplia de clichés de lo supercorrecto y lo megaincorrecto, y la España real, representada por un padre gitano –insisto en el dato étnico– cabreadísimo por la muerte de su hija. Ha pasado el tiempo, decía el entrevistador, y las heridas estarán cicatrizando, ¿verdad?... Cómo van a cicatrisá las jeridas de mi hiha, respondía el otro con mucha lógica forense, si está muerta y remuerta. Me refiero a las heridas morales, a las suyas, apuntaba el fulano de la radio. Quiero decir que el dolor ya no será el mismo, porque el tiempo serena las cosas y tal. ¿No? Pues no, respondía el padre. A mí, fíhese usté, no me serena ná de ná. Me duele iguá ahora que cuando me la mató ese hihodeputa. Su lenguaje de padre afectado –matizaba rápido el entrevistador– es comprensible por la pérdida que tuvo. Pero quizá haya llegado el tiempo del perdón. ¿Del perdón? – saltaba el otro–. ¿Del perdón de qué? Voy a desirle a usté una cosa: desde que ese perro entró en el estaripé, lo tengo controlao. Sé lo que hase, con quién se hunta. Conosco hente dentro, y ahí lo espero. Me pagará lo que me tiene que pagá. 

Llegados a ese punto, el entrevistador vio que la cosa se le iba de las manos. Debe usted confiar en la Justicia, insistió. Todos debemos hacerlo, en un estado de derecho. Ahí el padre se calló un momento. ¿Confiá en la Hustisia?, dijo luego. Mire usté. Lo que yo sé de la Hustisia es que a los quinse año un guardia sivil me dio una palisa de muerte porque moyó cagarme en San Apapusio. ¿Estamo o no estamo? Así que confiá, lo que dise confiá, a lo mehó confío. No le digo que no. Pero la Hustisia y el estao de deresho que de verdá no fallan son los de uno. Y le juro que ése no sale del estaripé. Y si por casualidá sale, ahí lo espero. Por éstas. Y que dé grasias su familia que la mía se conforma con eso. En tal punto del diálogo, el entrevistador, claramente descompuesto, buscaba ya el modo de cortar la conexión de forma airosa. Ésa no es forma, farfullaba. Por Dios. El perdón, ejem, la sociedad civilizada, la democracia, los jueces, la Constitución, ya sabe. Glups. Todo eso. Déheme de cuentos shinos, le cortó el padre. A ver por qué tengo yo que perdoná al que mató a mi hiha. Y si no, espere, que se pone mi muhé. La madre. Dígale a ella que confíe en la Hustisia, o que perdone. Que parese usté que no se entera. Oiga. 

6 de septiembre de 2004 

lunes, 30 de agosto de 2004

Pepe y Manolo en Formentera

Pues eso. Que arribé de madrugada y estoy fondeado frente a los Trocados, en Formentera, con treinta metros de cadena en cinco de sonda, intentando recobrarme de una larga noche frente a la pantalla de radar o con los prismáticos en la cara, esquivando mercantes que nunca se apartan aunque vayan a vela y encima vean tu luz roja de babor, los muy cabrones. Estoy tumbado en el camarote, digo, durmiendo el sueño glorioso de los marinos cansados que al fin arrían velas y echan el hierro donde querían echarlo, sobando como un almirante pese a los rayos de sol que se filtran por los portillos, y además tengo la suerte de que no hay ningún retrasado mental con moto de agua dando por saco cerca, y de postre hace dos semanas que no leo periódicos, ni oigo la radio, ni tengo la menor idea de cómo andan la comisión del 11-M, ni el Pesoe, ni el Pepé, ni el plan Ibarretxe, o sea, ni puta falta que me hace, ni a mí ni a nadie. Estoy tal cual, digo, dormido y razonablemente feliz, soñando que una sirena se desliza a mi lado y me despierta con la habilidad que tienen las sirenas como Dios manda para esa clase de menesteres despertatorios, cuando un estruendo exterior estremece los mamparos. Chunda, chunda, hace, igual que cuando estás en la calle y pasa un imbécil con la radio a toda leche y las ventanillas del coche abiertas. 

Me levanto, jurando a los doctrinales. Después subo a cubierta y veo el otro barco. La playa tiene muchas millas y hay sitio de sobra; pero el recién llegado ha venido a situarse cerquísima de mi banda de estribor. Es un yatecito a motor de nueve o diez metros, algo cochambroso, con música bailonga atronando por los altavoces de la bañera y tres jóvenes señoras en tanga y con las tetas al aire bailando en la proa. Para ser exactos, se trata de una rubia y dos morenas. Y para ser más exactos todavía, lo de señoras resulta relativo, porque tienen una pinta de putas que te rilas. Con Ibiza cerca y a primeros de agosto, no digo más. 

Pero lo mejor, el tuétano del asunto, son los tres jambos. El dueño del barco está al timón, en la toldilla. Cincuentón, moreno, peludo, tripón, con una cadena de oro al cuello. Sus dos colegas responden al mismo perfil ibérico: barriga cervecera desbordándoles la cintura del bañador, latas de birra en la mano. Un común toquecito hortera. Españoles maduros de toda la vida, con aspecto y maneras de estarse corriendo una juerga de cojón de pato. El típico Manolo que le ha dicho a su respectiva: oye, Maruja, me voy tres días con Pepe y Mariano a pescar atunes en alta mar, para descansar un poco del curro, y a la vuelta te llevo con los críos a la playa. Eso es lo que imagino mientras los observo moverse al ritmo de la música, bailoteando a saltitos discotequeros entre sorbo y sorbo a la cerveza alrededor de las pájaras de la proa, que siguen a lo suyo sin hacerles mucho caso. Y entonces, como si me hubieran adivinado el pensamiento, uno empieza a darse golpecitos de nalga con la grupa de una de las tordas y le grita al patrón: «Vente pacá, Manolo, que no decaiga». Lo juro: Manolo. Tal cual. Y entonces llega Manolo moviendo la tripa al ritmo de la murga discotequera, esforzadamente moderno a tope, y agarra a una chocholoco, la rubia, y se tira al agua con ella, y allí le quita el tanga y lo agita en alto como trofeo antes de ponérselo de gorro, y los colegas lo jalean desde el barco, y uno saca una cámara y le hace una foto chapoteando con la lumi apalancada, el tanga en el cogote y él sonriendo regordete y triunfante, imaginando, supongo, la envidia de los compañeros del curro cuando en septiembre les enseñe el afoto. Ese afoto que luego la legítima siempre encuentra escondido en un cajón y te cuesta, según la pasta que tengas, el divorcio o un disgusto. 

Pero lo mejor es que, cuando Manolo sale del agua y se pone a secarse desnudo, ciruelo al sol, mientras la rubia despelotada pasa de él y se va a bailar con las otras, y los colegas lo rodean cerveza en mano celebrando lo del tanga, juás, juás, qué jartá a reír nos estamos pegando, compadre, oigo que a otro de ellos lo llaman Pepe. Les doy mi palabra. Pepe esto y Pepe lo otro. Y me digo: no puede ser, es demasiado clásico todo, demasiado patéticamente perfecto. Pepe y Manolo. La España eterna, cutre, cañí, nunca se rinde. Entonces me entra así como una ternura retorcida y rara, oigan. Y, horrorizado de mí mismo, sonrío. 

30 de agosto de 2004 

lunes, 23 de agosto de 2004

Judío, alérgico, vegetariano

Se llama Daniel Sherr, habla siete idiomas, es neoyorkino y muy amigo mío. Alguna vez lo mencioné de pasada en esta página. También es el mejor traductor simultáneo del mundo, utilísimo para alguien que, como yo, habla inglés como los indios de las películas de John Ford: yo venir en gran pájaro metálico, yo querer agua de fuego, yo ciscarme en gran padre blanco de Washington que habla con lengua de serpiente, etcétera. Así que cada vez que viajo a los Estados Unidos para presentar una novela, exijo llevarlo de escolta, y hacemos la tournée taurino-musical en plan dúo Sacapuntas, con gran éxito de público y crítica, sobre todo por su parte, pues es tan concienzudo y tan serio traduciendo las barbaridades que les suelto a las amas de casa de Wisconsin, por ejemplo, que la gente piensa que está de cachondeo, y lo adoran. Además, Daniel es un profesional cultísimo e impecable. Un mercenario cualificado, como a mí me gustan. Traduce literal, perfecto, preciso cual bisturí, sin arquear una ceja haga yo lo que haga pasar por su boca, aunque a veces suelto complejas atrocidades para ver cómo se las apaña. En Los Ángeles, hace nada, tradujo lo de: «Ese cabrón analfabeto de George Bush y la pandilla de gansters paranoicos de ultraderecha que tiene secuestrada la libertad en este país y nos están jodiendo a todos» de carrerilla y sin alterarse, pese a la cara de espanto que ponía la periodista que me entrevistaba. Luego sacó de la mochila una manzana y se puso a morderla, tranquilo. 

Entre otras muchas cosas –excéntrico, antitabaquista, ciclista, ecologista– Daniel también es judío, alérgico y vegetariano. Como no hace comidas normales, necesita reponer energías a todas horas, y su mochila es una especie de súper ambulante: fruta, verduras y tupervares con arroz. Verlo comer o buscar pasto que no lo envíe directamente a las tinieblas exteriores de la ley mosaica o a la unidad de cuidados intensivos de un hospital es como para hacer fotos: sólo puede ingerir arroz, fruta, verdura y pollo. Si huele el pescado entra en coma, los huevos le bloquean la glotis, la carne de ternera le desprende las uñas, o yo qué sé. La leche. Quiero decir que también la leche le sienta como una patada en el hígado. A veces me acompaña a cenar –saca brócoli del bolsillo y lo mastica en plan Bugs Bunny mirando con desconfianza a los camareros–, y luego, cuando me voy al hotel a las tantas de la noche, se larga con una bicicleta alquilada al barrio chino, en busca de arroz hervido. 

También tiene un corazón de oro. Ama al género humano, es bondadoso y asquerosamente sociable. Cuando entra en un avión o en un ascensor se enrolla con el primero que encuentra, y uno y otro terminan contándose intimidades que a mí me sonrojan. Es dulce con los perros y con los niños, y cada vez que ve a un zagal empieza a hacerle muecas y a darle conversación en cualquier idioma. El problema es que, como tiene pinta extravagante y viaja con extraños pañuelos al cuello y camisetas espantosas, las madres se acojonan y apartan a sus hijos, alarmadas, mirándonos como si él fuera un paidófilo psicópata y yo su cómplice. Y con los policías, para qué hablar. Cualquier paso de Daniel por un control de viajeros con rayos equis es un espectáculo. En primer lugar –ya dije que es ecologista acérrimo–, cada vez que llega a un hotel pregunta si allí reciclan. Y si la respuesta es negativa, va metiendo en un maletón enorme todos los papeles, periódicos, revistas, plásticos y botellas que encuentra, y viaja con todo eso a cuestas de ciudad en ciudad, de país en país, el hijoputa, hasta llegar a su casa, donde distribuye cada cosa en el contenedor correspondiente. En los Estados Unidos, con policías acostumbrados a las sectas y a los majaras y a toda esa murga, tiene un pase. Pero imagínense el cuadro cuando viene a España –trabaja mucho en Madrid y Barcelona–, en los aeropuertos, intentando convencer a un guardia civil de que los veintisiete cascos vacíos de botella son para reciclarlos en Nueva York, o de que la fruta que lleva no puede pasar por la máquina detectora porque las radiaciones, dice, destruyen las vitaminas. Yo suelo pasar por su lado como si no lo conociera, y lo espero al otro lado hasta que llega media hora después, arrastrando la maleta medio deshecha y mal cerrada, indignado, sudoroso, lamentando la falta de conciencia del mundo en que vivimos. 

23 de agosto de 2004