martes, 27 de enero de 2004

La cena de los idiotas


Hay una película francesa basada en una obra de teatro, llamada La cena de los idiotas. Cada comensal lleva un idiota a la cena, y de ahí arranca una serie de divertidas peripecias, con moraleja final: el idiota resulta ser mucho más inteligente y humano que los presuntos listos. Pero claro. Eso es el cine. En la vida real, lo que suele ocurrir es lo contrario: que un supuesto listo termina revelándose un perfecto idiota. Incluso, a veces, descubrimos en nosotros mismos una inmensa capacidad técnica para la idiotez.

No siempre es malo, oigan. Según las circunstancias, la idiotez puede ser inofensiva, divertida, incluso útil. Hay sujetos –algún idiota diría sujetos y sujetas– que con la idiotez propia se ganan la vida. Enchufas la tele, por ejemplo, y salen por docenas. Pero hay casos en que la idiotez resulta peligrosa, sobre todo cuando se combina con el poder, el dinero o la política. Ahí están los Estados Unidos de mi primo Bush, verbigracia: un país poderoso y normal –dentro de lo que cabe– que en manos de un idiota no sólo se ha vuelto idiota en su conjunto, sino que además exporta idiotez y nos ha vuelto idiotas a todos los demás. Y paranoicos. Y como la idiotez y la paranoia activa arrastran sus consecuencias, se ha logrado encima rizar el rizo: hacer que la idiotez paranoica se vuelva una realidad que se autoalimenta y engorda a sí misma, hasta justificarse de puro idiota. Bueno. No sé si me explico, pero sé muy bien lo que quiero decir. Y creo que ustedes también. Resumiendo: somos idiotas.

Lo que pasa es que, además de la idiotez importada, aquí tenemos la propia. Idiotas rotundos y lustrosos, de esos que tecleas la palabra idiota en el ordenador, le das a la tecla enter y sale su foto. Idiotas autóctonos, de pata negra. Es cierto que éste es un país difícil, esquinado, con muy mala leche, y no siempre resulta fácil distinguir a un idiota auténtico de un hijo de la gran puta. Por poner un ejemplo: cuando oyes a un comentarista analfabeto de Salsa Marciana o Tomate Rosa hablar de los compañeros reporteros de guerra muertos en tal o cual sitio, a veces dudas si te encuentras ante una idiota –o un idioto– o ante un hijo de la gran puta. Y en política, tres cuartos de lo mismo. O cuatro. Ahí el aire hijoputesco es abrumador; aunque la verdad es que, si uno se fija y pone voluntad, al final se aclara un poco. No es lo mismo una de esas resabiadas acémilas nacionalistas de sacristía y boina que se creen Astérix, que antes pedían leña y cerillas para quemar liberales y ahora piden tribunales y jueces para ajusticiar a su aire, que un tonto del haba que se masturba leyendo a Tomás Moro, o que se busca la vida como puede. Lo malo del asunto es que al otro hijoputa lo ves venir de lejos, y a poco que hayas leído un poco de historia o no sé, a Galdós, a Baroja, ya sabes a qué atenerte. El peligroso es el lelo. El idiota que te la endiña sin querer. Por las buenas. Por la utopía de una Arcadia feliz de aizkolaris o butifarra. O en plan más práctico, por un voto o un escaño de mierda.

Lo malo, como decía antes, es que a veces estos idiotas hacen más daño. Por alguna extraña ley de Murphy, prosperan en todas partes. Y no sólo en política. Alguna vez sostuve que nunca hubo, como ahora, tanto gilipollas diciéndonos lo que debemos o no debemos comer, fumar, vestir, conducir, votar. Tantos idiotas creando opinión, neo-historiando, pasteleando, cediendo la palabra a otros idiotas, apuntándose a esto o a lo otro por el no vayan a creer que soy tal o no soy cual, ojo, más de aquí, más de allá, más nacionalista, más demócrata que la hostia. A mí, que las vendo. Todo eso podría ser divertido, porque el espectáculo parece una tarde con los hermanos Tonetti. Lo malo es que la risa se te hiela cuando caes en la cuenta de que entre todos esos pichaflojas han conseguido de nuevo, por enésima vez en nuestra triste y desgraciada historia, lo que don Luis Mejías, hecho polvo, le contaba a Don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, si / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí…». Dicho de otro modo, que la vieja y noble palabra España vuelva a ser secuestrada por la derecha, y ésta se convierta en su administradora exclusiva, como ocurrió después del concilio de Trento, de la guerra de la Independencia, de la primera y de la segunda repúblicas. O para ser justos: a la derecha, o como carajo se llame ahora, se la han vuelto a regalar gratis, por el morro. La palabra España. Los idiotas.

26 de enero de 2004

lunes, 19 de enero de 2004

Una noche en el Tenampa


En el Tenampa, excepto algunos turistas guiris que caen por allí a las horas punta, son duros hasta los mariachis. Y lo que de verdad me gusta de ese antro es que permanece fiel a lo que fue. Música, tequila. Comas etílicos. La leche. Desde hace quince años, cada vez que viajo a México D.F., el Tenampa es una de mis dos visitas obligadas. La nocturna. La otra es hacia el mediodía, a una cantina -cuyo nombre, disculpen, no cito aquí para que no me la revienten- donde uno puede tequilear oyendo a José Alfredo y narcocorridos de los Tigres del Norte en la rockola. En el Tenampa, sin embargo, la música es en vivo. Se paga por oírla, incluso a veces antes de llegar al sitio. Según las horas, cruzar la plaza Garibaldi puede ser una pequeña aventura. Ni lo pienses, te dicen los amigos, o el personal del hotel. De noche, Garibaldi es territorio comanche. Llena de mariachis a la caza y de delincuentes a lo mismo. Además, a una cuadra empieza el barrio de Tepito, donde son peligrosos hasta los policías; y al salir con Xavier Velasco o con el Batman Güemes del Catorce –que ahora es el Quince– o del Bombay te puedes encontrar el cañón de una cuarenta y cinco en la sien, porque hasta los taxistas te atracan con toda la naturalidad del mundo. Hablándote, eso sí, todo el rato de usted. Aquí, los atracadores no han perdido las maneras. Deme usted ahorita las tarjetas de crédito o se muere, dicen apuntando la artillería. Y me fascina ese formal se muere. Lo plantean como si se tratara de tu exclusiva responsabilidad. Los hijoputas.

He vuelto al Tenampa, claro. A la mesa de siempre, bajo las efigies de Cornelio Reyna –me bajé de la nube en que andaba–, de Jorge Negrete, de Vicente, de José Alfredo. Los clásicos. Como era entre semana, no me cachearon en la puerta. Había poca gente, como debe ser: un par de grupitos de mejicanos, dos fulanos con una torda en la mesa de al lado, mariachis cantando a tanto la pieza, ya saben: cuántas veces me sacaron del Tenampa, hablando de mujeres y traiciones, la mitad de mi copa dejé servida, etcétera. Lo de siempre. Se vinieron a la mesa mis mariachis de plantilla, dirigidos por el compadre César, casado con española. Una hora y quince minutos cantando, y yo con ellos. Una pasta, rediós, pero siempre vale la pena. Esta vez, tras unas cuantas clásicas –por supuesto, Mujeres divinas la primera– nos dio por los corridos de la Revolución: Siete Leguas, La tumba de Villa. Y otras. Lo bueno de los antros mejicanos es que, si quieres y eres un tipo derecho, nunca estás solo. Pagas una copa, o las que hagan falta, y al rato has hecho amigos para toda la vida. Esta vez, igual. Los dos fulanos de la mesa de al lado eran un sujeto con pinta de guardaespaldas y otro maduro, de pelo corto y gris. La jaca que iba con el maduro se levantaba de vez en cuando a cantar con los mariachis. Al final, el jambo se me acercó, muy cortés. «Soy el general Zutano. ¿También es usted militar?», preguntó. «Lo fui», respondí con el aplomo de haberme calzado tres tequilas. «Lo he notado por su aspecto –apuntó, perspicaz–. ¿Qué graduación?» Lo miré muy serio, cuadrándome. «Me retiré de comandante, mi general.» En dos minutos éramos íntimos. Me invitó a unirme a su mesa, a su guardaespaldas y a su piruja, pero decliné. La piruja era de las que suelen traer problemas, como aquella de otra noche, cuando un narco quiso pegarnos unos pocos plomazos a Sealtiel Alatriste y a mí porque mirábamos demasiado, dijo, a su hembra. En fin. Cuando el general, su guarura y su moza se fueron, el miles gloriosus me dedicó un saludo castrense. Se lo devolví, marcial. Me encanta México.

A poquito, rodeado por los mariachis –esa noche no dejaron un peso en mi cartera, los malditos– César se me sentó un rato a la mesa y charlamos, como de costumbre. México, España. Lo de siempre. De vez en cuando viaja aquí con su mujer. Esos chatos de vino, rememoraba nostálgico. Ese jamón de pata negra. Llevaba una insignia con la cruz de Santiago en la solapa de su chaqueta de charro. De pronto se inclinó hacia mí, y con aire de confidencia pero en voz alta, dijo: «Oiga, mi don Arturo. Yo soy malinchista, proespañol. Nací en Tlaxcala, donde los indios que ayudaron a Cortés. O sea, que soy tlaxcalteca, a mucha honra. ¿Y sabe nomás qué le digo? –en ese punto señaló a sus compañeros, que asentían bonachones, guitarra en mano–… ¡Pues que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones!».

19 de enero de 2004

lunes, 12 de enero de 2004

Educando a los malos


A menudo me pregunto si de verdad somos así de gilipollas. La última vez fue ayer, viendo la tele. Un escáner, decía el telediario. En Rotterdam o por ahí. Un artilugio para detectar droga y contrabando en los contenedores, oigan. El último grito. Y lo vamos a poner aquí, claro. España siempre en cabeza de la tecnología punta, con foto de ministros incluida. Para subrayarlo, el telediario contaba con pelos y señales el funcionamiento del escáner de marras, o sea, atentos a la jugada, tatachín, tatachán, cuando los malos hacen esto, la máquina lo detecta así y lo detecta asá, y suena una campanita. Ding, dong. Premio. Tan bueno es el sistema que vamos, nos repiten, a instalarlo en España; aunque, como el artilugio es caro de narices, sólo estará en uno o dos puertos. Como mucho. Concretamente en los puertos Zutano y Mengano, se informa. Y en los otros, no. Fecha incluida. Con lo cual, señoras y señores, a estas alturas del informativo toda la peña traficante y contrabandista de la galaxia sabe perfectamente que, en el futuro, por esos puertos no debe meter droga ni harta de vino. Ojo. Mejor por otros.

Si sólo fuera lo del escáner, todavía. Pero no. Empeñados una y otra vez en hacer público lo eficaces que son nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad, y lo mucho más que lo van a ser en cuanto puedan, los portavoces correspondientes, gabinetes de prensa, políticos proclives a la confidencia, maderos con amiguetes en la prensa y otros sujetos dados a confundir la transparencia informativa en una democracia con un bebedero de patos, con tal de presumir de eficacia han terminado por convertir los medios de comunicación de masas en perfectos manuales de información para los malos. A cualquier terrorista, narco, psicópata, asesino de la baraja en serie o por menudeo, le basta hojear un diario o sentarse diez minutos ante la tele para averiguar con detalle qué errores cometieron sus torpes colegas de oficio y cuidarse un poquito más de ahora en adelante. Tiene huevos. Después del caso Wanninkhof, verbigracia, o de cualquier otro por el estilo, yo mismo, sin ir más lejos, ya sé que si estrangulo a una colegiala, violo a mi prima Maripili o le doy matarile a Paulo Coelho, sin ir más lejos, debo abstenerme de fumar en la escena del crimen, tener mucho cuidado con el ADN, procurar que no haya arañazos en la pintura de mi coche, y que el fiambre no tenga en las uñas pellejito alguno de mi rumbosa anatomía. Por ejemplo.

La parafernalia de los comandos etarras tiene capítulo aparte. Lo que me sorprende a estas alturas es que se sigan dejando trincar, los subnormales, cuando toda España está al corriente, gracias entre otras cosas a las informaciones puntuales suministradas por los ministros del ramo, de que los papeles de Susper, la agenda o los disquetes de ordenador de Mortadelo, detalladísimos, son una fuente de información decisiva para la madera y los picoletos, o de que a Mobutu o a Lumumba, o al que sea, le dieron el estás servido porque al alquilar el piso pagó así o asá, porque las pistolas marca La Pava se encasquillan al tercer tiro, o porque la olla exprés para la bomba del atentado tal la compró en Carrefour, el tonto del haba, con la tarjeta Visa del etarra Macario. O sea. Todo eso se publica alegremente un día sí y otro también, con regodeo en los detalles, en vez de decir, no sé, trincamos a estos cabrones y punto, y apuntarle al periodista que pregunta mucho: oiga, chaval, hay una cosa que se llama secreto profesional, o seguridad nacional, o como le salga a usted del cimbel. Así que no fastidie. Lo que pasa es que para eso hay que tener muy claro lo que uno hace, y carecer de complejos, y no estar loco por salir en la puta foto, y no confundir la información razonable y necesaria con el chichi de la Bernarda. Pero claro. En este patio de Monipodio todo cristo tiene esqueletos en el armario, o lo parece, y vive pendiente del qué dirán y del no vayan a creer que yo no soy tal, o que soy cual. Y así les va, y nos va.

Estamos en la única democracia occidental donde nos matan a siete agentes secretos y eliminamos de los informativos las imágenes más crudas, cuando los iraquíes se ensañan con los cadáveres, pateándolos a gusto; pero luego retransmitimos en directo, durante los funerales, los rostros de sus familiares y la relación completa con sus nombres y apellidos. Transparencia informativa, llamamos a eso. Aquí. Venga y tóqueme la flor, corneta.

12 de enero de 2004

martes, 6 de enero de 2004

Trenes rigurosamente olvidados


Eran otros tiempos, y otros niños. También otros padres. Piensas en eso, melancólico, cuando en el catálogo de una casa de subastas de Madrid encuentras la foto de un vagón de tren de juguete: una cisterna amarilla, de latón, con el rótulo Campsa. La reconoces en el acto, porque ese vagón formaba parte de un tren eléctrico, con vías y caseta de cambio de agujas, que sus majestades los reyes magos de Oriente tuvieron el detalle de dejar en el balcón de tu casa en la madrugada de un 6 de enero, hace más o menos cuarenta y cinco tacos de calendario.

Qué curioso, ¿verdad? Eso de los recuerdos. La foto del vagoncito de tren se convierte de pronto en una ventana sobre tu memoria. En los años cincuenta, los críos aún éramos de una inocencia estremecedora: comparados con los escualos de videoconsola que ahora imponen su ley, el más puñetero meaba agua bendita. Quizá por eso la foto del vagón amarillo suscita imágenes, sensaciones y olores: un niño con abrigo y bufanda, los ojos muy abiertos frente a la vitrina de una juguetería donde se reflejaba, a su espalda, un mundo que parecía seguro, inmutable, perfecto. Música de villancicos, personas mayores cargadas con paquetes y deseándose felices pascuas, figuritas de belenes, corrales callejeros con auténticos pavos vivos, guardias municipales con casco blanco –esos guardias que parecían todos respetables y buenos– a quienes los conductores regalaban cajas de turrón y botellas de vino. Etcétera.

Y luego, en el esperado amanecer de colacao y olores tibios, el tren. En ese tiempo lejano no conocíamos la puta tele, el día de reyes todavía no era un criadero de pequeños psicópatas y retrasados mentales, y sus majestades de Oriente aún no se habían dejado sodomizar por el imbécil Papá Noel de George Bush y sus gringos. Todo discurría con sobriedad razonable: un par de juguetes al año, una muñeca para tu hermana, un balón de fútbol. Eso, claro, los niños con suerte. En cuanto al tren, recuerdas perfectamente cada vagón saliendo de su caja, las secciones de vía que se encajaban unas con otras hasta formar el gran óvalo de rieles negros sobre la alfombra. Y, maldita sea. Tardaste horas en jugar con ese tren. La primera sensación de propiedad fue sólo relativa. Cuando miras atrás recuerdas a tu padre, a tu tío y a un par de vecinos adultos reunidos en torno a las cajas recién abiertas, cigarrillos humeantes en la boca, de rodillas en el suelo, montando el tren eléctrico con tanto entusiasmo como si se lo hubieran traído a ellos, y no a ti. Enchufando el transformador, cambiando de vía, haciendo circular el convoy, tumbados alrededor, sin hacer caso de tus protestas. Luego, zagal. Luego. Lo estamos probando, a ver si falla algo. Vete a jugar por ahí. Criatura.

Ya ves. Ahora, casi medio siglo después, aquel vagoncito amarillo se ha convertido en un objeto de subasta que cuesta un huevo de la cara; y las viejas sombras familiares, el hombre flaco y elegante que fumaba tumbado en la alfombra, los vecinos, el tío, aquellos adultos arrodillados como chiquillos en torno al convoy y las vías, hace tiempo que desaparecieron para siempre y vagan por tu memoria igual que fantasmas, junto al niño de ojos soñolientos que los miraba, impotente, jugar con su tren.

Qué cosas. Apuesto la tecla eñe del ordenata a que no lo reconocerías. Me refiero al niño. De hecho, acabas de situarte ante un espejo buscándolo en el fulano que te mira desde el otro lado del azogue. Nada que ver. Ni rastro de él en esas arrugas, canas, marcas. Cicatrices. Y te preguntas dónde estará, a tales alturas de la feria. Luego enciendes la tele, y ves al sargento Mortimer Kowalski que apunta con su Cetme, o su Emedieciséis, o como se diga, a tres prisioneros en Iraq. Y echas cuentas. En días como estos ocurrió lo de Herodes: ris, ras, y angelitos al cielo. Pero lo de Herodes es un asunto de mala prensa. En realidad se cargó a treinta, como mucho. Belén era un pueblo pequeño.

El caso es que hoy, en la tele, Melchor, Gaspar y Baltasar tienen las manos en alto. Terroristas, los increpa el sargento Kowalski. Fuckings terroristas de mierda. Los camellos yacen por allí cerca, destripados de una ráfaga. Ratatatá. Operación Libertad Que Te Rilas, Petronila, rotula la CNN. En las alforjas de los camellos fiambres ya no hay trenes de juguete. Ahora lo del sargento Kowalski es un juego de ordenador.

5 de enero de 2004