lunes, 31 de mayo de 2004

Mis imames me miman

«El fascismo de ese club», oí comentar el otro día al entrenador de un equipo de fútbol. Satisfechísimo, imagino, de su erudita contundencia retórica. Y hay que ver, me dije, hasta qué punto esa mortal combinación tan española de estupidez, incultura y política lo contamina todo. Acababa de oír, en la tele, a una estrella mediática de audiencia marujil calificar las inmundas fotos de los interrogatorios a los prisioneros en Iraq como «salvajes torturas». Y qué quieren que les diga. Ni el entrenador de fútbol tiene pajolera idea de qué es un fascista, ni la estrella mediática de lo que significan las palabras salvaje y tortura cuando van juntas. Si esta boba, pensé, califica de salvaje lo que –al menos hasta el momento de teclear esta página– hemos visto fotografiado en la prensa, qué se reservaría para glosar, por ejemplo, lo de Lasa y Zabala, o las comisarías franquistas, o lo que en la ESMA se les hacía a los montoneros antes de tirarlos al mar drogados y desnudos desde un avión, con la absolución, eso sí, de un capellán castrense para que, al menos, salvaran sus almas. 

A los montoneros y montoneras, debería decir tal vez. Porque esa es otra: desde que los idiotas socialmente correctos se empeñaron en negar a ultranza el uso general o genérico que tiene el masculino en la lengua española, y el lendakari Ibarretxe se apuntó a la demagogia de moda con lo de «los vascos y las vascas», la cosa ha hecho triste fortuna. Hace nada pude comprobar cómo una señora que se dedica a la política, y a la que tan digna tarea deja, quizás, poco tiempo para cultivarse, hablaba del futuro de «nuestros hijos e hijas». Sin olvidar, claro, aquel «alcalde para todos y todas» que el Pesoe nos ofreció en vísperas de las últimas municipales. Aunque lo más contundente corresponde a la Junta de Andalucía, que obliga por decreto a usar conjuntamente el masculino y el femenino: alumnos y alumnas, funcionarios y funcionarias, etcétera, para que, dice el Boletín Oficial, «hombres y mujeres se encuentren reflejadas –aquí falta añadir y reflejados, ojo– sin ambigüedad». Podríamos pensar que la cosa tiene que ver con la gente de izquierda, que suele mostrarse más sensible a lo socialmente correcto. Pero no. Si alguien califica al Peneuve como de izquierdas, es que se la ha ido la olla. Lo que no tiene ideología y vale para todos es la demagogia: ahí sí coinciden izquierdas, derechas y mediopensionistas. En la incultura y en la tontería. Recordemos al último y fumigado ministro del Interior del Pepé hablando en plan listillo de terroristas «inmolados», en generosa adopción del punto de vista de esos hijos de puta, en vez de utilizar la más objetiva y adecuada palabra «suicidio». O cuando destacados políticos y periodistas analfabetos hablan de «ejecutados» por terroristas, por Israel o por quien sea, ignorando las obvias diferencias legales que se dan entre una ejecución y un asesinato. 

En otro momento, todo eso no iría más allá de la anécdota. Mira qué tío –o tía– más idiota, diríamos. Y punto. Pero en los tiempos que corren, con la tele y toda la parafernalia mediática, y con la gente dispuesta a zamparse cualquier cosa, cada nueva tontería es mortal, porque suena a cosa moderna, fashion, y se propaga con rapidez de virus. Basta, por ejemplo, que un diario de gran tirada y prestigio utilice imam tomado directamente del inglés, palabra aceptada por el diccionario pero menos correcta que nuestro imán de toda la vida, para que España entera empiece a decir mis imames me miman. Lo mismo ocurre con escenario, cada vez más usado en detrimento de situación o circunstancia. Y qué me dicen de todos los imbéciles e imbécilas a quienes les ha dado por decir «severas heridas», «severos daños», ignorando que severe no significa lo mismo en inglés que en español, y que aquí usamos desde hace más de veinte siglos la palabra grave, del latin gravis: pesado, grave. O los que, en vez de violencia doméstica o por razón de sexo, que sería lo correcto y además es lo que más o menos recomienda la RAE al interesado en averiguarlo, recurren a ese violencia de género tan caro a periodistas, feministas y políticos de todo signo, olvidando –o tal vez no lo supieron nunca– que en la lengua española el género corresponde a los conjuntos de seres, a las cosas, a las situaciones, a las palabras, pero no a las personas. Una silla, una botella, una pistola, pertenecen al género femenino. Lo que tienen un hombre o una mujer no es género, sino sexo. Afortunadamente. 

31 de mayo de 2004 

martes, 25 de mayo de 2004

Santiago Matamagrebíes

Que sí, hombre. Que sí. Me parece de perlas. A ver por qué diablos se han mosqueado algunos carcamales por el hecho de que el cabildo de la catedral de Santiago de Compostela, con buen criterio y admirable visión de la coyuntura, anuncie la retirada de la belicosa imagen del apóstol Santiago escabechando morisma: una talla de madera policromada del siglo XVIII en la que, con absoluto desprecio hacia la realidad multicultural, el respeto a la totalidad de etnias y la verdadera misión de los ejércitos españoles, que es hacer de oenegés y de Beba la Enfermera poniéndole tiritas a la gente cuando se hace pupa, representa al Hijo del Trueno en actitud neonazi, espada en mano, ejerciendo intolerable violencia racial contra el colectivo magrebí que en el siglo IX se buscaba la vida en Clavijo. Ya era hora, aplaudo, de que alguien pusiera coto a esa provocación. Gesto que estoy seguro responde a causas éticas -al fin la Iglesia Católica ha visto la luz, después de tantos siglos pidiendo leña y cajitas de fósforos- y no a la egoísta preocupación ante la posibilidad de que un peregrino chungo llamado Omar o Ali, por ejemplo, al grito de Alá Ajbar, meta una mochila bomba debajo del botafumeiro y nos fastidie el Jacobeo. Es más. Creo que, al hilo de esa admirable iniciativa, el nombre de Santiago Matamoros que figura en tantos textos seculares y en tanto monumento, debe ser reescrito de forma conveniente. Santiago Matamagrebíes suena menos ofensivo y más socialmente correcto. Porque una cosa es explotar a mis primos por cuatro duros y llamarlos moromierdas por la calle, y otra herir su sensibilidad sensible con iconografía fascista. Ojo.

Por eso, puestos a mejorar el ambiente, estoy dispuesto a ir más lejos. Para radical, yo. Así evitaré cartas como la última, en la que un lector imbécil me llama de derechas porque hace semanas critiqué la eliminación del yugo y las flechas, sin caer en la cuenta, el analfabeto, de que yo no me refería al emblema falangista, sino al Tanto monta, monta tanto de Isabel, reina de Castilla, y Fernando, rey de Catalunya, antes absurdamente llamado rey de Aragón. Pero a lo que iba. Decía que lo de quitar a esa mala bestia asesina del apóstol Santiago dando mandobles debe hacerse no sólo en Compostela, sino en todas partes: el palacio Rajoy, la ciudad, el Camino, etcétera. Y puestos a ello, a fin de mantener las sensibilidades musulmanas en estado razonable, sugiero eliminar también las cadenas que figuran en el escudo de España y en el de Navarra, pues conmemoran otras cadenas aciagas: las que rodeaban la tienda del Miramamolín -Al Nasir para los amigos- aquel año 1212 en que los almohades se llevaron las suyas y las de un bombero en las Navas de Tolosa. En la misma línea sería aconsejable, asimismo, eliminar la granada del escudo español, por razones obvias: ese Boabdil llevado llorando a la frontera entre tricornios de guardias civiles, como el Lute. Y ya puestos a meter mano al escudo, sería bueno revisar las dos siniestras columnas del Plus Ultra, con sus connotaciones de genocidio y limpieza étnica, que a cualquier mejicano o peruano deben de ofenderle un huevo y parte del otro. Sin olvidar un buen trabajo de piqueta en los escudos imperiales del siglo XVI donde campea el águila bicéfala franquista. 

La tarea es vasta, pero necesaria. Esa Rendición de Breda, por ejemplo, donde Velázquez humilló a los holandeses. Ese belicista Miguel de Cervantes, orgulloso de haberse quedado manco matando musulmanes en Lepanto. Esa provocación antisemita de la Semana Santa, donde San Pedro le trincha una oreja al judío Malco en claro antecedente del Holocausto. Y ahora que Chirac nos quiere tanto, también convendría retirar del Prado esos Goya donde salen españoles matando franceses, o los insultan mientras son fusilados. Lo chachi sería crear una comisión de parlamentarios cultos -que nos sobran-, a fin de borrar cualquier detalle de nuestra arquitectura, iconografía, literatura o memoria que pueda herir alguna sensibilidad norteafricana, francesa, británica, italiana, turca, filipina, azteca, inca, flamenca, bizantina, sueva, vándala, alana, goda, romana, cartaginesa, griega o fenicia. A fin de cuentas sólo se trata de revisar treinta siglos de historia. Todo sea por no crispar y no herir. Por Dios. Después podemos besarnos todos en la boca, encender los mecheritos e irnos, juntos y solidarios, a tomar por saco. 

24 de mayo de 2004 

lunes, 17 de mayo de 2004

Diálogos para besugos

A veces me pregunto si somos de veras conscientes de en qué manos estamos. Me refiero a la informatización y robotización de nuestra vida. De pronto se funden los plomos, o se estropea un ordenador, y todo se va a tomar por saco mientras nos quedamos con cara de idiotas, sin dinero, sin calefacción, sin aviones, sin trenes. Sin nada. Cuando en mi pueblo se desparrama la máquina electrónica de la oficina de Correos, por ejemplo, no pueden echarse las cartas porque ya no hay sellos de los de salivilla y puñetazo, y hay que ir al estanco. Así, todo. Cada vez más. Y encima, todos los nuevos sistemas terminan en surrealismo puro. Hasta subirse a un autobús. Antes llamabas a la central, te decían a qué hora salía, comprabas el billete y punto. Fácil, ¿verdad? Bueno, pues ya no es así. Si llegas a la terminal y está estropeado el ordenador –se ha caído, te dicen impasibles–, no puedes comprar billete aunque el autobús esté a punto de largarse. En cuanto a las reservas por teléfono, los diálogos para besugos que puedes mantener con voces enlatadas son antológicos.

Juzguen ustedes mismos. Ayer viví en persona humana uno de esos momentos inolvidables que nos depara la tecnología. El hombre contra la bestia. Quería informarme sobre viajes a Santiago de Compostela, así que descolgué el teléfono y marqué el número de una compañía de autobuses. Ring, ring. Voz femenina y enlatada al canto: «Este es un sistema automático con el fin de facilitar su consulta, etcétera. Espere un momento, por favor». Cielo santo, me digo. Mal empezamos. Presa de fúnebres presentimientos, espero paciente, con el auricular pegado a la oreja. «Diga de qué se trata su consulta». Viajar, apunto. En autobús. «Espere un momento, por favor». Espero como treinta segundos. Al fin suena de nuevo la voz electrónica de la torda: «¿A dónde desea viajar?». Mañana a Galicia, respondo tímido y un poquito acojonado, la verdad. «Espere un momento, por favor». Pasan diez segundos, o así. «No le hemos entendido la pregunta», dice la fulana. «¿Puede repetirla?». Santiago de Compostela, preciso. «Sí», afirma la voz. Y luego añade: «Espere un momento, por favor». Espero uno y varios momentos, con resignación jacobea. Todo sea por salvar mi alma, pienso. Compostela. El botafumeiro, la empanada de vieiras y todo eso. Galicia. Manolo Rivas. Fraga. El Prestige. Álvarez Cascos, que se ha ido de rositas. Empiezo a divagar. Llevo ya minuto y medio al teléfono. Por fin me atiende de nuevo la pava: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Decido cambiar de táctica. Dígame el horario de taquillas, demando. «Espere un momento, por favor»

Al cabo de unos veinte segundos, aproximadamente, regresa Robotina: «El horario es de seis a una», dice. Me quedo pensando, desconcertado. ¿De la noche o de la mañana?, inquiero. «Espere un momento, por favor». Espero otro rato, y al poco regresa mi prima y me suelta, imperturbable: «Los horarios a Tarragona son: las ocho normal, las doce en supra, las cuatro en normal, las seis en supra». O algo por el estilo. Empiezo a mosquearme. Oiga buena mujer, digo. No perdamos la dulzura del carácter. Yo pregunto por Compostela, no por Tarragona. ¿Capisci? «Espere un momento, por favor». Y al rato: «El horario a Barcelona es a las nueve normal, a las catorce supra, etc.». Mi curiosidad se impone al cabreo. ¿Qué puñetas es supra?, pregunto. «Espere un momento, por favor». Y treinta segundos después: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Puedo repetir y repito, digo. Quiero saber cuál es la diferencia entre normal y supra. «Espere un momento, por favor». Espero. Al rato: «¿Tiene alguna pregunta más?». Ni harto de vino, digo. Si me contestáis ésa, que lo dudo, ya me doy con un canto en los dientes. «Espere un momento, por favor». Y al rato: «No hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Ahora sí que me cabreo de verdad. Ese plural. Quiénes, a ver, pregunto. Que den la cara. Quién cojones no ha entendido la pregunta. Tú y quién más, peazo perra. «Espere un momento, por favor». Quince segundos de espera. «Diga de qué trata su consulta». Decido tirar la toalla. Nada, respondo. No tiene la menor importancia mi consulta, la verdad. Era una tontería, ahora que lo pienso. Pensaba ir a Santiago de Compostela, pero se me ha quitado la ilusión. En realidad llamo para acordarme de vuestra puta madre. «Espere un momento, por favor». Pasan quince segundos. «¿En qué otra cosa podemos ayudarle?»

17 de mayo de 2004 

lunes, 10 de mayo de 2004

Al portavoz no le gusta El Quijote

Vaya por Dios. Resulta que al portavoz del Peneuve en la farsa parlamentaria de Madrid, o sea, en el corazón del Estado centralista y opresor, no le gusta el Quijote. No. Nein. Niet. Ez. Y para que nadie se llame a engaño, procuró puntualizarlo en su primera intervención pública, víspera casi del 23 de abril, cuando la gente de habla hispana -cuatrocientos ridículos millones de fascistas repartidos por esos mundos- conmemora la muerte de Cervantes. Y no es que no le guste porque esté mal escrito, ni nada de eso. No. La razón del señor Erkoreka es que el único personaje que se enfrenta en verdadero combate con don Quijote, y sale medio muerto del lance, es el escudero vizcaíno. O sea, un vasco.

Debo confesar que me sorprendió la ausencia de comentarios o choteo fino por parte del respetable. Un representante del pueblo soberano, por ejemplo, preguntándole al portavoz del Peneuve si semejante idiotez se le había ocurrido a él solo, o en compañía de otros y otras. Pero no. Hubo silencio administrativo, incluida, salvo contadísimas excepciones y de refilón, la prensa especializada en glosa parlamentaria. A lo mejor es por no crispar, pensé. Puro tacto. Pero luego se me ocurrió una explicación más plausible: probablemente, me dije, la mayor parte de quienes ese día ocupaban el hemiciclo, ni ha leído el Quijote ni tiene ni puta idea de quién era el escudero vizcaíno. 

El señor Erkoreka sí lo ha leído, por lo visto. No sé si completo, claro; pero al menos parece haber llegado hasta los capítulos VIII y IX de la primera parte, donde el hidalgo manchego mantiene el único combate de verdad, a vida o muerte, que libra en toda la obra, y que termina con don Quijote sin media oreja y con el vizcaíno en el suelo, echando sangre por las narices, los oídos y la boca. Lo que parece claro es que, incluso aunque haya leído el libro completo, entender, lo que se dice entender lo que en él se narra, el amigo portavoz no ha entendido un carajo. A ver cómo puede, en otro caso, afirmar un vasco que no le gusta el episodio donde uno de sus paisanos, o compatriotas, o como él prefiera llamarlo, demuestra ser el más valiente, digno y gallardo personaje que aparece en toda la historia que nos cuenta Cervantes. Don Sancho de Azpeitia -así traduce su nombre del cartapacio el morisco aljamiado- es aún más valeroso que don Quijote, pues éste sólo tiene el coraje que le infunde la locura, mientras que el del vizcaíno es natural: «¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuan presto verás que al gato llevas. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si dices otra cosa»

Ya hace tiempo, don Miguel de Unamuno -que era vasco pero no era gilipollas- comentó por escrito, con detalle y perspicacia, el lance: «¿No es nuestro héroe? ¿No lo hemos de reclamar los vascos por nuestro?». Con inteligencia y ternura, Unamuno nos recordaba que el vizcaíno, orgulloso de su tierra y de su casta, incapaz de sufrir que don Quijote le niegue la condición de caballero, mete mano a la durandaina y acuchilla sin achantarse ante nada ni ante nadie; ni ante su señora, sobre la que dice en el texto cervantino: «Si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que le estorbase». Pero la mula que monta le falla, la almohada no basta para detener el golpe, y don Quijote le acierta de lleno al valiente vascongado en la cabeza. Y así, apunta Unamuno: «Fue vencido el vizcaíno, pero no por mayor flaqueza de su brazo ni menor coraje, sino por culpa de su mula, que no era, por cierto, vizcaína (...) Aprended, hermanos míos de sangre, a pelear apeados. Apeaos de la mula resabiosa y terca»

En fin. Uno comprende que a Cervantes y Unamuno no los lean, ni los conozcan, esos chicos antes llamados de la gasolina y que ahora son etarras de última generación, formados intelectualmente en tres décadas de política educativa del partido que el señor Erkoreka portavocea: los que escriben cartas pidiendo el impuesto revolucionario o amenazando de muerte con tales faltas de ortografía que, a su lado, Urrusolo Sistiaga e Idoia López Riaño parecían Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán. Pero tales chicos, o lo que sean ahora, tienen la excusa histórica de ser analfabetos. Lo difícil es disculpar lo de don Quijote y el vizcaíno en gente que todavía lee, aunque sólo sean los periódicos del día siguiente para ver si sale su foto. 

10 de mayo de 2004 

lunes, 3 de mayo de 2004

Dos de mayo en Iraq

A ver si les suena esta bonita y edificante historia. Ocurrió hace ciento noventa y cuatro años, tal día como hoy. El Imperio de turno quería exportar democracia y, de paso, dirigir el orden mundial. Sus marines eran tropas entrenadas e invencibles. En España gobernaba un macarra que había conseguido el poder calzándose a la reina, y a lo que este individuo aspiraba era a que el Bush de entonces le diera palmaditas en la espalda, plas, plas, y dijera cuánto aprecio a mi amigo Manolo. Lo que no sabía el pringadillo era que el otro tenía intención de fumigárselo a él y a la monarquía reinante, poner en el trono a un pariente y dotar a esta caverna de analfabetos supersticiosos de una Constitución que modernizara la cosa. Entonces el Emperador, tras reunirse con sus asesores en el despacho oval correspondiente, decidió meter aquí a sus marines. A esos animales, dijo, los vamos a modernizar por cojones. Y al que no quiera ser libre, lo obligaremos a serlo. Primero lo hizo con tacto, pero al final se lió la de Dios es Cristo. Antes todo eso venía en los libros de Historia –lo llamábamos Dos de Mayo–, aunque ahora ya ni sale. Las sublevaciones patrióticas no son políticamente correctas. Además, a quién puede aprovecharle estudiar batallitas, dijeron un par de ministros llamados Maravall y Solana –el de Sarajevo, la OTAN y el dieciseisavo–. La Historia, como el resto de las Humanidades, traumatiza mucho a la juventud. Ese yugo y esas flechas fascistas. Ese Cid xenófobo y asesino de magrebíes que pasaba mucho de las oenegés. Para hablar por teléfono móvil no hace falta saber quiénes fueron los almogávares y las almogávaras. 

Volviendo a lo que les contaba y a las tropas del Emperador, el caso es que la gente de Madrid se sublevó. Como en Faluya, fíjense. Qué cosas. Los marines ocuparon España sin tener ni puta idea del avispero en el que se metían. Eso del progreso y el libre pensamiento les sentaba como un tiro a los imanes de aquí, o sea, a los curas. Se les iba el control. Así que se remangaron las sotanas y se pusieron a calentar a la gente desde las mezquitas locales, que en España –donde a Dios se le enfoca desde otro punto de vista– suelen llamarse iglesias. A eso añadamos la torpeza de los marines, su chulería, su ignorancia, su falta de respeto a las costumbres locales, su desconocimiento de la visceralidad elemental de una España variopinta que degüella o vota con los huevos antes que con la cabeza. Y claro. Primero se echaron a la calle los que nada tenían que perder: gentuza de los barrios bajos, lumis, chulos, mendigos. A degollar marines gabachos y ver de paso qué podían sacar del barullo. Los otros, por su parte, empezaron a dar cargas de caballería y a fusilar gente. Acción, reacción, ya saben. Con todo eso se hicieron después manuales de lucha revolucionaria. 

Y se lió la intifada. A los españoles liberales, llamados afrancesados, los arrastraron por las calles, ofcourse. Al final, hasta los que creían en las mismas cosas en que creían los invasores, la libertad y el progreso, se vieron obligados a elegir: estar de parte de quienes mataban a sus vecinos y amigos, o pelear. Los que tenían sangre en las venas hicieron de tripas corazón, uniéndose a partidas de guerrilleros mandadas por curas e integradas por analfabetos. Si quieren saber cómo fue, miren los cuadros de Goya o los grabados de los Desastres de la Guerra. Esos ojos enloquecidos por la desesperación y el odio, esas navajas, esos franceses despedazados colgados de los árboles. Enemigos de España, enemigos de Dios. Figúrense. Quienes se estremecen ante las fotos de americanos y extranjeros linchados en Iraq, cual si fuera originalidad inesperada –«¿Cómo puede un ser humano hacerle eso a otro?», preguntaba un bobo en la tele–, deberían echar un vistazo a esa memoria que nos escamotean los ministros imbéciles. La foto que hace un mes fue primera plana en los diarios, aquel despojo humano colgado del puente en Faluya, es idéntica a los grabados que Goya tomó aquí del natural. A los españoles que hacían eso, los marines gabachos los llamaban terroristas. Aquí los llamamos resistentes o guerrilleros. Da igual. Eran, sobre todo, fuerzas ciegas en manos de los de siempre: los que manipulan el fanatismo, la incultura, la estupidez; los emperadores arrogantes, los imanes radicales, los curas fanáticos y los tiñalpas que los secundan. Pero eso no es lo peor. Lo terrible es que desde el grabado de Goya hasta la foto del despojo colgado en Iraq no hemos aprendido nada. 

3 de mayo de 2004