lunes, 27 de marzo de 2006

El vendedor de libros

El primer día que lo vi –a principios de los años setenta– me quedé asombrado por su mercancía y su aspecto: un fulano cargado de libros, deambulando como un buhonero por la enloquecida redacción de Pueblo, entre redactores apresurados, jefes de sección al borde del infarto, correctores, linotipistas, fotógrafos, enviados especiales regresando de Oriente Medio, reporteros de sucesos con la foto –robada con el marco a la viuda– del sereno muerto la noche anterior, actores de cine buscándose la vida, flamencas, toreros, putas, alcohólicos relativamente anónimos, burlangas que palmaban la nómina en una noche, y toda, en fin, la fauna estrafalaria que en aquellos tiempos se movía por el legendario edificio de la calle Huertas de Madrid. 

El librero ambulante se llamaba José Bustillo, y se ganaba la vida por las redacciones de los diarios, las radios y la televisión. Era un tipo sesentón, simpático y vivaz, que tenía el pelo blanco ligeramente rizado, usaba lentes y vestía muy correcto, con chaqueta y corbata. Aparecía por el periódico el día de cobro, con montones de libros que subía desde su coche, aparcado en la puerta. El coche era una verdadera librería móvil que incluía desde las últimas novedades a clásicos, colecciones de lujo e incluso libros de texto. Y su sistema de venta era arriesgado, pero funcionaba. Vendía a crédito, bajo palabra, y cada mes se le satisfacía, según las posibilidades de cada cual, la cuota adecuada. Apenas le puse la vista encima, me apunté al sistema. Tras un breve análisis de mi limitada economía veinteañera, acordamos tres mil pesetas al mes: la novena parte de mis ingresos de entonces. Y durante catorce o quince años, hasta su muerte, cumplimos como caballeros. Yo aboné mis deudas mensuales puntualmente, y él, a cambio, fue llenando los estantes de mi casa y mi mochila de reportero con libros maravillosos. 

Aún siguen junto a mí cuando escribo estas líneas, treinta años después: el Casares y el María Moliner, los tres volúmenes del vocabulario de Lope de Vega editados por la Academia, el valioso caudal biográfico de Emil Ludwig y de André Maurois, las obras completas de Stendhal, Goethe, Tolstoi y Dostoievsky en Aguilar, y las de Thomas Mann y Proust en Plaza y Janés, e innumerables libros de Austral, Alianza o la Biblioteca de Autores Españoles. También fue él quien me proporcionó los primeros volúmenes –Herodoto, Jenofonte, Eurípides– de la Biblioteca Clásica Gredos, de la que, tres décadas después, otro librero amigo, Antonio Méndez, acaba de enviarme el número 345: volumen VI de los discursos de Cicerón. A José Bustillo debo también la primera pieza de la que, con el tiempo, se convertiría en densa bibliografía histórica del siglo XVII, base documental de las aventuras del capitán Alatriste: los siete amenísimos volúmenes de Deleyto y Piñuela sobre la España de Felipe IV. Sin olvidar la deuda que tengo a medias con Bustillo y con un querido compañero de entonces, el periodista José Ramón Zabala, quienes, durante una charla nocturna en torno a tres tazas de café, a la hora de cierre de la edición de provincias, me descubrieron, vía El jugador de ajedrez, a un novelista y biógrafo para mí desconocido, pero que sería decisivo en mi vida y mi biblioteca: el Stefan Zweig de las obras completas encuadernadas en cuero verde por la editorial Juventud; autor entonces ninguneado por la crítica literaria española, y al que, tras la espléndida rehabilitación hecha por la editorial Acantilado, los mismos que entonces lo despreciaban –la única literatura seria eran Faulkner y Joyce, sostenía esa panda de gilipollas– ensalzan ahora sin ningún rubor, como si Zweig y ellos se tutearan de toda la vida. 

No recuerdo el año en que murió el vendedor de libros. Fue a finales de los ochenta. Lo que sí recuerdo es que su viuda llamó por teléfono para decirme que en las notas de su marido quedaba pendiente un pago mío, el último, de cinco mil pesetas. Acudí de inmediato a la pequeña tienda familiar que tenían junto a la plaza del Callao, y satisfice mi deuda económica. La otra, a la que intento hacer justicia tecleando estas líneas, no podré satisfacerla nunca. Los libros que he escrito existen, en parte, también gracias a José Bustillo. Y me gusta pensar que tal vez se habría sentido orgulloso llevándolos en el abollado maletero de su coche, paseándolos por las redacciones de los periódicos donde con tanta nobleza se ganaba la vida. 

26 de marzo de 2006 

lunes, 20 de marzo de 2006

La osadía de la ignorancia

Una comisión del parlamento andaluz a la que se encomendó revisar el «lenguaje sexista» de los documentos de allí, se ha dirigido a la Real Academia Española solicitando un informe sobre la corrección de los desdoblamientos tipo «diputados y diputadas, padres y madres, niños y niñas, funcionarios y funcionarias», etcétera. Como suele –recibe cinco mil consultas mensuales de todo el mundo–, la RAE respondió puntualizando que tales piruetas lingüísticas son innecesarias; y que, pese al deseo de ciertos colectivos de presentar la lengua como rehén histórico del machismo social, el uso genérico del masculino gramatical tiene que ver con el criterio básico de cualquier lengua: economía y simplificación. O sea, obtener la máxima comunicación con el menor esfuerzo posible, no diciendo con cuatro palabras lo que puede resumirse en dos. Ésa es la razón de que, en los sustantivos que designan seres animados, el uso masculino designe también a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos. Si decimos los hombres prehistóricos se vestían con pieles de animales o en mi barrio hay muchos gatos, de las referencias no quedan excluidas, obviamente, ni las mujeres prehistóricas ni las gatas. 

Aún se detalló más en la respuesta de la RAE: que precisamente la oposición de sexos, cuando se utiliza, permite destacar diferencias concretas. Usarla de forma indiscriminada, como proponen las feministas radicales, quitaría sentido a esa variante cuando de verdad hace falta. Por ejemplo, para dejar claro que la proporción de alumnos y alumnas se ha invertido, o que en una actividad deportiva deben participar por igual los alumnos y las alumnas. La pérdida de tales matices por causa de factores sociopolíticos y no lingüísticos, y el empleo de circunloquios y sustituciones inadecuadas, resulta empobrecedor, artificioso y ridículo: diputados y diputadas electos y electas en vez de diputados electos, o llevaré a los niños y niñas al colegio o llevaré a nuestra descendencia al colegio en vez de llevaré a los putos niños al colegio. Por ejemplo. 

Pero todo eso, que es razonable y figura en la respuesta de la Real Academia, no coincide con los deseos e intenciones de la directora del Instituto Andaluz de la Mujer, doña Soledad Ruiz. Al conocer el informe, la señora Ruiz se quejó amarga y públicamente. Lo que hace la RAE, dijo, es «invisibilizar a las mujeres, en un lenguaje tan rico como el español, que tiene masculino y femenino». Luego no se fumó un puro, supongo, porque lo de fumar no es políticamente correcto. Pero da igual. Aparte de subrayar la simpleza del argumento, y también la osada creación, por cuenta y riesgo de la señora Ruiz, del verbo «invisibilizar» –la estupidez aliada con la ignorancia tienen huevos para todo, y valga la metáfora machista–, creo que la cosa merece una puntualización. O varias. 

Alguien debería decirles a ciertas feministas contumaces, incluso a las que hay en el Gobierno de la Nación o en la Junta de Andalucía, que están mal acostumbradas. La Real Academia no es una institución improvisada en dos días, que necesite los votos de las minorías y la demagogia fácil para aguantar una legislatura. La RAE tampoco es La Moncloa, donde bastan unos chillidos histéricos en el momento oportuno para que el presidente del Gobierno y el ministro de Justicia cambien, en alarde de demagogia oportunista, el título de una ley de violencia contra la mujer o de violencia doméstica por esa idiotez de violencia de género sin que se les caiga la cara de vergüenza. La lengua española, desde Homero, Séneca o Ben Cuzmán hasta Cela y Delibes, pasando por Berceo, Cervantes, Quevedo o Valle Inclán, no es algo que se improvise o se cambie en cuatro años, sino un largo proceso cultural cuajado durante siglos, donde ningún imbécil analfabeto –o analfabeta– tiene nada que decir al hilo de intereses políticos coyunturales. La RAE, concertada con otras veintiuna academias hermanas, es una institución independiente, nobilísima y respetada en todo el mundo: gestiona y mantiene viva, eficaz y común, una lengua extraordinaria, culta, hablada por cuatrocientos millones de personas. Esa tarea dura ya casi trescientos años, y nunca estuvo sometida a la estrategia política del capullo de turno; ni siquiera durante el franquismo, cuando los académicos se negaron a privar de sus sillones a los compañeros republicanos en el exilio. Así que por una vez, sin que sirva de precedente, permitan que este artículo lo firme hoy Arturo Pérez-Reverte. De la Real Academia Española. 

19 de marzo de 2006 

lunes, 13 de marzo de 2006

Resulta que nos salvaron ellos

Han pasado un par de semanas, pero no lo olvido. Memoriae duplex virtus, etcétera, como decía uno de aquellos fascistas –nacido en Calahorra, por cierto– que en el siglo I, antes de tanto derecho pseudohistórico y tanta cutrez provinciana, llamaban ya Hispania a esta casa de putas. Me refiero a la pintoresca declaración institucional con la que, en el aniversario del 23-F, nos obsequió el Congreso. Es digno de recuerdo el párrafo donde nuestros hombres públicos, en un ejercicio de fastuoso onanismo político, atribuyen el fracaso del golpe de Estado, por este orden, al comportamiento responsable de los partidos políticos y los sindicatos, en primer lugar, y luego a la Corona y a las instituciones gubernamentales, parlamentarias y municipales. Como saben ustedes, el párrafo resultó de una modificación del texto original, donde se reconocía el papel decisivo del rey como jefe de las fuerzas armadas, al ponerlas del lado de la democracia con su discurso por la tele. Pero por presiones de dos partidos minoritarios, uno catalán y otro vasco, el Congreso decidió rebajar el papel monárquico y meter a todo cristo en el baile, afirmando que el mérito no fue del rey, sino del conjunto. O sea. De los políticos españoles, valerosos demócratas aquel día, unidos como un solo hombre y –hoy no me llamarán machista esas perras– como una sola mujer. 

Habría sido precioso, de ser cierto. Comprendo que nuestra infame clase política, acostumbrada a reinventar España según cada coyuntura de su oportunismo y su desfachatez, quiera pasar a la Historia con esa tierna milonga de la liberté, la egalité y la fraternité defendida el 23-F como gato panza arriba. Pero están mal acostumbrados. Esto no es tan fácil como inventarse reinos y naciones que nunca existieron, o independencias ancestrales de ayer por la tarde, ocultando por otra parte realidades ciertas como la España romana, o la visigoda. Cuando deformas la memoria histórica, el truco puede funcionar con los tontos, los ignorantes y los que no quieren problemas. La gente ya no se acuerda, o no sabe. Pero otra cosa es manipular hechos que todos hemos vivido y recordamos perfectamente. Y eso es lo insultante. Que sólo veinticinco años después, esta gentuza nos considere tan olvidadizos y tan estúpidos. 

Aquel día, la democracia y la libertad sólo las defendieron una cámara de televisión encendida, los periodistas que cumplieron con su obligación –fueron tan torpes los malos que sólo silenciaron TVE y Radio Nacional–, unos pocos representantes gubernamentales que estaban fuera del Parlamento, y sobre todo el rey de España, que, por razones que a mí no me corresponde establecer, se negó a encabezar el golpe de Estado que se le ofrecía, ordenó a los militares someterse al orden constitucional y devolvió los tanques a sus cuarteles. El resto de fuerzas políticas y sindicales, autonómicas y municipales, salvo singulares y extraordinarias excepciones, se metieron en un agujero, cagadas hasta las trancas, y no asomaron la cabeza hasta que pasó el nublado. Quienes velamos esa noche ante el palacio de las Cortes sabemos que, aparte de ciudadanos anónimos, negociadores gubernamentales y periodistas que cumplían con su obligación, nadie se echó a la calle para defender nada hasta el día siguiente, cuando ya había pasado todo –lanzada a moro muerto, se llama eso–. Y respecto a los sindicatos, su único papel fue el de los carnets rotos con que atrancaron los retretes de toda España. En cuanto a la digna integridad constitucional que ahora se atribuye el Congreso, lo que pudo ver todo el mundo por la tele, y eso no hay chanchullo que lo borre, fue a los ministros y diputados tirándose en plancha debajo de sus escaños para quedarse allí hasta que se les permitió levantarse de nuevo –aún entonces siguieron mudos y aterrados–, con tres magníficas excepciones: Santiago Carrillo, que fumaba cada pitillo creyendo que era el último, el presidente Suárez y el anciano general Gutiérrez Mellado. Y cuando éste, fiel a lo que era, se enfrentó forcejeando a los guardias civiles, y el miserable Tejero, pistola en mano, intentó, sin éxito, tirarlo al suelo con una zancadilla, el único hombre valiente entre todos aquellos cobardes que se levantó para socorrerlo, fue Adolfo Suárez. A quien, por supuesto, España pagó y paga como suele. 

Así que menos flores, caperucitas. En lo que a mí se refiere, nuestra heroica clase política puede meterse la poco elegante declaración institucional del otro día donde le quepa. Que imagino dónde le cabe. 

12 de marzo de 2006 

lunes, 6 de marzo de 2006

Cartas náuticas y cabezas de moro

Desde hace tiempo, las cartas electrónicas sustituyen, a bordo de muchos barcos de recreo, a las viejas cartas náuticas de toda la vida. El espacio reducido de un velero o una embarcación a motor plantea dificultades a la hora de manejar los grandes pliegos de papel donde figuran los detalles de la costa, las profundidades, las luces de los faros y otras informaciones necesarias para la navegación. Ahora, la instalación de un plóter con la cartografía conectada a un GPS permite al navegante conocer en todo momento su posición, punto en el que se basa toda la ciencia de la navegación: saber dónde está el barco, establecer la ruta y prever los peligros. Tan cómodo y fácil de manejar es el sistema, que cada vez son más los aficionados que prescinden de las cartas clásicas y se guían sólo por las indicaciones de la carta electrónica, desechando papel, compás de puntas, lápices y transportador: un vistazo a la pantalla y tira millas, sobre todo si uno va a motor y con prisa para tomarse una copa en Ibiza. El sueño de cualquier dominguero. 

Sin embargo, el mar es muy perro y siempre te la guarda. Además de los errores que contienen hasta las mejores cartas electrónicas –un estudio reciente de la revista francesa Voiles pone los pelos de punta–, una de las peores combinaciones náuticas es la de un GPS, un plóter, un piloto automático y un patrón estúpido que no asoma la cabeza por el tambucho para mirar alrededor al menos cada quince minutos: tiempo suficiente para que, por ejemplo, un mercante y una lancha que navegan a quince nudos con rumbos opuestos franqueen ocho millas de mar y se encuentren exactamente en el mismo lugar, o que una punta de tierra con restinga peligrosa en marea baja, que apenas se distinguía en la distancia, se encuentre de pronto bajo la quilla. Además, la electrónica falla, los pilotos automáticos se vuelven majaretas, los GPS están sujetos a averías o a errores de lectura. Y así, cada vez con más frecuencia, marinos de pastel, seguros de que para gobernar una embarcación basta con apretar botones, pasan apuros serios. Mientras que una carta de papel de toda la vida, una aguja magnética y cuatro reglas básicas, te llevan a cualquier sitio. Y si el barco es de vela, más. 

Pensaba en eso esta mañana, a causa de un asunto que, tal vez, algún simple creerá que nada tiene que ver con las cartas náuticas: aquella idiotez propuesta por algunos políticos aragoneses de que al escudo de Aragón se le quiten las cuatro cabezas de moros que ostenta desde la Edad Media. Afortunadamente la cosa no prosperó del todo, o de momento, pues creo que ese escudo deja de presidir el salón de plenos de las cortes regionales, sustituido por un grupo escultórico –del magnífico y llorado Pablo Serrano– hecho de círculos concéntricos que no llegan a cerrarse, que simbolizará, puesto allí, el espíritu del debate libre y democrático, etcétera. Dejo a juicio de cada cual aceptar que haya relación entre una cosa y otra: escudo de Aragón y cartas náuticas. Yo la estimo evidente. Cuando uno se sitúa ante una carta marina clásica –hace tiempo dediqué una novela al asunto y lo tengo muy claro–, resulta imposible sustraerse a la magia del papel impreso, a las líneas trazadas y a todas las fascinantes referencias que contiene. Durante siglos, hombres sabios y valerosos, conscientes de que los barcos se pierden menos en el mar que en la tierra, midieron, sondaron, dibujaron cada braza, cada perfil de costa. Nos advirtieron de los peligros, sumando sobre el papel la experiencia, el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha de quienes navegaron aquellos lugares difíciles y vivieron para contarlo. Una carta náutica de buen papel impreso, además de ser la referencia más segura, no se apaga con los fallos electrónicos, ni está sujeta a la moda o los caprichos aleatorios de la técnica moderna. No depende más que de la interpretación inteligente de su rico contenido: está ahí como estuvo siempre. Hace posible que el navegante no se limite a ir de un sitio a otro con prisas e irresponsabilidad, sino que recorra antes el camino con la imaginación; y después, mientras navega, que registre cada momento con la precisión y el gozo de quien transita derrotas que otros trazaron. Que navegue sobre su propia memoria, y de ella obtenga, heredado de quienes lo precedieron, el orgullo de sentirse marino. Se ha escrito que las cartas náuticas no son simples pliegos de papel, sino libros de Historia y novelas de aventuras. Hay que ser en extremo imbécil para renunciar a ellas. 

5 de marzo de 2006