domingo, 28 de mayo de 2006

Sobre gallegos y diccionarios

Resulta que el Bloque Nacionalista gallego presentó una proposición, de las llamadas no de ley, para que el Gobierno inste a la Real Academia Española a eliminar del diccionario dos significados percibidos como insultantes. En la quinta y sexta acepciones de la palabra gallego, una con marca de Costa Rica y otra de El Salvador, se precisa que ese gentilicio es utilizado allí con el significado de tonto (falto de entendimiento o de razón) y de tartamudo. Y como el partido político gallego estima que eso es un oprobio para Galicia, quiere que se obligue a la RAE a retirarlo. Esto demuestra que nadie en el Benegá reflexiona sobre la misión de los diccionarios. Descuido, diríamos. O quizá no es que no reflexionen, sino que no saben. Ignorancia, sería entonces la palabra. Aunque tal vez sepan, pero no les importe, o no entiendan. Se trataría, en tal caso, de demagogia y torpeza. Y cuando descuido, ignorancia, demagogia y torpeza se combinan en política, sucede que en ésta, como en la cárcel del pobre don Miguel de Cervantes, toda imbecilidad tiene su asiento. 

Al hacerse a sí misma y evolucionar durante siglos, cualquier lengua maneja valoraciones –a menudo simples prejuicios– compartidas por amplios grupos sociales. Eso incluye, por acumulación histórica, el sentido despectivo de ciertas palabras, habitual en todas las lenguas y presente en diccionarios que recogen el significado que esas palabras tienen en el mundo real. Por ello es tan importante el DRAE: porque se trata del instrumento de consulta –imperfecto como toda obra en evolución y revisión constantes– que mantiene común, comprensible, el español para quinientos millones de hispanohablantes. Quienes acuden a él buscan una guía viva de la lengua española en cualquier lugar donde ésta se hable. Refiriéndonos a gallego, si el DRAE escamoteara uno de sus usos habituales –por muy perverso que éste sea–, el diccionario no cumpliría la función para la que fue creado. Sería menos universal y más imperfecto. El prestigio de que goza el DRAE en el mundo hispánico no es capricho de un grupo de académicos que se reúnen los jueves. Veintidós academias hermanas lo mejoran y enriquecen con propuestas y debates –a veces enconados y apasionantes– a lo que se añaden millones de consultas y sugerencias recibidas por internet. En el caso de gallego, esas dos acepciones vinieron de las academias costarricense y salvadoreña. Y no podía ser de otro modo, pues el diccionario, al ser panhispánico, está obligado a dejar constancia de los usos generales, tanto españoles como americanos. Ni crea la lengua, ni puede ocultar la realidad que la lengua representa. Y desde luego, no está concebido para manipularla según los intereses políticos o socialmente correctos del momento, aunque ciertos partidos o colectivos se empeñen en ello. El DRAE realiza un esfuerzo constante por detectar y corregir las definiciones que, por razones históricas o de prejuicios sociales, resultan inútilmente ofensivas. Pero no puede borrar de un plumazo la memoria y la vida de las palabras. Retorcerlas fuera de sentido o de lógica, eliminar merienda de negros, gitanear, hacer el indio, judiada, punto filipino, mal francés, andaluzada, moro, charnego, etcétera, satisfaría a mucha gente de buena fe y a varios notorios cantamañanas; pero privaría de sentido a usos que, desde Cervantes hasta hoy, forman parte de nuestras herramientas léxicas habituales, por desafortunadas que sean. Por supuesto, el día que dejen de utilizarse, la RAE tendrá sumo placer, no en borrarlas del diccionario –los textos que las incluyen seguirán existiendo–, sino en añadirles la feliz abreviatura Desus.: Desusado. 

Una última precisión. Con leyes o sin ellas, el Gobierno español no tiene autoridad para cambiar ni una letra del DRAE. La Academia es una institución independiente, no sometida a la demagogia barata y la desvergüenza de los políticos de turno. Eso quedó demostrado –creo que ya lo mencioné alguna vez– cuando se negó a acatar el decreto franquista de privar de sus plazas a los académicos republicanos en el exilio, manteniéndolas hasta que sus titulares fallecieron o regresaron, muchos años después. Y aunque el dictador, como venganza, dejó a la institución en la miseria, retirándole toda ayuda económica, la RAE –incluso con académicos franquistas dentro– no se doblegó nunca. Así que ya puede calcular el Bloque Nacionalista gallego lo que afecta a la Real Academia Española su proposición al Gobierno. 

28 de mayo de 2006 

domingo, 21 de mayo de 2006

Despídanse del fuagrás

Si a usted le gusta el foie-gras –fuagrás para los amigos–, ya puede irse dando por jodido. Le aconsejo que, si tiene con qué pagarlo, se ponga hasta las trancas del producto, porque dentro de poco no podrá ni olerlo. En Chicago acaban de prohibirlo, gracias a un movimiento de defensa animal que aprieta mucho en Estados Unidos para que ese producto desaparezca de restaurantes y tiendas, bajo el argumento de que los grasientos y deliciosos hígados de patos, ocas y gansos se obtienen mediante el cruel engorde artificial de esos animales. El hecho es indiscutible, por otra parte. Cualquiera que sepa cómo se trinca por el gaznate a los bichos correspondientes y se les ceba, ahora además mediante cadenas de alimentación y procedimientos mecánicos, comprende que las pobres aves viven un mal rato. O un mal trago. Lo que pasa es que luego uno se sienta con una botella de vino, un bloque de foie-gras y unas tostadas, y qué quieren que les diga. Váyase una cosa por la otra. A fin de cuentas, nadie les dijo a los patos, ocas y gansos que la vida no fuese un valle de lágrimas. Aquí cada uno carga su cruz. 

De todas formas, se me ocurre que, antes que el foie-gras, lo que deberían prohibir en Chicago es fabricar automóviles que alcancen los doscientos cincuenta kilómetros por hora, por ejemplo. O que se incumpla el protocolo internacional contra la contaminación industrial. O que se cebe con bazofia a las pequeñas morsas bípedas que entran temblándoles las grasas en los restaurantes de comida basura. Aparte que, puestos a argumentar, tampoco los pollos, ni las terneras, ni los conejos, ni los cerdos de granja llevan una vida como para tirar cohetes. Como dicen en Mursia: o semos, o no semos. Pero en fin. A mí, la verdad, que prohíban el foie-gras en Chicago, en los Estados Unidos o en donde viva la progenitora B de los prohibidores, me importa un carajillo de anís del Mono. Allá cada cual con lo que come y lo que cría. Lo que pasa es que, en un mundo donde gracias a internet, y a la tele, y a la globalización, está científicamente probado que la soplapollez no conoce límites, tengo la certeza absoluta de que, muy pronto, graves voces se alzarán aquí argumentando que, atención, pregunta, cómo si los gringos prohíben el asunto, Europa tiene la poca vergüenza de permitir esa lacra gastronómica y social. Hasta creo que hay alguna organización que ya se dedica a eso: Higadillos de Ave Sin Fronteras, se llama. O algo así. No sea que otras materias nos hagan perder de vista lo importante: el foie-gras. Resulta intolerable eso del foie-gras. Lo de Iraq y lo del foie-gras es la hostia. 

Y en España, no les digo. Tiemble después de haber reído. Aquí no hay gobierno, ni ministro o ministra del ramo o la rama correspondiente, capaz de resistirse a las rentas y delicias de una buena, bonita y barata campaña de demagogia. Imagínense, dirán los estrategas de la cosa. Otra minoría feliz que llevarse a la urna por cuatro duros, con dos discursos y una ley. Imagino que a estas alturas ya andarán relamiéndose con la perspectiva de esos titulares de periódicos, de esos telediarios, de esas fotos y declaraciones. Siempre y cuando, claro, no madrugue la oposición, y el portavoz Acebes, para que esta vez no se lo pisen como lo del fumeteo, salga argumentando que ellos lo vieron antes, con el hígado de la gaviota del Pepé. Rediós. Ya imagino a esos portavoces y portavozas del gobierno, a esos titulares y titularas de Agricultura, manifestando con firmeza que tolerancia cero respecto al hígado de los patos. Y cada autonomía, a ver quién llega antes. Lo que ya no sé es cuánto tardaremos. Depende de nuestra fina clase política, de nuestra confederación de naciones nacionales y todo eso; pero les aseguro que, en cuanto se tercie, nos despediremos del foie-gras, tan fijo como yo de mis abuelas. El asunto, además, dará mucha vidilla política. Esos debates sobre foie-gras en el parlamento. Esos ciudadanos preguntándose unos a otros por la calle, ansiosos, qué pasa con las ocas y los gansos. Ese Gaspar Llamazares –adalid permanente de lo obvio y lo facilón– y esa Izquierda Unida Verde Manzana de Barrio Sésamo apuntándose, cómo no, a la causa avícola. Y así, después de tener a cincuenta millones de gilipollas durante unos cuantos meses pendientes del hígado de los patos, luego podremos seguir con el rabo de toro, con el lacón gallego, con el jamón ibérico, con la torteta de Huesca, con el conejo al ajillo y con la puta que nos parió. 

21 de mayo de 2006 

domingo, 14 de mayo de 2006

Aquí nadie sabe nada

Vaya por Dios. Ahora resulta que nadie sabía nada. Que todos estaban en la inopia, mirando hacia otro lado. Hacia cualquier lado, claro, que no fuera aquel donde no convenía mirar. Ahora van y dicen, mis primos, esos centenares y miles de primos que moran, trabajan y votan en los pueblos y ciudades de esa Costa del Sol, de esa Costa Blanca o de tantos y tantos lugares con o sin costa, que mientras toda esa peña de notorios sinvergüenzas robaba a mansalva sin distinción de ideología, lengua o bandera, se repartía cada ladrillo y cada metro cuadrado urbanizable o por urbanizar y se zampaba mariscadas maquinando cómo llevárselo muerto por la patilla, todo eso, cada chanchullo, cada chantaje, cada mordida, ocurría –y sigue ocurriendo– bajo sus napias sin que nadie, nunca, se percatara de ello. Sin que nadie se extrañase porque camareros o fulanos en el paro estuviesen, al cabo de pocos años, conduciendo cochazos de quince kilos y construyéndose casas de película entre campos de golf. Sin que a ninguno de tantos miles de ciudadanos honrados y honorables le pusiera la mosca tras la oreja el hecho probado de que, en cualquier ayuntamiento español, la concejalía de Cultura te cae sin que la pidas, mientras que por la de urbanismo, que es donde se mueve la mortadela, hay bofetadas y navajazos sin piedad. 

Vayan y pregúntenles. Me refiero a ellos, a los ciudadanos ejemplares que ahora mueven la cabeza y dicen hay que ver. Asombra lo poco que advertían el estado real de las cosas. Lo despistados que andaban con su buena fe entre tanto hijo de puta de ambos sexos. Me recuerdan, salvando las distancias –que en el fondo tampoco son muchas–, a todos esos buenos ciudadanos alemanes que, después de haber sacudido cada mañana, durante años, la ceniza de la ropa que tenían colgada a secar en el balcón, pusieron ojos como platos al enterarse, perdida la guerra, de que en las afueras de su puto pueblo había hornos crematorios. Me recuerdan también –salvando igualmente las distancias, faltaría más– a todos esos buenos ciudadanos vascos y vascas que después de tantos años tomándose los chiquitos a gusto, paseando el domingo con la familia y murmurando «algo habrá hecho» cuando se cruzaban con un fiambre o con alguien que hacía las maletas, mueven ahora la cabeza comentado «ya decía yo que las cosas terminarían arreglándose solas». Me recuerdan, en resumen, a toda esa buena y honrada gente que, como don Tancredo, nunca se entera de nada, nunca mueve un músculo, hasta que pasa el toro. Y luego, por supuesto, se indigna un huevo. Faltaría más. O se es persona o no se es. 

Pero es que, como digo, ellos no sabían nada. En un país de golfos donde quienes mandan de verdad no son los políticos –que ya sería una desgracia por sí misma–, sino los capitostes de la mafia del ladrillo con sus políticos a sueldo, todo cristo estaba en lo alto de un guindo. Y sigue estando, claro. De los escándalos ya conocidos o los cientos por conocer, nunca supo ni sabe nada el vendedor de coches de lujo que se frota las manos cada vez que don Fulano o don Mengano –antes del pelotazo, Fulanillo y Menganillo a secas– se dejan caer por el concesionario con los bolsillos abultados de fajos de billetes de quinientos euros, de esos que las autoridades económicas acaban de saber –los ciudadanos normales lo sabíamos desde hace mucho– que uno de cada cuatro, o más, circulan en España. No sabe nada el honrado comerciante que les vende los televisores y el deuvedé, ni el que les amuebla la casa, ni el que les instala los cuartos de baño con grifería de oro. No sabe nada el del vivero que les pone el césped, ni el tendero que les vende el caviar, ni quien consigue que, gracias a tal o cual favor o sumisión, su hijo, su cuñado o su nuera consigan curro en tal o cual sitio. Tampoco sabe nada el notario que se ocupa de sus contratos, ni el dueño del restaurante en cuyo reservado, a setecientos euros cada botella de gran reserva, se reúnen a comer con los socios y los amigos para recalificar esto o aquello. No sabe nada el empleado de la agencia que prepara los billetes para el safari, ni el del hotel que dispone la suite de costumbre. No saben nada el electricista, ni el fontanero, ni el panadero, ni la florista, ni el del kiosco que les vende el Marca, ni yo, ni usted, ni el vecino. Nada, oigan. En absoluto. Ninguno sabemos una puñetera mierda. Todos somos asquerosamente inocentes. 

14 de mayo de 2006 

domingo, 7 de mayo de 2006

Olor de guerra y otras gilipolleces

Lo malo que tiene eso de largar en entrevistas y cosas así, salvo que respondas con monosílabos o frases muy cortitas, es que, digas lo que digas, lo que se publicará depende de la capacidad del periodista que tienes enfrente para sintetizar respuestas. Raro es el que, a la hora de redactar su entrevista, utiliza una frase larga absolutamente literal. Y resulta lógico. Pocos entrevistados aportan un texto breve y contundente que resuma, en pocas líneas, la intensidad de la respuesta posible. Así que el periodista intenta condensar, resumir, ajustarse en lo posible al espíritu de lo que le dicen. Eso, naturalmente, requiere una cultura previa que permita comprender lo que se escucha, un talento para el oficio y una ética profesional. Por eso mismo, nadie en su sano juicio que tenga algo importante o delicado que decir, acepta una entrevista con alguien que maneje, como únicas herramientas, un bloc y un bolígrafo. En lo que a mí se refiere, sólo cuando conozco mucho al entrevistador accedo a entrevistas serias sin magnetófono de por medio. Fui meretriz antes que monja, a ver si me entienden. Conozco el percal. 

Aun así, por muchas precauciones que adoptes, siempre te la endiña alguien. Es inevitable, y alguna vez me referí a eso, en esta misma página, como daños colaterales. Hablar en público es ponerte en boca de otros: o callas, o te la juegas. Pero hay casos estremecedores. Sé de mucha gente en apuros al figurar, en titulares de prensa, cosas que nada tenían que ver con lo que dijeron. Y no siempre el culpable es el redactor. Un entrevistador riguroso, que suda tinta para ser fiel a lo que le confía su entrevistado, tiene un jefe de sección, un redactor jefe o un director que, por mil razones –prisas, sensacionalismo, descuido, mala leche– pueden titular de un modo u otro, alterando la verdad o cepillándosela para darle más garra al asunto. Conozco a escritores, actores, políticos y deportistas enemistados para siempre con compañeros de profesión o en graves aprietos por un titular infiel. Hay simplificaciones que son letales, y yo mismo fui objeto de ellas alguna vez, como todos. Mi favorita es la de cuando, tras una conferencia en la que dije que a veces era más reprobable moralmente el político infame que se beneficiaba del terrorismo que el terrorista propiamente dicho, ya que este último corría riesgos y el otro ninguno, un diario tituló, en primera página: «Pérez-Reverte prefiere un terrorista a un político»

Con mi última novela tuve oportunidad de ampliar la hemeroteca. Una revista publicó una entrevista en la que, entre otras cosas, yo decía que la guerra tiene un olor que se queda en la nariz y en la ropa y que tarda mucho en disiparse. Tanto debió de gustarle la idea al redactor jefe o al director, que, en un exceso de celo melodramático, decidieron titular en primera: «Llevo el olor de la guerra pegado a mi piel». Con lo cual, supongo que con toda la buena voluntad del mundo, me dejaron como un perfecto gilipollas. También hubo alguna carta al director –católicos ofendidos en lo más vivo– por una descontextualización de otro entrevistador, resumida en la frase «el humanismo cristiano ha hecho mucho daño», a palo seco, sin especificar que, innumerables bienes aparte, me refería al daño de persuadirnos de que los hombres tendemos a la perfección, al amor y a la bondad, dejándonos como corderos indefensos en manos de tanto lobo y tanto hijo de puta. 

De todos modos, la perla de mi última presentación novelera es de las que costarían la amistad de amigos y colegas, de no ser porque los amigos y colegas saben, por experiencia propia, con quién nos jugamos los cuartos. Durante una conferencia de prensa, un periodista preguntó si, en mi opinión, Marsé, Vargas Llosa o Javier Marías podrían haber escrito El pintor de batallas, mi última novela. Mi respuesta fue la única posible: con el mismo asunto, mis colegas –amigos, además– habrían escrito magníficas novelas, pero no ésta. Para escribirla así, añadí, necesitarían mi biografía, y cada cual tiene la suya. 

El comentario, recogido por una agencia de prensa, fue difundido correcta y literalmente; pero al día siguiente, un diario puso en mi boca, en titulares gordos: «Ni Marsé ni Vargas Llosa tienen mi biografía», otro precisó: «Vargas Llosa o Marías no habrían podido escribir esta novela», y un tercero, el premio Reverte me Alegro de Verte al tonto del culo de este año, tituló: «Vargas Llosa es incapaz de escribir esta novela»

7 de mayo de 2006 

lunes, 1 de mayo de 2006

Frailes de armar tomar

De vez en cuando me doy una vuelta por los viejos avisos y relaciones del siglo XVII, aquellas cartas u hojas impresas que, en la época, hacían las veces de periódicos, contando sucesos, hechos bélicos, noticias de la corte y cosas así. Con el tiempo he tenido la suerte de reunir una buena provisión en diversos formatos, y algunas tardes, sobre todo cuando tengo un episodio de Alatriste en perspectiva, suelo darles un repaso para coger tono y ambiente. Su lectura es sugestiva, a veces también desoladora –comprendes que ciertas cosas no han cambiado en cuatro siglos–, y en ocasiones muy divertida. Ése es el caso de una relación con la que di ayer. Está fechada en 1634, y se refiere a la peripecia de tres frailes mercedarios españoles que viajaban frente a la costa de Cerdeña. Me van a permitir que lo cuente, porque no tiene desperdicio. 

El barco era pequeño y franchute, llevaba rumbo a Villafranca de Nizo, y a bordo, además de los tres frailes españoles –Miguel de Ramasa, Andrés Coria y Eufemio Melis–, iban el patrón, cuatro marineros y cinco pasajeros. A pocas millas de la costa se les echó encima un bergantín turco –en aquel tiempo se llamaba así a todo corsario musulmán, berberiscos incluidos– haciendo señales de que amainasen vela. El patrón se dispuso a obedecer, argumentando que, siendo francés el barco, podrían negociar con los corsarios y seguir viaje a salvo. Pero los tres frailes, súbditos del rey de España, no veían las cosas con tanto optimismo. Ustedes se escapan de rositas, protestaron, pero nosotros vamos a pagar el pato. Por religiosos y por españoles, pasaremos el resto de nuestras vidas apaleando sardinas al remo de una galera, o cautivos en Argel o Turquía. Así que, de perdidos al río, resolvieron cenar con Cristo antes que en Constantinopla. Que el diálogo de civilizaciones, apuntaron, lo dialogue la madre que los parió. De manera que se remangaron las sotanas, se armaron como pudieron con cuatro chuzos, tres escopetas y tres espadas sin guarnición que había a bordo, y amotinándose contra los tripulantes del barco, los metieron con los cinco pasajeros encerrados bajo cubierta. Después pusieron trapos en torno a las espigas de las espadas para que sirvieran de empuñaduras, y se hicieron una especie de rodelas amarradas al brazo izquierdo con almohadas y cuerdas. Luego se arrodillaron en cubierta y rezaron cuanto sabían. Salve, regina, mater misericordiae. Etcétera. 

Ahora, háganme el favor y consideren despacio la escena, que tiene su puntito. Imaginen ese bergantín corsario de doce bancos que se acerca por barlovento. Imaginen a esos feroces turcos, o berberiscos, o lo que fueran –veintisiete, según detalla la relación–, amontonados en la proa y en la regala, blandiendo alfanjes y relamiéndose con la perspectiva, en plan tripulación del capitán Garfio. Imaginen la sonora rechifla del personal cuando se percata de que en la cubierta de la presa no hay más que tres frailes arrodillados y dándose golpes de pecho. Y en ésas, cuando los dos barcos están abarloados y los turcos se disponen a saltar al abordaje, los tres frailes –los supongo jóvenes, o cuajados y correosos, duros, muy de su tiempo– se levantan, largan una escopetada a quemarropa que pone a tres malos mirando a Triana, y luego, gritando como locos Santiago y cierra España, Jesucristo y María Santísima, o sea, llamando en su auxilio al santoral completo y al copón de Bullas, tras embrazar las almohadas como rodelas, se meten en la nave corsaria a mandoble limpio, acuchillando como fieras, dejando a los turcos con la boca abierta, perdón, oiga, vamos a ver, aquí hay un error, los que teníamos que abordar éramos nosotros. Con la cara del Coyote tras caerle encima la caja de caudales que tenía preparada para aplastar al Correcaminos. Y así, en ese plan, dejando la mansedumbre cristiana para días más adecuados, los frailes escabechan en tres minutos a doce malos, que se dice pronto, y otros cinco se tiran al agua, chof, chof, chof, chof, chof, y el resto, con varios heridos, pide cuartel y se rinde después de que fray Miguel Ramasa le atraviese el pecho con un chuzo al arráez corsario, «juntándose los dos tanto, que le alcançó el turco a morder en una mano, y acudiendo fray Andrés Coria le acabó de matar». Con dos cojones. 

Ocurrió el 21 de octubre de 1634, día de santa Úrsula y de las Once Mil –una más, una menos– Vírgenes. Y qué quieren que les diga. Me encantan esos tres frailes. 

30 de abril de 2006