domingo, 25 de noviembre de 2007

La estupidez también fusiló a Torrijos

Bueno, pues más vale tarde que nunca. Pero cuánto tiempo perdido, mientras tanto, y qué injusto olvido, y qué vergüenza. Con esto último me refiero al palmoteo de algunos charlatanes de la intelectualidad oficial tras la recuperación para el público, gracias a la magnífica ampliación del museo del Prado, de la gran pintura histórica que, durante mucho tiempo, esa misma gente contribuyó a que se mantuviera escamoteada, proscrita, marcada con el hierro infame de lo reaccionario, lo anticuado, lo casposo. Por culpa de la peña de soplacirios que en todo tiempo y época pretende secuestrar en beneficio propio la palabra ‘cultura’, varias generaciones de españoles se han educado lejos de una soberbia colección de obras maestras del siglo XIX, que se mostraban poco o nada y no se recomendaban en absoluto porque estaban mal vistas: menos a causa de su contenido político o histórico –ésa es la excusa de ahora– que por su hiperrealismo y factura clásica, monumental, tan opuestos al canon que las tendencias, los gustos impuestos por los mandarines de lo bello y periculto, dictaban como indiscutible hasta hace dos días. 

Es cierto que el franquismo, como hizo con tantas cosas, contaminó también con su mala índole, cinismo y fanfarria patriotera la pintura romántico-histórica del XIX, animándola además con un cine histórico que todavía hoy sonroja visionar. Aunque no hay mal que por bien no venga: gracias a tanta trompeta y banderazo, mi generación tuvo la oportunidad de familiarizarse con esa pintura en los libros del cole, donde El testamento de Isabel II, Juana la Loca o La campana de Huesca figuraban como ilustraciones. Pero su descrédito social posterior no responde sólo a causas políticas. En tal caso, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, que como símbolo de la vileza y el cainismo que España lleva en su puerca simiente es, en mi opinión, mucho más conmovedor y terrible que el Guernica de Picasso, no habría permanecido marginado durante treinta años de democracia. El desprecio con que la obra maestra de Antonio Gisbert y la pintura histórica en general han sido fusiladas durante buena parte del siglo XX, la ceja enarcada de tanto campanudo pontífice cultural ante esa clase de lienzos, insultados hasta el escupitajo con sus etiquetas de realistas, románticos o aburridamente clásicos –honor, amor, muerte y demás chorradas–, responden menos a razones ideológicas que a la artificial oposición clasicismo-modernidad mediante la que ciertos cantamañanas con voz y voto prohibían, a quien apreciaba una obra de Juan Gris o de Picasso, manifestar la misma admiración por Madrazo o por Vicente López. Era más un asunto de moda, de tendencia, de cátedra, de parcelita cultural, en suma, que de política. 

Y sin embargo, óiganlos estos días. O léanlos. Ahora que la ampliación del museo del Prado hace al fin justicia a Moreno Carbonero, a Emilio Sala, a Casado del Alisal o a Rosales, hisopándolos de modernidad, los mismos gilipollas que hasta ayer sonreían despectivos ante la simple mención de La expulsión de los judíos, El Cincinato o La rendición de Granada, sosteniendo sin pestañear que de Velázquez a Goya, de Goya sólo a Picasso y tiro porque me toca, se proclaman de pronto expertos entusiastas de una pintura que, por supuesto, conocen de toda la vida y que es –ha sido siempre, afirman impávidos– imprescindible. Y es que, en realidad, para esos charlatanes que nunca pierden ningún tren porque se suben a todos en marcha, capaces incluso, cuando averiguan por dónde irá la vía, de correr delante de la locomotora, no es cuestión de que la pintura histórico-romántica del XIX dignifique el nuevo museo del Prado. Es éste, o más bien su actualidad mediática, que les ofrece suculentos pastos en columnas, tertulias y suplementos culturales, lo que para ellos convierte en obra maestra cualquier cosa que se meta dentro: pintura histórica, grafitis del Metro o maceta con geranios. Y ahora, esos imperdonables oportunistas –los mismos que babean con Clint Eastwood, por ejemplo, después de treinta años llamándolo fascista– aplauden, graves y doctos, La muerte de Lucrecia o La lectura de Zorrilla con el turbio entusiasmo y sapiencia impostada del advenedizo dispuesto, no a hacerse perdonar o admitir, sino a imponerse arrogante, una vez más, sobre los honrados fieles de toda la vida. A los que, por supuesto, vienen dispuestos a dar lecciones. 

25 de noviembre de 2007 

domingo, 18 de noviembre de 2007

20, 15, 750

Veinte años en la calle, celebran hoy quienes desde hace quince me albergan. Y pues de aniversarios estamos, acabo de calcular que éste es mi artículo número setecientos cincuenta. En lo que a mí se refiere voy a ahorrarles a ustedes hacer balance extenso del asunto, porque hace casi un año, con motivo del número 1.000 de XLSemanal, ya dediqué folio y medio a contar por qué sigo aquí dando la brasa: porque me lo paso de muerte dando escopetazos –¿Acaso no se mata a los caballos?, novela de Horace McCoy llevada al cine bajo el título Danzad, danzad, malditos–, porque hay cartas entrañables de lectores que me obligarían a seguir frecuentando mi particular e imaginario bar de Lola aunque se me fueran las ganas, y porque la gente que me publica esta página ha demostrado con creces, durante esos largos y movidos quince años, una lealtad a toda prueba. Y cuando digo a toda prueba quiero decir exactamente eso: libertad en plan tú mismo y ahí está el Código Penal, y lealtad a prueba de damnificados vociferantes, publicitarios o anunciantes sedientos de sangre, políticos de Cómo Permitís Que Ese Cabrón, paletos de campanario, neohistoriadores de pesebre, falangistas de correaje, comisarios de checa de Bellas Artes, meapilas de Camino Verde Que Va a La Ermita, imbéciles de género y génera, y feminatas desaforadas con la pepitilla seca o hecha un lío. No sé si me explico. Ni si olvido algo. 

Lo que me gustaría hoy, ya puestos a dedicar esta página, como me han sugerido, a celebrar el cumpleaños feliz, es dedicar un saludo de agradecimiento a quienes trabajan en el envés de la trama, y también a los compañeros con quienes comparto, o compartí en tiempos pretéritos, el trabajo en esta revista dominical, colorín o como se llame. A estos últimos, los de ahora, los conocen ustedes, pues basta con pasar las páginas para encontrar sus nombres, incluido el del cartero que me sufre. Así que también se los ahorro. Resulta estupendo, gratificante y educativo compartir papel con casi todos, incluido Paulo Coelho, que pese a sus esfuerzos místicos no ha logrado todavía hacerme ver la luz; pero lo mismo cualquier día uno de sus artículos me enciende la bombilla y me voy al Tíbet. Nunca se sabe. Otros colegas ya no teclean aquí, pero con algunos llegué a pasar buenos ratos echando pan a los patos. No puedo olvidar, entre ellos, a Ángeles Caso, a Marina Mayoral, a Antonio Muñoz Molina y sobre todo a Javier Marías, el perro inglés con quien precisamente la vecindad de página fraguó una amistad pintoresca, singular, que perdura aunque cada uno de nosotros curre ahora en diferentes pastos. La mejor prueba de esa amistad reside en el hecho insólito de que, cuando yo escribo aquí un artículo que desagrada a alguien, las hostias se las lleva él. Lo que, dicho sea de paso, me encanta. Los amigos están para eso. Para buscarles la ruina. 

En cuanto al revés de la trama, como les decía, el agradecimiento es obligado. Si aquellos de ustedes a quienes apetece ver con qué se descuelga cada domingo el amigo –o no amigo– Reverte han podido hacerlo durante setecientas cincuenta semanas consecutivas, sin faltar ni una sola pese a viajes, vacaciones y demás, es porque un equipo de gente estupenda, algunos de cuyos nombres nunca aparecen impresos en estas páginas, se ocuparon de que así fuera. Profesionales rigurosos, lo mismo amigos fieles que mercenarios con pundonor profesional, todos ellos se mantuvieron en contacto por fax o internet para facilitarme los envíos, ajustaron textos, los administraron celosamente cuando llegaban cinco o diez de golpe porque yo pensaba desaparecer una temporada, detectaron erratas por mí inadvertidas, las corrigieron in extremis cuando los telefoneaba para decir: oye, acabo de acordarme de que en la línea tal he escrito ‘subnormal’ con uve. Y cosas así. De esa fiel infantería anónima no olvido ni a los que se fueron ni a los que están: Antonio José, Mercedes Baztán, Rufi, Juan José Esteban y los demás. Buenos chicos, magníficos periodistas. Sin ellos, esta página sería imposible. 

Y, bueno. Eso es más o menos lo que quería apuntar hoy: que dos décadas son edad honorable, digna de ser celebrada. En cuanto a la tarta de cumpleaños, decir que ojalá dentro de otros veinte años sigamos viéndonos todos aquí, juntos y con mecheritos en alto, me parece una gilipollez. Así que no lo digo. Yo, desde luego, no tengo la menor intención de acudir a la cita. Ni a ésa, ni a ninguna otra. Eso no es obstáculo, u óbice, para desear que XLSemanal, o como diablos se llame para entonces –ya saben, toda esa murga de la renovación periódica y el diseño–, doble con absoluta felicidad la edad venerable que hoy festeja. Es un honor escribir aquí. Palabra. 

18 de noviembre de 2007 

domingo, 11 de noviembre de 2007

Fantasmas entre páginas

No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema –«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo– que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste. 

Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre. 

Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar. 

Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan. 

11 de noviembre de 2007 

domingo, 4 de noviembre de 2007

La moneda de plata y el Tigre del Norte

Pongo la moneda de plata encima de la mesa y Jorge Hernández la mira sin comprender al principio. «Te la debo desde hace dos siglos y medio», digo. Jorge la agarra y la estudia, aún desconcertado, dándole vueltas entre los dedos. Es una pieza de ocho reales, de plata mejicana, acuñada en 1769. «Ya es hora de que vuelva a su dueño», aclaro. Entonces Jorge, al fin, comprende y sonríe. Híjole. La plata de Tasco, o de por allí. Me da un abrazo. «Será muy valiosa», dice. Yo me encojo de hombros. «De ti depende –respondo–. Vale lo que tú quieras que valga». 

Estamos comiendo en un restaurante de Madrid. A Jorge no se le nota huella ninguna de las cuatro horas que pasó anoche en un escenario de Madrid, con sus hermanos pequeños, los Tigres del Norte: el grupo norteño más famoso del mundo, pionero del narcocorrido y de la canción social de la frontera, cuya inmortal Contrabando y traición –la historia de Camelia la Tejana– empezó un género musical que hoy es cumbre del folklore mejicano, fenómeno cultural capaz de conseguir que Jorge y sus hermanos llenen de público el Estadio Azteca, o congreguen en sus conciertos al aire libre a cien mil personas que corean sus canciones porque las saben de memoria. Yo también las coreé anoche en Madrid. Estuve entre el público, a mis años y con la mili que llevo a cuestas, gritando «Sinaloa» en las pausas musicales, voceando la letra de Pacas de a kilo, de Jefe de Jefes, La reina del Sur, La mesera o Somos americanos, entre los aficionados españoles y la comunidad de México en Madrid, algunos de cuyos miembros vestían, para la ocasión, sombreros y botas de piel de iguana, y agitaban banderas de su país, emocionados hasta la locura cuando Jorge, con su acordeón, sombrero alzado en la mano, cantaba aquello de: «Indios de dos continentes / mezclados con español / somos más americanos / que el hijo de anglosajón»

Me gusta escuchar a Jorge –es muy inteligente y narra como nadie, por eso canta novelas de tres minutos– cuando confirma, con el tono sencillo de la buena gente de su tierra, que pese a treinta años de éxitos y dinero no ha olvidado su infancia de niño pobre en Rosa Morada, Sinaloa, donde empezaba el colegio el 20 de septiembre porque el 15 sólo iban los chamacos que podían pagarse el uniforme. Cuando cuenta cómo aprendió a tocar el acordeón buscando en él las notas que hacía sonar en la guitarra. Cuando recuerda que empezó a cantar con ocho o nueve años por cantinas y burdeles, a veinticinco centavos canción, entre mesas manchadas de mezcal y tequila donde borrachos y putas fueron su primer público –ellas lo escondían bajo sus faldas cuando llegaba la policía–, hasta que una serie de azares y coincidencias lo pusieron en el camino que había de llevarlo al éxito de masas, a vender millones de discos y a ser imitado hasta la exageración por cientos de grupos norteños –algunos también excelentes– que fueron naciendo al socaire de los Tigres cuando éstos se convirtieron en maestros indiscutibles del género. Y mientras observo a Jorge Hernández comer despacio y mojar apenas los labios en la copa de vino, considero lo singular que resulta encontrar a alguien tan leal todavía a lo que en otro tiempo fue, incluido el niño que cantaba en las cantinas, y que aún pueda reconocerse ese niño en el hombre que ahora, en el escenario, bajo los focos, conserva la humilde calidez humana que permite a una superestrella del folklore mejicano convertir su trabajo en espectáculo de comunión con un público enfervorizado, que sube al escenario a hacerse fotos con sus ídolos, mientras éstos recogen, obedientes, cada uno de los papelitos con peticiones que les entregan en pleno concierto, las leen en alto sin dejar de tocar y cantar, y procuran satisfacerlas. «Con mucho gusto, Carga ladeada, cómo no… Para ustedes, con nuestro cariño, La puerta negra, claro que sí… Con mucho gusto, También las mujeres pueden.» 

«Ha sido un largo camino, Jorge.» Se me queda mirando y asiente, dándole vueltas entre los dedos a la moneda de 1769. «Largo y pagándolo todo –responde–. Sin más deuda que con mis amigos.» «Y con el público», apunto yo. «De él hablo –responde, suave– cuando digo mis amigos». Después, los dos echamos un vistazo a los periódicos, que traen fotos a toda página del concierto de anoche, y Jorge pone, sonriente, el dedo sobre unas líneas de un artículo: «Interpretaron la mítica Reina del Sur, inspirada en una narcotraficante real, canción de la que Pérez-Reverte tomó algunas ideas para su novela». «No te molestará, ¿verdad?», comenta. Muevo la cabeza, y sonrío, feliz. «¿Molestarme? Todo lo contrario, amigo. Me encanta. Así es como se construyen las leyendas». 

4 de noviembre de 2007