domingo, 22 de febrero de 2009

Esos meteorólogos malditos

Decía Joseph Conrad que la mayor virtud de un buen marino es una saludable incertidumbre. Después de quince años navegando como patrón de un velero, y con la responsabilidad que a veces eso te echa encima -el barco, tu pellejo y el de otros-, no sé si soy buen marino o no; pero lo cierto es que no me fío ni del color de mi sombra. Eso incluye la meteorología. Y no porque sea una ciencia inexacta, sino porque la experiencia demuestra que, en momentos y lugares determinados, la más rigurosa predicción es relativa. Nadie puede prever de lo que son capaces un estrechamiento de isobaras, una caída de cinco milibares o el efecto de un viento de treinta nudos al doblar un cabo o embocar un estrecho. Pese a todo, o precisamente a causa de eso, siento un gran respeto por los meteorólogos. Buena parte del tiempo que paso en el mar lo hago en tensión continua: mirando el barómetro, atento al canal de radio correspondiente con libreta y lápiz a mano, o sentado ante el ordenador de la mesa de cartas, consultando las previsiones meteorológicas oficiales e intentando establecer las propias. Hace años las completaba con llamadas telefónicas a los viejos compañeros de la tele -mis queridos Maldonado y Paco Montes de Oca-, que me ponían al corriente de lo que podía esperar. Los medios de predicción son ahora muchos y accesibles. España, que cuenta con un excelente servicio de ámbito nacional, carece sin embargo de cauces eficaces de información meteorológica marina: sus boletines públicos son pocos y se actualizan despacio, y su presentación en Internet es deficiente. Por suerte, funcionan páginas de servicios franceses, ingleses e italianos, entre otros, que permiten completar muy bien el panorama. Para quien se preocupa de buscarla, hay disponible una información meteorológica marina -o terrestre, en su caso- bastante razonable. O muy buena, en realidad. 

Debo algunos malos ratos a los meteorólogos. Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas. Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria. Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud. Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora. Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo. Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas -un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre-, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana. 

Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común. Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros. Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera. Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados -desde hace siglos- La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio. 

22 de febrero de 2009 

domingo, 15 de febrero de 2009

Películas de guerra

Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos -somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas- acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes -José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa-, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar -los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas-, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida. 

Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable. Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger -los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee-; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos. 

De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo -tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi-, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas -John Wayne como sargento de marines-, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren -con Burt Lancaster, obra maestra- o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África. Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana -ésta de hace muy poco, y buenísima- Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre

No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles -Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal-, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje -Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán- sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla. En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable. 

Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.

15 de febrero de 2009


domingo, 8 de febrero de 2009

Daniela en Picassent

Hay un asunto reciente por el que casi todo cristo ha pasado de puntillas: el estriptís, o como se escriba, de Picassent. Me refiero a la pava -Daniela, se llama- que hace unas semanas se marcó un baile porno ante los presos de los módulos 8 y 10 del talego valenciano, animándoles las fiestas. El sindicato de funcionarios de prisiones protestó en un comunicado, el director se disculpó, y las autoridades diversas mostraron su desagrado. Imagino que los boquis de turno, sobre todo, debieron de pasar un mal rato entre doscientos jambos -lo mejor de cada casa- aullando sentimientos e intenciones mientras Daniela, que dicho sea de paso es un poco ordinaria pero goza de anatomía poderosa, se untaba con leche condensada y al final se quitaba el tanga. 

Hasta ahí todo normal, a mi juicio. Un error de cálculo. Una metida de pata, acabar el espectáculo de variedades con el número de la cabra. El maco es lo que es. Por eso, precisamente, pidió luego disculpas el director. Lo que pasa es que, como suele ocurrir, al hilo de la marejadilla no han tardado en surgir las voces habituales llevando el asunto algo más lejos. Entre el público había violadores y maltratadores, dicen unos. Violencia ética y moral, afirman otros. Pudo acabar en motín, aventuran los imaginativos. Y no falta quien lleva la cosa al terreno de la dignidad pisoteada de la mujer, mero objeto de deseo y demás parafernalia. Como Izquierda Unida, por ejemplo, uno de cuyos portavoces, original que te rilas, calificó el asunto de «machista y denigrante». Todo eso está bien, supongo. Cada cual tiene sus ideas sobre tetas exhibidas en público: desde la moza que decide ganarse así la vida -a veces es lo único que tiene para ganársela- hasta quien, desde el otro lado de la barrera y el status, cree que esas cosas rebajan a las señoras, y también a las que no lo son. Eso, sin contar las ideas particulares de los presos de Picassent, a quienes sin duda, enchiquerados entre añoranzas y acercanzas, el recuerdo del espectáculo danielesco puede llegar a serles eficazmente útil, supongo, en sus largas veladas invernales. 

Es una pena, sin embargo, que el habitual coro de valores éticos y morales pisoteados no las piase con la misma justa e insobornable cólera cuando unos días antes, en atención al público femenino del mismo talego, un fulano llamado Rafa -gemelo de un tal Dinio, famoso por haberle currado la bisectriz a Marujita Díaz, Sara Montiel o alguna de esas damas-, hizo exactamente lo mismo, o casi: despelotarse con música. Lo que pasa es que ese Rafa es pavo, y no pava. Y cuando, al final de un espectáculo similar, se quitó la camiseta y las presas se pusieron calientes -porque también las señoras se calientan, como todo el mundo- y lo manosearon un buen rato, ni al sindicato de boquis talegueros, ni a la Federación de Mujeres Progresistas, ni a la Federación de Hombres Progresistos, se les ocurrió decir que el espectáculo, feminista y denigrante, maculaba la dignidad del varón Dandy convirtiéndolo en torpe objeto de deseo. Con lo cual, doscientas presas aullando calientes como perras -valga el tropo- componen un paisaje digno, tolerable, comprensible y divertido, mientras que doscientos presos aullando calientes como perros -aquí nadie me discutirá el tropo- es sucio, envilecedor, machista y, como casi todo, fascista. No te fastidia. 

En fin. Hay quien piensa que una cárcel debe ser siempre una cárcel, que los presos están allí para cumplir lo que les toque, que la sociedad que los encerró para resguardarse de ellos no tiene por qué animarles las fiestas con espectáculos, y que si los reclusos quieren jarana, que la organicen ellos. Ése me parece un punto de vista igual de respetable que cualquier otro, porque la vieja idea del talego como lugar de injusticia e inocencia avasallada, a lo Dickens, hace tiempo que no funciona más que para los demagogos y los tontos. En los tiempos que corren -y en los que van a correr, ni les cuento-, las cárceles, con excepciones razonables, están pobladas por una importante cantidad de hijos de puta. Ahora bien: puestos a que sí o a que no, a dar cariñito a los presos solazándolos con algo que de verdad los motive, el espectáculo de una torda o un tordo arrimándoles la candela de la que carecen no es, para los que están dentro, ninguna tontería. Lo agradecen mucho, y cuanto más bajuno, mejor. Aquello no es el Palace. Si yo mismo tuviera que comerme diez años en Picassent, o en donde fuera, y por Navidad y Año Nuevo me dieran a elegir, agradecería mucho más una Daniela con o sin tanga -a ser posible, sin- que la filarmónica de Viena tocando en el patio o un portal de Belén animado con pastorcillas, pastorcillos y el niño Jesús, fun, fun, fun, metidito entre pajas. Como dice un viejo y querido amigo con el que ayer comentaba esto: «Ojalá en los siete años que me zampé a pulso hubiera tenido algo así para tocar la zambomba». 

8 de febrero de 2009 

domingo, 1 de febrero de 2009

Amor bajo cero

Los llamaremos Paco y Otti. Fueron amigos míos hace mucho tiempo, y no sé qué será hoy de sus vidas. Los recordé anoche, cenando con otros amigos a los que, al hilo de diversas cosas, conté su peripecia. Y mientras lo hacía, caí en la cuenta de que se trata de una de las más pintorescas historias de amor de las que tengo noticia, y que nunca la he contado por escrito. Lo mismo les apetece leerla hoy a ustedes. Ya me dirán. 

Primero, situémonos. Marbella, final de los años sesenta. Otti es una guía turística finlandesa, rubia y escultural, que pastorea a un grupo de guiris. La noche antes de regresar a Helsinki, se va de marcha y en una discoteca conoce a Paco. A él también lo pueden imaginar sin esfuerzo: moreno, guapo aunque bajito y un poquillo tripón. Chico de buena familia y sin un duro, que toca la guitarra por los bares. Simpático, golfete y con una cara dura absoluta, muy española. La noche sigue como resulta fácil imaginar: apartamento de Paco, un par de canutos, mucha guitarra y una dura campaña entre sábanas arrugadas, toda la noche dale que te pego, hasta que, ya amaneciendo, ella le da un beso, se despide sonriente y se larga al aeropuerto. Fin del primer acto. 

Mientras Otti vuela de regreso a su tierra, Paco se queda en la cama, pensando, y concluye que se ha enamorado como un becerro. Necesita volver a verla, pero hay un par de problemas. Por una parte, ella no tiene previsto volver a Marbella. Por la otra, él no tiene un duro. Y para rematar la cosa, no sabe de la finlandesa sino su nombre y apellido -supongamos que éste es Kaukonen-. Ni una dirección, ni un teléfono. Nada. Pero como digo, está enamorado hasta las trancas. Y tiene veintiocho años. Así que se levanta de la cama, vende su Seat 124, le pega un sablazo a un amigo -doy fe de que era su especialidad-, compra un billete de avión -sólo tiene dinero para pagar el viaje de ida- y coge el primer vuelo a Helsinki, vía Londres. Aterriza allí un viernes a las cinco de la tarde, con su guitarra y ciento quince dólares en el bolsillo. Ya es de noche y hace un frío que pela. En el mismo aeropuerto, cambia dólares por moneda local, se mete en una cabina, coge una guía telefónica y busca el apellido Kaukonen. Hay como veinte, así que lo toma con calma. Ring, ring. «Hola, buenas. Ai am Paco. ¿Otti is dere?» Cuando va por el decimosexto Kaukonen, y a punto ya de acabársele las monedas, localiza a un fulano que conoce a la pava. Es su tío paterno. Otti no tiene teléfono, le dice el otro, o no lo conozco. Tampoco vive en Helsinki, sino en Hyvinkaa, que está a cincuenta kilómetros. Y le da la dirección. Sillanpaa número 34, una casita de madera. No tiene pérdida. 

Con sus últimos dólares, Paco compra una botella de vodka, coge un taxi hasta Hyvinkaa, se baja con su guitarra en el 34 de la calle Sillanpaa y llama a la puerta. Nadie. Ya son casi las diez de la noche y el frío parte las piedras. Desesperado, se sube el cuello del chaquetón y se acurruca en el portal, calentándose con el vodka. A las once y cuarto, un coche se detiene ante la casa. Es Otti, y la trae su novio Johan, en cuya casa ha pasado la tarde. Ella se baja del coche, camina unos pasos y se para en seco al ver a Paco sentado en el portal, con media botella de vodka vacía en una mano y la guitarra apoyada en la puerta. Estupefacta. Cuando al fin recobra el habla, exclama: «¡Paco!...». «¿Qué haces aquí?» Y él, temblándole los labios azules de frío, la mira a los ojos y dice: «He venido a casarme contigo». Con dos cojones. 

Ahora háganse cargo de la psicología de la pava. Finlandesa, o sea. La tierra de la alegría y los hombres apasionados, risueños y con una gracia contando chistes que te partes. Y en ésas aparece allí, con su guitarra y quemando las naves, un fulano bajito, moreno y simpático que la tuvo en Marbella toda una noche dale que te pego, despierta y gritando: «Oh-yes, oh-yes, oh-yes» mientras él, sudando la gota gorda, decía: «Que sí, mujer. Te oigo, te oigo». Y claro. Pasando mucho del novio, que mira pasmado desde el coche, Otti se tira encima del visitante y se lo come a besos y lametones. Y lo mete adentro. Y los dos tardan cuatro días y varias botellas de Suomuurain y Mesimarja, además de la media de vodka que quedaba, en salir de la cama, con los vecinos asomados a la ventana para averiguar de dónde proceden esos alaridos inhumanos. Y después de muchas peripecias -Paco tocando la guitarra por los restaurantes de allí-, vienen a España, se casan y tienen dos cachorros rubios, Kristina y Alexis, con pinta de vikingos. 

Pondremos aquí el colorín colorado. Lo que sigue, quince años de convivencia de Otti y Paco, no termina del todo bien. Los años pasan, cambian a la gente. Nos cambian a todos. Hoy Otti vive otra vez en Finlandia. En cuanto a Paco, hace mucho tiempo que no sé nada de él. Pero hubo un momento en que fueron mis amigos y pude compartir un poco de su historia. La más simpática historia de amor que conocí nunca. 

1 de febrero de 2009