domingo, 10 de octubre de 1993

Las postales de Mostar


Ocurrió en Mostar, una de esas mañanas tranquilas en que hasta los más canallas se cansan de darle al gatillo y entonces, como un milagro, durante unas horas dejan de caer bombas. Cada vez que eso ocurre, el silencio se extiende como algo extraño, inusual, y entre las ruinas que bordean la calle principal de la ciudad emergen sucios y pálidos fantasmas que se mueven sin rumbo fijo junto a los escombros de las que fueron sus casas. Desde hace meses viven en los sótanos sin comida ni luz, bebiendo agua contaminada que, en los momentos de calma, recogen del Neretva. Cuando los bombardeos cesan durante un rato, se les ve asomar entre las derruidas escaleras que vienen del subsuelo, igual que topos parpadeando ante la luz exterior de la que desconfían y bajo la que dudan en aventurarse. Por fin uno de ellos, una mujer desesperada cuyos hijos se hacinan en el miserable refugio, reúne valor suficiente y sale a la calle, en busca de algo de comida que llevarles, con un patético recipiente de plástico que espera llenar con agua sucia del río. Poco a poco, la calle principal de Mostar se llena de otros espectros como ella, escuálidos y exhaustos.

Era una mañana de ésas en Mostar, con el sol tibio recortando los esqueletos ennegrecidos de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, a piedra y madera quemadas, cenizas y materia orgánica -basura, animales, seres humanos-pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho tiempo que te has ido. Era una de esas mañanas sin muerte inmediata, y durante unas horas la expresión de la gente que se movía por la calle no era de temor, sino sólo de cansancio, con esa mirada vacía y distante que se les queda a quienes viven, día tras día, en la antesala del infierno.

Era uno de esos días en que la guadaña, embotada, descansa mientras la afilan de nuevo, y tú estabas sentado en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con ese consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista, y llevar en el bolsillo un billete de avión que, tarde o temprano, te permitirá decir basta y largarte de allí. Era un día de ésos, y tú pensabas escribir este artículo sabiendo de antemano que podrías teclear durante horas, días y meses seguidos, sin parar, y nunca lograrías transmitir, a quien te leyera, el inmenso desconsuelo y la soledad que sentiste momentos antes, visitando las ruinas de una casa abandonada, destrozada por las bombas, en cuyo salón de muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla, estaban por el suelo, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia, docenas de fotos de un álbum familiar. Una pareja joven que se abraza sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven y guapa, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde reconoces a los niños, al anciano y a la mujer de los ojos tristes mientras te preguntas dónde están todos ellos y cuántos sueños, cuánto amor y cuántas ilusiones deshechas, asesinadas, yacen ahora en esas fotos ajadas y sucias, entre las cenizas que manchan tus botas al caminar sobre ellas evitando pisarlas como quien evita pisar la losa de un sepulcro.

Era -es- un día de ésos. Y tú estás sentado entre los escombros del portal pensando en las fotos. Y entonces llega un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano que camina despacio, con dificultad, y se sienta a tu lado a descansar un momento. Tiene el pelo gris y va sin afeitar, con barba de cuatro o cinco días. En las manos sostiene un pequeño mazo de tarjetas postales, y al principio crees que pretende cambiártelas por un cigarrillo o una lata de conservas, pero pronto descubres que no es así. Habla un poco italiano, y al cabo de un instante desgrana su historia, que tampoco es una historia original: un hijo desaparecido, una mujer inválida en un sótano, la casa en el otro sector de la ciudad, perdida para siempre. Te caen bien su gesto resignado y la dignidad con que relata sus desdichas. Después te enseña las postales, una a una. Postales manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar, antes. Mira qué hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Kaputt, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad...? El anciano señala al otro lado del río. Estaba allí, en esa parte. Vieja de cinco siglos, mírala en la postal. Ya no existe, no queda nada.

Por fin suspira, se levanta y, antes de alejarse, reordena cuidadosamente, con extraordinaria ternura, ese mazo de postales que es cuanto le queda de su ciudad y de su memoria.

-¡Barbari! -murmura-. ¡Nema historia! Y aún reúne valor suficiente para esbozar una sonrisa.

10 de octubre de 1993

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