domingo, 3 de octubre de 1993

Los últimos artistas


Son los dinosaurios de una era en extinción. Algo así como los últimos de Filipinas en versión nacional y castiza. Se los puede uno encontrar hacia el mediodía, a la hora del aperitivo, en cualquier bar de esos baratos que hay cerca de las plazas de toros, las estaciones de ferrocarril y los muelles de los puertos de mar, con restos de gambas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra de zinc, entre fulanos que venden lotería, bidones de cerveza a presión, tapas del día anterior y moscas de toda la vida. A menudo van vestidos con excesiva corrección para los tiempos que corren, incluso con cierta elegancia entre hortera y tierna. Se les reconoce, con frecuencia, por su forma de beberse el vino o el botellín mientras echan un tranquilo vistazo alrededor, con la discreta y atenta mirada del cazador profesional al acecho, como ellos dicen, de un julai al que darle la castaña, o de un policía -un madero- de cuya trayectoria hay que apartarse discreta y rápidamente, como quien no quiere la cosa.

Sus fotos y huellas dactilares están en los archivos de todas las comisarías: piqueros, trileros, timadores, expertos en colocar el anillo de oro chungo que esconden en un pañuelo. Tipos capaces de darle todavía, a estas alturas, el tocomocho al patán sin escrúpulos o a la jubilada ambiciosa. Son la aristocracia de la vieja España cutre, ahora circunscrita a las películas en blanco y negro de Pepe Isbert y Tony Leblanc. Tramposos que ejercieron, con virtuosismo y cierta peculiar ética, un oficio que ahora se extingue esa forma de buscarse la vida cuyo secreto se basaba en vocación, dotes naturales, habilidades, experiencia y cara dura. Algunos de ellos, los mejores, llegaron a ser clásicos en la vida entre sus pares, como Luisa, alias Celia -era clavadita a Celia Gámez-, que inventó el beso del sueño hace cuarenta años, cuando narcotizaba a sus conquistas para aligerarles la cartera en las pensiones de las Ramblas. O Pepe el de la Venta, especialista en hacerse pasar por apoderado de toreros famosos, que dejaba pufos de miles de duros en los hoteles baratos. O el legendario Paco El Muelas, hoy jubilado en Burgos, que además de inventar el timo del telémetro fue autor de la más espectacular y limpia obra de arte que recogen los archivos policiales: la venta de un tranvía municipal, el 1001, a un paleto forrado de pasta que quería invertir en Madrid.

Eran otros tiempos. Hoy, los paletos conducen Mercedes y Audis y Bemeuves, son diputados o concejales de Cultura, y son ellos los que tienen peligro y te dan el tocomocho a poco que te descuides. En cuanto a los timadores de antaño, su edad media se establece ya, como en las reservas apaches, sobre los cincuenta años. Las generaciones jóvenes carecen de paciencia para aprender cómo utilizar el pico -dedos índice y medio- para hacerse con la cartera, o cómo abordar a un matrimonio portorriqueño en la plaza del Callao o las Ramblas de Barcelona y convencerlos para que se jueguen cinco mil duros a los triles o los inviertan en estampitas. Ahora, se lamentan los artistas finos, cualquier yonki hecho polvo, cualquier inmigrante ilegal en paro, puede dar un tirón o una siria en una esquina y hacérselo mejor que un timador o un carterista honrados de toda la vida en una tarde de trabajar la feria de Sevilla o la cola de un cine de Valencia. Asco de tiempo en que la violencia es más rentable que la habilidad, el pundonor profesional y la vergüenza torera, y donde la chuli, el fusko y la recorta son herramientas de trabajo más rápidas y eficaces que los dedos hábiles y el talento.

Muy lejos están, se lamentan los clásicos cuando los invitas a una caña, aquellos filigranas capaces de quitarle las herraduras a un caballo al galope. Esos años heroicos en que Amalia La Verderona cobraba cinco duros por matricularse en su pintoresca academia de Chamberi, donde impartía clases a niños para hacerse los subnormales en el tocomocho, o practicar de piqueros con un maniquí lleno de cascabeles que sonaba al primer error. Ahora no hay lugar para eso, y resulta más cómodo un navajazo entre dosis y sobredosis, en un cajero automático. Y es que, como dice Paco el de la Venta, que fue watermanista -ladrón de estilográficas-, timador con relojes chungos y trilero, «ya no se respeta ni lo más sagrao».

A veces uno paga unas cañas y los escucha en silencio mientras desgranan el rosario de sus recuerdos y sus nostalgias, viejos triunfos que rememoran con sonrisa contenida y chulesca, orgullo legítimo por lo que fueron y ya no son. Están acabados y lo saben, porque nada tiene que ver este mundo con aquel otro que conocieron. Sin embargo ahí siguen, manteniendo el tipo acodados en la barra, fumando rubio al acecho de un incauto que todavía entre a por uvas y les devuelva fugazmente su talento y su autoestima. En esas tascas de barrio convertidas en trincheras donde libran su última batalla contra el tiempo, condenados a extinguirse, fieles a sus retorcidos códigos de honor y de conducta, incapaces de adaptarse y sobrevivir. Sin seguridad social a la que nunca cotizaron, con hijos enganchados a la droga y las mujeres que los desprecian en su fracaso. Lamentando haberse equivocado en la vida porque el timo, la estafa chachi que pudo jubilarlos para toda la vida, no se ejecuta dando el careto en la calle con talento y sangre fría, sino en los despachos de los bancos y transfugándose en las listas electorales, con corbata y una estilográfica. Pero esa lección la aprendieron demasiado tarde.

3 de octubre de 1993

2 comentarios:

Anónimo dijo...

perdona puedes explicarme de que habla este articulo?no he entendido bien

Migmun dijo...

De cómo se ha perdido el "arte" hasta entre los timadores o ladrones.
Mientras que antes se lo "curraban" con destreza o imaginación (la típica estampa de las películas de los años 50-60), ahora te roban con una navaja en la mano y el mono en el cuerpo o directamente desde el despacho de algún cargo político.
Un saludo