domingo, 10 de abril de 1994

El filo de la navaja


Tuvo que ser la pera. Y confieso que al principio no lo comprendía. En el colegio, cuando estudiaba Historia de España, y más tarde como lector adulto, siempre me acerqué desconcertado a los vaivenes y querellas internas que salpican -pleitos, contiendas civiles, sangre de amigos y vecinos- nuestros siglos de existencia. Al tierno infante que yo era le resultaba odioso y extraordinario que, por un quítame allá esos agravios, el tal Don Julián le abriese a los moros la puerta de atrás para reventar al rey don Rodrigo y, de paso, poner la Península patas arriba. Me escamaba tanto antiguo castillo demolido, no por los enemigos, sino por orden del rey. Y me extrañaba mucho que jefes y capitanes con nombres sonoros, gentes ilustres que habían dado a la Corona tierras, riquezas y gloria, terminasen acuchillándose entre sí allá en las Indias, cuando no arcabuceados por la espalda o ahorcados por sus propios monarcas.

Pero después uno se hace mayor y comprende. Igual que la Historia esclarece el presente, también nuestro presente explica los sucesos del pasado. Basta echar un vistazo alrededor, leer los diarios, escuchar las tertulias de la radio, tender un poco la oreja en la calle, en la oficina, para captar las claves del asunto. Hemos sido lo que somos, y también somos lo que fuimos, en este país donde el pecado capital no es el orgullo, ni la pereza -erraban los turistas románticos- , sino la envidia y su brazo armado, la maledicencia. En este país donde, para el sol, es pura rutina perfilar la sombra de Caín. En este país que se reconoce no en los lienzos de Velázquez sino en los de Goya, donde las espadas siempre terminan fundiéndose para forjar navajas cachicuernas. En este país que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda dos, y donde lo grave no es el insulto, la descalificación o la calumnia, sino la cantidad de hijos de puta que se lanzan sobre ello como una jauría, encantados de que pudiera ser cierto.

Si a todo eso sumamos, amén los correveidiles y los parásitos que viven de mirar, el hecho de que nuestra cepa abunde en noventa y nueve Sanchopanzas por cada Quijote que alumbra, vemos perfilarse claro el panorama. A esa luz puede uno, con los años, entender muchas cosas. Desde Viriato acuchillado en su tienda por los capitanes vendidos a Roma -y seguro que el oro fue lo de menos en el asunto- hasta Tarik y Muza, Riego metido en un cesto del suplicio, los Copons, Fornet, Mañas y Balcells de las compañías almogávares acuchillándose entre sí cuando no tenían turcos o bizantinos que les despertaran el ferro, o las tropas nacionales ganando batallas mientras, en la retaguardia, anarquistas y comunistas , por ejemplo , se fusilaban unos a otros con ese particular esmero que siempre ponemos los españoles , en la hora de nuestras íntimas carnicerías.

En cuanto a lo de América, aquello tuvo que ser como para sacar nota. Imagínense ustedes al personal, esos segundones castellanos o extremeños, bravos como toros de lidia, sin nada que perder y buscándose la vida lejos de autoridades y reyes. Esos Pizarro, Almagro, Cortés, Núñez de Balboa, aliándose y traicionándose unos a otros, montándoselo a su aire, escribiendo cartas a España a ver quien llegaba antes que el adversario, delatando a quien les hacía sombra, tendiendo emboscadas, entre virreyes y emisarios que iban y venían con orden de prisión para uno, de libertad para el otro, de confiscar los bienes de aquel o ahorcar sumariamente a Mengano. El rey Nuestro Señor trincando el oro y la plata con una mano y firmando la prisión o la ejecución con la otra, con los consejeros susurrándole al oído que si el tal Cortés se pasaba de listo, que si el tal Pizarro ya me entendéis, Majestad.

Sin embargo, también eso es España. También eso tiene su especial grandeza, aunque a veces sea retorcida e infame. Siempre dispuestos a disparar el trabuco, es precisamente ese ciego encono, nuestra flagrante mala sangre de emboscada y navajazo, la que nos hace tan duros y peligroso. Lo que talla a golpe de hacha -a menudo de verdugo- los peldaños de nuestra Historia, que no es sino un largo ajuste de cuentas. Los españoles no hemos estado jamás a gusto en nuestra piel, y por eso envidiamos y apuñalamos tanto: para desquitarnos. Quizá no sepamos vivir, pero seguimos -miren alrededor- sabiendo odiar y matar como nadie. Que recuerden eso los aprendices de brujo; los irresponsables que juguetean con la tapa de la caja de la truenos y se pasean alegremente, como si esto fuera Suiza, por el filo de la navaja.

10 de abril de 1994

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bendita sea España que pare a sus hijos armados....si, yo jugaba con espadas fabricadas de palo, quizas esos ocho siglos nos hicieran así, lastima el mal uso que hacemos de ellas, lastima no volverlas contra quien debieramos lastima , devolver la ira que tenemos contra nuestro vecino y no contra quien la ha originado, ¿cobardia? quien sabe.