domingo, 20 de febrero de 1994

El héroe jubilado


No supo morir a tiempo como deben morir los marineros: agarrados a un obenque del barco en pleno temporal, de un navajazo en Rotterdam o de coma etílico en una casa de putas de Puerto España. Acaba de cumplir sesenta y cinco años y es un triste jubilado que vendió su orgullo y su libertad por un plato de lentejas. Porque en este tiempo en que todo se manipula, todo se esteriliza y se convierte en materia comercial, cuando uno no sabe morirse a tiempo se expone a jubilarse como patética sombra de lo que fue. Eso, para decepción de los niños que una vez fuimos y que todavía, en ocasiones, sobreviven con un reproche en nuestra mirada de adultos. Porque los héroes deben morir o permanecer eternamente fieles a sí mismos, pero no deben cambiar nunca. Cierto es que el cansancio y la vejez son lógicos. Pero nadie les ha pedido a los héroes que sean lógicos. Sólo que sean héroes.

Popeye nació a finales de enero de 1929. Su autor, Elzie Segar, lo creó rudo y ácrata, con un carácter lúcido, seguro de sí mismo, siempre listo para pelear, y tanto él como los personajes de su entorno disparaban, en sus palabras y actitudes, sarcasmo, acidez, críticas más o menos veladas contra una sociedad en la que no terminaban de sentirse a sus anchas. Era una banda peculiar, llena de singulares relaciones y equívocos que le daban a todo mucho picante.

Olivia —nuestra Rosario— tenía un novio llamado Ham, pero era Popeye quien la ponía como una moto. Y Olivia terminó por ser la novia eterna del marinero, en una unión larga y tormentosa, llena de celos, peleas y reconciliaciones, que se mantuvo durante sesenta años sin que mediase en ella el sagrado vínculo del matrimonio. En cuanto a los otros personajes, tampoco eran precisamente lo mejor de cada casa. Como Wellington Wimpy, flemático y amoral, siempre dispuesto a vender a su mejor amigo por una buena pila de hamburguesas. O Cocoliso, el hijo de Popeye, cuya aparición original en una caja de zapatos no bastaba para disimular, sino que acentuaba, las sospechas sobre su origen. O Poppy, el descastado padre del héroe, que también era marino y lo abandonó de pequeño, y que después, al ser hallado por su hijo, resumía sus ideas sobre la progenie y la familia con un No me gustan los parientes del que estaba ausente cualquier remordimiento.

A fin de cuentas todos ellos eran individuos fieles a sí mismos, consecuentes y honestos en sus actitudes: no disimulaban sus inquinas ni defectos, no contaban milongas ni se disfrazaban de hermanitas de la caridad, como tantos otros personajes de acrisolada y estomagante virtud. No eran buenos ni malos. Simplemente eran lo que eran, y les importaba un bledo escandalizar a los mojigatos o que la sociedad biempensante les negase el derecho a mojar los dedos en agua bendita.

¿Eres hombre o ratón?, le preguntaba Rosario a Popeye cuando él se negaba a implicarse en un acto heroico. Soy marinero, respondía éste. Y quedaba zanjado el asunto. Popeye era eso, un marinero que veta el Mundo con la lucidez tolerante y distanciada del hombre de mar al que todo lo de tierra firme resulta un poco ajeno, y sólo se echaba al coleto una lata de espinacas y sacudía estopa cuando a él le parecía oportuno hacerlo. Era él quien elegía sus amigos, y sus enemigos.

Después pasó el tiempo y Popeye se convirtió en estrella del cine y la televisión. En un personaje para público infantil. El y sus singulares compadres terminaron como todo suele terminar hoy en día: producto de consumo general, papilla indiferencia a base de puñetazos y musiquitas. Y en 1987, los censores y los meapilas que criticaban el rechazo de Popeye a la institución familiar obtuvieron su revancha: Popeye casado con Rosario Y Cocoliso inscrito en el Registro Civil.

Sesenta y cinco años después de que apareciese por primera vez en la tira diaria del Thimble Theatre, Popeye llega a la edad de la jubilación con un chalecito en Hollywood, entre el de Aladino —que ahora se llama Aladdin, el mentecato— y otro donde la Bella y la Bestia, también casados por la iglesia, son felices y comen pastel de manzana. Y lo imagino apoyado en el marco de la ventana, mirando pasar las nubes que le recuerdan otros cielos y otros mares, cuando él era solo un marinero curtido, duro y ácrata. Cuando, a la vuelta de un viaje, en las noches de puerto y botella de ron, estrechaba a Rosario hasta el amanecer en sus brazos varoniles, tatuados con el ancla de los hombres libres.

20 de febrero de 1994

No hay comentarios: