domingo, 19 de marzo de 1995

La dama y el chivato


Uno ignora a menudo qué abismos de abyección esconde en el fondo de su alma. El arriba firmante, sin ir más lejos, odia a los delatores y los chivatos desde que, en el colegio, cierto hermano marista los premiaba con palmaditas en el culo y con el privilegio de asignarles la hucha más codiciada -la del negro- el día del Domund. Después, con el tiempo, el marista prevaricador se fue al seno de Abraham, y al chivato tuve ocasión de romperle la cara años más tarde, ya crecidito, so pretexto de un guateque, dos copas y una tal Maripepa. Pero me quedó el trauma. Sin ir más lejos, a Víctor MacLaglen, que me caía de maravilla porque era cuñado de John Wayne en El hombre tranquilo y sargento chusquero de plantilla en las películas del Oeste, lo odié profundamente cuando se berreó del IRA en blanco y negro por culpa de John Ford.

Pero ya ven lo que son las cosas. Nadie puede decir de este trinaranjus no beberé, ni a mí Madonna ni fú ni fá. El otro día, por primera vez en mi vida, denuncié a alguien. Era una de esas mañanas de tráfico madrileño en las que uno invierte cosa de hora y media en cruzar los bulevares, de semáforo en semáforo, primera-punto muerto, primera-punto muerto, etcétera. En ésas estaba, entre frenazo y frenazo, atento a dejar buena distancia con el vehículo que me precedía -cuyas pegatinas afirmaban llevar un bebé a bordo y que Asturias es la leche- cuando miré por el retrovisor y la vi. Era una señora de mediana edad, bien vestida, al volante de un coche grande, alemán, vistoso. Conducía con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía pegado a la oreja un teléfono portátil, celular, inalámbrico o como diablos se llamen, con el que mantenía intenso monólogo, Atenta más a la conversación que al tráfico, frenaba de pronto, para sobresalto de quien esto escribe, a escasos milímetros de mi parachoques trasero. La veía venir una y otra vez, dale que dale a la chachara, y en cada ocasión yo cerraba los ojos y apoyaba el cuello en el reposacabezas, diciéndome: ahora me la pega, ahora me la pega. Al cabo de un rato y de quince o veinte frenazos de la dama, yo tenía los nervios hechos polvo. Si en vez de marujona con BMW aquella individua hubiera sido artillero serbio, los bosnios se habrían rendido en Sarajevo hace la pila de tiempo, era demasiada tensión para el cuerpo.

Total. Que varios frenazos después, a pesar de mis intentos por cambiar de fila y quitármela de encima, seguía con la señora del teléfono pegada a mi parachoques con la contumacia de un Spitfire a la cola de un Heinkel durante la batalla de Inglaterra. V por fin me dio. Nada serio, es cierto. Sólo un toquecillo tipo capón, tac, sin consecuencias salvo para mi estado de nervios, que ya me salían de la piel doblándose por las puntas. Me volví a mirarla, pero ella se mantuvo imperturbable, charla qué charla. Y entonces vi que en la mano izquierda, la del volante, llevaba también un cigarrillo encendido.

Había un guardia mirando. Uno de esos uniformados que el alcalde Álvarez del Manzano tiene en las calles de Madrid para caotizar el tráfico cuando vienen a manifestarse los ovejeros extremeños o las cooperativas corchotaponeras de Villagarcía del Rebollo. Y si digo mirando quiero decir exactamente eso; mirando, como si nada de todo aquello fuera con él. Entonces, al llegar a su altura, no pude aguantarme más y franqueé, lo confieso, el límite que convierte al hombre íntegro en despreciable chivato. Como si yo fuese un alemán o un inglés cualquiera, dije algo así como verá usted, señor guardia, esa individua de atrás, o sea. Tengo entendido que hablar por teléfono mientras se conduce, en fin. ¿No hay nada que usted pueda hacer al respecto?

Lo que hizo, en efecto, el agente de la autoridad, fue sonreírme como si yo fuese idiota. Después miró al soslayo, fuese y no hubo nada; con lo que amén de abyecta, mi delación resultó inútil. Y mientras, la otra, a la que debió de parecerle que hablábamos de ella, sacaba la cabeza por la ventanilla, curiosa, sin dejar de hablar por el teléfono. Y como los coches arrancaron y yo me había quedado viendo irse al guardia con la boca abierta, aún me dio la torda un bocinazo, oprimiendo el claxon con lo único que tenía libre -el codo- para que espabilase.

Pero me vengaré. Pienso comprar un plátano y plantarme en la calle junto a cada capullo de los que encuentre caminando con el celular pegado a la oreja. No me esperes a cenar, le gritaré al plátano. Y después, muy serio, le diré al fulano que estoy hablando con Claudia Schiffer.

19 de marzo de 1995

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