domingo, 19 de junio de 1994

La Frans


Hoy, con permiso del señor de Vilallonga, que siempre les habla de París pero en fino, voy a hablarles de la Frans. Que tiene un río cada kilómetro y medio, un foie-gras y unos vinos estupendos, y una capital que no es una ciudad, sino la ciudad que todos habríamos querido tener de pequeñitos, e incluso de mayores. Allí la gente lee en el metro, y se habla de usted, y dice por favor y gracias y de nada, y la democracia no parece patrimonio exclusivo de cuatro oportunistas salvapatrias, sino un asunto de interés público que la gente lleva en común, por la cuenta que le trae.

Durante siglos, Francia y su capital fueron, para los españoles, símbolos del quiero y no puedo en materia de libertades políticas, de europeísmo y de cultura. Allá cada cual con sus complejos, justificados o no. Pero en todas partes cuecen habas, y allí las habas existen y además las llaman feves. Quizá por eso uno disfruta tanto -perversidad meridional, lo confieso- cuando pilla a los franchutes en un renuncio.

Verbigracia: desayuno con programa de televisión. Una atractiva presentadora de TF-2 llamada Patricia comenta un libro con reproducciones de cuadros famosos donde los personajes originales han sido sustituidos por cabezas de gatos, y tras atribuir a Rafael la escena de Dios y Adán de la capilla Sixtina, llega a La familia de Carlos IV, de Goya, donde varios gatos llevan pelucas empolvadas, y le pregunta muy seria a su compañero de programa: ¿es una pintura sobre jueces y juristas, no?.

Segunda puntada: mediodía en librería selecta, pasillos estrechos, cliente francés con ropa cara y tarjetas de crédito, cuyo olor a transpiración y ausencia de agua y jabón es tan fuerte, que quienes estamos cerca nos miramos los unos a los otros, incómodos, devolvemos los libros a los estantes y nos apartamos procurando esquivarlo en su recorrido. De lo que se deduce que ni siquiera en la Meca del arte, las bellas artes, la liberté, la egalité y la fraternité, las palabras cultura e higiene son sinónimos. Como tercera tarjeta postal puede valer la del aeropuerto Charles de Gaulle, en Roissy, por la tarde. Hace falta todo el talento y toda la cicatería gabacha para lograr con tamaña perfección un lugar público tan incómodo y miserable, donde por no haber no hay ni sitio para sentarse mientras uno aguarda a que lo dejen -que esa es otra- facturar el equipaje, con un bar donde se acaban los bocadillos a las once de la mañana, unas toilettes, que dicen ellos, donde hay que hacer cola para el pis como si uno fuese a ver La reina Margot, y donde, cuando te paras a leer junto a la puerta de embarque del vuelo de El Al a Tel Aviv, los gendarmes con escopeta te dicen con malos modos que circules, silte-plé, porque tu libro de Conan Doyle -El perro de Baskerville-debe de tener un aire sumamente sospechoso.

Además, sospecho que mi editor franchute esté haciendo economías a costa de sus autores, porque el billete de regreso en Air France me lo dieron en clase turista y la azafata, claro, me tiró la naranjada sobre la bragueta del pantalón. La mancha de naranjada no se va, y después, en la aduana de Barajas, pasé un mal rato mientras los guardias civiles me miraban la bragueta.

Reconozcamos que, para un solo día, no está mal. Y a eso podemos sumarle anécdotas intemporales, como cuando uno, sobre todo en estas fechas, se tropieza en cada esquina placas y conmemoraciones sobre las gestas de la Resistencia, y se pregunta cómo diablos, si todo el mundo militaba en el maquis, los alemanes estuvieron cuatro tan campantes, bebiendo champaña en Montparnasse. O, en otro orden de cosas, cuando miras las fotos de esos energúmenos que queman camiones en el Mediodía y después te los encuentras por aquí en roulotte, trayéndose el bocadillo y las conservas desde Perpignan, para ahorrar. Así que no se crea todo lo que les cuenten de la Frans. Allí pueden ser tan analfabetos, tan mezquinos, tan torpes y tan muchas otras cosas como cualquier hijo de vecino. Aunque después te vengan enarcando, así, los labios para pronunciar las oes con acento circunflejo. (Por cierto, y hablando de otra cosa. Me asegura el redactor jefe de El Semanal que el duende de imprenta que hace un par de semanas, en el Sangre Fría sobre Picolandia, sustituyó un cayó de caerse por un calló de callarse, ha sido sumariamente fusilado al amanecer. Y es que los duendes de imprenta de las redacciones suelen ser inoportunos, pero aquél en concreto tenía muy mala leche).

19 de junio de 1994

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como de costumbre, se impone el buen sentido común del señor Pérez-Reverte en sus artículos. Aunque le escribo tan sólo para advertirle que en él aparecen dos erratas que sería conveniente corregir, sobre todo si se tiene en cuenta el tema del final del texto, que versa, justamente, sobre ellas.En el cuarto párrafo en donde debería aparecer escrita la palabra "puntada" está ecrito, sin embargo, "puntata", que nos remite más al italiano que al franchute(:P).En el último párrafo, en el segundo renglón hacia el final se lee "en dada esquina", un lapsus calami de los de toda la vida, vamos, pero es que es el párrafo que introduce la jocosa cuestión de las erratas. ¿cosas del subconsciente? Felicidades por un blog y un trabajo que me encanta. Pd: Yo he nacido en la Frans... y no me ofende nada que se digan las verdades, jeje.

Migmun dijo...

Hola, ya está corregido. Muchas gracias y un saludo