lunes, 14 de marzo de 1994

Odio a ese niño


Es una cuestión de pura estética, lo sé. Quizá lo mío se trate de un trauma inconfesable, de un síndrome de modernidad no asumida. Pero odio a ese niño. Se lo tropieza uno en cualquier cadena de la tele, cada vez que la publicidad campa por sus respetos. Es un enano de aspecto anglosajón, vestido con camisa a cuadros, tejanos, zapatillas deportivas y una de esas absurdas gorras americanas de béisbol que, desde hace tiempo, uno encuentra hasta en la sopa. La lleva, por supuesto, como la debe llevar un niño de ahora, o al menos la imagen de niño de ahora que se empeñan en colocarnos los que saben de imágenes y de niños: con la visera no hacia adelante, sino hacia atrás, o preferiblemente ladeada, tal que así, como el que no quiere la cosa. Cuidadosamente informal, cual corresponde a esos vástagos de papas dinámicos y guapos que bailan en el garaje junto al supercoche o viajan felices -permitan que me parta de risa- en la nueva Business Class de Iberia.

Pero de un tiempo a esta parte, ese infante de mis pesadillas que antes sólo me perseguía al hacer zapping de una cadena a otra, empieza a aparecérseme en los lugares más insospechados. En las telecomedias españolas, por ejemplo, cada vez que el guión requiere la aparición de un niño entre los siete y los catorce años, allí está él, inasequible al desaliento, con su calzado deportivo y los faldones de su camisa a cuadros por encima de los tejanos. Y por supuesto, con esa gorra para atrás o ladeada, al bien, sin la que hoy en día ningún dinámico jovencito es dinámico, ni es jovencito, ni es nada de nada. A veces, para reforzar su carácter infantil o juvenil, no sea que los telespectadores vayan a confundirlo con un adulto o un chico fuera de onda, lleva bajo el brazo alguno de los instrumentos imprescindibles al efecto: un monopatín, un radiocasete, un balón de baloncesto e incluso un bate de béisbol, que como todo el mundo sabe es un deporte popular y ampliamente extendido en Europa. (No sé si captan la fina ironía. Béisbol. Europa. ¿Entienden?)

En fin. Capten o no capten, lo grave es que el niño de las narices empieza a aparecérseme también por la calle, y eso es algo más de lo que están acostumbrados a soportar mis nervios. El otro día me lo encontré en un semáforo, cruzando por delante con la maldita gorra, una mochila color verde fosforito a la espalda y una cazadora naranja y azul cobalto rotulada Arkansas Lakers, Bullshit Brokers, o algo por el estilo. Y he de confesar que sólo la presencia próxima de una pareja de la Policía Nacional me disuadió de saltarme el semáforo en rojo y llevármelo por delante. Menos mal que al día siguiente pude desquitarme, un poco, cuando volví a encontrarlo en la cola de Pryca. Esta vez era mucho más bajito, y la gorra de color butano iba rotulada US Marine Corps, pero estoy dispuesto a jurar que de él se trataba. El caso es que mientras la madre pagaba con la tarjeta de crédito, aproveché para darle media docena de collejas disimuladas justo debajo de la visera, y eso tuvo la virtud de relajarme un poco.

Todo el mundo sabe, a estas alturas, que para ser feliz en la vida hay que tener físico y estilo anglosajón estadounidense de América. Los papas deben parecerse a Kevin Kostner -Mario Conde ha dejado de ser una buena referencia- y las mamas han de optar entre el modelo rubia elegante y el de morena atractiva. En todo caso, cualquier tipo de felicidad resulta impensable si el papá mide 1,60 y usa boina con rabito, o si ella tiene aspecto de haber nacido en Triana en vez de en el seno de una familia acomodada de Nueva Inglaterra o entre limones salvajes del Caribe.

En cuanto a los niños, hasta ahora los modelos válidos eran dos: nórdicos para bebés, rubios y con ojos azules, y travieso-pecoso-anglosajón para los más creciditos. Todo iba bien, e incluso habían logrado acostumbrarnos a eso, hasta el punto de que conozco familias de yuppies, o como se diga ahora, que consideran una auténtica desgracia tener hijos con aspecto meridional, porque el fin de semana, junto a la barbacoa, desentonan.

Pero lo de la gorra es excesivo. Tanto, que a veces sospecho -es imposible, lo sé, pero lo sospecho-que ese niño de mis pesadillas no es uno, sino varios. Es decir, que no se trata de un solo pequeño cretino haciendo oposiciones a futuro gran cretino cuando sea mayor, sino de varios niños, todos y cada uno con su gorra de béisbol, atravesada con idéntica, desenfadada, informal y picarona gracia. Una gracia sólo comparable a la de la madre y el diseñador que los parió.

13 de marzo de 1994

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahora en su nueva imagen, Arturo Pérez Reverte parece agacharse bajo el peso del marco superior de la fotografía, parafraseando el poema de Bernardo López “No has tenido más verdugo que el peso de tu…, pedantería” (con perdón y con el derecho que me da la libertad de expresión).
Leyendo la prensa y el suplemento dominical, es verdad que a veces me he divertido con sus artículos o me he sentido identificado, como supongo que les habrá sucedido a otros muchos lectores, en muchas de sus denuncias de variada índole, desde lo político, laboral o económico hasta las experiencias vitales de lo cotidiano, o sencillamente, como un ameno comentarista que toca un sinfín de temas que no tienen más trascendencia que la de una tertulia.
Sabe lo que se puede denunciar y cómo hacerlo, haciéndose eco del sentir popular, de la indignación colectiva, sabe poner en artículos lo que mucha gente piensa, incluso en alguna ocasión escribiendo sobre el contrato basura de una persona joven que no le queda otra que tragar, se ha vanagloriado en poder denunciar esa situación por esa gente, porque afirma que él está en una posición para poder hacerlo. Pero no nos engañemos, sólo es un gesto de prepotencia, sobre todo por subestimar la capacidad de reacción de una buena parte de esa juventud, que en no pocas ocasiones, también tiene el coraje de lanzarse al vacio sin red y decirle a su jefe que se meta el trabajo basura que le ofrece por donde le quepa, es esa parte de la misma juventud que se manifestaba por la democracia en tiempos de represión, donde tanta gente sólo fue testigo de lo sucedido, no parte, porque muchos sólo han nacido para eso, ser testigos del sacrificio de otros; aunque ahora, a toro pasado, hay muchos que les gusta ponerse medallas e ir de demócratas de toda la vida.
Pero como todo “entretenedor”, de esos de los que en el fondo aborrece al vulgo, en otras ocasiones ha mostrado su faceta contradictoria, de remar contra corriente, de marcar su posición con respecto a la de los demás para que no se nos ocurra considerarlo “uno de los nuestros”, ya sea como en este artículo sobre los que llevan la gorra a su aire (esto parece que le tiene traumatizado ya que lo ha mencionado en otros artículos), o sobre el abuelete de pantalón corto en verano, mostrando sus escuálidas piernas, lo que le provoca una total aversión, olvidándose de que muchos de ellos tienen que subir con la compra varios pisos sin ascensor o cuya pensión no les da para un pantalón de lino. Es, en el fondo y en la forma…, o más bien formas, todo un conservador. El podrá opinar como quiera y la gente vestir como le de la gana, afortunadamente para ello hay completa libertad.