domingo, 17 de abril de 1994

Sobre analfabetos y cafés


El viejo café Zurich de Barcelona está condenado a muerte, y esta vez la sentencia es inapelable. Ciertos lugares y establecimientos resultan incompatibles con el tiempo en que vivimos, y el Zurich pronto seguirá la triste suerte del Oro del Rhin, La Luna, el Lyon de Madrid y tantos otros: convertirse en hamburgueserías o bancos. Símbolos de la convivencia de tertulia, reductos cosmopolitas de la tradición y la cultura, los antiguos cafés españoles siguen muriendo uno tras otro, y no se puede cruzar el umbral de los últimos supervivientes -el Gijón de Madrid, el Ca'n Tomeu de Mallorca, el Novelti de Salamanca- sin la incómoda sensación de que también sus días están contados.

Si la conservación de cafés antiguos fuese un criterio de nivel cultural, en España seríamos analfabetos. El enunciado, brillante, no es mío, sino de un amigo. El amigo se llama Jean Schalekamp, y es uno de esos hombres del norte, escritor por más señas, que un día deciden adoptar la patria mediterránea y se quedan en ella para siempre. Vive desde hace muchos años en Mallorca y allí, en la soleada paz de su estudio, me hace el honor de traducir mis novelas al holandés. A Jean le gusta sentarse en las terrazas y en los cafés a ver pasar la vida, y en los últimos tiempos dirige una particular cruzada: una asociación en defensa de esos viejos recintos contra la especulación y la piqueta. Se llama Amics deis Café y es una causa perdida, por supuesto. Pero ninguna causa tendría encanto sino peleáramos por ella hasta quebrar el sable, incluso poseyendo la certeza de que estamos vencidos de antemano.

La idea de Jean es que los cafés españoles con larga y noble tradición, aquellos que han sabido conservar su casticismo y su sentido histórico, sean declarados patrimonio cultural bajo la protección de los ayuntamientos o el Estado. Y que a cambio se les impongan estrictas normas de conservación, decoración y ambiente. A fin de cuentas, un café es un microcosmos denso y cálido, un foco intelectual de comunicación humana, que forma parte de la cultura viva de una ciudad tanto como los teatros, los museos, o las salas de conciertos.

Esto, que para sorpresa de mi amigo holandés es necesario explicar a todo el mundo en España, en otros lugares de Europa resulta tan obvio que nadie plantea siquiera la cuestión. París, como puede atestiguar el señor De Vilallonga unas páginas más adelante, no sería París sin el Flore, La Paix o Les Deu Magots. En el Greco de Roma tomaba café, entre otros, Stendhal, y ése es motivo suficiente para que siga abierto y cuidado como un santuario. En cuanto a Viena, que tiene los más hermosos cafés del mundo, el Sacher, el Braüenerhof, el Schwarzer, el Dommayer y los demás se miman y conservan como lo que son: auténticos tesoros del patrimonio nacional. Un patrimonio que se inscribe en el ámbito europeo y en el de la cultura universal, como comprende uno cuando ve a 400.000 japoneses que, en la puerta, con reverencial respeto, mueven la cabeza y dicen hai mientras hacen fotos.

Decir que somos unos notorios imbéciles no supone, a estas alturas, descubrir el Mediterráneo. Los españoles nos estamos ganando a pulso el café en vasos de plástico y las camareras con gorrito multicolor en vez de viejos, sabios e impasibles camareros de toda la vida. Aquí confundimos demasiado fácilmente tradición con reacción, memoria con inmovilismo, y pendientes del eterno que dirán y del no vayan a creer que yo, aceptamos alegremente la orfandad estéril a que nos condenan los políticos que aspiran a que su mujer parezca Hilary Clinton, los ministros de Cultura que gastan millones en campañas de diseño en vez de mandar libros a los colegios, la televisión que recurre a modelos ajenos, los bancos, las cadenas de hamburguesas, las pizzerías a la americana, las gilipolleces que estamos obligados a escuchar cada día. Y justo cuando miles de turistas norteamericanos acuden a la vieja Europa en busca de sus raíces y los ecos de su antigua cultura, nosotros nos vestimos de neón y colorines para imitar, sobre los escombros de lo que fuimos aquello de lo que precisamente ellos huyen.

¿Saben lo que les digo? Me encanta ser español. Me encantan las terrazas al sol y las tertulias entre humo hasta la madrugada. Por eso rompo hoy esta lanza por los antiguos cafés, que son, como mi amigo Jean Schalekamp y yo, carne y sangre y semen del Mediterráneo y de la vieja Europa. Y a las hamburgueserías y a los bancos, que les vayan dando.

17 de abril de 1994

No hay comentarios: