domingo, 12 de marzo de 1995

Sobre toros y niños


Qué bonito y qué entrañable. La Asamblea Regional de Madrid anduvo debatiendo estos días una propuesta -de Izquierda Unida, me parece recordar- para que se prohíba, por ley, la presencia de menores de 14 años en las corridas de toros. Por supuesto, el asunto no tardó en convertirse en motivo de dimes y diretes y mienteustés. Así que cuando por fin se tome la resolución pertinente, que igual la han tomado ya, lo de menos habrán sido los intereses de los tiernos infantes y la cosa del trauma, sino más bien utilizar la proposición para hacer la púnela a los parlamentarios de la otra escudería, Y si además los niños van o no van a los toros, oye, pues vale, pues me alegro. Porque en esto de la esgrima política -quizá esgrimir sea demasiado elegante, ahora que lo pienso- nuestros prohombres y promujeres electos suelen plantearse el asunto más en términos de partido de fútbol que de otra cosa, «Les hemos metido otro gol», dicen, cuando aprueban o paralizan algo; como si lo importante fuera el marcador, y no el carácter de las pelotas.

Y es que eso de que los niños no vayan a los toros está muy bien. Podrían quedar traumatizados, como cuando se les regalan juguetes bélicos que los transmutan de inocentes criaturas en abyectos criminales, o sus papas los torturan salvajemente dándoles collejas. Así, prohibiéndoles los toros, se obliga a los padres a mantenerlos lejos de ese espectáculo sangriento, de esa España atrasada, esperpéntica, negra -me niego a poner esa chorrez de España prefinida que tanto les gusta a los faulknerianos y a ciertos sopladores de vidrio-, y podrán dedicar más tiempo a ser mejores personas y ciudadanos de provecho. Podrán, sin ir más lejos, tomar como modelos a los padres de la patria que cada día, sin distinciones de partido ni condición, nos edifican con su ejemplo, con su responsabilidad y con su culto verbo. O sentarse junto a sus papas, en familia, a ver a Isabel Gemio tartamudeando mientras le sonsaca a una pobre analfabeta cómo se lo hace al legítimo. O a citarse con la vida, con ese soplo de aire fresco que son Nieves Herrero y sus mariachis. O a enterarse de una vez de quien sabe qué, dónde, o cuando, según y cómo, y que a su Mariano, señora, lo vi yo hace dos meses en un bingo de Valencia. Que eso sí es moral, no traumatiza en absoluto, y cría nenes solidarios y de pata negra.

Bueno, iba a seguir así un folio más, en este plan, pero lo cierto es que mientras le doy a la tecla estoy empezado a cabrearme. Porque es inaudita la cantidad de tontería que te sirven con el café en este país. Algunos deben de tener mucho tiempo libre para perderlo en semejantes debates, sobre todo conociendo las dosis enormes de sangre, de violencia, de ejercicio canalla de la condición humana que los niños encajan a diario. Algo a cuyo lado las corridas de toros son el colmo del refinamiento, el buen gusto y la gloria de mi madre. Porque Jesulín de Ubrique es un cruce de Santa Gema Galgani y Luchino Visconti, comparado con algún elemento de los que ilustran las calles, las sesiones de tarde, los dibujos animados, el telediario o la primera página de los periódicos.

Uno de los recuerdos más nítidos y hermosos que tengo de mi infancia corresponde a tardes de toros, cuando mi abuelo, vestido de negro, con la cadena de oro del reloj sobre el chaleco, el sombrero y un cigarro en el bolsillo de la chaqueta, me llevaba de la mano hacia la plaza con la gente caminando detrás de las mulillas, envueltos en la música del pasodoble que tocaba la banda. Aquella luz, aquellos colores, el drama que se desarrollaba ante mis ojos en la arena, eran una lección fascinante de vida y muerte para los sentidos de un crío cuyos ojos descubrían el mundo. Era terrible, hermoso y trágico a la vez. Es decir: era vida. Vida de la que no te hace mejor ni peor, sino más lúcido. Y ahora resulta que quienes se pasan el tiempo decidiendo por mí lo que tengo que ver, que escribir que leer, que comer y que votar, pretenden quitarme, al niño que pude ser hoy, ese recuerdo-aprendizaje del que aprendí, sobre mi país y mi propia historia, más que de toda la demagogia barata que me ha calzado, a posteriori, tanto mercachifle de la patria.

En cuanto a otros respetables puntos de vista, cuando Carlota, que tiene once años, ve que pongo una corrida en la tele, ya se ocupa ella de decirme, hecha una fiera: «Papi, quita eso, porque es una vergüenza lo que le hacen al pobre toro». Y yo agacho las orejas y zapeo sin rechistar, porque buena es mi vástaga. Ella no necesita que ningún cantamañanas se ocupe de sus corridas de toros. Sabe cuidarse muy bien sola.

12 de marzo de 1995

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