lunes, 12 de diciembre de 1994

Una de guardias


Era una mañana magnífica, de ésas con sol tibio y la gente sentada en las terrazas. El niño, un guiri rubio con ojos azules y pinta de pequeño nazi, pretendía estrangular palomas cerca de sus padres que, sentados a la mesa de un bar, consultaban un mapa turístico. El arriba firmante en la mesa contigua, observando al renacuajo mientras meditaba sobre la oportunidad de dar collejas a los pequeños guiris cuando aún son cachorros y no pueden defenderse antes de que vuelvan con veinte años más, hasta arriba de cerveza y con banderas del Manchester. Meditaba sobre ese tipo de cosas, digo, cuando de pronto los vi doblar la esquina. Eran dos guardias enormes, macho y hembra en uniforme de campaña, con gorras de béisbol, y botas de andar por la guerra, que sin duda serían dos pedazos de pan bendito, pero cuya agresiva apariencia rezumaba una agobiante sensación de estado de sitio. A su paso, la mañana se oscureció, las palomas levantaron el vuelo, el pequeño nazi, inmóvil un momento, corrió despavorido a refugiarse en las faldas de su madre, y yo me dije: inmersión, inmersión. Han llegado los GI-Joe.

Vaya por delante que me gusta ver guardias por la calle. Tampoco muchos, no se vayan a creer. Me conformo con un par de vez en cuando, paseándose al sol con las manos cruzadas a la espalda, escuchando atentos a las viejecitas, ayudando a los niños a cruzar los pasos de cebra, o indicándole a los guiris por dónde se va al museo tal. Fui educado en la creencia de que un guardia es un individuo que está en la calle para cuidar de ti, y al que su uniforme y su función hacen digno de respeto, sobre todo porque él consagra su vida a respetar a los demás. Después, con la vida y los viajes y toda la parafernalia, las referencias han ido alterándose un poco: desde los grises a caballo a la fría brutalidad del patrullero de Los Ángeles o la rutinaria mordida del agente de tráfico mexicano, pasando por la peligrosa naturaleza de todo policía nigeriano, filipino o tailandés. Sobre todo cuando están de mala leche, necesitan dinero urgente o circulan borrachos con pistola; como un picoleto de paisano que una noche me puso un 38 en la sien cerca de Estepona, o aquel viril madero de Barcelona que disfrutaba colocándosela a las lumis justo en la bisectriz, hasta que un día se le escapó un tiro y salieron los dos, la lumi y él, en los periódicos.

A pesar de todo eso, creo que la presencia discreta de un guardia en el lugar oportuno es recomendable, por mucho hilo que le demos a la cometa, hasta la sociedad más perfecta alberga en su seno un número considerable de hijos de puta. Los guardias, además, forman parte del paisaje urbano, y a veces hasta dan una nota simpática, útil o por lo menos grata a los turistas, como los bobbies ingleses o los carabinieri italianos, con sus botas y sus sables y sus uniformes y sus caballos. En cuanto a España, aquí hay de todo. A los ertzainas da gloria verlos, por ejemplo, y los guardias civiles, aunque les hayan quitado el tricornio, van impecables y bien afeitados, y ni siquiera se despeinan cuando se sacan el casco del amoto. En lo que se refiere al Cuerpo Nacional de Policía, sus agentes tienen una indumentaria de calle que, sin ser un prodigio de Arman, resulta discreta y aparente, a base de azul marino y gorra de plato y visera; uniforme que les daría aspecto respetable si lo usaran más.

Pero no lo usan. Quizá porque la camisa es blanca y se mancha, las suelas de los zapatos se gastan, la ropa se deteriora con el trabajo de un policía en la calle. Y eso, que es normal en todas partes, en los mezquinos presupuestos de Interior -el dinero se empleó, recuerden, en otros menesteres- parece que se antoja superfluo. Así que, por aquello de aunar la comodidad con el ahorro, lo que suele verse por la calle son tipos con pinta de antidisturbios o antidisturbios propiamente dichos, en mono de faena y botas de asalto, que da reparo preguntarles por dónde se va a la calle Bodegones por si te dan un gomazo y te ordenan que circules. En lo que a caballos se refiere, por las grandes ciudades cabalgan parejas de jinetes con arrugado mono azul y sin afeitar, con pinta de Flash Gordon agropecuarios, que a la Dirección General de la Madera y al ministro Belloch deben de parecerles de lo más operativo, de lo más moderno y de los más barato; pero que a mí, cuando un turista les hace una foto, me dan mucha vergüenza. Tenemos el Cuerpo Nacional de Policía con el aspecto más agresivo y más infame de Europa, gracias a esa pinta de jugadores de béisbol a punto de irse a Sarajevo.

11 de diciembre de 1994

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