domingo, 31 de julio de 1994

Una de horteras


Estaba el arriba firmante sentado hace un par de días en una terraza de Sevilla, tomando horchata y viendo pasar mujeres guapas, cuando sorprendí en la mesa vecina una discusión sobre la palabra hortera, término que los españoles usamos con frecuencia, incluidos los horteras mismos. No intervine en la conversación porque nadie me daba vela en aquel entierro; pero me quedé con ganas de hablar del asunto.

Según el diccionario de la Real, amén de mancebo de comercio en las novelas de Galdós, hortera se usa para definir a la persona o cosa vulgar o de mal gusto. Lo que pasa es que eso del mal gusto resulta muy relativo. Los Chunguitos a toda pastilla en la radio de un BMW de quince kilos con alerones y pegatinas puede resultar de pésimo gusto en las carreras de Ascot, por ejemplo; pero en la Atunara de La Línea y conducido por un contrabandista de tabaco con gafas de sol y tatuajes, resulta algo precioso, conmovedor, estéticamente irreprochable.

Por lo general se recurre al término hortera a la hora de definir a dos clases de personas: las que pretenden parecer algo y ni lo son ni lo parecen, y las que son, o parecen serlo, pero al menor descuido se les ve el plumero. Unas y otras tienen algo en común: su culto a determinados símbolos externos, como si al apropiarse el símbolo se apropiasen el contenido. Igual que si, por ejemplo una bandera inglesa te convirtiera en inglés, un libro en intelectual o un traje de Armani en triunfador dinámico, como parecen creer esos ministros y subsecretarios mireusté a los que aún les canta, después de doce años largos el complejo de maestro de escuela o de fontanero con carnet -profesiones, por cierto, mucho más dignas que la de mangante uniformado por Armani-. Ser un hortera, entre otras cosas, es no estar a gusto en la propia piel, aparentar otras de las que el símbolo, la marca, tranquilizan y consuelan.

En cuanto a las fronteras, a los límites entre la horterada y el buen gusto, son tan móviles como cada cual. Hay quien considera el faro de Moncloa una maravilla arquitectónica y quien fusilaría -yo mismo- a los responsables de lo que les parece una aberración estética. Hay quien considera una barbacoa dominical como algo humeante y ruidoso, y quien la estima colmo de la sofisticación social y la vida moderna. Ahí, como en algunos locales, sólo puede sernos útil la tarjeta de «Reservado el derecho de admisión». Allá cada quisque con sus gustos, su vida privada, su calzón corto y sus náuticos, su barbacoa, sus bermudas de capitán de yate, su Mercedes para ir a Pryca con chándal, tacones y gorrita de béisbol.

A quien eso no le guste, puede perfectamente no practicarlo. Es decir, absteniéndose de ir a Pryca, de veranear en la playa o de relacionarse con sus vecinos. El problema es que a veces la vida no se mantiene a raya tan fácilmente. Comer en un restaurante, por ejemplo, y que entren fulanos en bañador y rascándose la entrepierna, puede bastar para que deje de apetecerte, de pronto, el solomillo poco hecho. O puede cabrearte mucho y sin remedio que desgracien lugares hermosos y a los que amabas tal y como fueron. Y es que la horterez tiene un paso adelante, una faceta muy desagradable, que es cuando se vuelve molesta o agresiva. Cuando ya no es cuestión de buen o mal gusto, sino de que te impidan vivir en paz.

Hace unos días, a punto de embarcar en un vuelo transatlántico, me tocó facturar equipaje tras un individuo que, como su esposa, vestía un cómodo chándal con el logotipo de una conocida marca deportiva. Nada tengo contra el chándal, sobre todo cuando se utiliza para el deporte. Quizá por eso atribuyo a esa prenda -sin duda de modo injusto- determinadas connotaciones olfatísticas, sudoríparas y desagradables. Sin duda el chándal de aquel digno pasajero estaba impecablemente limpio; no me cabe duda. Pero lo mío era psicológico, y no tenía maldita la necesidad de pasarme doce horas psicológicamente incómodo. Así que le pedí a la azafata que no me sentase a su lado. Lo pedí con toda cortesía, pero el individuo lo oyó y no vean cómo se puso.

-Y para que se entere -dijo-, este chándal vale ocho mil duros.

Después miró con desprecio mis téjanos, mi camisa de algodón y mis zapatos con calcetines.

-Hortera -añadió.

Y se fue tan campante hacia el control de pasaportes, del brazo de su legítima, tras haber puesto las cosas en su sitio. Cómodo y deportivo el hombre. Arreglao pero informal.

31 de julio de 1994

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