lunes, 10 de julio de 1995

Señor Presidente


Esta no es una carta constructiva, ni mesurada, y si la pretendiera respetuosa vendría encabezada: Excelentísimo Señor. Supongo que lo que el arriba firmante pueda decir le importa a usted un carajo; tanto como parece importarle, a tenor de su talante y maneras, la opinión del resto de mis compatriotas; que por cierto son los suyos. Pero usted se desahoga paseando por Doñana, dando escopetazos en las fincas de los compadres o probándose ante el espejo la púrpura imperial, y yo me desahogo dándole cada domingo a la tecla. Cada uno se lo hace como puede.

Quería contarle que estaba el otro día hojeando papeles, cuando encontré un recorte de prensa, viejo de doce años, con su foto y la firma del arriba firmante. Era un reportaje publicado en PUEBLO bajo el título Noche de esperanza. Sólo unas horas antes usted y el PSOE acababan de ganar las elecciones, y yo acababa de regresar de una de esas guerras donde me ganaba la vida. La victoria del PSOE en las urnas era un acontecimiento histórico, así que Chema Pérez Castro, mi redactor jefe, movilizó a toda la tropa para cubrir el asunto. A mí me tocó el ambiente de la calle, por si había follón. No lo hubo. Por el contrario, mi crónica fue un largo relato de explosiones de alegría, de confianza en el futuro, Y terminaba citando las palabras de una joven pareja; «Es una buena noche para tener un hijo».

El hijo, señor presidente, sí lo hubo, tendrá ahora casi doce años. En ese tiempo, los votos que a usted le dieron el poder lograron que por las ventanas de este país entrase aire fresco, y que entre otras cosas se modernizara la infraestructura de obras y servicios, que las mujeres ya no vayan a la cárcel por abortar, y que algunas clases menos favorecidas y los pensionistas lleguen mejor a fin de mes. Todo eso está muy bien y me alegro, porque es exactamente para lo que se le votó. Pero lo que ya no me gusta tanto es el precio que usted nos ha cobrado por ello. Como factura es muy alta, y afecta a nuestros sentimientos y nuestra dignidad. Y eso tiene mucho delito.

¿Sabe una cosa? La Historia y la política tienen comprensibles altibajos. España es un país muy atravesado y muy difícil, y uno hasta sería capaz quizás, de resignarse o perdonar los errores y las bajezas. Perdonar, por ejemplo, como el periodista que fui, que me cerrase PUEBLO a traición apenas se hizo con las riendas del cotarro, y que envileciera la radio y la televisión estatales hasta la indignidad y la desvergüenza. Podría perdonarle también las reconversiones salvajes y las canalladas fiscales de sus sicarios; esos que después de haber puesto el país patas arriba y contra las cuerdas so pretexto de Europa y de la madre que la parió, se fueron de rositas como al final se irá usted, dejando la lista de daños y reclamaciones a cargo del maestro armero. Y podría, puestos a ello, perdonar también todo el compadreo de la gentuza más o menos guapa que, al socaire de la impunidad que su poder absoluto les brindaba, señor presidente, amasaron miles de millones manejando información confidencial y chanchullos varios mientras usted garantizaba su honorabilidad con la suya propia. Gente que una vez pase la tormenta vivirá tan campante con sus cónyuges y sus ahorros y sus porcelanosas, supongo que eternamente agradecidos.

Podría perdonarle también todo lo demás. La sonrisa y los plurales de su ministro Solana, verbigracia. O la abyecta chapuza del GAL. Luis Roldan. Carmen Salanueva. Los fondos reservados, el descrédito de las instituciones. Tirar por la borda, por imprevisión y descontrol, todos los logros antiterroristas de la última década. Podría perdonarle lo de Manglano y Narcís Serra -si eso no es perdonar, que baje Dios y lo vea-. O por hacer que Europa y el mundo nos sodomicen reiteradamente, tanto cuando no tenemos razón como cuando la tenemos. Podría perdonarle estar dispuesto a todo, incluso a salpicar al rey -único salvavidas sin agujerear que nos queda-, comportándose como un conductor irresponsable, borracho, dispuesto a llevarse la monarquía parlamentaria por delante con tal de seguir en la carretera. Podría perdonarle cualquier cosa, ya lo ve. Hasta que mi madre vote ahora al PP.

Hasta que la peseta sea una mierda, y que yo vuelva a avergonzarme, gracias a usted, de ser español cuando salgo por ahí. Hasta podría perdonarle esa cara que se le ha puesto, abotargada de poder y de soberbia. Pero lo que nunca podré perdonarle es incapacitarme para escribir otra crónica como la de aquella lejana noche de esperanza. Porque en estos doce años usted nos ha robado la inocencia.

Hágame un favor. Váyase a hacer puñetas, señor presidente.

9 de julio de 1995

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