domingo, 26 de abril de 2009

Mediterráneo

Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento. 

Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado. 

En el bar La Marina -reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local-, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada -mar, cárcel, milicia, puterío- todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar. 

Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel -un ancla impresa junto al nombre del bar- antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia. 

26 de abril de 2009

domingo, 19 de abril de 2009

Ese rojo maricón

Ayer vi de nuevo Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, cuyo estreno me entusiasmó hace veinte años. Al poner el deuvedé temía que la película hubiera envejecido mal; pero lo cierto es que disfruté mucho. Las canciones son deliciosas, la historia está admirablemente contada, Ángela Molina sigue extraordinaria y guapísima, Ángel de Andrés Pérez borda su papel de pianista bruto y tierno, y Manuel Bandera está soberbio interpretando el personaje de Mario, inspirado sin rodeos en el inmenso, entrañable Miguel de Molina. Y como las cosas encajan unas con otras de manera misteriosa, hoy abro el periódico y me entero de que en Madrid hay una exposición, abierta hasta mayo, titulada: Miguel de Molina. Arte y provocación. No he ido a verla todavía, porque quiero escribir esta página con la película recién vista. En caliente. Para agradecer a Jaime Chávarri que hiciera lo que hizo, y para recordar a Miguel de Molina. Y no es un recuerdo cualquiera. Ni casual. Se lo dice a ustedes alguien que, cada vez que viaja por carretera, lleva puestos en el cedé del coche Ojos verdes, Don Triquitraque y La bien pagá. Entre muchas otras. 

La historia de Miguel de Molina es tan española, tan de aquí, que duele con sólo teclearla. Una historia de talento roto, quebrada y trágica como la de aquella generación partida por la guerra civil, maltratada por un bando vencedor que demostró, en sus infames representantes, una falta absoluta de compasión y de decencia. Miguel de Molina era el artista más notable de su tiempo, y con él se ensañaron los nuevos amos de España, poniendo en ello toda la chulería arrogante, despiadada, de quienes se sabían impunes y poderosos. Al chiquillo que había empezado fregando el burdel de María la Limpia en Algeciras, al artista original y personalísimo que arrasaba en tablaos y escenarios, que nada tuvo que ver con la política, no le bastaba, para el favor de la nueva gentuza -la que arrebató el poder a la anterior gentuza-, haber sido obligado a echar flores desde una tribuna y saludar brazo en alto el desfile de los vencedores, junto a Jacinto Benavente y otros artistas. Tenía, además, que trabajar para empresarios que le pagaban tres veces menos de lo que había cobrado durante la República. Purgar así haber animado con su arte a los soldados rojos en los hospitales de guerra, lo mismo que habría animado a los nacionales de haber caído al otro lado. Era la España eterna, de siempre: conmigo o contra mí. El caso es que Miguel de Molina se negó a renovar un contrato, y lo pagó muy caro. Al terminar una función, tres individuos que se identificaron como policías -uno de ellos, el conde de Mayalde, sería luego alcalde de Madrid- lo llevaron a un descampado, lo forzaron a beber aceite de ricino y le dieron una paliza, arrancándole el pelo y algún diente. Y mientras el infeliz preguntaba por qué le pegaban, los otros respondían: «Por rojo y maricón»

Y luego, el exilio. Al artista enorme, ídolo de las radios y los escenarios, que había visto y oído nacer Ojos verdes en un café de Barcelona una noche de conversación entre él, Rafael de León y Federico García Lorca, le negaron los permisos para actuar, persiguiéndolo con saña allí por donde iba. La mano del franquismo era larga, entonces. Después de triunfar en Argentina, presiones de la embajada española lo forzaron a irse a México, donde también se le hizo la vida imposible -Jorge Negrete y Cantinflas lo putearon con muchas ganas- y terminó regresando a la Argentina de Perón. Allí escribió un poema -Cuando te duela España- que más o menos empieza diciendo: «Esquiva los cuchillos / de los recuerdos», y termina: «Que el pan es uno solo / en cualquier tierra». Y no volvió, claro. Regresó más tarde a España un par de veces, temporalmente -los periódicos lo machacaron a gusto por homosexual y republicano-, pero en realidad no volvió nunca. Se quedó allá, en Argentina, negándose durante mucho tiempo a ser entrevistado. Sin querer saber nada de su patria ni de los periodistas -yo fui uno de ellos, en 1978- que llamaron a su puerta. Cuando en el año 92, cincuenta y dos después de echarlo a palos, España le concedió la Orden de Isabel la Católica, a él ya le daba igual. Estaba fuera de plazo, y así lo dijo: «Esa reparación me llega demasiado tarde». Murió a los pocos meses, a punto de cumplir los 85 años, y está enterrado en Buenos Aires, en el cementerio de la Chacarita. Málaga reclamó sus restos el año pasado, pero yo creo que ni Málaga ni España lo merecen. A buenas horas, mangas verdes, habría dicho él. Mejor que lo dejen en paz donde está. Allí donde lo confinamos a palos, entre todos. Donde pudo quedarse. Nada resume mejor su vida que La bien pagá, aquella copla con la que una vez triunfó en los escenarios: «Ná te pido, ná te debo / me voy de tu vera, olvídame ya». Miguel de Molina, como tantos. Como siempre. La puerca España. 

19 de abril de 2009 

domingo, 12 de abril de 2009

La nieta gorilera

Vaya por delante que no tengo nada en contra de que una nieta del general Franco se gane la vida. Lo mismo me da que se la gane ella que una nieta del general Miaja, del general Von Paulus o del general Motors. Cada cual se lo monta como puede. Lo que me calienta la recámara es que me fastidien el desayuno. Como saben los veteranos de esta página, el arriba firmante desayuna crispis con un vaso de leche -dejé el colacao hace un par de años- y hojeando revistas del corazón. Para alguien que, como es mi caso, apenas ve la tele, esos quince minutos mañaneros son una forma como otra cualquiera de pasar el rato echando pan a los patos. Me entero, por ejemplo, de cómo es de grande la biblioteca de Julio Iglesias júnior, de quién es el último pavo que trabaja en la bisectriz de Ana Obregón, o de si las camisetas ceñidas del duque de Lugo necesitan o no wonderbrá. Cosas así. Me pongo al día viendo fotos, como digo; y en ese ratillo me ahorro incontables horas de telemierda. 

Lo de Carmen Martínez-Bordiú, sin embargo, me supera. Me refiero a su desvergüenza mediática. Cada vez que, en ciclo siniestro e inevitable, la veo ocupar una portada del Hola -viaja más que Phileas Fogg- me pregunto qué hemos hecho los lectores fieles para merecerla. Sobre todo me pregunto por qué mi prima, y no otra. Cuál es su glamour. Su magisterio intelectual. Sus poderes. El gancho fotogénico y periodístico de una señora que tampoco es, puestos a señalar, Elsa Pataky ni Elena Cue -esas portadas no me atragantan los crispis, fíjense-, y cuyas declaraciones, toque lo que toque, son más elementales, querido Watson, que el mecanismo de un sonajero. Todavía recuerdo, de cuando el Prestige, esta honda y comprometida declaración suya: «Si tuviera una pala, iría a Galicia a recoger chapapote». Pero claro. No pudo ir, la pobre. No tenía pala, y la ferretería pillaba lejos. 

La última es para enmarcarla: «Carmen Martínez-Bordiú relata su fascinante aventura entre los gorilas de Uganda». La relata ella, ojo. O eso cuentan. Escribiendo con sus deditos, palabra a palabra, un conmovedor viaje al corazón de las tinieblas, en plan Joseph Conrad, o casi: «Sabía desde el principio que iba a ser un viaje difícil y duro, pero que también sería una experiencia única». Guau. Pero no crean que esta vez es como aquella otra, la última o penúltima, cuando salió vestida de beduina sahariana -diez o doce páginas diciendo simplezas a todo color- para explicarnos que la paz del desierto la reconfortaba mucho espiritualmente. No. Ahora es más profunda. Se ha currado el viaje, documentándolo como una erudita. Eso la lleva a deducir, ante el paisaje africano, que «debió de ser con vistas semejantes cuando Churchill dijo de Uganda que era la perla de África». Nada menos, oigan. Churchill. Leído en sus memorias, supongo. De cualquier modo, de todo el crudo relato de la fascinante aventura gorilera, me quedo con el calvario que pasó Carmen para llegar a su objetivo: «Vamos camino de la selva impenetrable. Todavía no sé cómo puedo escalar con un palo en la mano y con la otra agarrándome a las lianas». Y luego, como sorpresa por completo inesperada, la enriquecedora aventura humana: «En nuestro recorrido nos encontramos con una comunidad de pigmeos». Tremendo. Y es que la imagino abriéndose paso a machetazos en la espesura procelosa, chas, chas, chas, como Stewart Granger en Las minas del rey Salomón, hasta cortarle, por descuido, la trompa a un elefante; y al elefante indignado, diciéndole con acento nasal: «¿Tú estás tonta, o qué?». Y luego, más adelante, me estremezco al imaginarla de nuevo, dándose de boca, de pronto, con una inesperada tribu de pigmeos feroces que pasaban por allí, casualmente, dedicados a lo suyo. A hervir misioneros y cosas asín. Qué valor, recórcholis. Qué apasionante aventura, santo cielo. 

Pero lo mejor, de aquí a Lima, lo juro por Arturo, son las imágenes. Dudo que si no las han visto puedan valorarlas comme il faut: Carmen vestida de coronel Tapioca, con distintos modelitos según cada momento de la epopeya. Carmen de bwana blanca en la raya ecuatorial. Carmen con un bolso precioso en un descanso selvático. Carmen con otro bolso monísimo y una catarata detrás. Carmen con hipopótamos al fondo y una camisa divina de la muerte. Carmen sobre un puente de tablas y lianas, como Indiana Jones. Carmen con un rinoceronte al fondo y una botella de Lanjarón, o algo así, en la mano. Carmen en primer plano con una pocholada de pañuelo al cuello, y al fondo, chan, tatachán, gorilas en la niebla. Y gorilos. Todo eso, con la silicona impecablemente maquillada, sin una arruga en la ropa, y con cinco vestuarios y cuatro sombreros diferentes, que son los que he contado en las fotos. Por lo menos. Lo que fuerza a preguntarme si se cambiaba delante del macho Alfa -yo no lo haría, forastera- o los negros le llevaban un biombo. 

12 de abril de 2009

domingo, 5 de abril de 2009

900 euros al mes

El otro día escuché a la ministra de Educación. Me parece que era ella. Y si no, da igual. Sería otra pava que hablaba como la ministra de Educación. Títulos, por cierto, el de ministra y el de Educación, que en España parecen sarcasmos. O que lo son. La oí satisfecha de esto y aquello, goteando agua de limón, encantada de que, gracias a ella y sus colegas, el nivel cultural y educativo de los españoles de España vaya a estar a la cabeza de Europa de aquí a nada, e incluso antes, merced a su buen pulso y a sus previsiones astutas, que tienen rima. Con rutas y con virutas. Después, en el mismo telediario, creo, escuché a un ministro de Economía -por llamarlo de alguna forma- que anda camuflado y con gafas de sol, pese a lo arrogante que era en otro tiempo, después de pasar una larga temporada justificando lo injustificable. Y me dije: hay que ver, Arturete, qué poco trecho va, en esta perra vida, de fulano respetable a ministro, y de ahí a marioneta o sicario. Pero lo que me tocó el trigémino fue que ambos, ministra y ministro, mencionaran a los jóvenes y el futuro, en sus respectivos largues, sin despeinarse. Esos jóvenes llenos de futuro por los que tanto curran. Y se desvelan. 

Así que voy a proporcionarles hoy, para facilitar un poquito el desvelo, el retrato robot de uno de esos jóvenes por los que cada día, en los ministerios correspondientes, se rompen abnegadamente los cuernos. Puede valer como ejemplo una de las cartas que me llegaron esta semana: la de una chica de 28 años que trabaja en una tienda de Reus cobrando 900 euros al mes. Con novio desde hace dos años. Un chaval noblote y atento, pero con quien no puede irse a vivir, como quisiera, entre otras razones porque él lleva ya seis meses en el paro; y ella, por su parte, carga en su casa con todo el peso de la economía familiar. 

Porque esa es otra. Con la chica viven su padre y su madre. Ésta, enferma de epilepsia, después de trabajar quince años sin que la dieran de alta en la Seguridad Social, no tiene trabajo, ni ayuda, ni pensión; y los setenta euros que se gasta cada mes en medicinas -un hachazo para la mermada economía familiar- tiene que dárselos su hija. Había en casa una cuarta persona, segunda hija, estudiante, que trabajaba cuando podía hasta que también se quedó sin empleo, y tuvo que irse a vivir a casa de su novio, con la familia de éste, porque en su casa una estudiante era una boca más y no había modo de mantenerla. 

En cuanto al padre, nos vale también para retrato robot del español medio. Echado a la calle de la empresa donde estuvo veinticinco años trabajando, perdió el juicio, como cada vez, o casi, que un trabajador se enfrenta en solitario a una multinacional. Después tuvo que pagar las costas procesales y la minuta del abogado, y ni siquiera pudo cobrar el finiquito. Ruina total. Tuvo que dejar el piso que ya estaba casi pagado, malvender el camión con el que trabajaba, liquidar letras e irse a vivir a un sitio más modesto, pagando 900 euros mensuales de hipoteca más gastos de comunidad. Al cabo de un tiempo de estar en el paro consiguió, temporalmente, un trabajo de seis días a la semana llevando un tráiler al extranjero, por 1.600 euros mensuales que, descontados seguros, hipoteca, comida, teléfono e impuestos, no alcanzaban a pagar la luz, el agua y el gas. Pero ese dinero lo dejó de cobrar al quedarse de nuevo en paro por la crisis -ésa que no iba a existir, y que ahora sólo durará, afirman, un par de telediarios-. Y resulta, para resumir, que un hombre que ha trabajado toda su vida, desde los catorce años, se encuentra a los cincuenta y tres con que el mes que viene no puede pagar la hipoteca de la humilde vivienda donde se refugió tras perder el primer trabajo y la otra. Porque no tiene los cochinos 900 euros cada mes. Porque resulta que el único dinero que entra en casa, justo esa cantidad, es el que gana su hija: la joven cuyo futuro maravilloso planean con tanto esmero y eficacia la ministra de Educación, el de Economía y el resto de la peña. Y esa chica, con el sueldo miserable que percibe por trabajar ocho horas diarias seis días a la semana, con la casa familiar puesta a su nombre -el padre, comido de embargos, no pudo ponerla al suyo-, tiene ahora la angustia añadida de que, con los tiempos que vienen, o están aquí, en la tienda entra menos gente, y cualquier día pueden cerrarla y ponerla a ella en la calle. Y mientras, mantiene a su padre y a su madre, paga la luz, el agua, el gas y el teléfono, compra comida y lleva un año sin permitirse un libro o un revista, ni ir a un museo -los cobran- ni al cine, ni salir con su novio un sábado por la noche. Porque no puede. Porque no tiene con qué pagarse, a los veintiocho años y con una carrera hecha, trabajando desde hace cuatro, una puta cerveza. 

Así que ya ven. Barrunto que la ministra de Educación, y el de Economía, y la ilustre madre que los parió, no hablan de los mismos jóvenes. Ni de la misma España. 

5 de abril de 2009