domingo, 30 de agosto de 2009

No me pises, que llevo chanclas

Se me iban a pasar los calores sin mencionar la indumentaria, en ese añejo intercambio ritual entre colegas y suplementos dominicales que Javier Marías, donde suele, y yo aquí, acostumbramos cada verano. Ya saben: lorzas sudorosas a la vista y restregándose contigo en la calle Sierpes, pantorrillas peludas a tu lado en el asiento del AVE, fulanos quitándose las pelotillas de los pies en el museo del Prado, y otros horrores estacionales de esta España convertida en inmenso chiringuito playero. Pero hasta las costumbres desaparecen, incluidas las propias. El mundo se derrumba, y nosotros etcétera. O ni eso, ya. Lo cierto es que no pensaba mentar la ropa este año. Hace tiempo que lo del indumento guarro es batalla perdida -o ganada, según el punto de vista-, y tampoco va a ser cosa de enrocarse contra lo que no tiene remedio, para que encima te llamen cabrón reaccionario con pintas, o esa socorrida y polivalente palabra que ahora todo cristo, desde la ignorancia redonda de su origen y significado -qué más da, a estas alturas de la feria- utiliza igual para un roto que para un descosido: facha, o fascista. Como el niño de Galapagar al que, hace poco, otros niños molieron a golpes porque llevaba un polo y un pantalón largo en vez de, por ejemplo, calzón pirata y camiseta. Llamándolo, claro, facha. 

Pero a lo que iba. Decía que este año no iba a ocuparme del indumento, pero me lo acaban de poner a huevo. Con una de arena y otra de cal. La primera tuvo lugar donde menos lo esperaba: en el restaurante Quatre Gats de Barcelona. Es un viejo local que me gusta mucho, en el casco antiguo de la ciudad, donde en otro tiempo iban pintores y otros artistas, Picasso incluido. La comida es agradable y el servicio muy correcto. Ni siquiera la afluencia de turistas, que ahora son clientela principal, consigue cargarse el encanto del sitio. O, para ser exactos, no lo había conseguido hasta ahora. Porque hace pocos días, mientras cenaba allí de chaqueta y sin corbata -un piano al fondo, gente de apariencia educada, indumentaria veraniega pero correcta en torno a las mesas- aparecieron, precedidos por un obsequioso maître, cuatro guiris que podrían llegar directamente de una playa: sudorosos, bañadores caídos, chanclas y camisetas de tirantes de ésas holgadas, que dejan el sobaco y su floresta bien a la vista. Esto, en el centro de Barcelona y a las diez de la noche. Y a esos cuatro guarros, que entraron tan campantes y sin complejos, el sonriente maître les asignó una mesa en el centro del local, para que lo hermosearan a tope. Como lo más natural del mundo, por supuesto. Clientes, a fin de cuentas. Gente que paga. Para qué nos vamos a poner estrechos, con la que cae. Miró luego al soslayo el encargado, fuese, y no hubo nada. Entre otras cosas, lo confieso, tampoco hubo petición de cuenta y largarse en el acto por mi parte, por dos razones: la primera es que la mesa de aquellos cuatro pavos me quedaba soportablemente lejos; y la segunda, que todos eran gays. Uno, además, completamente negro -subsahariano afroamericano, oí decir el otro día a una señora en la radio, en delicioso anuncio de lo que nos espera-. Así que pueden imaginarse lo mío. Ni parpadeé, siquiera. Se me habría interpretado mal: no creo que ese cabrón del Reverte se vaya sólo por las chanclas, etcétera. Elitismo enchaquetado, homofobia y racismo en una sola noche. Bingo. Así que me quedé sentado, sin rechistar, prisionero de lo políticamente correcto mientras despachaba mis manitas de cerdo en salsa de cigalas. Que estaban riquísimas, por cierto. Qué remedio. 

La otra, la de cal, la dio en un local de comida rápida de un puerto playero mediterráneo, hace tres semanas, una camarera gordita y fatigada. Liquidaba yo en mi mesa una hamburguesa con patatas fritas cuando entraron dos anglosajones grandotes y colorados de sol, descalzos y con sólo el bañador puesto. De ésos que ya van ciegos a las cuatro de la tarde, y cuando salen al extranjero no hacen el menor esfuerzo por hablar otra lengua que no sea la suya. Antes de que abrieran la boca, la chica les dijo que allí no se servía a gente sin la camiseta puesta. «Nou anderstán», respondió uno de aquellos gambas, haciéndose el sueco aunque el hijoputa era inglés. Y entonces la chica se tocó su blusa, bien sudada tras una durísima jornada de brega laboral y dijo: «Sin camiseta, no comida, y puerta». Y el guiri que no comprendía comprendió perfectamente, y los dos se pusieron las camisetas. Y yo, mientras consideraba la conveniencia de saltar el mostrador y darle un beso, smuac, a la gallarda heroína hamburguesera, pensé que, guiris o de aquí, todo es aquello a lo que los acostumbras. Lo que tragues, o no, a cambio de un euro más en la caja. O de tu disposición a levantarte de un sitio donde comes, si no te gusta la compañía, y a no volver más, si llega el caso. A fin de cuentas, algunos tienen los turistas, los clientes y los vecinos de mesa de restaurante que se merecen. 

31 de agosto de 2009 

domingo, 23 de agosto de 2009

Tontos (y tontas) de pata negra

Uno comprende que tiene que haber tontos, como tiene que haber de todo. Me refiero al tonto social, o sea. Al que normalmente llamamos tonto del haba. Al imbécil de andar por casa. De diario. Son criaturas de Dios, como dijo San Francisco del hermano lobo, si es que lo dijo, y tampoco es cosa de pasarlos por el lanzallamas. O de pasarlos sin más. Tienen tanto derecho a existir como cualquiera. Incluso un tonto evidente, lustroso, bien cebado, de esos que da gloria verlos, tipo cuñado Mariano, hace su papelito en determinados lugares. Decora el paisaje. Sobre todo si, como ocurre a menudo, no tiene conciencia de lo tonto que es. O de lo que puede ser si se lo propone, en plan película de superación deportiva americana, con el entrenamiento y el esfuerzo adecuado. 

Y es que un tonto en condiciones, situado en el lugar idóneo, el trabajo, la vida cultural, la política, completa la vasta y asombrosa obra de la Naturaleza. La armonía del Universo. Enriquece la vida, para que me entiendan. Sirve como referencia. Como tontómetro del entorno y como brújula para los demás. Por eso siempre he sido partidario de tener un tonto a mano. No demasiado cerca, ojo. Un tonto es como las escopetas: lo carga el diablo. Pero tenidos a distancia y bajo control razonable, se aprende mucho observándolos. La pega principal es que el tonto tiene una asombrosa capacidad reproductora. Se multiplica como una coneja. Y al menor descuido, te rodea como al general Custer. Ciertos ambientes, sobre todo los políticamente correctos, le son en extremo favorables. Y si además se trata de un tonto de aquí, español, con todos los complejos, inculturas, envidias y estupidez congénita propios de esta nacionalidad esplendorosa y autosatisfecha de la que gozamos, para qué les voy a contar. Si España exportara tontos al extranjero -a veces lo hace, pero sin organización ni método- seríamos la primera potencia mundial. Los tontos españoles son tontos conspicuos, de pata negra. Matizo, a fin de no avivar talibanismos feminazis: los tontos y las tontas. Para qué voy a mentir: en el fondo me hace ilusión. Si el tonto español desapareciera como especie, la cosa sería tan lamentable como la desaparición del toro de lidia, o la del tertuliano radiofónico que con la misma soltura analiza un resultado electoral que la teoría de campos de fuerza de Maxwell. Una de nuestras señas de identidad nacional se iría a tomar por saco. Cuando los últimos vínculos trimilenarios que unen a nuestra ruin tropa se aflojen del todo, y castellanos, catalanes, vascos, andaluces, inmigrantes y demás vayamos cada uno a nuestro aire, como realmente nos pide el cuerpo, sólo habrá dos cosas que nos sigan manteniendo unidos: el fútbol y lo tontos del ciruelo que somos, o que podemos llegar a ser cuando la Historia, la sociedad, la tele, la moda de turno, nos dan la oportunidad. Que suelen dárnosla. 

En tal sentido, me preocupaba que las universidades españolas quedaran al margen del asunto. Perdieran el tren, para entendernos. A fin de cuentas, en sitios así lo que menudea es la inteligencia, la cultura y cosas por el estilo, y a la idiotez se le supone sólo un carácter mínimo, testimonial. Pero la Universidad de Zaragoza acaba de tranquilizarme mucho. El que más y el que menos prevé el futuro siniestro que espera a los universitarios españoles, y sabe que cuanto tiene que ver con progreso, innovación, ampliación de titulaciones, investigación, calidad en la docencia y nuevas tecnologías recae exclusivamente sobre el esfuerzo individual y el sacrificio de un profesorado que cobra menos de 2.500 mortadelos al mes, y eso cuando tiene 20 años de antigüedad. Con este paisaje, la última iniciativa de la docta institución cesaraugustana, de cara al próximo curso, ha sido apadrinar una campaña que, bajo el título Nombrar en femenino es posible. ¡Inténtalo!, y con los nombres y símbolos bien a la vista de la Universidad -cátedra sobre Igualdad de Género, nada menos- y del Gobierno de Aragón, que supongo soltaron la viruta apropiada, reparte a troche y moche folletos de cuatro páginas a color, para que los jóvenes universitarios zaragozanos dejen de invisibilizar a las mujeres mediante deliciosas construcciones en la línea del tópico habitual: el ser humano en vez del hombre, el alumnado sin empleo en vez de los estudiantes desempleados, profesionales en régimen laboral autónomo en vez de trabajadores autónomos, y otros brillantes hallazgos al uso. Con la siguiente -y confusa- afirmación final, que transcribo literalmente en toda su espléndida y analfabeta incongruencia gramatical: «Seguro que, con la práctica, prestas más atención al lenguaje y usas términos para que todos y todas seamos visibles en el discurso»

Por eso digo que estoy tranquilo con lo de las esencias. No hay como la estupidez institucional, con cátedra incluida, para asegurar el futuro. Y el nuestro está garantizado. Tenemos tontos y tontas para rato y para rata. 

23 de agosto de 2009 

domingo, 16 de agosto de 2009

La habitación del hijo

Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras. 

Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos. 

Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria. 

Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas». 

Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir». 

Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. 

Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena. 

16 de agosto de 2009 

domingo, 9 de agosto de 2009

España cañí

Vamos a llamarlo, si les parece bien, hospital del Venerable Prepucio de San Agapito. O, si lo prefieren, de los Siete Dolores de Santa Genoveva. Para más datos, añadiremos que está situado en una ciudad del sur de España. Y el arriba firmante –yo mismo, vamos– camina por el pasillo de una de sus plantas después de haber conseguido, tras arduas gestiones, intensas sonrisas y mucho hágame el favor, permiso para visitar a un amigo internado de urgencia, al que sus innumerables pecados y vida golfa dejaron el hígado y otros órganos vitales en estado lamentable. 

Voy por el pasillo, en fin, pensando en un informe publicado hace poco: uno de cada diez trabajadores de hospital español sufre agresiones físicas por parte de pacientes o sus familiares, y siete de cada diez son objeto de amenazas o insultos ante la pasividad de los seguratas correspondientes. Que con frecuencia, según las circunstancias, prefieren no complicarse la vida. Y no deja de tener su lógica. Una cosa es decir no alborote, señora, caballero, a un ama de casa de Reus o a un jubilado de Úbeda cabreados con o sin motivo, y otra diferente, más peliaguda, impedir que un musulmán entre a la fuerza con su legítima en el quirófano, decirle a un subsahariano negro de color que no es hora de visitas, o informar a cuatro miembros de la mara Salvatrucha que la puñalada que recibió su amigo Winston Sánchez no se la podrán coser hasta mañana. Ahí, a poco que falle el tacto, sales en los periódicos. 

Pienso en eso, como digo, mientras busco la habitación B-37. En éstas llego a una sala de espera con los asientos y el suelo cubiertos de mantas, papeles, vasos de plástico y botellas de agua vacías; y cuando me dispongo a embocar el pasillo inmediato, dos gitanillos que se persiguen uno a otro impactan, sucesivamente, contra mis piernas. Me zafo como puedo, mientras creo recordar que en los hospitales están prohibidos los niños, sueltos o amarrados. Luego miro en torno y veo a una señora entrada en carnes, con una teta fuera y dándole de mamar a una rolliza criatura que sorbe con ansia de superviviente. Slurp, slurp, slurp. A ver dónde me he metido, pienso con el natural desconcierto. Entonces miro hacia el pasillo y me paro en seco. 

Imaginen un pasillo de hospital de toda la vida. Y allí, arremolinada, una quincena de personas vociferantes: seis o siete varones adultos, otras tantas mujeres y algunos niños parecidos a los que acaban de dislocarme una rótula en la sala de espera. Sobre los mayores, para que ustedes se hagan idea, tecleas juntas en Google las palabras García Lorca, Guardia Civil, Heredias, Camborios, primo y prima, y salen sus fotos: patillas, sombreros, algún bastón con flecos, dientes de oro y anillos de lo mismo. Sólo les falta un Mercedes del año 74. Los jóvenes visten de oscuro y tienen un aire desgarrado y peligroso que te rilas, a medio camino entre Navajita Plateá y las Barranquillas. En cuanto a las Rosarios, sólo echas de menos claveles en los moños. Las jóvenes tienen cinturas estrechas, pelo largo, negrísimo, y ojos trágicos. Una lleva un niño en brazos. Todas van de negro, como de luto anticipado. Y en el centro del barullo, pegado a la pared, un médico vestido de médico. Acojonado. 

«Ha matao ar papa, ha matao ar papa», gritan las mujeres, desgañitándose. Insultan y amenazan al médico los hombres, más sobrios y en su papel. «He dihe que ze moría y za muerto», dice uno de ellos, inapelable. «Te vi a rahá.» El médico, pálido, más blanco que su bata, la espalda contra la pared, balbucea explicaciones y excusas. Que si era muy viejo, que si aquello no tenía remedio. Que si la ciencia tiene sus límites, y tal. «Lo habei matao, criminá», vocifera otro, pasando mucho del discurso exculpatorio. Una de las Rosarios salta con extraño zapateado, agitándose la falda. «Er patriarca», se desmelena. «Er patriarca.» Lloran y gritan las otras, haciendo lo mismo. «Pinsharlo, pinsharlo», sugiere una de las jóvenes. «Que ha matao ar papa.» 

Me quedo donde estoy, prudente. Mejor el médico que yo, pienso. Que cada cual enfrente su destino. Algunas cabezas de enfermos y visitantes asoman por las puertas de las habitaciones, contemplando el espectáculo con curiosidad. Miro alrededor, buscando una ruta de retirada idónea. Los dos gitanillos continúan persiguiéndose sobre las mantas y las botellas vacías, y el mamoncete sigue a lo suyo, pegado a la teta. Slurp, slurp. En la máquina del café, dos guardias de seguridad, vueltos de espaldas a lo que ocurre en el pasillo, parecen muy ocupados contando monedas y buscando la tecla adecuada para servirse un cortado. Me acerco a ellos. ¿Hay capuchino?, pregunto, metiendo un euro. Ellos mismos pulsan mi tecla, amables. Estamos los tres en silencio mientras sale el chorrito. 

9 de agosto de 2009 

domingo, 2 de agosto de 2009

Destrozando la memoria

Les hablaba la semana pasada de manipulaciones históricas y de museos desaparecidos, o pasados por el tamiz del pacifismo simplón, de telediario y foto de periódico, que tanto nos pone. Y al final, por falta de espacio, me quedé con ganas de mencionar también otra clase de museos, esta vez al aire libre: los escenarios de sucesos históricos. Alguna vez hablé aquí del magnífico trabajo de conservación que el Gobierno belga hace en Waterloo, escenario de la última batalla napoleónica. Menos el museo local y la colina artificial del León, desde donde puede abarcarse con la vista todo el terreno, el lugar está intacto. Ni una casa más, o casi, desde 1815. Eso hace posible un continuo ir y venir de visitantes: turistas, aficionados, historiadores, colegios y gente así. 

En España, como saben, la situación suele ser la opuesta. Esas cosas tienen mala prensa; no sólo por confusiones ideológicas, sino también, y sobre todo, por ignorancia y desidia. Ni siquiera el franquismo, con todos sus trompeteos y fastos imperiales, se interesó por esos lugares. Excepto los monumentos y placas de la Cruzada contra los rojos malvados, lo demás importaba un carajo. Casi todos los monumentos conmemorativos de la historia de España los debemos a iniciativas cultas del siglo XIX y principios del XX. Eso dura hasta hoy. El Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, pidió y obtuvo el año pasado, en plena demagogia del Bicentenario, textos para placas que señalarían lugares notables del 2 de Mayo; y que, año y pico después, ni están colocadas ni se las espera. Mientras que en París no hay apenas calle sin mención de que allí murió Fulanito Dupont luchando contra los nazis, las ciudades italianas están salpicadas de alusiones a los que cayeron sotto il piombo tedesco, y a los republicanos españoles se los recuerda más en Francia que en España. 

Mucha gente, políticos analfabetos sobre todo, cree que se trata de recordar batallitas del abuelo Cebolleta. Por eso desprecian y degradan lugares que podrían servir como atracción turística y como lección viva de Historia y de memoria. Ahí están, entre muchos, los ejemplos de Las Navas de Tolosa, Arapiles, Bailén -chalets adosados por todas partes-, o la atrocidad que se está haciendo con el paisaje histórico de Numancia, con el proyecto de un polígono industrial que destrozará lo que en cualquier país decente sería de cuidado exquisito y visita obligada para escolares. O el parque eólico marino que se instalará, como si no hubiera otro lugar en toda la costa, exactamente en las aguas donde se libró el combate del cabo Trafalgar. Desparrame este, el de los molinos eólicos -subvencionados con fondos públicos y con mucho interés privado mojando en la salsa-, que pende sobre algunos de los pocos lugares de importancia histórica que nos quedan intactos. Como Uclés. 

El caso de Uclés clama al cielo. Aparte de que el pueblo sea de una belleza espectacular con sus calles medievales, sus murallas y monasterio, y de que desde sus alturas pueda contemplarse un paisaje extraordinario, allí tuvieron lugar dos acontecimientos importantes en la historia de España. Uno fue la batalla famosa en la que, el año 1108, un ejército almorávide compuesto de murcianos, valencianos y cordobeses bajo el mando de Tamin Yusuf saqueó la ciudad después de hacer picadillo en la llanura a un ejército castellano, cortando tres mil cabezas cristianas entre las que se contaban las de García Ordóñez -el enemigo del Cid- y el infantito don Sancho, hijo del rey Alfonso VI. Y setecientos años más tarde, en 1809 y exactamente en el mismo sitio, las tropas francesas mandadas por los generales Ruffin y Villatte destrozaron al ejército español del Centro, que mandaban los zánganos incompetentes del general Venegas y el duque del Infantado, haciendo una carnicería de juzgado de guardia. Ese doble campo de batalla, bajo los muros mismos de Uclés, se encuentra milagrosamente intacto; igual que estaba, no hace dos siglos, sino nueve. Y acabo de enterarme de que hay un proyecto, apoyado por la Junta de Castilla-La Mancha, para instalar un parque eólico con torres de 121 metros de altura a tres kilómetros y medio de allí, sobre la sierra vecina. Reventando no sólo ese magnífico paisaje histórico y natural, sino también el del cercano parque arqueológico de Segóbriga. Con fondo de molinillos dando vueltas. Flop, flop. Imaginen la foto. 

Confieso, de todas formas, que lo de Uclés lo tengo como asunto personal. Porque también en sus campos se libró una tercera pajarraca, ésta ficticia. O de pastel. Allí, debido precisamente a lo limpio del lugar y su belleza, se situó la escena de la batalla de Rocroi durante el rodaje de la película Alatriste. Así que calculen. Ponerle molinos de fondo al paisaje donde transcurre mi escena favorita, cuando Viggo Mortensen, hecho polvo como sus colegas, le dice al franchute: «Decid al señor duque de Enghien que agradecemos su oferta, pero éste es un tercio español». O sea. Me llevan los diablos. 

2 de agosto de 2009