domingo, 4 de mayo de 1997

Quins pecats tens?

Tengo en un libro una foto de unos cuantos obispos hacia el año cuarenta, saliendo de una misa o un tedeum o algo por el estilo, todos con el brazo en alto, muy serios, en plan saludo vencedor de las hordas rojas y demás. No sé si los obispos eran catalanes, que a lo mejor hasta lo eran; pero de lo que estoy seguro es de que, cuando la foto, ninguno de ellos estaba exigiendo a nadie que la única lengua oficial que se hablara en Cataluña fuese el catalán, como hicieron no hace mucho en uno de esos comunicados que los obispos, catalanes o no, suelen difundir cuando el panorama táctico aconseja una de cal y otra de arena.

No es difícil comprenderlo. Cada uno tiene sus puntos de vista y su memoria personal, sus filias, fobias, intereses y sueños en la cabeza. Y comparto el desprecio de muchos catalanes, sean obispos o no, por esa España demagógica, folletinesca y cutre, que durante varios siglos se nos estuvo metiendo con calzador. Una España que mi viejo amigo y compadre Raúl del Pozo define, gráfica y acertadamente, como una matrona con un laurel en la mano, un león a los pies, una bandera roja y gualda y un rey reinando sobre un país de abanicos a las cinco de la tarde.

Uno comprende todo eso. Y comprende también que, desaparecidos el viejo argumento de la opresión centralista, los virreyes castellanos y los culatazos de la Benemérita, la lengua sea a veces la única bandera que queda para convocar a la gente a toque de corneta, so pena de que se dispersen las ovejas y se desbarate el negocio. Todo eso es, tal vez, legítimo. El problema surge cuando, con los obispos haciendo de palmeros finos y ante el rechinar de dientes de un Gobierno agarrado por las pelotas, se procura no ya establecer el bilingüismo, sino borrar del mapa el castellano, o el español, o como carajo se diga. Y los obispos, que igual se apuntan a un cocido que a un estofado, bendicen ahora esa represión lingüística como antes bendecían la otra, los piquetes de fusilamiento o a los generalísimos bajo palio: sin el menor pudor, la menor memoria ni la más mínima vergüenza, en vez de dedicarse a salvar almas, que es lo suyo.

Porque los obispos, sean catalanes o malgaches, lo que tienen que hacer es cuidar la diócesis y el latín, que es una lengua preciosa y con mucha solera eclesiástica, y dejarse de fornicar la marrana. Y ese comunicado exigiendo que sólo se hable catalán en su cotarro me plantea graves dudas que, a falta de director espiritual próximo, me atrevo a plantear aquí, por si alguien es capaz de serenar mi atribulado ánimo.

Supongamos que yo, notorio pecador, descreído y castellanohablante, estoy un día de paso en Cataluña. Y como soy torpe y de pocas luces -amén de mis repugnantes resabios españolistas- resulta que, aparte el francés y algo de inglés, de lenguas peninsulares sólo hablo la que don Xabier Arzallus llamaría, o llama, la lengua de Franco: o sea, ese instrumento abyecto de represión y vileza que tanto daño ha hecho al mundo. Y puestos a imaginar, imaginemos que llega mi última hora, y que Dios, en su infinita bondad, me llama al seno de Abraham en tierra catalana. Y yo, debatiéndome en los estertores de la agonía, veo de pronto la luz y reclamo a gritos confesión, confesión, traedme un cura, voto a tal. Y mis amigos y deudos corren raudos en busca de alguien que me garantice el tránsito. Y acude un párroco. Y entonces, oh desdesdicha, cuando abro la boca para aliviar mi alma pecadora, resulta que el dómine, que se llama Manolo Sánchez pero, por la cuenta que le trae, habla un catalán de la hostia y no sabe decir en español más que buenas tardes y hasta luego Lucas, me pregunta: «Quins pecats tens, fill meu?». yo le digo: mande, páter? Y él me responde: «Penedeixes, pecador?». Y yo, que aunque moribundo no estoy para coñas, ya no pido a gritos confesión, confesión, sino traducción, traducción; y luego intento confesarme por señas pero mis pecados son innúmeros -alcohol, palabrotas, mujeres malas- y no nos da tiempo. Así que al final agarro al dómine por la estola, le mentó a todos sus muertos en la lengua de Cervantes y luego a san Apapucio, el copón de Bullas y el Chápiro Verde, y muero inconfeso y blasfemando en arameo. Y me condeno por no hablar catalán, que tiene cojones.

4 de mayo de 1997

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