domingo, 3 de mayo de 1998

Carrera y manta

Pues resulta que el otro día, presa de un ataque de enajenación mental, emprendí viaje en automóvil y en fechas próximas a una de esas operaciones salida, o llegada, que periódicamente bloquean las carreteras españolas, o como se llamen ahora -que no estoy muy al tanto- las carreteras de aquí. Salí en coche, decía, no la tarde clave del previsto atasco, ni tampoco por la mañana, si no el día anterior y a una hora en que calculé mínimo el tráfico. Pero no todo el mundo es bobo; y la gente normal ha terminado por espabilarse, escalonando las idas y venidas con más seguridad y provecho. Así que, sin ser día de alerta roja, había tráfico. No era desesperante, de atasco ni colas kilométricas; pero sí espeso. También, como corresponde a nuestros asuntos, surrealista. Y digo surrealista ateniéndome en sentido estricto al diccionario de la R.A.E.: «que sobrepasa lo real impulsando con automatismo psíquico lo imaginario y lo irracional».

Era un cuadro de lo más bonito y lo más moderno, muy de ahora y de aquí. Imagínense esos coches. Esos niños haciéndote los cuernos con sus tiernos deditos por la ventanilla de atrás. Ese abuelo del Seat 124. Ese otro capullo con la luz roja antiniebla encendida y jodiéndote la vista. Ese autobús de cincuenta mil toneladas que se pega a tu guardabarros poniéndote al filo del infarto a cada frenada. Ese fulano que se alivia en el arcén, sin cortarse un pelo. Ese Bemeuve o ese Audi que pasan picados y muy juntos, a toda leche -es curioso: siempre son las mismas marcas-, o te adelantan a ciento noventa dándote las luces, por el carril de la izquierda; luces que supones el conductor da con el pitón derecho, porque ves fugazmente que sostiene el volante con la rodilla, fuma con una mano y habla por el móvil con la otra. 0 esos cadáveres de perros abandonados en la carretera por irresponsables hijos de puta que se los regalaron a sus hijos cuando cachorrillos, y ahora no saben qué hacer con ellos.

Es curioso, en gente tan insolidaria como somos los de aquí, el fuerte instinto gregario que, en la carretera; os hace parar a 'todos a tomar café en el mismo restaurante o repostar en la misma gasolinera, mientras medio kilómetro más allá hay establecimientos absolutamente vacíos. 0 que produce un fenómeno circulatorio único en Europa: el carril derecho de la autovía por completo vacío, y todos los coches en rigurosa fila, parachoques pegado a parachoques, por el carril de la izquierda. El día que les cuento, la cosa iba incluso más allá: autovía de tres carriles, el central y el izquierdo -precisamente los destinados a adelantar-, abarrotados en dos compactas filas; y el derecho, precisamente el destinado a vehículos lentos, limpio como patena de cura minucioso, o sea, ni un solo coche; tal vez porque en este país de soplapollas todos tenemos demasiada categoría como para considerar lento nuestro vehículo. Dándose, además, el singular fenómeno de que, cuando algún espontáneo se le ocurre pasar a ese carril lento y desierto y circular por él adelantando a los otros que van a treinta por hora, todavía hay quienes desde los carriles central e izquierdo se molestan, dan las luces o tocan el claxon a ese listillo que se cuela por el carril lento, vaya morro, que es lento como su propio nombre indica, en vez de joderse en las colas de la derecha, las colas rápidas, como todo hijo de vecino.

Y una curiosa anécdota personal. Ya rematando el viaje, fuera de la autovía, de noche y en una carretera de dos direcciones, un conductor muerto de sueño o con una trompa considerable trazaba peligrosas eses ante mi parabrisas, invadiendo en cada curva el carril contrario. Temiendo que fuera a dormirse o desmayarse, o achocar con alguien, cada vez le daba el arriba firmante brevísimas ráfagas con la luz larga, para prevenirlo. Por fin se detuvo el julai en el arcén, y creí que recapacitaba por fin su lastimoso estado. Pero no. Se limitó a dejarme pasar y luego, sin dejar de hacer las mismas eses, empezó a darme él a mí furiosos destellos con sus luces largas, como venganza. La venganza del Coyote. Por suerte el sinuoso hijoputa debía ir tan cocido o dormido, tan incapaz en cualquier caso de seguir una línea recta, que no acertaba nunca a deslumbrarme con sus faros. Y allá atrás se quedó el hombre, entre eses y ráfagas, zaca, zaca, flas, fías, junto al quitamiedos de un barranco en el que espero de todo corazón se encuentre ahora.

3 de mayo de 1998


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